Se nos dice que la
justicia no debe suplantar a la política, un buen consejo acompañado de
beatíficas demandas de diálogo. Hay bastante de cierto en esas
afirmaciones, pues una sociedad con salud democrática debe intentar
solucionar sus problemas por medio del acuerdo político. Si malo es
judicializar la política, algo inevitable cuando precisamente
pisotean las leyes los dirigentes encargados de aplicarlas, peor es
el extremo opuesto, esto es, politizar la justicia hasta diluir un
contrapoder imprescindible. Estas y otras cosas nos llevan a añorar
aquel consenso de una época pasada que no pocos quieren
desacreditar, tanto en sus formas como en sus logros, precisamente en
un momento en el que las formas se han perdido por parte de todos y
en el que las ejecutorias y las propuestas vienen a ser, por parte de
muchos partidos y activistas disfrazados de políticos, precisamente
todo aquello que desmonte esos consensos que nos han proporcionado el
período de paz y prosperidad más largo de nuestra historia.
Afortunadamente, los que redactaron la Constitución y el pueblo que
tan mayoritariamente la aprobó, procuraron blindar ese marco de
convivencia contra pasajeros y ocasionales calentones, dificultando
que pudiera ser modificada sin un acuerdo mayoritario, hoy imposible.
Para los planes de algunos resulta un obstáculo, como la justicia.
El tercero parece ser el Rey.
En no pocos temas la única
razón que algunos tienen es la que han perdido los demás, y se
reprocha al contrario la apropiación de lo que debería ser común,
aunque se trate de algo que quien tan amargamente se lamenta abandonó
previamente. No hace falta ser un lince para pensar que la adopción
de posturas ideológicas maximalistas en aquellos temas sobre los
cuales no existe un claro acuerdo en la sociedad no es la forma de
propiciar acuerdos básicos, espacios comunes que quedaran fuera del
debate, que en la actualidad siempre resulta agrio y basado en la
descalificación total del oponente y en la parcelación de la
sociedad en minorías, unas víctimas de las otras, todos en deuda
con ellass y todos agraviados por los demás. Hoy no importa nada el
pensar, por eso se practica poco. Lo importante es ser. Una vez uno
decide o sabe qué es, lo demás viene ya dado y pensado y ya sabemos quiénes son los nuestros y quién el enemigo. La única
identidad en entredicho es la común, la de pertenencia a un Estado,
idea bajo sospecha, tanto como sus símbolos y su nombre, cosa de
fachas. La verdad es mía, completa, sin matices, sin posibilidad de
cesiones pues, siendo cuestión de principios, llegamos a aquello que
no se puede negociar, precisamente los principios. Esto ocurre
incluso cuando quienes obran así, es decir casi todos, presenten muchos síntomas de no
tenerlos, por las propias trayectorias en unos casos o por ver en otros la
facilidad con que en el transcurso de días se pasa a defender lo que
previamente se atacó, y viceversa. Será curioso dentro de unos años
ver la firmeza de algunas convicciones hoy irrenunciables, aunque
recientemente sobrevenidas, una vez la tendencia imperante las
sustituya por otras que se adoptarán y defenderán con semejante
ardor religioso. Pedir diálogo desde esa actitud encastillada, en la
que casi todo es innegociable, es invocar un principio de autoridad
superado hace siglos, un mandato supremo, la causa, que lleva a la
imposición de una verdad revelada ante la que sólo cabe
arrodillarse y rezar. Ver el parlamento actual donde integrismos
varios, en tono crispado y barriobajero, vociferan y excomulgan al
contrario, desbarrando más que argumentando de forma destemplada
acerca de todo menos de lo que interesa, da pocas esperanzas. En la
sociedad se propaga el desenfoque y, aunque nada arreglemos, andamos
muy entretenidos y encandilados con los señuelos de unos y de otros.
