jueves, 19 de junio de 2014

Espístola jubilatoria


 
Queridos hermanos:

Hoy, 25 de enero de 2014, día de San Bretanión, San Pablo  y San Popón, varones de nombre sonoro y de aparato, cumplo seis décadas que, dicho así, parece menos tiempo. Como entré en una escuela hace 55 años y en ella sigo, aunque obviamente en otra, aprovecho tan fausta efeméride para abandonar los alpinos, las tizas y los catecúmenos, a sus padres y a sus madres, que Dios guarde, y abandono la industria de la educación, que en manos de contables dejo. Lamento no tener tiempo para quedarme a disfrutar de las excelencias del  enésimo parto legislativo que un ministro del ramo alumbra a lo largo de mi vida como docente.

No sé si esto es jubilación o huída; el caso es que dentro de unos días pasaré a ser una carga para el Estado, después de que él lo haya sido para mí desde cuando mi memoria alcanza. Espero que quienes a partir de ahora deberán sufragar mi pensión con sus impuestos, antes de echarme a mí la culpa de la ruina del país, causa de la suya, hagan cuenta de que yo se la pagué con los míos durante 38 largos años, mes a mes, a  sus abuelos o a sus padres. No se me escapa que tal y como nuestros dirigentes reparten la caja, más seguro está el hoy por mí que el mañana por ti, pero así soplan los vientos  en las velas del barco de la hacienda del reino. De ahí lo de pisar el billete.

Habiendo hecho mi trabajo lo mejor que he sabido y podido, desde el primer día de septiembre de 1976 hasta el de la fecha, no he llegado a sentir que sea el mío un trabajo especialmente valorado por la sociedad. Por tanto, me voy con la tranquilidad de que, siendo algo intrascendente y de escaso mérito lo que otros muchos y yo venimos haciendo durante toda una vida, nada importante debe resentirse cuando dejemos de hacerlo.

Una de las grandezas del cerebro humano es que es impredecible, algo que supone la mayor diferencia entre una persona y una cebolla o un boquerón. Por tanto no descarto la improbable y remota posibilidad de que llegue a echar de menos mi trabajo en la escuela, porque sobrado tiempo he tenido para satisfacer tales ansias. Por contra,  estoy seguro de que de otra forma muy distinta viviré la separación de los amigos con los que he trabajado día a día, compartido alegrías y disgustos, quebrantos y satisfacciones, aficiones, intereses y cafés. Es el lado triste del asunto, pues les voy a echar de menos. Con su trabajo bien hecho han hecho fácil el mío, y no hay palabras para agradecer la confianza, el apoyo, el mimo en muchos casos, con que me han apuntalado, arropado y hecho posible que aguantara hasta estas fechas. Pero habrá más propicios momentos y parajes donde encontrarme con ellos, alrededor de un café, no de un problema.

El próximo día 5 de febrero, día de santa Felicia, Santa Gadea y San Bertoldo, san Ingenuino, santa Águeda y san Adán, primer día de mi vida contemplativa, quisiera reunir en un antro de perdición a los amigos y compañeros de mis dos mundos: la educación y la música, para presumir de los unos ante los otros, y viceversa. Si la cantidad y calidad de los amigos que alguien consigue atesorar a lo largo de su vida es buena vara de medir a una persona, sube a los cielos mi autoestima mientras hago la lista de aquellos que no pueden faltar. Nos despediremos con música, arrullados por los salmos que durante años hemos cantado en la ermita del abad Germán de Navarra y en los más pintorescos e inusitados garitos, interpretados por los monjes que han poblado mi convento, prolongado mis vigilias y puesto en compromiso mis higadillos.

Allí nos veremos, hermanos, para que ese último día sea ocasión de cánticos, buen  humor, antífonas y libaciones, que esto son cuatro días.
Lugar: “Chapó”. (Antes “Bossanova”, y mucho antes “Crossroad”)
Calle Teodoro Camino
Día 5 de febrero a partir de las 5:30 o 6:00 de la tarde.
Los más pendones seguiremos allí después de cenar, hasta que la aurora de rosados dedos nos muestre el grado de nuestra desvergüenza.

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