A muchos ya les
pasó, a otros les está ocurriendo ahora mismo, aunque a todos ellos demasiado
tarde. Mientras aún hay quien permanece en una voluntaria inopia, los más se
dan cuenta ahora que han sido Odiseos subyugados por la música de unos cantos
de sirena, cuya letra no entendieron, en su viaje a Ítaca. Las cuerdas que les
sujetaban al palo mayor, las de la ley, para su mal fueron rechazadas. Esta vez
no fue Brecht —tan de nuestro gusto, aunque apócrifo—, quien les advirtió y siempre hay que atender a
los versos del oráculo más que elucubrar sobre si el oficiante de los augurios
es de Delfos o de Dodona. Les está pasando como a las langostas cuando las cuecen
a fuego lento. Mientras van entrando en calor no les desagrada, incluso
disfrutan. Cuando empieza a molestarles ya no pueden evitar ser cocidas. En la
fauna de nuestras costas, al lado de las excelsas gambas de Palamós, la mejor
muestra de langosta política es Convergencia. Lo que queda de ella, que es
mucho más de lo que quedará pronto. Y algunos crustáceos convergentes, los que
no se coma el pulpo de la CUP, con sus Tarascas, terminarán su andanza bien
cocidos en su propio jugo en la olla de Soto del Real. O mejor la de San Cugat
del Vallés. Por ladrones, no por mártires de la patria, como ellos quisieran.
Fingían ser tiburones, pero eran caballas.
Creo que fue
Pío Cabanillas quien dijo que si los españoles escucharan lo que se trata en
los consejos de ministros se agolparían en los aeropuertos. La noticia o la ley
ya guisadas, incluso a la luz de los taquígrafos de los parlamentos en sus
actas, ofrecen un producto bien envasado, pulcro, a veces hasta apetitoso. Al
menos digerible. Para desgracia de los levantiscos dirigentes de Cataluña, la
televisión nos ha mostrado en toda su crudeza cómo se hacen las morcillas
legislativas independentistas. En otros tiempos las hubiéramos visto colgadas
en la prensa o en el BOE, ya puestas a secar, pero esta vez nos ha sido dado
verles agitar las ollas de sangre, hemos olido a cebolla y contemplado como la
Forcadell, girando el rodillo parlamentario, embutía esa sanguinolenta masa
grumosa en las tripas culeras, aún malolientes, sin tiempo ni intención de
limpiarlas de su anterior contenido. Muy educativo y esclarecedor.
Sobre esa
receta, como en todo, hay gustos. En toda España, por no desentonar de un
entorno que ejerce una presión insoportable para los más débiles u obtusos,
parecen muchos sentirse obligados a mantener la postura opuesta a la de Rajoy
aun cuando sólo mostrara sus preferencias gastronómicas o dijera en qué día
estamos, pues en el presidente personifican razonablemente su rechazo a las
políticas que se han desarrollado en España y que también con razón pueden ser
combatidas, tanto como otras de anteriores gobiernos. Un obstáculo a derribar
si quieren disponer del BOE, pues ningún partido tiene entre sus prioridades
hacer un país mejor para sus ciudadanos, centrados en ganar las próximas
elecciones o en partirlo, como primera providencia. Para no perder el lustre
progre que esa entelequia del derecho a decidir creen que les confiere, tanto
como para no dar argumentos al enemigo y dejar meridianamente claro su
alejamiento de don Tancredo, llegan al extremo de, por no darle en nada la
razón a Rajoy, oponerse a esa misma razón en las escasas ocasiones en que el
presidente la lleva. Como es en caso de Cataluña. Aunque sea una razón ajena,
la que ha encontrado abandonada por los sediciosos.
Quienes denuncian
falta de diálogo en el tema de la sedición catalana deberían explicarse un poco
mejor, igual que los que proponen reformas constitucionales o lamentan echar en
falta ofertas que deberían haber sido hechas a Cataluña para frenar su
insaciable y secular deseo de ser mejor tratados que el resto de los españoles,
como por su superioridad les corresponde. Deberían decirnos qué es lo que se
debería haber quitado a algunos, aclarando también a quiénes, para contentar a
Más o a Junqueras. Qué reformas habría que hacer en la Constitución en ese
sentido; aquilatar, a ojo de buen cubero, en cuántas naciones habría que partir
España para dejar a todos satisfechos; delimitar hasta dónde llega eso del
derecho a decidir y establecer quiénes son los titulares de tal derecho y por
qué unos lo tienen y otros no, en el dudoso caso de existir. Pero no nos lo
dicen. Sólo dicen que falta diálogo, que el gobierno central es inamovible, tal
vez por contraste con la leal flexibilidad y buena voluntad del de la
Generalitat. Malos y buenos. Se impone la equidistancia que llega a compadreo
con los secesionistas en los casos más graves.
