Abundan en las redes sociales
recetas que, de manera infame, dicen curar el cáncer con zumo de limón y
canela. La desesperación puede llevar a algunos a agarrarse a este clavo
ardiendo, aunque a quien su buena salud física le permite conservar igual de sano
el juicio le resulte difícil comprender cómo alguien puede llegar a confiar en
esas soluciones tan sencillas para una enfermedad contra la que miles de los
mejores científicos del mundo, pasito a pasito, arañan esperanzas reales
desentrañando los caprichos de un aminoácido perdido en una doble espiral.
Para otros problemas, no
menos complejos, nos proponen soluciones parecidas, sencillas y rotundas. Desde
la homeopatía política en forma de inacción o tancredismo, a las cirugías
sociales más agresivas que proponen la amputación y el bombardeo radiactivo, si
bien en esta escuela de cirujanos gustan de aplicar estos tratamientos menos a
ellos mismos que a los demás. Unos piensan que hay que dejar a la naturaleza
aliarse con el tiempo, que entre ambos todo lo acaban curando, mientras otros
creen que hay que cortar por lo sano.
Entre una y otra terapia,
ambas extremas, no es raro que el común de los mortales se ponga en manos de
quien le proponga las soluciones más fáciles, incapaces de comprender las
complejas ni de apechugar con las desagradables. Canela y limón, a cerrar los
ojos y a confiar en el chamán. Incluso pudiendo elegir, solemos optar antes por
quien nos propone tratamientos más amables y llevaderos que por quien nos pone
a rigurosa dieta o dice de cortarnos una mano. Por eso resulta arriesgado que
el paciente se recete a sí mismo. Puede elegir cirujano, pero no cabe pedirle
que decida el tratamiento. En cuanto a la salud, con buen criterio, nuestros
afanes democráticos terminan una vez elegido el especialista que nos vaya a
tratar, mejor que hacer un referéndum entre la familia y los amigos a ver si
cortamos o no. En todo caso, debemos cambiar de médico si el elegido nos lleva
a dudar o muestra signos de incapacidad pero, una vez hemos puesto nuestra vida
en sus manos, hay que dejarle actuar. Y pedirle cuentas. Pero nunca dejaría que una asamblea me abriera
en canal.
En todo caso, el aire de los
tiempos valora menos la ciencia que el chamanismo, de forma que los aspirantes
a hechicero de la tribu encuentran el campo ya estercolado, no solo metafóricamente, y procuran
desacreditar todo lo que hasta hace poco nos había mantenido con una salud
llevadera, incluso lo que en tiempos nos la había hecho envidiable. Echan
pestes tanto de los otros cirujanos como de sus pacientes, de sus gustos
musicales, de sus escasas y vacuas lecturas, de su irresponsabilidad votando,
cercana a la vesanía, no sin parte de razón. Sin embargo afirman que
preguntar a estos supuestos dementes por asuntos sobre los que tanto han trabajado para mantenerlos
confusos resulta lo mejor, siempre que acierten, sinónimo para ellos de
coincidencia con su criterio. Una relación directa entre el médico y el enfermo,
que elige tratamiento, sin los obstáculos y engorros de tener en cuenta la
realidad, la ciencia, la experiencia o segundas opiniones.
La mayoría de las personas
recurrimos a la ciencia médica cuando tenemos un problema de salud. Hay
excepciones de iluminados que, contra la razón médica y la evidencia, no vacunan a
sus hijos; otros que por sus creencias reveladas por un hechicero errado
rechazan las transfusiones de sangre o alimentan a sus bebés con raras leches y
los someten a dietas extrañas hasta que se les mueren en los brazos. Otros
toman infinitesimales dosis de la nada disuelta en copiosas garrafas de agua
limpia para intentar curar sus males, que la cabeza también hace mucho. Mucho bien y
mucho mal, hasta el punto que para numerosos contribuyentes el cerebro es un
estorbo, un órgano hostil, un error de la evolución causa de muchos de sus
males. La naturaleza, en su sabiduría, lo desactiva en estos casos y deja a
otras vísceras al mando del semoviente. Pero son los menos. La mayoría se rinde
ante la verdad de la ciencia que, a base de ensayos y errores, ha ido dando
tras miles de años con soluciones basadas en el guión real de la vida. La
evolución va dejando por el camino a quienes confían en el limón y la canela,
incluso en la hierbabuena. Con las sociedades ocurre igual y grandes imperios murieron
enfermos por confiar en medicinas elegidas más por su fácil administración y agradable sabor que
por su eficacia, resistiéndose como gato panza arriba a someterse a un
tratamiento adecuado, aunque a veces resultase molesto y fuese a contracorriente.
Y les ocurre así porque con
la política el problema descrito se acentúa. La ciencia tiende a seguir un
camino ascendente; las creencias, las doctrinas y los principios van y vienen,
suben y bajan, incluso desaparecen reemplazados por otros no necesariamente
superiores. Si bien nadie se dejaría hoy colgar de los pies mientras le pinchan
los ojos para expulsar los malos humores ni permitiría que le pusieran media
docena de sanguijuelas a chuparle la sangre agarradas a las canillas, prácticas
abandonadas por haber sido probada su ineficacia y sinrazón, no hacemos
ascos a remedios económicos y organizativos anteriormente descartados por la
sociedad, con base y resultados tan nefastos como los abandonados usos médicos
de épocas pretéritas. Esa diferencia permite que pervivan y proliferen las
sanguijuelas políticas y sociales.
