viernes, 3 de mayo de 2024

Epístola de la libertad de prensa

Parece una obviedad reprochable (y reprochada) decir que los gobiernos no están para juzgar a la justicia o para controlar a la prensa, sino que es justamente al revés. Las constituciones se escriben y aprueban para defender a los ciudadanos, no a los gobiernos. También sería una verdad de Perogrullo decir que no se puede proclamar que se persigue la igualdad, mientras se dan por buenas, se promueven y se consolidan desigualdades interterritoriales o basadas en identidades, cuando se quieren combatir los bulos ajenos difundiendo los propios, o cuando se dice defender a la prensa intimidándola. Si alguien te preguntara acerca de qué o cómo eres respecto a algunas opciones vitales, responder que tú te consideras normal (estadísticamente, sin entrar en valoraciones), te lleva directamente a los infiernos. Sí, lo único verdaderamente revolucionario en estos tiempos es aspirar a la normalidad, a la recuperación del significado de las palabras, la moderación, el sentido común y la ecuanimidad.

Lo penoso de la situación que nos hacen vivir es que se haga necesario argumentar, discutir y soportar ser llamado facha, en compañía de la mitad de los españoles, por exponer lo obvio, por llamar a cada cosa por su nombre y atrevernos a decir que, sin dudas razonables, hay unas cosas mejores que otras. Me refiero a la igualdad, la paz, la democracia, la pluralidad, el respeto al contrario, el mérito, el valor del esfuerzo, la separación de poderes o las libertades, entre ellas la de prensa, junto a otros valores deseables frente a sus contrarios. Partiendo del indiscutido principio de no contradicción, ese que dice que no pueden ser verdad a la vez una cosa y su contraria, es imposible que algunos de ellos, por mucho que se proclamen con palabras, sean defendidos por los que con sus actos los menoscaban o procuran hacerlos imposibles. Para este este tipo de mentes sólo operan a su satisfacción en el mundo dos leyes, la de la gravedad y la del embudo. Nada me parece justo en siendo contra mi gusto.

La Verdad, escrita con mayúsculas, aparte de un periódico de Murcia, así en abstracto es cosa muy escurridiza. Tanto como la realidad, siempre vidriosa y poliédrica, con demasiadas caras para que una misma persona pueda contemplarlas todas a la vez. El que está enfrente o al lado ve otras, tan ciertas y reales como las que nos es dado observar a cada uno de nosotros. Se impone la modestia, la duda, la tolerancia, una cierta relatividad, el respeto al que ve las cosas de otra forma. Y sobran los dogmas, las afirmaciones incuestionables y las descalificaciones.

Sólo la pluralidad de puntos de vista da lugar a descripciones más ajustadas a la realidad. No basta con un solo libro o un solo periódico. Ya sabemos que el mismo suceso, contado por diferentes testigos, a menudo parecen cosas distintas y que en el mismo partido, unos ven el penalti y los contrarios no. Realmente unos no lo ven, otros se niegan a verlo. Si entramos en el tema de las memorias y los recuerdos, la verdad aún es más elástica y manipulable. Es el conjunto de visiones lo que mejor nos puede acercar a ella, frente a la mirada única. Y es la pluralidad de criterios y la discrepancia el abanico que mejor puede recoger esa diversidad que se dice defender, aunque ciertos supuestos defensores pretendan limitarla si se refiere a las opiniones ajenas, siempre molestas, que se quisieran unánimes. Defender la pluralidad no supone creer que todos lleven razón. Y menos en todo lo que piensen y sostengan. Claro está que todos creemos llevarla, cosa que no puede ser, y además es imposible. Es justo y necesario admitir que más que una razón, hay razones, y que la única forma de conciliarlas es el contraste de pareceres, el compromiso con la verdad, el reconocimiento de la parte de razón que, sin duda, defiende el otro con tanto derecho, convicción y honradez como nosotros. Para eso parece condición imprescindible que, al menos, reconozcamos al contrario el derecho a defender lo que defiende, y previamente el de existir, sin más límites que los que la ley establezca, remilgos estos que no cabe esperar de ningún fanático de un signo o del opuesto, por mucho que predique, pontifique o escenifique. El pensamiento totalitario no da para más.