La boba e
imperante necesidad autoasumida de no fallar a ningún palo para aparentar ser
como uno debe de ser, como la tribu de los buenos espera que se sea, lleva a
una sospechosa unanimidad de ideas en un grupo creciente de personas
afortunadas que siempre saben quién lleva razón, qué está bien y qué está mal.
Incluso son los únicos que saben lo que verdaderamente pasó en nuestra
historia. Llegan a descender, mostrando su talante, a terrenos que creíamos
superados, como establecer qué libros hay que leer y cuáles no, pues cada
Iglesia tiene su Index Librorum Prohibitorum. En ningún caso a Javier Marías, a
Reverte, a Arcadi Espada, a Vargas Llosa ni a Cela, un censor. A Semprún sólo
lo que escribió de joven, que luego se nos torció, como nos pasó con Tamames,
Juaristi o Escohotado. Mejor a Verstrynge, que éste acabó enderezándose. En la Complutense
había unos que tienen la lista buena, la de los que evitan la prosa cipotuda, aunque en
algunos casos no recomiendan leer sus biografías. También nos dirán a qué
equipo de fútbol es admisible apoyar, o si la afición a los toros —que no
comparto— es compatible con la inteligencia. Si las fiestas de moros y
cristianos, la semana santa o la cabalgata de Reyes son algo permisible, que el
anticlericalismo más infantil y fuera de lugar y de época es ítem para no
fallar, solo tolerantes ante el Islam. Como ocurre con la bandera, el himno, el
antimilitarismo, o la misma palabra España y gran parte de su historia,
descubrimiento de América incluido, cosas de franquistas. En los peores casos
discriminan entre buenos y malos muertos. La lista es inmensa, asfixiante, y
llega a abarcarlo todo. Fuera de ellos sólo queda la ignorancia, la caspa, los
fachas: Torrente en todo su esplendor. Torrente es España para ellos, aunque en
nada se reconocen en uno y otra, extranjeros en su patria. Todos los que nos
atrevamos a sugerir algunas objeciones a su dogma somos Torrente. Faltaría rodar
la película de los ocho apellidos progres, aunque muchos no me parecen capaces
de digerir el vernos todos retratados en parte, ya que nuestra sociedad sería
una mezcla de los dos guiones, con ciudadanos que se mueven en el rango
comprendido entre Torrente y Willy Toledo, dos espantajos extremos, aunque el
primero tiene la ventaja sobre el segundo de no ser real. Más allá está el
hombre de Neanderthal, en sus peores individuos. Pero eso sólo está al alcance
de los que somos capaces de reírnos de nosotros mismos.
Se otorgan con
estos títulos y criterios las credenciales de corrección y unos y otros
clasifican y etiquetan a su gusto a todo el personal. Aquellos con quien nos
gustaría poder estar recurren mucho últimamente al término facha, endosando a
todo adversario un fascismo algo diluido, carpetovetónico, siempre ajeno a
ellos y que igual vale para un roto que para un descosido. A veces lo aplican a
algunos que lo son menos que ellos mismos y, al menos, tienen el mérito de
habernos descubierto, si falta hacía, que hay fachas de izquierdas. De derechas
ya lo sabíamos. No me molesto en explicar que mi postura no está en ninguno de
esos extremos.
La lista se va
incrementando y, la verdad, da vergüenza reproducirla aquí, por larga y por
absurda. Sólo merecería la pena desgranar el listado para ver que, en la mayor
parte de los casos, los incluidos son de mucho más mérito y valor que los que
tan burdamente intentan desacreditarlos. Lo cierto es que en no pocas ocasiones
el descrédito es tiro por la culata que hiere al desacreditador, un enano ante
la altura del que intentan incluir en esa lista negra. Paco Martínez Soria fue
un gran cómico y una gran persona, respetado, entre otras cosas, porque nunca
pretendió equipararse a Fernando Lázaro Carreter, académico de la Lengua que le
escribía los guiones. Platón y yo, dos. Casualmente Javier Marías ocupó la
silla R, vacante tras la muerte de Lázaro Carreter.
