martes, 28 de enero de 2020

Epístola judicial



     Se nos dice que la justicia no debe suplantar a la política, un buen consejo acompañado de beatíficas demandas de diálogo. Hay bastante de cierto en esas afirmaciones, pues una sociedad con salud democrática debe intentar solucionar sus problemas por medio del acuerdo político. Si malo es judicializar la política, algo inevitable cuando precisamente pisotean las leyes los dirigentes encargados de aplicarlas, peor es el extremo opuesto, esto es, politizar la justicia hasta diluir un contrapoder imprescindible. Estas y otras cosas nos llevan a añorar aquel consenso de una época pasada que no pocos quieren desacreditar, tanto en sus formas como en sus logros, precisamente en un momento en el que las formas se han perdido por parte de todos y en el que las ejecutorias y las propuestas vienen a ser, por parte de muchos partidos y activistas disfrazados de políticos, precisamente todo aquello que desmonte esos consensos que nos han proporcionado el período de paz y prosperidad más largo de nuestra historia. Afortunadamente, los que redactaron la Constitución y el pueblo que tan mayoritariamente la aprobó, procuraron blindar ese marco de convivencia contra pasajeros y ocasionales calentones, dificultando que pudiera ser modificada sin un acuerdo mayoritario, hoy imposible. Para los planes de algunos resulta un obstáculo, como la justicia. El tercero parece ser el Rey.

     En no pocos temas la única razón que algunos tienen es la que han perdido los demás, y se reprocha al contrario la apropiación de lo que debería ser común, aunque se trate de algo que quien tan amargamente se lamenta abandonó previamente. No hace falta ser un lince para pensar que la adopción de posturas ideológicas maximalistas en aquellos temas sobre los cuales no existe un claro acuerdo en la sociedad no es la forma de propiciar acuerdos básicos, espacios comunes que quedaran fuera del debate, que en la actualidad siempre resulta agrio y basado en la descalificación total del oponente y en la parcelación de la sociedad en minorías, unas víctimas de las otras, todos en deuda con ellass y todos agraviados por los demás. Hoy no importa nada el pensar, por eso se practica poco. Lo importante es ser. Una vez uno decide o sabe qué es, lo demás viene ya dado y pensado y ya sabemos quiénes son los nuestros y quién el enemigo. La única identidad en entredicho es la común, la de pertenencia a un Estado, idea bajo sospecha, tanto como sus símbolos y su nombre, cosa de fachas. La verdad es mía, completa, sin matices, sin posibilidad de cesiones pues, siendo cuestión de principios, llegamos a aquello que no se puede negociar, precisamente los principios. Esto ocurre incluso cuando quienes obran así, es decir casi todos, presenten muchos síntomas de no tenerlos, por las propias trayectorias en unos casos o por ver en otros la facilidad con que en el transcurso de días se pasa a defender lo que previamente se atacó, y viceversa. Será curioso dentro de unos años ver la firmeza de algunas convicciones hoy irrenunciables, aunque recientemente sobrevenidas, una vez la tendencia imperante las sustituya por otras que se adoptarán y defenderán con semejante ardor religioso. Pedir diálogo desde esa actitud encastillada, en la que casi todo es innegociable, es invocar un principio de autoridad superado hace siglos, un mandato supremo, la causa, que lleva a la imposición de una verdad revelada ante la que sólo cabe arrodillarse y rezar. Ver el parlamento actual donde integrismos varios, en tono crispado y barriobajero, vociferan y excomulgan al contrario, desbarrando más que argumentando de forma destemplada acerca de todo menos de lo que interesa, da pocas esperanzas. En la sociedad se propaga el desenfoque y, aunque nada arreglemos, andamos muy entretenidos y encandilados con los señuelos de unos y de otros.

     Igual que ocurre entre particulares, los desacuerdos irresolubles acaban dirimiéndose ante la justicia, más cuando alguna de las partes se ha saltado la ley y ha incurrido en delitos para imponer su postura. La ley y la justicia son la última ratio, cuando todo lo demás ha fracasado. Los estados aún tienen una ultima ratio más dolorosa, recurso extremo aunque no inusual, según la Historia propia y ajena nos muestra. Hasta eso llegan a invocar algunos. La justicia es una solución civilizada cuando las partes no han mostrado un grado suficiente de civilización, y a nadie debe extrañar que sean los tribunales quienes decidan la solución que más se ajuste a lo previsto en nuestras leyes. Aunque algunas sean viejas, conviene recordar que en algunas zonas antes españolas de Estados Unidos no es insólito el recurso a las Partidas de Alfonso el Sabio, heredadas del pasado mejicano, donde siguen en vigor en aquellos aspectos en los que no han sido expresamente derogadas. Paradójicamente entre nosotros, desde posiciones que se dicen progresistas, se acaban defendiendo fueros y privilegios medievales, a la vez que se rechazan por antañonas algunas leyes que vienen a resultar incómodas para la ocasión. Como propuesta territorial deseable se llega a proponer algo que recuerda al feudalismo.

     Es la ley algo que algunos respetan cuando suponen que está de su parte, que les dará la razón. Entonces las leyes se ven justas y quienes las aplican resultan imparciales funcionarios que se limitan a ajustar a ellas sus decisiones. No es así cuando pintan bastos, pues entonces las leyes pasan a ser residuos del pasado, antiguallas incapaces de dar solución a nuevos retos, no pocas veces provocados por el imaginativo trilerismo con que algunos intentan sortearlas. Igualmente, los jueces, antes justos, pasan a ser marionetas dirigidas por las manos del oponente que propuso sus nombramientos. Como fueron propuestos tanto por unos como por otros, al compás de los vaivenes de la política y gracias a un sistema que se repudia cuando creemos que, estando en la oposición,  nos perjudica pero que se mantiene y acentúa cuando ya en el gobierno nos beneficia, estas quejas y lamentos vienen a decir que bien está que el poder judicial esté en manos de los que llevamos razón.

