sábado, 25 de mayo de 2013

Encíclica "Stupefactus sumus"

  Cuando, semidormido en mi jergón, saco un pie por fuera de la frazada, que algunos días ya va haciendo calor en mi celda, sus dedos refulgen en la penumbra como cinco puntitos fluorescentes de un reloj grande y de horas desordenadas. La batería del móvil se me recarga sola y no tengo que dar la luz del pasillo pues, luminiscente como los gorrinos de fray Adolfino, renqueo por él como una enorme luciérnaga con garrote. El microondas echa chispas cuando me acerco, aunque no lo necesito porque, a mi contacto, el café se me calienta solo en la taza. Adenauer, mi gato, se hincha electrizado, convirtiéndose en una especie de pompón con rabo y ojos  desorbitados cuando no puede evitar pasar por mi lado. Últimamente entre la estática del carrito, disimulado andador, y yo vamos echando chispas y pequeños rayos por el supermercado, como un Zeus venido a menos. Tantas radiografías, resonancias magnéticas e inyecciones de isótopos entre los dedos de los pies, sin duda tormento malayo aplicado a la medicina, me van convirtiendo en una pila humana, un almacén de energía que no llega a mis piernas. Pronto, me temo, deberé recargarme en ese Velázquez tubular, pintor en negativo de ternillas y osamentas.
 
    No es éste, sin embargo, el motivo principal de mi silencio. Débese mi sequía epistolar a que su habitual tono asombrado y caústico se ha visto desbordado por la desmesura de la realidad. La ironía de mis escritos, su punto exagerado, su humor negro y su sarcasmo no pueden competir con la exuberancia del despropósito nacional, cercano al surrealismo. Mi imaginación no da para tanto. Busco inspiración en Kafka y en Lovecraft  pero, confrontando sus pesadillas con lo que hoy vivimos, más me parecen escritos de Andersen o de los hermanos Grimm. Además de dar el finiquito a logros más sustanciales, la realidad actual va a acabar con la novela de aventuras, la de terror, la policíaca y la del oeste. Hasta con la picaresca, pues las hazañas de José María el Tempranillo, Sir Francis Drake, Rinconete y Cortadillo, Alí-Babá, Billy el Niño o los bucaneros del Caribe nos parecen hoy candorosos cuentos de hadas. No es de extrañar que algunos barbados vividores intenten resucitar cerca de Sierra Morena la figura del bandido generoso.

    Si Kafka, Lovecraft o Tolkien se hubieran dedicado a la crónica política o económica, incapaces hubieran sido sus retorcidas mentes de alumbrar algo tan tremendo y desquiciado como lo que en los periódicos como real leemos, sin que ya ni siquiera nos extrañe o escandalice. Quien defiende que, entre otras cosas, los hospitales públicos han de pasar a manos privadas olvida decir, mientras intenta convencernos de las bondades del invento, que, perpetrado el desafuero, las manos privadas a quienes como negocio se entrega lo que hasta ese momento era servicio público, serán las suyas. A  sus propias manos y a sus propios bolsillos. Indecente.  Y Sin embargo, parece ser que la ley y la justicia nada tienen que decir al respecto.
    Peor es cuando sí que dicen. Lógico parece que pongamos un pisito a quien nos gobierna. No satisfechos con ello, generosos lo alojamos en un palacio, con su servidumbre, guardia e intendencia a nuestro cargo. Hasta ahí parece casi soportable. Abonarle mensualmente dietas para costear lo que ya le hemos pagado en especie parece un abuso. Sin embargo los tribunales lo ven adecuado, en ese caso y en miles de otros similares. Juanpalomo ordena y manda, dispone y legisla, decreta, y cobra. También nombra a quien ha de juzgar si ha obrado bien. En una anterior epístola recomendaba a nuestros dirigentes el estudio de la obra de Rubio “Sumar llevando”. Hoy veo conveniente sugerirles leer los escritos en los que un tal Montesquieu decía algo al respecto.

    Mi intención de hacer reflexionar desde la sonrisa provocada por la exageración o el cambio de punto de vista, con que se glosaban los sucesos del momento, es incapaz de igualar el desvarío que en la actualidad vivimos. Cárdeno y dolorido tengo el brazo, con más cardenales que un cónclave vaticano, pues hay que pellizcarse continuamente para comprobar que uno no está inmerso en una perpetua pesadilla. Sabido es que el fuego a veces se combate con fuego, pero aquí es normal intentar apagar con gasolina los incendios que van arrasando nuestro bienestar. Creo que buscan aumentar nuestra confusión, pues mejor se roban las carteras en los líos y tumultos que en situaciones más claras y ordenadas. 

