lunes, 24 de febrero de 2020

Epístola artística, nacionalista y agrícola

Nacionalismo es palabra que, como todas las que acaban en -ismo, suena a exageración. Evoca este sufijo a esos efímeros manifiestos de ciertos movimientos artísticos desaforados, a cualquiera de los muchos que han aparecido alrededor de una mesa de mármol y de los vapores de unas copas de absenta, argumentaciones más grandilocuentes que razonables, más exculpatorias que constructivas. Suelen tales genios despreciar una tradición cuya excelencia les reta, cuya exquisitez les humilla, pues sus carencias les impiden igualar o mejorar los usos y técnicas del oficio que el tiempo ha ido alambicando y, a veces, caen en delirios tendentes a ganar por vía argumentativa el prestigio y el beneficio que su obra por sí sola no merece, con un programa basado en el desprecio a todo lo que los redactores del manifiesto se saben incapaces de hacer. Ni en arte ni en nada, nadie puede dar lo que no tiene.

Que los abajo firmantes desconocen los arcanos de la perspectiva, despreciémosla. Si su falta de oficio hace irreconocibles los monigotes que pintan, renunciemos a la figuración, a la copia vil de la realidad. Que la búsqueda morosa de las sutilezas cromáticas es algo fuera del alcance de su escasa ciencia, rindamos culto al color tal como sale del tubo. Hagamos lo que hagamos, siempre habrá quien se avergüence de no comprender lo incomprensible y de no descifrar en nuestras creaciones un mensaje en realidad inexistente y que, como con el traje del emperador, dedique largos párrafos a revender un humo por el que el crítico en el fondo intuye que ha pagado en exceso. Nadie está dispuesto a reconocer que es un panoli y en ese coto cerrado y elitista unos se amparan en otros. Ocurre en todas las burbujas. El tiempo acaba poniendo a cada uno en su sitio y, a la larga, mucho es lo olvidado y poco lo que permanece.

Esta forma falaz de pensar y proceder puede ser aplicada a cualquier arte, industria o actividad. También, y especialmente, a la política, donde circula impunemente la falsa moneda y se nos da gato por liebre. Cuando las palabras se van vaciando de significado, tanto en los discursos políticos como es norma en las presentaciones, catálogos y críticas de arte, mera verborrea tanto más hueca cuanto más retumbante, vamos apartándonos de la realidad, perdemos pie y empezamos a meternos en terreno pantanoso. Y en el fondo de todo pantano ideológico hay siempre un totalitarismo, con lo que entramos en terrenos del cinco.

Viene a deducirse del discurso de muchos, aunque no atinados, que hay un nacionalismo perverso y otros que no lo son tanto. Les parece el nacionalismo cosa asumible a estos finos analistas cuando el nacionalista carece de nación, aunque para ponerle los cimientos a la obra recurra a la fábula, a la tergiversación de la Historia, a la deformación interesada de la realidad y se dedique a sembrar odios y a buscar enemigos entre sus compatriotas, presentados como un obstáculo para su independencia y su prosperidad. Ahí os quedáis los pobres, que además oléis mal y tenéis taras genéticas. Para muchos siniestros, poco que objetar, sobre todo si el autor de esas finezas y sus secuaces tienen los votos que les son imprescindibles para llegar al gobierno.

Sin embargo, cuando la nación realmente existente durante siglos intenta sobrevivir a esos desgajamientos insolidarios e ilegales, recurrentes intentos oportunistas siempre procedentes de sus partes más prósperas, y se resiste a dar por bueno que se arramble con una construcción colectiva, compleja y secular, caemos en un nacionalismo bajo sospecha. Es malo el nacionalismo español, nos dicen, aunque sea algo casi limitado hoy al mero deseo de no permitir que la nación existente desaparezca. Los menos escrupulosos buscarán debajo de las piedras de la Historia esos excesos que llegan hasta el presente para mostrar el carácter opresivo y uniformador de nuestro país, perversión de origen mesetario, la zona opresora que esquilma al resto. Los menos sofisticados, simplemente dirán que eso de España, su bandera, sus símbolos, Historia y valores, son cosa de franquistas. Dense por contestados estos últimos, que ya está bien de hundirse en tales simas dialécticas intentando razonar con quien ni lo merece ni sería capaz de entender un argumento de tres líneas. Esos son irrecuperables. Que lean y luego vuelvan. Hay quienes han sido y son incapaces de proponer una sola idea que pueda abonar un imprescindible sentimiento de pertenencia a una empresa común, aunque sí muchas para desunir lo unido, tantas como para dar por buenos los argumentos y deseos disgregadores de las partes, siempre más defendibles que los de aquellos que quieren preservar el todo.

No hay que exigir que una bandera o un himno ponga al ciudadano los pelos como escarpias, cosa reservada para cuando ganamos un mundial de fútbol, pero no se debe perder de vista que una sociedad se construye y hermana alrededor de ideas simbolizadas por trapos o canciones, relatos y leyendas, mitos y recuerdos, que pasan a ser algo más cuando representan la siempre problemática unión en una empresa colectiva, algo que no se discute en los países que admiramos. Precisamente eso es lo cuestionado entre nosotros de forma invariable, lo compartido, siempre de forma interesada. Lo común carece para muchos del prestigio de lo local, de lo particular. Llega a suceder que la única de las banderas del Estado que necesita justificación y que recibe pitos, ataques y suspicacias es la nacional, la de todos. No ocurre así con ninguna de las regionales, tenidas por intocables símbolos de la libertad y de la unión, esa sí innegociable, de cualquiera de las partes de un todo siempre puesto en duda. Aunque haya casos en que la bandera regional fuera en origen la de un partido, como la ikurriña que fue creada por el PNV. Incluso la estelada, bandera de una bandería, no de una comunidad autónoma, se ve como algo inocuo por parte precisamente de los que se ven agredidos por la enseña nacional. Una bandera, la estelada, que divide y señala, que ofende a la mitad y cuya presencia en balcones oficiales ya muestra hasta qué punto hemos permitido que se llegue.

