lunes, 17 de enero de 2022

Epístola equilejana

    A los extremos les molesta que se les equipare. Ya están aquí los equidistantes, nos dirán. Hasta en los casos, que los hay, en los que tal postura tibia sea un intento de no tomar partido o de tomarlo sin demasiado entusiasmo, resulta mejor, menos dañino, que optar por el ponzoñoso sectarismo al uso, parejo en cuanto a la descarnada y común demonización del contrario, que no debería existir. Es lógico que les moleste verse reflejados en el espejo como la otra cara de aquello que más dicen odiar, pero acaban por parecerse entre sí más de lo que a todos nos convendría y ellos quisieran. Cuando alguien de un extremo, y hay más de dos, cae del caballo, no suele parar en el centro del camino, sino en la otra punta del bancal. Sobran ejemplos. Sería difícil discernir cuál de todos ellos destila más apego al autoritarismo, a la imposición de sus correcciones y de sus ideas, a la censura de las ajenas, al desentendimiento de toda culpa que manche su marca y su fe, o de toda realidad que pueda contradecir sus dogmas, sus lemas y sus intereses. Unos escrituran a su nombre al pueblo, o lo intentan con un territorio, los otros a la patria, a la grande o a la chica, como en el mus, entidades que perciben y utilizan de forma artera, interesada y confusa, pues a veces apelan a esas cosas y otras a sus contrarias. Y hay quien colabora, quien calla y quien deja hacer, actitudes poco gloriosas.

    Todos los extremistas intentan minimizar, cuando no negar, los crímenes o corrupciones perpetrados en nombre de su ideología (o parapetados tras ella), de su partido o de su tribu, pues comparten el sentir de que sus causas (obsesivas y a menudo confundidas con sus intereses personales y para cuyo triunfo todo vale), necesitan de un gobierno fuerte, sin contestación y, si es posible, sin alternativa, que en ello se trabaja. Lógicamente dirigido por ellos. Su ideal no confesable es el de un estado autoritario en el que la población poco cuenta, músicas aparte. Les gusta (aunque algunos lo nieguen, que otros ni eso) la mano dura y no soportan la crítica, que si pueden intentan acallar. Aman al líder, que quieren incontestado, pues la libertad, sentida como un estorbo, es cosa menor, un subproducto prescindible, cuando no un peligro. Al final quisieran llegar al mismo lugar, aunque por caminos distintos. La igualdad tampoco es cosa que les preocupe en exceso. En aquellos países sometidos a cualquier totalitarismo, a sus teóricos y promotores siempre les toca disfrutar de los privilegios reservados a las élites, que igual de bien viven líderes, camarillas y otros avecinados en una dictadura de izquierdas que de derechas. Todos esperan caer boca arriba, que es lo habitual en el gremio revolucionario. Al final, Hitler y Stalin acaban encargando los zapatos en Londres y bebiéndose lo mejor de las bodegas. Por todo ello, cada uno intenta dar por buenas, al menos por tolerables, las dictaduras de su gusto. Vamos desde el 'con Franco vivíamos mejor', o 'de la alpargata al 600', al 'en Cuba hay un 100% de alfabetización', cosa que casi se había alcanzado antes de Fidel; 'tiene una buena sanidad', cosa cierta, como lo es que Cuba fue antes de la revolución una de las economías más prósperas de América, aunque aquella situación, igualmente dictatorial, se haya resumido diciendo que simplemente era un casino y un burdel. Hay bondades, ciertas o discutibles, con las que se intenta lavar la cara a algunas dictaduras, pues no hay nadie capaz de hacerlo todo mal, a pesar de que ha habido, y en nuestros tiempos hay, quien ha estado cerca de conseguirlo. Pero son atenuantes y eximentes que sólo se toleran aplicados a las propias. Sean clínicas, sean pantanos. Depende, todo depende.

