Que
los abajo firmantes desconocen los arcanos de la
perspectiva, despreciémosla. Si su falta de oficio hace
irreconocibles los monigotes que pintan, renunciemos a la figuración,
a la copia vil de la realidad. Que la búsqueda morosa de las
sutilezas cromáticas es algo fuera del alcance de su escasa ciencia,
rindamos culto al color tal como sale del tubo. Hagamos lo que
hagamos, siempre habrá quien se avergüence de no comprender lo
incomprensible y de no descifrar en nuestras creaciones un mensaje en
realidad inexistente y que, como con el traje del emperador, dedique
largos párrafos a revender un humo por el que el crítico en el
fondo intuye que ha pagado en exceso. Nadie está dispuesto a
reconocer que es un panoli y en ese coto cerrado y elitista unos
se amparan en otros. Ocurre en todas las burbujas. El tiempo acaba
poniendo a cada uno en su sitio y, a la larga, mucho es lo olvidado y
poco lo que permanece.
Esta
forma falaz de pensar y proceder puede ser aplicada a cualquier arte,
industria o actividad. También, y especialmente, a la política,
donde circula impunemente la falsa moneda y se nos da gato por
liebre. Cuando las palabras se van vaciando de significado, tanto en
los discursos políticos como es norma en las presentaciones, catálogos y
críticas de arte, mera verborrea tanto más hueca cuanto más retumbante,
vamos apartándonos de la realidad, perdemos pie y empezamos a
meternos en terreno pantanoso. Y en el fondo de todo pantano ideológico hay siempre un totalitarismo, con lo que entramos en terrenos del cinco.
Viene a deducirse del discurso de
muchos, aunque no atinados, que hay un nacionalismo perverso y otros
que no lo son tanto. Les parece el nacionalismo cosa asumible a estos
finos analistas cuando el nacionalista carece de nación, aunque para
ponerle los cimientos a la obra recurra a la fábula, a la
tergiversación de la Historia, a la deformación interesada de la
realidad y se dedique a sembrar odios y a buscar enemigos entre sus
compatriotas, presentados como un obstáculo para su independencia y
su prosperidad. Ahí os quedáis los pobres, que además oléis mal y
tenéis taras genéticas. Para muchos siniestros, poco que objetar,
sobre todo si el autor de esas finezas y sus
secuaces tienen los votos que les son imprescindibles para llegar al gobierno.
Sin
embargo, cuando la nación realmente existente durante siglos intenta
sobrevivir a esos desgajamientos insolidarios e ilegales, recurrentes
intentos oportunistas siempre procedentes de sus partes más
prósperas, y se resiste a dar por bueno que se arramble con una
construcción colectiva, compleja y secular, caemos en un nacionalismo bajo
sospecha. Es malo el nacionalismo español, nos dicen, aunque sea
algo casi limitado hoy al mero deseo de no permitir que la nación
existente desaparezca. Los menos escrupulosos buscarán debajo de las
piedras de la Historia esos excesos que llegan hasta el presente para
mostrar el carácter opresivo y uniformador de nuestro país,
perversión de origen mesetario, la zona opresora que esquilma al
resto. Los menos sofisticados, simplemente dirán que eso de España,
su bandera, sus símbolos, Historia y valores, son cosa de
franquistas. Dense por contestados estos últimos, que ya está bien
de hundirse en tales simas dialécticas intentando razonar con quien
ni lo merece ni sería capaz de entender un argumento de tres
líneas. Esos son irrecuperables. Que lean y luego vuelvan. Hay quienes han sido y son incapaces de proponer una sola idea que pueda abonar un imprescindible sentimiento de pertenencia a una empresa común, aunque sí muchas para desunir lo unido, tantas como para dar por buenos los argumentos y deseos disgregadores de las partes, siempre más defendibles que los de aquellos que quieren preservar el todo.
No
hay que exigir que una bandera o un himno ponga al ciudadano los
pelos como escarpias, cosa reservada para cuando ganamos un mundial
de fútbol, pero no se debe perder de vista que una sociedad se
construye y hermana alrededor de ideas simbolizadas por trapos o canciones, relatos y leyendas, mitos y recuerdos, que pasan a ser algo más cuando representan la siempre
problemática unión en una empresa colectiva, algo que no se discute en
los países que admiramos. Precisamente eso es lo cuestionado entre
nosotros de forma invariable, lo compartido, siempre de forma interesada.
Lo común carece para muchos del prestigio de lo local, de lo
particular. Llega a suceder que la única de las banderas del Estado
que necesita justificación y que recibe pitos, ataques y suspicacias
es la nacional, la de todos. No ocurre así con ninguna de las
regionales, tenidas por intocables símbolos de la libertad y de
la unión, esa sí innegociable, de cualquiera de las partes de un
todo siempre puesto en duda. Aunque haya casos en que la bandera
regional fuera en origen la de un partido, como la ikurriña que fue
creada por el PNV. Incluso la estelada, bandera de una bandería, no
de una comunidad autónoma, se ve como algo inocuo por parte
precisamente de los que se ven agredidos por la enseña nacional. Una
bandera, la estelada, que divide y señala, que ofende a la mitad y
cuya presencia en balcones oficiales ya muestra hasta qué punto
hemos permitido que se llegue.
Desde
que se inició la Transición, más bien desde la Constitución de
1978, no ha dejado de estar sobre la mesa la demanda insaciable de
transferencias, proceso inacabable de desmantelamiento del Estado,
que cedió de forma suicida competencias como la de educación que, salvo en su lado administrativo, nunca debió entregar a zonas
de España de acreditada y añeja deslealtad. Hay llaves que se
pueden dejar a un vecino y a otros no.