Viven en y de la política y
sus aledaños económicos, es decir de nosotros, de los incautos y, junto a gente
noble y honrada, hay entre ellas demasiados vendedores de crecepelos y bálsamos
de Fierabrás, de ungüentos que todo lo curan y de dispensadores de canelas y
limones recién exprimidos, además de no pocos ladrones. Como ocurría con las antiguas
sangrías, sus soluciones cada vez nos dejan peor, más débiles y expuestos a
mayores males, pues no es estirar la metáfora el decir que, a su manera, nos
siguen sangrando. Nos parasitan las tenias, delatadas por su avaricia, y otros
bichos que se conforman con menos, como liendres piojos y ácaros. Todos estos
compensan con su enorme abundancia el hecho de que chupan menos, resultando por
su gran número igual de nocivos a la larga, aunque a la corta podamos ver
alguna pulga, liendre o gorgojo dando lecciones de su superioridad ética, pregonándose
como inocuos, incluso benéficos, aunque ya apuntando maneras de tenia en
proceso de incubación. No es de extrañar que, puestos a elegir, muchos opten
por soportar los quebrantos de una tenia antes que vivir sometidos a un cerebro
enfermo, presentadas como únicas alternativas posibles, aunque, en contra de lo
que nos quieran decir, existan otras opciones más saludables. Lo trágico es que
esas otras opciones que habían ido hasta ahora compensando nuestros desarreglos
se debiliten, incluso desaparezcan luchando con infecciones internas, o bien
dudando entre volverse tenias o perder el juicio, a su vez, viendo la buena
acogida de estas terapias hasta ahora ajenas.
La biología nos enseña que
cada célula, virus o bacteria consiente la presencia de sus iguales, incluso
los busca y colabora con ellos. Por el contrario considera hostil todo lo
diferente. Lo rodea de glóbulos blancos, lo rechaza y aísla y, si puede, lo
elimina. A veces en dudosa coalición con bacterias, retrovirus y otras miasmas,
que contra el enemigo todo vale. Incluso llega a suceder que, astutamente
engañada por corpúsculos adversos de membrana tal vez forrada de lanas de
cordero nanométricas, una célula se pase de desconfiada, degenere en una
especie de xenofobia celular extrema y paradójica y se rechace a sí misma en un
proceso autoinmune. En política se conoce a este fenómeno como no saber si
somos de los nuestros, dolencia ya descrita por el biólogo Cabanillas.
El colmo absoluto e indecente
de la sinrazón es cuando una pierna, viendo que el organismo del que forma
parte pasa por momentos de fiebres y achaques, decide irse. Desgajarse contra
la opinión y el interés del resto del cuerpo y de lo más de la pierna, de rodilla para abajo, aunque
mal se va a ningún sitio sin pie, que sin cerebro hace ya tiempo que deambulan.
No se llega ni a Andorra, tan de su gusto. Rebuscan en la literatura
científica, rastrean casos de supervivencia de piernas autodeterminadas, las
intuyen en los cuentos de Calvino, (Italo, no el hereje suizo) o las crea su
gabinete de alucinados alquimistas de la historia, amparados legalmente por el
no menos perturbado juez Vidal y espiritualmente por el abad de Monserrat, otro
bandarra. Al menos darán siglos de trabajo a los estudiosos del derecho, ya
expertos en el arte de torcerlo, aunque nunca hasta estos extremos. Estos delirantes
Tejeros con barretina, pocos, pero más ambiciosos, van viendo como la justicia
les acorrala, más por sus delitos económicos que por su carácter golpista, que
también, lo que aumenta su urgencia por escapar. Mal tratamiento tienen sus
males, un desarreglo hormonal que les hace confundir sus delirios con la
realidad, les provoca una confusión mental que les trastoca los conceptos y las
palabras hasta convertir sus argumentos en pruebas de cargo en un juicio que
llegará, esperemos que pronto. Con esos mimbres avanzan en la construcción de
un anacrónico e improbable estado totalitario que dé estatuto legal a lo que ya
practican, la confusión de la ley con sus intereses y sus delirios, ignorada
cuando no coincide con ellos, como ignorados son más de la mitad de los catalanes. Sobre la educación y la prensa nada han tenido que inventar, ya
Goebbels dejó un modelo difícilmente mejorable que desde hace decenios aplican a
rajatabla.
No queda títere con cabeza.
Ni Hipócrates ni Galeno, Demóstenes o Monstesquieu nos amparan. Tal vez quepa
atribuir a la inmensa ignorancia de quienes nos gobiernan y de quienes aspiran
a hacerlo este sindiós. Y a su estupidez y ambición, que la maldad sola no da
para tanto.
Vale.
Vale.
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