     La ley, como su aplicación, ha de ser justa, no oportuna ni conveniente, en el peor de los sentidos de ambas palabras, el del oportunismo o de la conveniencia sometida a intereses de parte o a las urgencias del momento. Que nadie, ni antes ni ahora, desea ni promueve la independencia de la justicia es un hecho, un lastre que, como las Diputaciones y otras cosas, sólo son mal vistas hasta que puedes tenerlas en tus manos. De ahí el sonrojo al leer o escuchar los argumentarios con que se intenta barnizar ciertas decisiones y proyectos. Tres veces he leído en las últimas semanas referencias al Arte de la Guerra, de Sun Tsu. Mala cosa es tomar ejemplo de sus principios, ni de los de Maquiavelo, pues todo vale en la guerra, dicen y, parece ser, que también el el gobierno o en la oposición.

     Hay que reformar el Código Penal, nos dicen, algo de lo que se dieron cuenta ayer, recordándonos a esas emisoras de radio que, complaciendo una amable petición, dedicaban una canción a un oyente. Reforma con dedicatoria, votada, si llega a aprobarse que esperemos que no, precisamente por aquellos a quienes, torciendo la mano a leyes, juicios y sentencias, esa reforma dudosa y acomodaticia vendría a perdonar. Mal precedente que menosprecia de forma ligera y burda a leyes y tribunales y deja indefenso al Estado, a propuesta de quienes ahora miran con lupa y escrupulosidad otras sentencias que no les agradan. Hace falta mucho sometimiento ideológico y más cinismo que vergüenza para defender algo así. Pero ahí están, intentando argumentar lo indefendible, contándonos que se trata de figuras delictivas obsoletas, por antiguas, aunque lo sean menos que las de robo o asesinato, por ahora no cuestionadas. Sería razonable pensar, si su obsolescencia fuera el motivo real de su reforma suavizadora, un traje a medida, que serán sustituidas por otras que persiguieran de forma más adecuada delitos no previstos por las leyes actuales. Antiguamente, un golpe de estado suponía tomar el control de las instituciones clave de gobierno, además de aeropuertos, fronteras y medios de comunicación. Lógicamente quien ya dirige tales cosas no tiene necesidad de tomarlas por la fuerza. Lo del Parlament y la declaración interrupta de la independencia catalana fue un tipo de golpe de estado efectivamente no previsto por sus novedosas formas en nuestra legislación actual. No cabe pensar que la intención de la reforma sea la de redefinirlo para evitar que estos delitos se vuelvan a cometer, más bien parece lo contrario. Si el delito de sedición se ve anticuado y de dudosa aplicación en este caso, como el de rebelión, sin duda serán sustituidos por otros tipos penales tendentes a prevenir y, en su caso, castigar, pronunciamientos similares, cegando las puertas que las actuales leyes dejaban candorosamene semiabiertas. Sánchez anunció en campaña electoral que recuperaría la figura de convocatoria ilegal de referéndum, suprimida por su partido bajo el mandato de Zapatero. Si eso hubiera sido dicho y refrendado con un apretón de manos por un tratante de ganado, ninguna duda quedaría al respecto, pero las promesas de Sánchez no llegan a inspirar tales niveles de confianza. De sus socios y apoyos mejor no hablar.

     Se nos dice que se trata de acomodar nuestras leyes a las de nuestro entorno. En primer lugar, cada país sabe de qué pie cojea, conoce su Historia y, parece ser que, con la excepción de algunos de nosotros sospechosamente temerarios, sabe de qué necesita protegerse con sus leyes, a menos que la intención sea la de no hacerlo. En segundo lugar, precisamente en nuestro entorno europeo abundan los países en los que intentos de independencia similares están prohibidos sin dudas ni resquicios que pudieran dejar impunes intentos tan penosos y estrambóticos como los que aquí sufrimos, y que dejan fuera de la ley los partidos o los programas electorales que los propusieren. En tercero, de producirse, serían calificados como alta traición, vetusta e incuestionada figura legal, y castigados con penas que llegarían a la cadena perpetua. En su reforma que homologue nuestras leyes con las de Alemania, Francia, Italia o Estados Unidos y con casi todos los países a quienes parece ser que deberíamos parecernos, tal vez nuestro gobierno siga esos caminos, aunque todo nos lleva a pensar que más se trata de desarmar que de armar al Estado frente a quienes atentaron y anuncian que atentarán contra él, es decir, contra todos. Este proceder de los reformadores anda cercano a la complicidad.

     Lo malo de legislar en caliente, tomando la ley por canción dedicable, es que contando de antemano con la tradicional deslealtad y astucia de los que motivan estas reflexiones y estas reformas legislativas, se abren peligrosas puertas. En lugar de intentar evitar que se vuelva a producir lo que, por imprevisto, ha mostrado los resquicios y abierto algunas costuras en nuestra legislación y nuestra convivencia, nos hacemos de forma suicida un descosido que los haga más fáciles y menos castigados.

     Como uno es un descreído, tal vez la almendra del tema sea que todo esto también resulte ser una patraña, que el plan consista en dibujar el trampantojo de una pista de aterrizaje donde pudiera tomar tierra el esperado traidor, el que cuente por fin a los suyos que todo fue un engaño. Si es así, pudiera resultar un éxito, pues ya se ha conseguido que los de Junqueras y los de Puigdemont saquen los cuchillos que mantenían ocultos en la liga, en el refajo o en la barretina, que de todo hay en la viña del Señor. Lo perverso es que se nos antoje como opción más deseable la mentira y el engaño. Al menos a eso ya estamos acostumbrados.

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