Hubo una época
en que Albert Boadella y otros muchos podían hacer su trabajo en Cataluña. Un
trabajo que en gran medida se basaba en reírse de sí mismos y de su entorno, de
poner en evidencia a las personas y los hechos que él ya veía que nos iban
llevando a donde estamos ahora. Se podía reír entonces de los que asistían a
sus representaciones, de los que estaban dentro del teatro, él incluido. Esa
libertad se acabó. Igual que antaño tuvo que huir de España escapándose de la
cárcel, llegó para él el momento de abandonar Cataluña cuando ya sólo se
soportaban las risas y críticas a los de fuera, a los que no asistían a sus
funciones; tuvo que irse de allí agobiado por una censura institucional y
social cada vez menos sutil y más feroz por parte de un nacionalismo excluyente
que iba copando y pudriendo una sociedad que en tiempos fue abierta y
cosmopolita. Esa que daba tanta envidia entonces como pena produce en la
actualidad por el apaletamiento y aldeanismo de una parte de sus
miembros.
Lleva parte de
razón Jordi Ibáñez cuando critica a Boadella.
Y toda en el resto de lo que dice. Acierta al decir que debemos ser cuidadosos
cuando decimos “los catalanes”. Hay que discriminar. Él, Boadella, tiene la
disculpa de que lo es, pero unos y otros debemos evitar meter a todos en el
mismo saco, algo que supondría negar la tesis que defendemos muchos: que los
que han perdido la cabeza y la razón, a veces en pro de la cartera, son los
dirigentes y la extensísima red de personas que viven como el maharajá de
Kapurthala vendiendo ilusiones o reescribiendo el pasado, los medios de
información a sueldo, prácticamente todos, entre esas promesas de crear un país
mejor que desmienten con cada actuación y con cada disparate, mostrando que lo
que van pergeñando es una república bananera basada en el supremacismo y en el
desprecio a quien piensa distinto, que son los más, pues nadie negará que desde
la Plaza de Sant Jaume, 4, se gobierna poco y mal, sólo sobre un tema, y
siempre contra más de la mitad de los catalanes. Gran parte de esas actuaciones
van dirigidas a intentar librar de la cárcel a muchos próceres, por ladrones
más que por levantiscos. De la deslealtad al resto de España no hablemos ahora,
que ya habrá momentos para recordárselo. Huelga decir que no solo en Cataluña
ocurren estas cosas, que españoles somos todos.
Y lo que es
mucho peor y les diferencia es que allí han promovido y logrado el silencio, un
silencio espeso y temeroso. Posiblemente hoy Cataluña, como antes fue el País
Vasco, sea el único lugar de España en el que antes de hablar hay que mirar
hacia atrás, algo que los que tenemos cierta edad habíamos olvidado. El único
lugar en el que en la mesa familiar hay temas que mejor no sacar a relucir, ni
entre amigos, si queremos conservarlos. No digamos si somos funcionarios, tenemos
una empresa que de alguna forma pudiera tener relaciones comerciales con la
administración, o podríamos solicitar cualquier tipo de subvención.
No se puede ni
debe hacer un referéndum no sólo porque es ilegal, que lo es, sino porque sería
ilegítimo e injusto. Aunque tal vez sería deseable ver de una vez por todas la
decisión mayoritaria del conjunto de los catalanes, más razonables que quienes
los dirigen, informan y manipulan. Desde luego esta situación puede dar lugar a
que el referéndum llegue a ser un deseo nacional para expulsarlos del país y
dejarlos a la intemperie, en manos de esos caudillos, que van reproduciendo
maneras de triste recordación. Pero los catalanes, gran parte de ellos, no se
merecen eso, como no merecen la soledad —cierto que silenciosa— en la que hemos
dejado a quienes viven allí sin tragar con esa dictadura en construcción, a
quienes no piensan como los que dirigen la comunidad, robando a veces y
viviendo siempre en la opulencia más escandalosa, mientras dejan de gobernar y,
puestas por delante sus ambiciones personales, llevan a la ruina económica y
moral a Cataluña, muestra inequívoca de su españolismo. La crítica, el
comentario dolido, por otra parte, tienen siempre algo de elogio, pues sólo se
preocupa uno por aquello que aprecia, que estima, por aquello que desea que
fuera a mejor. Como es mi caso respecto a Cataluña.
Después de
Évole y Fernando Morán, algunos de los últimos de la lista, sin duda otro nuevo
candidato a facha para la peña es Joan Coscubiela, que fue secretario general
de Comisiones Obreras en Cataluña durante 12 años y parlamentario del grupo
Iniciativa per Catalunya-Verds, y que es en la actualidad el brillante portavoz
de Catalunya Sí que es Pot, la franquicia de Podemos en esa Comunidad Autónoma.