Igual que ocurre entre
particulares, los desacuerdos irresolubles acaban dirimiéndose ante
la justicia, más cuando alguna de las partes se ha saltado la ley y
ha incurrido en delitos para imponer su postura. La ley y la justicia
son la última ratio, cuando todo lo demás ha fracasado. Los estados
aún tienen una ultima ratio más dolorosa, recurso extremo aunque no
inusual, según la Historia propia y ajena nos muestra. Hasta eso
llegan a invocar algunos. La justicia es una solución civilizada
cuando las partes no han mostrado un grado suficiente de
civilización, y a nadie debe extrañar que sean los tribunales
quienes decidan la solución que más se ajuste a lo previsto en
nuestras leyes. Aunque algunas sean viejas, conviene recordar que en
algunas zonas antes españolas de Estados Unidos no es insólito el
recurso a las Partidas de Alfonso el Sabio, heredadas del pasado
mejicano, donde siguen en vigor en aquellos aspectos en los que no
han sido expresamente derogadas. Paradójicamente entre nosotros,
desde posiciones que se dicen progresistas, se acaban defendiendo
fueros y privilegios medievales, a la vez que se rechazan por
antañonas algunas leyes que vienen a resultar incómodas para la
ocasión. Como propuesta territorial deseable se llega a proponer
algo que recuerda al feudalismo.
Es la ley algo que algunos
respetan cuando suponen que está de su parte, que les dará la
razón. Entonces las leyes se ven justas y quienes las aplican
resultan imparciales funcionarios que se limitan a ajustar a ellas
sus decisiones. No es así cuando pintan bastos, pues entonces las
leyes pasan a ser residuos del pasado, antiguallas incapaces de dar
solución a nuevos retos, no pocas veces provocados por el
imaginativo trilerismo con que algunos intentan sortearlas.
Igualmente, los jueces, antes justos, pasan a ser marionetas
dirigidas por las manos del oponente que propuso sus nombramientos.
Como fueron propuestos tanto por unos como por otros, al compás de
los vaivenes de la política y gracias a un sistema que se repudia
cuando creemos que, estando en la oposición, nos perjudica pero que se mantiene y acentúa
cuando ya en el gobierno nos beneficia, estas quejas y lamentos vienen a decir que bien
está que el poder judicial esté en manos de los que llevamos razón.
La ley, como su
aplicación, ha de ser justa, no oportuna ni conveniente, en el peor
de los sentidos de ambas palabras, el del oportunismo o de la
conveniencia sometida a intereses de parte o a las urgencias del
momento. Que nadie, ni antes ni ahora, desea ni promueve la
independencia de la justicia es un hecho, un lastre que, como las
Diputaciones y otras cosas, sólo son mal vistas hasta que puedes
tenerlas en tus manos. De ahí el sonrojo al leer o escuchar los
argumentarios con que se intenta barnizar ciertas decisiones y
proyectos. Tres veces he leído en las últimas semanas referencias
al Arte de la Guerra, de Sun Tsu. Mala cosa es tomar ejemplo de sus
principios, ni de los de Maquiavelo, pues todo vale en la guerra,
dicen y, parece ser, que también el el gobierno o en la oposición.
Hay que reformar el Código
Penal, nos dicen, algo de lo que se dieron cuenta ayer, recordándonos
a esas emisoras de radio que, complaciendo una amable petición,
dedicaban una canción a un oyente. Reforma con dedicatoria, votada,
si llega a aprobarse que esperemos que no, precisamente por aquellos
a quienes, torciendo la mano a leyes, juicios y sentencias, esa
reforma dudosa y acomodaticia vendría a perdonar. Mal precedente que
menosprecia de forma ligera y burda a leyes y tribunales y deja indefenso al Estado, a
propuesta de quienes ahora miran con lupa y escrupulosidad otras sentencias
que no les agradan. Hace falta mucho sometimiento ideológico y más
cinismo que vergüenza para defender algo así. Pero ahí están,
intentando argumentar lo indefendible, contándonos que se trata de
figuras delictivas obsoletas, por antiguas, aunque lo sean menos que
las de robo o asesinato, por ahora no cuestionadas. Sería razonable
pensar, si su obsolescencia fuera el motivo real de su reforma
suavizadora, un traje a medida, que serán sustituidas por otras que
persiguieran de forma más adecuada delitos no previstos por las
leyes actuales. Antiguamente, un golpe de estado suponía tomar el
control de las instituciones clave de gobierno, además de
aeropuertos, fronteras y medios de comunicación. Lógicamente quien
ya dirige tales cosas no tiene necesidad de tomarlas por la fuerza.