    Como último e infalible recurso, lejos de las olas del Mediterráneo que me pudieran servir de inspiración o consuelo, me lanzo a navegar por los mares literarios de Quevedo. Echo el ancla en una página en la que el escritor recriminaba a la diosa Fortuna con estas sabias palabras:
“Quéjanse que das a los delitos lo que se debe a los méritos, y los premios de la virtud al pecado; que encaramas en los tribunales a los que habías de subir a la horca, que das las dignidades a los que habías de quitar las orejas, y que empobreces y abates a quien debieras enriquecer”.

¡Virgen del verbo divino! Tomo tierra y abandono la navegación, que como consuelo no acaba hoy de funcionar, pues constato que los siglos han pasado en balde y que ni siquiera somos novedosos y originales en cuanto a desgobierno e injusta administración.                                        
    Vuelvo al triste presente y mis reflexiones me llevan a concluir que no hay que atribuir a la maldad lo que pueda justificar la estupidez, siendo esta última todavía más abundante y profunda, y no sabría sopesar cuál de esas cualidades nos resulta más dañina. Pasamos de una panglossiana y hueca inanidad, sonriente, irresponsable y derrochadora —cuando no sopla el viento, hasta la veleta tiene carácter—, al gesto grave de una desdeñosa y prepotente indiferencia hacia el sufrimiento de los ciudadanos. —¡Que se jodan!—. Su destructiva ineficacia y su inmoralidad son equiparables. Han reducido el ya tradicionalmente escaso debate de temas de estado a un defensivo y miserable “¡Pues anda que tú!”.  No dudo de que desde ambos perniciosos extremos se haya actuado en conciencia. Como tampoco dudo de que obrar en conciencia puede ser perverso y demoledor cuando el obrante carece de ella, como es el caso. Nos quieren llevar hacia una tierra prometida que más asusta que ilusiona y los hechos que más nos preocupan no se nos presentan como indeseadas consecuencias pasajeras, sino como el objetivo perseguido por nuestros gobernantes. Hacer algo a conciencia, tiene otros inquietantes significados de los que la Historia nos proporciona numerosos y trágicos ejemplos tales como la demolición de Cartago por Roma, sembrando de sal sus campos y emponzoñando sus fuentes, o la ruina de Numancia. Trabajos diabólicamente bien hechos. Hay muchos más. 

    Gobernados, como viene siendo habitual, por incapaces, no sabemos, pues, si debe inquietarnos más que fracasen en el logro de sus propósitos o que consigan alcanzarlos. Ilusionante escenario. Dejando aparte la angustiosa situación económica a que entre los bancos, los gobiernos y las oposiciones de todos los niveles, nacional, autonómico y municipal, nos han conducido, que no ha sido la sufrida población la causante, hay muchos objetivos que me resulta imposible compartir y mucho menos apoyar.

    El infortunio propio se digiere peor si frente a él se nos exhibe la obscena prosperidad que disfruta quien colabora en provocar nuestra miseria y de ella se beneficia, cuando no es su causa directa. Deben de saber que la palabra convence, pero el ejemplo arrastra, pero no están dispuestos a compartir con nosotros las penitencias. No hay que confundir las consecuencias económicas con la incidencia moral. El chocolate del loro, aunque en principio irrelevante, pasa a ser oneroso e inasumible gasto cuando mantenemos cientos de miles de loros, cacatúas y cotorras. Además los loros nacionales y autonómicos no se conforman con unas pocas pipas. Todo es poco. Quienes legislan y gobiernan hoy, mañana están al frente de las empresas a las que antes decían vigilar y que previamente fueron del estado. Tal vez para liquidar los Paradores Nacionales, buque insignia de uno de los pocos sectores que aún funcionan, pues con el sol, la historia y la gastronomía todavía no han podido, aunque están en ello, colocamos a la sufrida exseñora de uno de los nuestros y le asignamos un sueldo tres veces superior al del presidente del gobierno. Que vean que no somos rencorosos. Cuando acabe el trabajo ya los comprará baratos otro amigo. Tal vez en el mismo foro y como siguiente providencia se propone mantener trabajando al personal hasta los 68 años, que esto no nos cuadra. Los hijos no tendrán trabajo, pero tal vez sus nietos sí. Así se llevan muy mal las apreturas de cinturón.

    Para desatascar juzgados y tribunales, despójase el lobo de las lanas con que de cordero se disfrazaba para poner un precio a la justicia, vuelta así inaccesible para quien, llevando razón, no tenga bienes con que hacer valer su derecho. Curiosa forma de solucionar el problema. No estando quien esto escribe muy puesto en derecho comparado, ignora si esta perversión de la justicia, que prácticamente la hace desaparecer, es común en los países decentes o es otra ocurrencia nacional.