Al menos lo era hasta ayer, porque tan razonable se mostró defendiendo la
democracia que seguramente dejará de serlo muy pronto. Todo eso frente a los
cabizbajos miembros del gobierno de la Generalitat, que no eran capaces de
mirarle a los ojos. Diosdado Cabello, disfrazado de Carme Forcadell, miraba el
cogote del parlamentario en uso de la palabra mientras ella iba despachando
desde el mostrador de la mesa presidencial la Ley Habilitante con la urgencia
que impone la falta de razón. Y de vergüenza. Ni siquiera fueron capaces de
leer en la tribuna, menos de respetar, los informes jurídicos de sus propios
letrados del Parlament o del Consejo de Garantías Estatuarias de
Cataluña, que no de Madrit, que les habían advertido de la total
ilegalidad de lo que allí se estaba imponiendo a media Çataluña y a toda
España, callando a la oposición.
Demasiada razón
y suficiente vergüenza como para desagradar a parte del caleidoscópico grupo
que representa, pues más hace lo primero que lo segundo, para decir que lo del
Parlament era una farsa, un acto bucanero y autoritario que deja sin sus
derechos a todos los parlamentarios de la oposición y, con ellos, a más de la
mitad de Cataluña y a todo el resto de España, mostrando el verdadero rostro
totalitario e irrespetuoso con la discrepancia de ese pretendido estado
risueño, tolerante e integrador cuya creación, entre sonrisas y astucias,
vienen anunciando ya demasiado tiempo como para que un Estado serio les hubiera
consentido llegar hasta este grado de demencia y aplastamiento del que piensa
de forma distinta a ellos.
Arropado por
los aplausos de todo el espectro político, menos los separatistas, algunos de
ellos en su propio grupo, les vino a decir, les sugirió, que lo que, a toda
prisa y sin respeto a leyes, reglamentos, informes jurídicos, formas ni
razones, vienen montando es simplemente una dictadura de libro, y agrada ver
que, por fin, incluso con posiciones muy enfrentadas, queda un buen rescoldo
democrático en Cataluña, que no todo es silencio y sumisión, que ha pasado el
momento de callar para sobrevivir, de dar por digeribles tamañas ruedas de
molino ideológicas y de intentar ordeñar vacas que ya no dan más leche.
Fue todo un placer escuchar a Iceta decir que le daba vergüenza no tener más remedio que recurrir a un tribunal de fuera de Cataluña, al Constitucional, en busca de protección ante el totalitarismo de los que dentro de su Comunidad, en su mismo Parlamento, le avasallan, precisamente los que tienen el mandato delegado del Estado para defender los derechos de los catalanes y que, desde la Generalitat y el Parlament, utilizan para impedirle ejercerlos. A él y a la mitad de los catalanes.
El mundo nos
mira. Poco y para descojonarse. Algunos periódicos catalanes dicen desear que
no miren mucho, tanto a una manifestación más contra el rey y el gobierno de
España que contra los terroristas, olvidados los muertos ya desde un rato antes
de la mani, como a las últimas sesiones del Parlament, esas 48 horas negras en
las que el secesionismo ha mostrado su cara, perdiendo la máscara falsamente
amable que, en su infinita autoestima, habían ido construyendo durante años. No
se puede pedir respeto a la propia identidad desde el desprecio a todas las
ajenas.
En su afán por
mirar hacia atrás, siempre acusando a Castilla de sus males, casualmente
olvidan que entre ellos, mandando, están algunos descendientes de los últimos
traficantes de esclavos de Europa, explotadores de caña en Cuba y de cacao en
Guinea, bodegueros de ron y mistelas, vendedores de indianas en el Imperio
español y de tejidos al resto de España en régimen de monopolio, que van hoy
del brazo de los herederos de esos pistoleros anarquistas que perseguían a sus
abuelos a tiros por las calles de Barcelona defendiéndose de los sicarios que
los primeros, con menos valor, habían contratado. Carlistas con Iphone y curas
trabucaires con página web, antiguos republicanos al lado de acomodados
burgueses cuyos padres con tanto entusiasmo —en la cartera, sucursal del
cerebro o a la inversa—, aclamaban a Franco después de la guerra en las
Ramblas, donde luego sus descendientes tuvieron un meublé (los de Franco).
Beatos montañeros de Montserrat junto a comecuras furibundos, honorables
ladrones en coche oficial, antes banqueros haciendo peña con antisistemáticos
pendejos y bandarras similares, haciendo cuando toca de majoretes para
acompañar a los próceres hasta el juzgado... Y, en medio, por otras calles, la
sufrida procesión del silencio de gran parte de una población extraviada en
este esperpento que espera a su Valle Inclán para ser contado, faltos de Josep
Pla, Gaziel, Vivens-Vives, Tarradellas y otras muestras del buen sentido
perdido. Queda la posibilidad de que Eduardo Mendoza se lance a escribir la
segunda parte de la Ciudad de los Prodigios, con Jordi Mayor i Detall de
protagonista.
Vale.