Lo del Parlament y la declaración interrupta de la independencia
catalana fue un tipo de golpe de estado efectivamente no previsto por
sus novedosas formas en nuestra legislación actual. No cabe pensar
que la intención de la reforma sea la de redefinirlo para evitar que
estos delitos se vuelvan a cometer, más bien parece lo contrario. Si
el delito de sedición se ve anticuado y de dudosa aplicación en
este caso, como el de rebelión, sin duda serán sustituidos por
otros tipos penales tendentes a prevenir y, en su caso, castigar,
pronunciamientos similares, cegando las puertas que las actuales
leyes dejaban candorosamene semiabiertas. Sánchez anunció en
campaña electoral que recuperaría la figura de convocatoria ilegal
de referéndum, suprimida por su partido bajo el mandato de Zapatero.
Si eso hubiera sido dicho y refrendado con un apretón de manos por
un tratante de ganado, ninguna duda quedaría al respecto, pero las
promesas de Sánchez no llegan a inspirar tales niveles de confianza.
De sus socios y apoyos mejor no hablar.
Se nos dice que se trata
de acomodar nuestras leyes a las de nuestro entorno. En primer lugar,
cada país sabe de qué pie cojea, conoce su Historia y, parece ser
que, con la excepción de algunos de nosotros sospechosamente temerarios, sabe de qué necesita
protegerse con sus leyes, a menos que la intención sea la de no
hacerlo. En segundo lugar, precisamente en nuestro entorno europeo
abundan los países en los que intentos de independencia similares
están prohibidos sin dudas ni resquicios que pudieran dejar impunes
intentos tan penosos y estrambóticos como los que aquí sufrimos,
y que dejan fuera de la ley los partidos o los programas electorales que los
propusieren. En tercero, de producirse, serían calificados como alta
traición, vetusta e incuestionada figura legal, y castigados con penas que llegarían
a la cadena perpetua. En su reforma que homologue nuestras leyes con
las de Alemania, Francia, Italia o Estados Unidos y con casi todos
los países a quienes parece ser que deberíamos parecernos, tal vez
nuestro gobierno siga esos caminos, aunque todo nos lleva a pensar
que más se trata de desarmar que de armar al Estado frente a quienes
atentaron y anuncian que atentarán contra él, es decir, contra
todos. Este proceder de los reformadores anda cercano a la complicidad.
Lo malo de legislar en
caliente, tomando la ley por canción dedicable, es que contando de
antemano con la tradicional deslealtad y astucia de los que motivan
estas reflexiones y estas reformas legislativas, se abren peligrosas puertas. En lugar de intentar
evitar que se vuelva a producir lo que, por imprevisto, ha mostrado
los resquicios y abierto algunas costuras en nuestra legislación y
nuestra convivencia, nos hacemos de forma suicida un descosido que
los haga más fáciles y menos castigados.
Como uno es
un descreído, tal vez la almendra del tema sea que todo esto también
resulte ser una patraña, que el plan consista en dibujar el trampantojo de una pista
de aterrizaje donde pudiera tomar tierra el esperado traidor, el que
cuente por fin a los suyos que todo fue un engaño. Si es así,
pudiera resultar un éxito, pues ya se ha conseguido que los de
Junqueras y los de Puigdemont saquen los cuchillos que mantenían
ocultos en la liga, en el refajo o en la barretina, que de todo hay
en la viña del Señor. Lo perverso es que se nos antoje como opción más deseable la mentira y el engaño. Al menos a eso ya estamos acostumbrados.
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