Las
transferencias menos convenientes, a las que el Estado no ha dejado
de resistirse, han sido siempre moneda de cambio para la formación
de los sucesivos gobiernos, en un chalaneo que cuarenta años después
sigue perpetrándose. Y además fuera del Parlamento, como sería menester. No es de recibo que la compra-venta de cosas tan esenciales siempre se acuerde en mesas privadas y los ciudadanos y la oposición se vayan enterando por la prensa.
Hoy
tocan las cárceles, en Cataluña vemos para qué, y en el País
vasco la seguridad social; para Navarra la sustitución de la Guardia
Civil de Tráfico y así a cada cada uno de estos prósperos y
oprimidos territorios, en función de la necesidad de sus votos para
mantener un gobierno que paga sus días con lo que es de todos. Al
menos lo era. La justicia afortunadamente sigue sin transferirse, gracias al Constitucional. Algunos dirán que estas cesiones no suponen un peligro
para la fortaleza y permanencia del Estado. Y se equivocan. Poco a poco, cesión
a cesión, venta a venta, cobro a cobro, cada vez hay más ciudadanos
en España que en su día a día creen vivir ya en un país
independiente, con sus fueros viejos y su clero al frente, ganando
por fin las guerras carlistas con carácter retroactivo. Nunca van a
solucionar esos españoles un problema, gestionar una ayuda o recibir un servicio a
una ventanilla que muestre un símbolo del Estado, que sería mostrar una
realidad que así se esconde, la verdad escamoteada de que es el Estado quien se
los proporciona. Ha sido su ayuntamiento o su comunidad quien le
ayuda. El Estado queda para cobrar los impuestos, para juzgar los
delitos y para dar los disgustos. Prefieren, en cambio, ser ellos quienes
multen a los conductores imprudentes antes de permitir que en sus
carreteras pueda verse un tricornio, símbolo por antonomasia de lo
español. Como los toros de Domeq, salvando las distancias. Si lo que
hay que salvar son vidas, ya irán con gorras de tela y, además,
dirán como dicen algunos consellers, que siempre viene bien en caso
de catástrofe la ayuda de los países vecinos.
Hay
leyes que es necesario cambiar por ser antiguas, se nos cuenta. Incluso
los más sofistas llegan a argumentar que los que votaron la actual
Constitución o han muerto o son ya viejos. Sin duda los fueros medievales navarros o vascos, o el derecho civil catalán, aún en vigor en
parte, son más recientes y fueron votados por los tractorícolas de
la estelada, esos que siguen cortando calles, acccesos y autopistas
cuando les parece bien y ni siquiera son ya noticia.
Sin
embargo los agricultores que lo hacen con más motivo, menos
trastorno y sin violencia, son tachados de carcamales de la
derechona, terratenientes latifundistas, y son elevados todos ellos a
la condición de duques del olivo triste. Incluso por el sindicalista
del foulard, impresentable personaje capaz de desacreditar a una
izquierda en la medida en que esta última sea incapaz de desmarcarse del
primero. Come gambas y calla, botarate. No han visto, al parecer, las
manifestaciones y cortes de carreteras en Alemania y en Bruselas en
un momento en que se negocian a la baja las ayudas a la agricultura,
todos ellos sin duda unos franquistas capitaneados por el Duque de
Alba que vuelve a Flandes a plantar una pica que le faltó. Tampoco
parecen caer en que los olivareros están hoy intentando dar salida a
su reciente cosecha de aceite y ven que en algunos supermercados se
vende por menos de lo que a ellos les cuesta producirlo; que abonos,
gasóleo, seguros agrarios, salarios y otros suministros suben
mientras su producción se deprecia ante las importaciones de países
a los que compramos tomates a cambio de que sujeten a los inmigrantes o con los
que nos hemos comprometido a consumir sus frutos o sus pescados a
cambio de contrapartidas sobre actividades industriales que se
desarrollan en zonas más pobladas de España, vivero de votos y con
mayor capacidad de amargar la vida a los gobernantes. Incluso de
echarlos. No, leeremos que se trata de un improcedente asomar la oreja a
destiempo, que vaya ocurrencia ir a manifestarse cuando gobiernan los
nuestros, los “progresistas”. Los agricultores, las zonas rurales en general, tal vez sean conservadores, aunque pudiera ser que en los discursos de una izquierda urbanita y posturera no encuentren ningún argumento para dejar de serlo, pues no hay nada en su forma de vida y en muchos de sus valores que no sean cuestionados por muchas almas bellas que se la cogen con papel de fumar y no paran de renegarles.
En realidad, aunque la sinrazón está muy repartida y la razón escasea, hay un problema de fondo en la polarización actual. Unos creen tener derecho incuestionable a gestionar la cosa pública, argumentando que las cuentas les salen mejor, aunque no digan quién paga el pato, que por cierto suelen ser los mismos mande quien mande. Otros, con la capa del emperador de su autootorgada e inexistente superioridad moral, nunca dejan de considerar que ser conservador es una patología, no una forma legítima de ver las cosas. Tan legítima y razonable como la contraria.
En realidad, aunque la sinrazón está muy repartida y la razón escasea, hay un problema de fondo en la polarización actual. Unos creen tener derecho incuestionable a gestionar la cosa pública, argumentando que las cuentas les salen mejor, aunque no digan quién paga el pato, que por cierto suelen ser los mismos mande quien mande. Otros, con la capa del emperador de su autootorgada e inexistente superioridad moral, nunca dejan de considerar que ser conservador es una patología, no una forma legítima de ver las cosas. Tan legítima y razonable como la contraria.
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