    De esos argumentos y excusas de mal pagador se deduce que la libertad, como decíamos, es para todo extremista un adorno, un lujo innecesario, a veces una caricatura, más un obstáculo fastidioso que un irrenunciable derecho que defender. Iguales o parecidos argumentos se usan para justificar o relativizar tanto las dictaduras totalitarias y sin disimulos de Pinochet, la de Nicaragua o la de Videla, como la dictadura con elecciones de la Venezuela actual. De las repúblicas de Corea del Norte, Rusia, China, Irán o de las monarquías medievales como Arabia Saudita, nadie parece sentirse concernido por las ideologías que las inspiran y soportan. Los amigos y referentes de unos u otros totalitarios son igualmente inquietantes, pero siendo de los suyos o asimilados, sea Chaves o Trump, Perón o Le Pen, Orbán, Castro o Bolsonaro, el comandante Ortega o Salvini, no hay nada que decir, salvo elogios y justificaciones. Si son de su cuerda, bien va, llegando a justificar cualquier abuso o aberración si se comete contra los que ellos consideran sus enemigos, los que pudieran quitar el poder a los suyos, pues los pueblos, los ciudadanos, las masas, les son indiferentes, simple, aunque imprescindible, relleno del Estado. Ya fue la carne de cañón de unos y de otros cuando sus disputas llegaron a mayores. Lo importante, lo único que merece ser salvado y defendido, son los principios, las causas, siempre por encima de las personas y de cualquier otra consideración. Incluso llegan a ser hostiles a su propio país, a su Historia y a su propia civilización, siempre en deuda con las ajenas, cuyos desmanes quedan justificados o atemperados por eso de las siempre respetables diferencias culturales, un respeto que no pide correspondencia. Llegaron algunos significados orates a entender y a valorar los atentados del 11M, igual que otros crímenes cometidos por fanáticos islamistas, como un justo y merecido castigo, una necesaria penitencia por nuestros pecados como occidentales, tan inveterados como irredimibles. Desde uno de los extremos se desprecian y se presentan, sin distingos, como un peligro las otras culturas y civilizaciones; desde el otro las descalificaciones y los recelos se dirigen a la propia. Es curioso y revelador que no se reproche a nadie el pecar de cristianofobia, aunque en algunos países estos neandertales con turbante degüellen a gran parte de la cristiandad local. El trato a mujeres, homosexuales, la libertad asfixiada por el sometimiento a un dogma religioso impuesto con armas occidentales... Son asuntos internos, rasgos de su cultura y de su tradición. ¿Quiénes somos nosotros, abrumados por los pecados de nuestros antepasados, para juzgarlos? Se habla de tolerancia cero. Según acerca de qué o de quién. Deberían todos empezar por aprender qué es eso de la tolerancia, pues a la hora de ejercerla con sus vecinos que piensan o quieren vivir de otra forma, con otro valores y otras correcciones, ni están ni se les espera.

    Que la democracia está en peligro, es un hecho, aparte de que siempre lo ha estado y que nunca dejará de estar en riesgo, pues es una flor frágil que necesita riegos, abonos y cuidados, no estirazones, podas indiscriminadas e inoportunas, injertos adjetivos, ni paladas de sal. Tiene sus enemigos dentro y fuera, variopintos, regionales o nacionales, de un lado y de otro, y ninguno de ellos es capaz de ver desde su extremo en qué medida también contribuyen a ponerla en riesgo, limitándose a señalar peligros y confabulaciones desde un lado de sus trincheras, el opuesto, el especular. Aunque, de hecho, son capita et navia, caras enfrentadas de una misma moneda: un Jano bifronte que mira a diestra y a siniestra con ojos que nunca se verán de frente, que percibirán en una misma realidad perspectivas y paisajes distintos, miradas inevitablemente opuestas y parciales, regidas por un cerebro gemelo que acaba llevando a ambas faces a pensar y obrar de forma poco diferente. Participan ambos extremismos, inculcados a gran parte de sus simpatizantes, de una misma mentalidad autoritaria, un dogmatismo equiparable y un gusto por las teorías conspiratorias. Es cierto que encuentran soporte en votantes que, a veces y en gran parte, están alejados del pensar desaforado de los líderes, camarillas y militantes de estos partidos, electores cuyas levas se hacen a base de lamidas de oreja y de apelaciones a las vísceras, al narcisismo, al perdón de sus pecados, lo que los deja libres de cualquier culpa, siempre patrimonio del contrario. Argumento recurrente y movilizador es el señalamiento y descalificación de sus enemigos (que realmente son más los otros líderes que sus votantes) y del aprovechamiento y manipulación oportunista, cuando no innoble, de los problemas que tiene la sociedad, para los que ofrecen soluciones rápidas y sencillas, sin costes para el sector de la población que quisieran pastorear hacia las urnas. El poder los desnuda, destapa su inoperancia y su alejamiento de la realidad. Con ese proceder dogmático, más centrado en sus intereses electorales y en la evangelización de sus doctrinas y de sus gustos que en arreglar nada, nunca estarán en la solución real de ninguno de ellos.

    Unos cultivan la nostalgia del todo pasado fue mejor, un pasado que habría que recuperar incluso con todo lo que en él hubo de reprobable, que no es poco; otros, por su parte, desprecian los logros heredados, en nuestra Historia encuentran más motivos de vergüenza que de orgullo y gloria y creen y quieren hacer creer que todo cambio es progreso, que demoliendo no se puede ir más que a mejor, pues poco o nada hay aprovechable en nuestra sociedad. Para algunos de estos últimos, los peores de ellos y no pocos de sus amigos, mejor que reviente, que ya nos repartiremos las ruinas. En cuanto al recurso de refugiarse en el pasado, incapaces de contender con el presente, es actitud común, solamente diferenciada por la valoración y selección de los capítulos a recordar o a olvidar, a celebrar o a denostar. A ambos les perturba la Historia, aunque a cada uno la parte de ella que muestra sus vergüenzas, de ahí el compartido afán por reescribirla.