Una consecuencia que podríamos deducir de esas premisas es que, cuanto más monolítico, definitivo e incuestionable sea el corpus de creencias y postulados de una ideología o del partido político que la defiende, a veces una herencia incuestionada, más alejado estará de la realidad y de la posibilidad de acertar, perdida toda posibilidad de adaptación y rectificación. Cuanto más rígido, estrambótico y autoritario sea su talante y su programa, menos posibilidades tendrían de recabar clientela ideológica, a menos que se trabaje a fondo para manipular su memoria y moldear su percepción de la realidad. Y menos capacitada estará su ideología con este talante totalitario para la convivencia y el acuerdo, hasta que al final, puede verse convertida en una religión.

Como en todas las religiones, los creyentes, los fieles, los militantes, tendrán que refugiarse en la fe del carbonero, hacerse a defender los misterios que no comprenden y someterse a la obediencia ciega a un principio de autoridad fuera de toda duda y contestación. Siempre acaba apareciendo un papa al que se le reconocerá infalibilidad, y al creyente ya sólo le queda someterse, aprenderse el catecismo, respetar los dogmas, ajustar vida y pensamiento a la doctrina, participar en las liturgias, repetir las letanías y evitar que su pensar y su obrar le saquen del carril hasta correr el riesgo de ser excomulgado. Y, claro, entre sus obligaciones está el combatir a los descreídos, herejes y relapsos. Los peores enemigos para ellos son los renegados de la fe, los conversos a otras creencias, los que ya piensan por su cuenta.

El único antídoto conocido y eficaz contra los integrismos e ideologías totalitarias, sea cual sea su signo, grado o alcance, es la cultura, la información diversa y veraz, el contraste libre de opiniones y puntos de vista, el debate abierto, limpio y sincero. También es imprescindible la existencia de contrapesos en las instituciones y de independencia y respeto a las leyes y a quienes las aplican. Sin eso, nos deslizamos poco a poco hacia la arbitrariedad, el abuso, la imposición, y por fin hacia la dictadura. Dura o blanda, de las mayorías o de una minoría, unipersonal o colectiva, con elecciones o sin ellas, que de todo hay en la viña del señor.

El colofón o la moraleja sería que hay que desconfiar de todo aquel que sistemáticamente descalifique a sus adversarios, les niegue el derecho a defender lo que defienden, incluso a existir. O el que siembre dudas acerca de esos contrapoderes que son las barreras que la sociedad construye para defenderse de intentos indeseables de abusar del poder, siempre delegado y pasajero, de hacerlo inmune al control o a la crítica, de apropiarse de él, de dificultar con malas artes, hasta hacer imposible o siquiera imaginable una alternancia en su ejercicio. Me refiero, claro está, a los ataques interesados al poder judicial y a la prensa. Se puede y se debe criticar, incluso castigar, un artículo difamatorio, una noticia intencionadamente falsa, o una sentencia injusta o arbitraria, incluso señalar a una individualidad que traspasa lo que la ley permite a los periodistas o exige a los jueces. Hay sinvergüenzas, incluso delincuentes, en todos los gremios y colectivos. La ley lo tiene previsto, pone límites a los excesos y abusos y establece penas para castigarlos. Cuando se produzcan desafueros son los juzgados los que deben de poner remedio. No caben las censuras previas, las limitaciones arbitrarias a la libertad de expresión, las sentencias extrajudiciales, las penas de telediario ni el no reconocimiento de la presunción de inocencia.