    Creamos un banco malo al que regalamos las casas que los otros bancos —no mejores, por cierto— han ido arrebatando a quienes no pueden devolver los créditos que con tanta alegría les concedieron. Para pagarles esas casas desahuciadas o de difícil venta, se pide un crédito inmenso que los contribuyentes pagaremos, bien sea en dinero o en salud. Entre los paganos estarán los propios desahuciados. A la presidenta de esa joya de banco acuerdan que le paguemos 33.000 euros al mes. Es decir 51,13 veces el salario mínimo establecido. Se argumentará que no es el esfuerzo, sino la eficacia y responsabilidad lo que se le recompensa, aunque prácticamente todo el sector ha estado dirigido por inútiles o mangantes a los que ninguna responsabilidad se les ha exigido por arruinar los bancos cuya gestión les encomendaron, sin olvidar, de paso, asegurarse holgadamente el porvenir a nuestra costa. Insoportable. 

    Quienes han sufrido estas lindezas en sus carnes han dado en la costumbre de acudir a atosigar a los culpables a las puertas de sus casas. No me gusta ni el hecho ni la palabra que lo nombra, pues huyo de masas y algaradas. Reconozco, no obstante, que, en su caso, limitarse a gritar y mostrar una pancarta es un alarde de moderación. Añade algunas sombras a mi opinión sobre este tipo de manifestaciones la ubicua presencia en muchas de ellas de alguna veleta política, con gran fondo de armario, en constante evolución de ideas y opiniones, lo que nos confirma que nunca tuvo ni unas ni otras. Gran favor haría a la credibilidad de estos grupos permaneciendo en su casa.

    Los que dirigen a quienes hoy deberían sancionar tales desmanes, fueron y siguen siendo nombrados por el entorno de aquellos a quienes deben juzgar. Se explica la benevolencia de algunos de ellos. Son los díscolos nuestra última esperezanza.  Agobiados por tanta faena, prescriben los más de los delitos y debemos soportar que, sobreseídos los casos, se engallen tales rufianes proclamando como inocencia su injusto escape de los abusos que perpetraron, a través de los resquicios de unas leyes que ellos mismos urdieron, aplicada por los jueces o fiscales que ellos también nombraron. En este totum revolutum consiste para ellos la separación de poderes.

    Dada su indistinta e invariable cortedad de miras, no más allá de unos próximos comicios, la ineficacia en la gestión y administración, el nepotismo, la estulticia, el alejamiento del sentir de los gobernados, la indecencia y  la avaricia común a muchos de nuestros dirigentes actuales, pasados y futuribles, entre las ofertas políticas que se nos ofrecen tal vez haya que, tapándonos la nariz, optar por quienes, al menos, conserven algunos rescoldos de humanidad. Ante este “Sálvese el que pueda”, resumen de la gobernanza actual, el cinismo, la desconfianza y la propia supervivencia se imponen como ideología, pues ya no sabemos si somos de los nuestros. 
 
    No alcanza mi pesimismo a tener a todos por iguales, —pues los hay peores—, a considerar general la extensión de la infección descrita. La honradez, la inteligencia y la eficacia hacen poco ruido. Existen tales virtudes y son más abundantes de lo que pudiéramos pensar, pero son tapadas por el estruendo de la minoría que ha utilizado el noble desempeño de la representación popular para su propio enriquecimiento. Llevarán al sistema a su agonía si no dejan de mostrar más celo en disimular y negar el hedor de sus manzanas podridas que en defender la justicia y el bienestar de quienes los eligieron. Poco deben de amar las banderas que hacen ondear quienes las usan como señuelo, tapadera y escudo para sus rapiñas. Me es indiferente si un ladrón viste traje liso o a rayas, aunque preferiría verlos lucir las rayas blancas y negras de los penados de los chistes. Mucho se equivocan quienes esgrimen que el ataque va dirigido a su bandera pues, aunque tal vez no aprecien el símil taurino, no ignoran que el toro no persigue al trapo, mero engaño que esconde, escamotea y protege el cuerpo del torero. Son todos ellos los únicos que pueden llevar a cabo esa necesaria labor de limpieza, cada uno en su convento, para evitar que otro tipo de saneamientos más enérgicos les arroyen. Tapar y justificar la herejía de algunos frailes pone en peligro el crédito y la misma supervivencia de toda la orden. No vale el “ya arreglaremos después cuentas en casa, entre nosotros”. Tal vez dentro de poco ya no haya cuentas que arreglar, lo que solucionaría algunos conflictos, pues no se riñe cuando ya nada queda por repartir.
Vale

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