    Si es cierto que un ejército avanza a la velocidad del más lento de sus soldados, o que una cadena sólo alcanza la fuerza del más débil de sus eslabones, podríamos deducir que la moralidad de un grupo o coalición está limitada por la del más indecente de sus socios. El supremacismo nacionalista, burdo, totalitario y corrupto, o la presencia de Otegui como portavoz de un sector del amasijo coral que apoya y sostiene al gobierno, tibiamente cuestionados si acaso, suponen un lastre que se pagará. Y es justo que se pague. Hace que mucha gente mire a un lado y a otro y entre Abascal y Otegui entienda razonablemente que uno secuestraba, extorsionaba, pegaba los tiros y otro huía de ellos. Mientras otros, siempre trajeados y modositos en las formas, hoy adalides de la moderación, recogían las nueces. Siempre haciendo caja, que el voto va caro. Y puede ocurrir y ocurre que, pensado todo ello, parte del personal vote en consecuencia. Ellos, todos ellos, tienen la culpa. En el país vasco la razón, la decencia y el valor no estaban del lado precisamente de algunos de los extremos que hoy se llaman a sí mismos progresistas. Allí la decencia, el coraje, la razón (y los muertos), aparte de en los cuerpos uniformados, jueces y otros que pasaban por allí o no pagaban el impuesto revolucionario, salvo raras excepciones, estaba del lado del PP y del PSOE. Lo demás era podredumbre. Aparte de los asesinados, el crimen y el silencio cómplice y cobarde de gran parte de la población provocó un éxodo innumerable que cambió para mal esa sociedad, un exilio aún hoy más tapado que estudiado. Y cualquier intento de blanqueo o de olvido son perversiones y mentiras difícilmente digeribles sin caer en las pretendidas amnesias. Si se puede ser socio de fascistas con barretina y apoyado por un criminal como Otegui, ya no hay límite, no puede haber líneas rojas, una vez traspasadas las granates.

    Si usamos la expresión extrema derecha, si la consideramos topológica e ideológicamente adecuada, no debemos rehuir, en justa correspondencia, de encuadrar a otros en la extrema izquierda. Con la salvedad de que cabe dudar de que gran parte de estos últimos merezcan ser considerados de izquierdas, pues hoy carecen de la nobleza e idealismo sacrificado y redentor que una vez atesoró ese sector, junto a la defensa incondicional de valores como la igualdad, la coherencia y tantos otros, hoy malbaratados. Reivindican la II República, cuya peor cara quisieran reeditar, olvidando como vemos, si es que han llegado a conocer, la irrenunciable defensa a la unidad de España que caracterizó a los republicanos decentes, que muchos había, barridos por extremismos varios, hoy renacidos. Lean a Azaña, a Sánchez Albornoz, a José Prat y a muchos otros, algunos huyendo de ambos bandos, como Orwell o Chaves Nogales. Lean, por favor, lean otras cosas que aún no han leído, esas que saben que no les van a gustar, las que pretenden borrar de la memoria que quieren fijar. De entre los actuales extremistas, de los diestros nada esperaba, y menos que lean nada; de los siniestros extremos, qué decir, qué esperar. Ambos respetan formalmente la democracia y se esconden tras sus barnices, unos más que otros dirán, también habrá desacuerdo acerca de quién la respeta más y quién menos. Pero resulta palmario que para los más extremados no deja de ser una formalidad, un engorro, especialmente cuando las urnas no les son propicias. Si pudieran, si les dejásemos, unos y otros prescindirían de ellas.

    Lo cierto es, a mi entender, que, salvo ciertos disparates, ocurrencias y desafueros, explícitos o deducibles del discurso o proceder de ambas orillas políticas, igualmente cercanas a los barrancos del finis terrae ideológico y que suelen espantar a una inmensa mayoría más moderada y amplia de miras, a veces la distancia entre tener razón y no tenerla es escasa, cuestión de énfasis, de matices, de intención de tenerla toda y en todo, cosa que nunca sucede. Muchos son los temas, imposible estar de acuerdo con todos los que cualquier persona o partido sostiene, salvo esas rendidas militancias que poco cuentan salvo dentro sus parroquias pues, aparte de su amén, nada aportan. In medio virtus. Y no se trata de equidistancia, sino de equilejanía, neologismo que aporto para significar el puro y simple aborrecimiento y descarte de los extremos, siempre conveniente.


3 comentarios:

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    1. Pasa algunas veces. Lo que suelo hacer es, si veo que será largo, escribirlo en Word y luego pegarlo aquí. Conviene tener el programa de correo propio abierto porque nos pide en Responder como elegir desde dónde se comenta. En fin, lo peor es que unas veces va, casi siempre, y otras se pierde lo escrito sin saber por qué. Lo siento, Daniel, siempre resultan relevantes tus comentarios. Un abrazo.

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  2. He intentado hacer un comentario amplio en torno a tu escrito, pero ha desaparecido en cuanto he intentado publicarlo. Algo pasa.

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