Desde que se inició la Transición, más bien desde la Constitución de 1978, no ha dejado de estar sobre la mesa la demanda insaciable de transferencias, proceso inacabable de desmantelamiento del Estado, que cedió de forma suicida competencias como la de educación que, salvo en su lado administrativo, nunca debió entregar a zonas de España de acreditada y añeja deslealtad. Hay llaves que se pueden dejar a un vecino y a otros no.
Las transferencias menos convenientes, a las que el Estado no ha dejado de resistirse, han sido siempre moneda de cambio para la formación de los sucesivos gobiernos, en un chalaneo que cuarenta años después sigue perpetrándose. Y además fuera del Parlamento, como sería menester. No es de recibo que la compra-venta de cosas tan esenciales siempre se acuerde en mesas privadas y los ciudadanos y la oposición se vayan enterando por la prensa.
Hoy tocan las cárceles, en Cataluña vemos para qué, y en el País vasco la seguridad social; para Navarra la sustitución de la Guardia Civil de Tráfico y así a cada cada uno de estos prósperos y oprimidos territorios, en función de la necesidad de sus votos para mantener un gobierno que paga sus días con lo que es de todos. Al menos lo era. La justicia afortunadamente sigue sin transferirse, gracias al Constitucional. Algunos dirán que estas cesiones no suponen un peligro para la fortaleza y permanencia del Estado. Y se equivocan. Poco a poco, cesión a cesión, venta a venta, cobro a cobro, cada vez hay más ciudadanos en España que en su día a día creen vivir ya en un país independiente, con sus fueros viejos y su clero al frente, ganando por fin las guerras carlistas con carácter retroactivo. Nunca van a solucionar esos españoles un problema, gestionar una ayuda o recibir un servicio a una ventanilla que muestre un símbolo del Estado, que sería mostrar una realidad que así se esconde, la verdad escamoteada de que es el Estado quien se los proporciona. Ha sido su ayuntamiento o su comunidad quien le ayuda. El Estado queda para cobrar los impuestos, para juzgar los delitos y para dar los disgustos. Prefieren, en cambio, ser ellos quienes multen a los conductores imprudentes antes de permitir que en sus carreteras pueda verse un tricornio, símbolo por antonomasia de lo español. Como los toros de Domeq, salvando las distancias. Si lo que hay que salvar son vidas, ya irán con gorras de tela y, además, dirán como dicen algunos consellers, que siempre viene bien en caso de catástrofe la ayuda de los países vecinos.

Hay leyes que es necesario cambiar por ser antiguas, se nos cuenta. Incluso los más sofistas llegan a argumentar que los que votaron la actual Constitución o han muerto o son ya viejos. Sin duda los fueros medievales navarros o vascos, o el derecho civil catalán, aún en vigor en parte, son más recientes y fueron votados por los tractorícolas de la estelada, esos que siguen cortando calles, acccesos y autopistas cuando les parece bien y ni siquiera son ya noticia.

Sin embargo los agricultores que lo hacen con más motivo, menos trastorno y sin violencia, son tachados de carcamales de la derechona, terratenientes latifundistas, y son elevados todos ellos a la condición de duques del olivo triste. Incluso por el sindicalista del foulard, impresentable personaje capaz de desacreditar a una izquierda en la medida en que esta última sea incapaz de desmarcarse del primero. Come gambas y calla, botarate. No han visto, al parecer, las manifestaciones y cortes de carreteras en Alemania y en Bruselas en un momento en que se negocian a la baja las ayudas a la agricultura, todos ellos sin duda unos franquistas capitaneados por el Duque de Alba que vuelve a Flandes a plantar una pica que le faltó. Tampoco parecen caer en que los olivareros están hoy intentando dar salida a su reciente cosecha de aceite y ven que en algunos supermercados se vende por menos de lo que a ellos les cuesta producirlo; que abonos, gasóleo, seguros agrarios, salarios y otros suministros suben mientras su producción se deprecia ante las importaciones de países a los que compramos tomates a cambio de que sujeten a los inmigrantes o con los que nos hemos comprometido a consumir sus frutos o sus pescados a cambio de contrapartidas sobre actividades industriales que se desarrollan en zonas más pobladas de España, vivero de votos y con mayor capacidad de amargar la vida a los gobernantes. Incluso de echarlos. No, leeremos que se trata de un improcedente asomar la oreja a destiempo, que vaya ocurrencia ir a manifestarse cuando gobiernan los nuestros, los “progresistas”. Los agricultores, las zonas rurales en general, tal vez sean conservadores, aunque pudiera ser que en los discursos de una izquierda urbanita y posturera no encuentren ningún argumento para dejar de serlo, pues no hay nada en su forma de vida y en muchos de sus valores que no sean cuestionados por muchas almas bellas que se la cogen con papel de fumar y no paran de renegarles. 
En realidad, aunque la sinrazón está muy repartida y la razón escasea, hay un problema de fondo en la polarización actual. Unos creen tener derecho incuestionable a gestionar la cosa pública, argumentando que las cuentas les salen mejor, aunque no digan quién paga el pato, que por cierto suelen ser los mismos mande quien mande. Otros, con la capa del emperador de su autootorgada e inexistente superioridad moral, nunca dejan de considerar que ser conservador es una patología, no una forma legítima de ver las cosas. Tan legítima y razonable como la contraria.

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