Por tanto, no son de recibo las campañas interesadas de descrédito de jueces o periódicos intentando igualar y meter en el mismo saco a la inmensa mayoría de los que ejercen con decencia unos contrapoderes imprescindibles, igualando a todos con la excepcionalidad reprobable de alguno de sus peores miembros. Es decir, no se puede defender la verdad mintiendo ni combatir los bulos haciendo circular otros. Al final acaba oliendo mal esta actitud, propia del que tiene algo que temer de los poderes que desacredita e intenta controlar y someter. El principio del proceso es la intimidación. De igual forma, no se puede predicar, y menos exigir la concordia y el respeto, insultado y demonizando a los adversarios precisamente desde el púlpito de un cargo público, intentar expulsarlos del paraíso de la democracia, construyendo un muro alrededor del jardín de su edén sectario, donde pretenden instalarse aislados y al mando los autonombrados elegidos de Dios.

Lea en la Wikipedia quien no tenga a mano un buen libro de Historia la ley de Defensa de la República, que habilitaba al gobierno para suspender las libertades públicas sin intervención judicial, también la de prensa, lo que permitió censurar artículos, cerrar periódicos y otras lindezas democráticas, por supuesto en defensa de la única libertad que entienden y defienden: la suya. No hay duda que hay quien tiene en la cabeza algo así, y no se esconde para proponerlo pues, de esa Segunda República que unos pocos quisieran reeditar, sólo parecen interesados en replicar sus errores, renunciando a sus aciertos.

Debatir opiniones, contradecirlas, intentar rebatirlas con datos y argumentos es una actividad tan legítima como necesaria, otra cosa es denigrar indiscriminadamente a las personas que las defienden o a los medios que las publican. Porque, una vez denigradas, todo es posible de justificar con esa sola falsedad. Cualquier apropiación partidista de instituciones clave, esas que se crearon para actuar como contrapoderes, acaba justificándose con el argumento artero de que peor estarían en manos de la oposición. Y los que previamente habían comprado el producto de la maldad radical del adversario, tan insoportable que haría inadmisible la alternancia en el poder, dan su visto bueno a esta deriva iliberal.

Que circulan y se publican bulos, es cierto y difícilmente evitable, salvo haciendo un destrozo en la libertad de expresión y de información, es decir, de prensa, de imprenta, logros centenarios. Pero no lo es que la mayor parte de las noticias publicadas sobre la cuestión que más ha preocupado a Sánchez y provocado su astracanada lo sean. Lo perverso es ampararse en que los bulos existen (también los suyos, como sabemos) para hacerse inmune a las críticas, desacreditar en bloque a toda la prensa, especialmente a la digital, primer paso para intentar condicionarla, atemorizarla, si fuera posible controlarla, cuando no prohibirla selectivamente, como, sin reparos ni medias tintas, le piden sus socios de la extrema izquierda. Y la carne es débil. Hoy, día de san Ángel de Sicilia y de san Teodoro obispo, es también el día de la Libertad de Prensa. Gran cosa que todos los demócratas debemos defender, por nuestro bien.

 En realidad, el fondo del asunto, la intención de recientes aspavientos, teatralizaciones y alarmas, me temo que pudiera ser el intento de presentar una situación tan grave, tan extremadamente peligrosa para la democracia, que haga primero cuestionables, luego paso a paso, posibles, razonables, admisibles, necesarias, imprescindibles y, al final, vitales y urgentes, posibles ocurrencias para someter prensa y judicatura, vistos por algunos como sus peores enemigos, junto con la verdad. No hay más remedio que actuar, vienen a decir. La ventana de Overton. El peligro cierto para la democracia, según lo veo, es simular que la democracia se defiende así, sobre todo una vez nos han hecho saber que ellos y sólo ellos son la democracia. Llegados a ese punto y a ese discurso irreal y sectario, tal vez el principal peligro para la democracia lleguen a ser los que dicen y pretenden actuar así para protegerla.

 Como decíamos al principio respecto a las constituciones, la libertad de prensa existe para proteger a los gobernados y no a los gobernantes.

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