Una de las circunstancias que
pueden hacer que un problema no tenga solución es que no exista. Al menos con
el alcance o descripción con que se le caracteriza y considera. Este tipo de
problemas, que pueden tener enredados a sociedades enteras durante siglos,
suelen ser en gran parte inventados, creados interesadamente o, lo que es
garantía de que cada vez avanzarán más en un proceso desde la inexistencia a la
gravedad, es que alguien, sea persona, colectivo o secta, haya conseguido hacer
de ese asunto su razón de ser o su medio de vida. Es imposible esperar que nadie solucione un problema si vive de él, como no cabe solicitar su ayuda para solucionarlo. En las religiones podemos
encontrar muchos ejemplos pues, el misterio de la Santísima Trinidad, la misma existencia de Dios, son creencias, no problemas con un arreglo posible mediante la controversia y el acuerdo. Al final, no quedaba más que matar a los díscolos y afines y ya Dios reconocerá a los suyos. En las religiones laicas ocurre igual. Los principios son innegociables, sólo cabe imponerlos. Y si no se tienen principios, la cosa aún es más compleja pues se acaba discutiendo contra un monstruo multiforme y cambiante.
Una subclase especialmente
nociva e irresoluble de este tipo de problemas es el de base histórica, esto
es, intentar resolver con carácter retroactivo asuntos del pasado, a veces
remoto, que en su momento no se cerraron al gusto del que hoy se dedica a
intentar zanjarlos, normalmente labor de cazafantasmas e iluminados. Ese
dilatado reconcomio va royendo el cerebro, convirtiendo en una secta religiosa
a los acólitos que centran su vida en reparar un imaginado agravio, en imponer
su dogma, a veces poco comprensible, haciendo proselitismo o recurriendo a los
métodos y vicios de las religiones, que tanto han durado. Si a ese embrollo y
ese constructo se le agregan algunas porciones de nacionalismo, ya hemos
elaborado la receta perfecta para crear un problema que no resuelve ni dios. Como
los antiguos cristianos o los actuales integristas islámicos, los une y realimenta el imaginarse perseguidos, lo sean o no, buscar el
sacrificio, si es posible de los demás fieles, mientras los obispos que los
espolean sobreviven plácidamente en sus palacios. Llorar a moco tendido a la
vista de las derrotas, los agravios y las humillaciones sufridas por sus antepasados, poner flores a sus supuestos mártires —a veces unos desalmados— y otras
escenificaciones, son cosas todas que llevan al rebaño a apiñarse en su
vallado, a no cuestionar ni al pastor ni al perro y a buscar lobos tras las
vallas. Porque para ellos, la cosa va de vallas, de fronteras, de bancales y
terruños ancestrales, de misterios que a los de fuera se les escapan. Somos
distintos, es decir mejores. Y, por tanto, merecemos más que aquellos ovejos
tan sucios que pululan por fuera del cercado.
Es normal que no se les
encuentre solución a todas estas supuestas problemáticas, y no es raro que al
final, probatura tras probatura, intentando sanar al organismo de una
enfermedad que no padece, se acabe teniendo un problema nuevo, este ya actual, cierto
y peor que el inexistente que inició el desvarío, de forma que se acabe
descompensando el delicado equilibrio de una sociedad o un cuerpo humano y
consiguiendo, al fin, contraer una enfermedad, esta vez ya grave y real, o extender a todo el organismo una patología que sólo afectaba a un miembro. La homeopatía, por su propia incapacidad para sanar, intentando sobrellevar dolencias y achaques administrando nuevas dosis del morbo patológico disueltas en garrafas de agua clara, sólo garantiza el empacho, nunca la cura. A algunos
partidos les viene a pasar como a las farmacéuticas: viven del enquistamiento,
de la cronicidad, de procurar no curar las enfermedades de las que viven,
porque si encuentran una pastilla que cure el colesterol, dejan de vender miles
de millones de otras pastillas que mantienen la enfermedad sujeta a unos
valores que no matan, pero hacen imprescindibles esos tratamientos
generalizados tan lucrativos. De forma que, la clave del invento es descartar
soluciones definitivas, mantener la preocupación en un eterno tente mientras yo
cobro y los demás me pagan. Ya dijo un expresidente de triste recordación, hoy dedicado a combatir gigantes con su candoroso y claro sectarismo, que les venía bien la tensión, y ahí estamos, al borde de la electrocución mientras él sigue sonriendo y desfaciendo entuertos por el mundo. Al menos, eso cree él.
Se dan entre nuestros próceres casos claros de megalomanía, narcisismo, delirios de grandeza y otras dolencias que en la vida civil se sobrellevan metiendo la mano entre dos botones de la chaqueta y creyendo uno ser Napoleón. Al cabo, resulta inofensivo si no se hace con tropas, y la gente los suele mirar con comprensiva simpatía. Aunque el morbo patológico más extendido en el gremio es la amnesia, sin despreciar la disonancia cognitiva, en la política también proliferan la hipocondría, el narcisismo, la soberbia, la paranoia (no hay separatista sin un grado mayor o menor de ese desarreglo), incluso vamos viendo extenderse la esquizofrenia, el desdoble de la personalidad, que en algunos casos que todos conocemos se va desenrollando como una persiana mostrándonos lo que parecen ser no dos, sino muchas personas distintas. No un Jano, sino una hidra de Lerna. Y claro, nunca acabamos de conocer al personaje, que va sacando a la luz lamas y caras nuevas que revelan otras nuevas personalidades, a veces contradictorias, desconcertantes, cada una con sus principios, sus criterios y sus cambiantes derivaciones. En realidad, es en propio interés el motorcillo que va girando y mostrando novedosos rostros de alguien o de algo que así nunca llegamos a conocer, hasta que se ríe creyendo ser el último que lo hace. De que hemos votado a una lama, resulta que ya está desaparecida en el rollo y nos gobierna otra. Se gana con una cara y se nos gobierna con otra. Debe de ser una adaptación biológica a estos tiempos líquidos en los que es mejor ser caleidoscopio que daguerrotipo.
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