El arte, como máxima
expresión de la sensibilidad y pensamiento humanos, debe, al menos, conservar la
capacidad de incomodar, de ofrecer una visión alternativa. Debe tener el derecho, aunque
no la obligación, de hacerlo. La literatura, el teatro, la pintura, la música,
la poesía, son manifestaciones que pierden mucho cuando renuncian a provocar
una cierta inquietud, cuando se limitan a abundar en la forma habitual y
consolidada de ver las cosas por parte del grupo al que van dirigidas. Ya el
hecho de que sean destinadas a unos sí y a otros no, de que hayan sido creadas
para dar satisfacción a un grupo, sea una élite o una chusma, limita por no
decir que elimina la necesaria universalidad del arte. Explicar aquí que a esa
universalidad se puede llegar desde lo más local sería ofender a mis lectores,
si los hubiere.
Se da la circunstancia de que
algunos creen que es suficiente con incomodar, con provocar, para que cualquier
cosa sea tenida por arte, lo que ha inundado de bodrios el mercado del que viven
culturetas y especuladores. Y no, la provocación, el escándalo o el ataque a
las creencias, sentimientos o visones ajenas no garantizan que el producto que los origina
sea arte, por más que atribuirse que lo sea pretende a veces proporcionar un
paraguas protector ante posibles críticas. ¡Ah, se siente! ¡El arte no debe de
tener límites! El humor, siempre que no se dirija contra mí, tampoco. Un oído
educado agradece la disonancia, siempre que se limite a aportar la sal y la
pimienta en una estructura tonal armónicamente sólida y familiar. La educación musical
amplía el rango de disonancias que uno es capaz de admitir con disfrute, pero
tiene un límite. En la vida real, una excesiva acumulación de disonancias interpretativas,
algo muy frecuente hoy en día, es muestra de que no se tiene ni puta idea de
música vital, económica o política. Ruido y postura. Hasta la sepultura.
Si eso ocurre con los
artistas, para qué hablar del resto de los mortales. Nos ocurre con la libertad
como con algunos aparatos cuya tecnología nos rebasa, que no somos capaces de
usar más que una ínfima parte de sus recursos. A veces las épocas más sombrías
de nuestra historia, incluso aquellas en que a la ruina y descomposición del
país se agregaba la nada amable vigilancia de la Santa Inquisición, han dado
lugar a un florecimiento general de las artes, a un siglo de oro. La
inteligencia asumiendo riesgos para desbrozar veredas llenas de malezas y
pedruscos hasta llegar a campo abierto. Ha habido épocas de censura en las que
unos creaban calladamente mientras otros más escandalosos se lamentaban de los
obstáculos insalvables que esa losa suponía para parir su obra. Cuando la
censura desapareció muchos perdieron tal excusa mostrando que en realidad nada
tenían que decir. En esas estamos ahora.
Y estamos en esas no porque
no exista censura, que sí que existe y de la peor. No es una censura
institucional, política, pues aunque nos quejemos de los torpes intentos de
leyes mordaza que pretenden poner puertas al campo, la censura más perversa es
la que nos autoimponemos, lo que ha dado lugar a que hayamos permitido que la
parte más desocupada, inculta, infantilizada y estúpida de la sociedad nos
imponga sus limitaciones y miserias, se dedique a vigilar la ortodoxia de la
tribu y a destrozar en las redes a cualquiera que se haya arriesgado
tímidamente a discrepar, empeñados en perseguir, cuadrante en mano, cualquier atisbo de disidencia,
a poner a los pies de los caballos a cualquiera que se
atreva a cuestionar una sola línea de su catecismo. Somos una sociedad
contradictoria que admite las agresiones más salvajes e incívicas contra
valores, creencias e ideas muy extendidas, atentados para los que siempre hay
quien encuentre una justificación, mientras volvemos a un puritanismo propio de
los Amish. Nos harían un gran favor botando un May Flower y yéndose a fundar
una colonia a alguna acogedora bahía de Canadá.
Resumiéndolo mucho nos quieren
volver tolerantes hacia cualquier cosa, algunas francamente aberrantes, excepto
hacia el pensamiento. Hacia el pensamiento libre, el que tiene dudas, contradicciones,
el que se sale de parva, el que se atreve a decir que eso que tienen por
incuestionable, aquello que ni se puede nombrar, sólo lo es para ellos, para menos
de los que esos talibanes creen. Desde luego para mí no lo es. Deben
acostumbrarse de nuevo a la libertad que niegan a los demás y que administran
como exclusivamente propia, deben rebobinar personalmente varios siglos, leer y
valorar el esfuerzo y el sacrificio con que otros nos habían dejado como
herencia el derecho a poder decir lo que uno piensa, recuperar una tolerancia de la
que hablan sin saber en qué consiste y dejar de tocarnos los cojones. No solo
tenemos el derecho, sino la obligación, de poner en duda cualquier cosa. Eso
tan sencillo, admitido en las sociedades en los momentos en que han sido
libres, está ahora puesto en cuestión. Algunos están más concienciados en
otorgar la libertad de imprenta a alguna tribu ignota del Amazonas que en dejar
que su vecino opine como tenga a bien.
Somos actores a los que sólo
se nos permite reírnos de los que están fuera del teatro, lo más fácil. Reírse,
incomodar a los que asisten a la función, verdadera misión y valor del teatro,
la literatura y el arte en general, es hoy en día algo temerario. Cada uno en
su burbuja.
En este ambiente espeso y
cutre uno llega a decantarse del lado de quienes defienden algo que no nos
gusta, sólo por no estar junto a quienes les atacan con odio irracional. O de
temer más a algunos apoyos cerriles que a quienes nos contradicen con educación
y buenos argumentos. Más tenemos que aprender de los segundos que de los
primeros.
Me encanta la gente
imprevisible, los que te sorprenden con una opinión aparentemente discordante,
incluso contradictoria con su habitual línea editorial. Saber de antemano qué
va a opinar alguien de un tema, de un artículo o de una noticia, desmerece
mucho al que con sus opiniones viene a confirmar escrupulosamente lo previsto. Le
hace perder valor ante mis ojos. Hacer un cuadrante con los temas sensibles,
las esperadas correcciones mentales, políticas y sociales, donde ir poniendo
crucecitas para ver por dónde respira el personal, para constatar hasta qué
punto fulano o zutano se ajusta al kit de pensamiento de la peña, de ésta o de
la otra, es algo poco recomendable por descorazonador y destructor de respetos.
Aplicárselo a uno mismo puede resultar demoledor. La excesiva coherencia, el
percibir en magín ajeno un bloque sin fisuras, una doctrina sin espacio para
dudas, incluso incorrecciones, es índice de escasa actividad mental autónoma. Es
el retrato de alguien aburrido, incapaz de sorprender, normalmente privado de
sentido del humor y, en definitiva, poco recomendable.
Porque, con todos mis
respetos, la verdad sea dicha, según para qué plan y por poner un caso, la
madre Teresa de Calcuta, podría llegar a ser una compañía poco recomendable en algunos
momentos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario