sábado, 14 de marzo de 2020

Epístola vírica


Cuando la vida, la naturaleza, nos pone contra el espejo de nuestra insignificancia y el reflejo que vemos nos muestra como insectos soberbios ante fuerzas que nos rebasan, que en la naturaleza son casi todas, en pocos días parecen ridículas nuestras inducidas y habituales discusiones sobre si son galgos o podencos. Tal vez ahora lleguemos a considerar que pudieran ser pastores, alemanes o no. A lo mejor ni siquiera eran perros. De nuestro entretenimiento habitual desde hace demasiado tiempo, esto es, jugar con las palabras como vasos que llenamos y vaciamos de significados, pasamos a la cruda realidad, algo que veníamos dejando a un lado. Señuelos lingüísticos les llama Daniel Gascón. Algunos dirigentes, tertulianos y mediopensionistas de pronto se ven enfrentados a un problema real. No es que no hubiera otros, aunque este nuevo es inaplazable, poco dispuesto a ser toreado con palabras, como se acostumbra. Se trata de un miura vírico, poco dado a componendas. Ciertos temas y personajillos van quedando reducidos a su verdadero valor, entre el ridículo y la existencia fantasmal. Que no cunda el pánico: pasado el susto, volveremos a nuestra gilipollez habitual, que los pensamientos de velatorio duran hasta que salimos de él, y reanudaremos las discusiones sobre el género de los ángeles.Somos más frágiles de lo que habíamos llegado a creer, de lo que nos habían contado. Nuestros liderzuelos, mandantes o aspirantes al mando, que poco se llevan, tienen otra ocasión maravillosa para mostrar su altura o desmentir su bajura, aunque muchos la están desaprovechando estrepitosamente, ofreciéndonos el equivocado consuelo de mostrar que es mal común la mala gobernanza, algo mundial. Como estamos acostumbrados a que unos y otros se dediquen más a crear problemas nuevos que a resolver los existentes, uno no sabe si ante una cuestión grave y real sería mejor estar en manos de Putin o de Sánchez, de Xi Jinping, de Trump o de Johnson. Aunque no deja de ser penoso estar en manos de nadie, este último tiene la ventaja de que su nombre huele a jabón. A champú para niños. Parece ser que tan insigne prócer, en su cada vez más aislada isla, opta por dejar obrar a la Naturaleza en plan darwiniano, se decanta por propiciar que sobreviva el más fuerte, que gane el mejor con puro fair play biológico o religioso, que el Señor tiene sus designios y el virus, aunque borde, no deja de ser una criatura de Dios como la tarántula y otras alimañas. Dice, mientras se atusa las rubias greñas propias de un águila matada a cañazos, que en algo nos parecemos, que habrá que hacerse a la idea de que muchos familiares van a morir antes de tiempo, especialmente los viejos, aunque su descaro y su crueldad muestren que no piensa en los suyos. No se podrá atender a todos, dice. Un derroche estéril e inasumible para las menguadas arcas de lo que queda del imperio británico, cuatro islotes. Cada vez los consejos de ministros del mundo se parecen más a una barra de bar, o de pub en este caso, tanto en tono como en la solvencia de las propuestas. No habrá faltado quien proponga hacer una manifestación contra el coronavirus. Pero Boris, que aunque nació en New York fue luego desasnado en Oxford, no es así de zafio. Es hombre de muchas lecturas y se pone sin gran esfuerzo en modo Dickens, que esos sí que eran buenos tiempos para los suyos. Mejor declararse impotente ante el virus y priorizar la economía, según nos cuenta, aunque no descienda a aclarar de quién es la economía a la que se refiere, pues en esta función el bienestar seguro de unos pocos parece depender del malestar probable de los más, incluso del mutis por el foro de no pocos, para él prescindibles. Una pena, dice, dando por descontado que él y los suyos están a salvo. Viendo las producciones de su cabeza, como las de otros, más parece expuesto a infestarse con la filoxera o el gorgojo de la patata que a infectarse con un virus ahora adaptado a las personas. A ellos no les faltará cama en la UCI ni respirador. Al menos los Boris hablan con claridad; de forma obscena, pero transparente. Como lo cierto es que el virus se ceba con los viejos y enfermos, parece contar el Boris británico con que el mal de estos que deja a su mala suerte sea el bien que contribuya a sanear las cuentas de la seguridad social, que cada difunto es una pensión menos a pagar. No hay mal que por bien no venga. Como en el caso de Trump y otros de semejante catadura moral, es lo malo de estar desgobernados por contables y negociantes, pues no hay columna para la humanidad en los libros de caja.En Houston y alrededores también tienen un problema. Si la sanidad es algo disponible sólo para quienes pueda pagarla, resulta que los cabrones de los pobres nos van a infectar a todos, piensa el Trump, su cuadrilla y al parecer sus votantes, aunque es más caritativo pensar que ni unos ni otros piensan nada. Tiene cojones la cosa, no vamos a tener más remedio que curarles de balde las miasmas por nuestro bien, que bien hemos demostrado que poco nos importa el suyo. Un país que tiene billones para enviar naves al espacio, trillones para invadir países que ignora dónde coño están, carece de capacidad y de intención de proporcionar una sanidad universal a sus contribuyentes, que me cuesta llamar ciudadanos. Un país así, con todos sus logros indiscutibles, es un fracaso, y no solo moral. Al menos, aún hay cosas de las que uno puede estar orgulloso en el nuestro, y mal haríamos en echarlas a perder. Se acercan elecciones en USA y, como siempre, triunfará la democracia, el pueblo votará con su inteligencia y tino habituales y tal vez, como en el Brexit y otros referémdums legales o ilegales, elegirá precisamente lo que menos le conviene. Una de las grandezas de la democracia es el poder elegir el veneno que te mate. Lo que es un hecho es que una ley que prohibiera o evitara vivir en eterna campaña electoral, como nos ocurre a nosotros, apaciguaría los ánimos y arreglaría gran parte de los problemas simplemente porque evitaría que, al calor de las disputas y las meaditas ideológicas para marcar el territorio como lobos, se creen problemas nuevos, en gran parte imaginarios, que es nuestro caso. Descubrimos asombrados que las siete plagas de Egipto pueden escapar del Egipto bíblico y terminar alcanzándonos la peste, la langosta y el hambre, hasta ahora jinetes ajenos y lejanos. Algunas inundaciones, tempestades y terremotos lo habían anunciado, pero bien está que te mate algo gordo, telúrico, inabarcable. Los dinosaurios sin duda se extinguieron a gusto, sin tales humillaciones, arramblados por un pedrusco del tamaño de Irlanda. Pero coño, una mierda de virus lleno de pinchos, invisible hasta con las gafas de ver, parece más ofensivo que letal. Pero ahí está, a lo suyo, aunque no sepamos en quién viene encaramado y vivamos atemorizados y recelosos, barba en hombro. Un virus canijo y mezquino nos confina en las celdas de nuestras casas, convertidas en cenobios, y vacía hoy las grandes avenidas, los nudos de carreteras, los destinos turísticos normalmente atestados de gente y de coches. Si antes se peleaban los ganchos de los restaurantes en los paseos marítimos estirazando del turista para arrastrarle hacia sus gambas, hoy los solitarios paseantes de las playas son mirados con temeroso resquemor: ¡Hostias, un madrileño! El temor no hace distingos, no deja espacio para taxonomías precisas y ajustadas. En playas y secanos, barrancos y quebradas, cualquier semoviente, seguro portador de virus que bullen y flexionan las ancas para saltar sobre nosotros, madrileño ha de ser. Como hay muchos, estadísticamente es fácil que acierten, aunque la irresponsabilidad no es invento exclusivo de la corte. Benidorm ayer mostraba en sus bares lo que parecía ser una convención de insensatos. El caso es que, —a la fuerza ahorcan—, le damos un respiro al planeta con esta bajada de humos. Incluso cierran bares y restaurantes, como un fin del mundo en cada barrio, pequeño y pasajero, en el que nos vemos obligados a prescindir de cosas supuestamente imprescindibles. Las autoridades sanitarias han venido a recomendar más o menos mi forma de vida, cercana a la del eremita. Las gentes, recluidas en sus casas tras el toque de queda, puede ser que lleguen a conocerse un poco mejor. Entre ellas y a sí mismos. Incluso que no se gusten. ¡Joder, qué grande está el nene! Por cierto, ¿cómo se llama este niño? Tal vez, como Gila, se crucen por el pasillo con un señor de marrón que, al parecer, vivía con ellos. No parece mala gente. Seguramente el principal problema para las autoridades será tener entretenido al personal sin que caigan en la funesta manía de pensar, enfrentados a llenar el tiempo por sí mismos, obligados a recuperar —si las había— aficiones olvidadas: terminar el puzzle o la maqueta iniciada hace decenios. O bajar la guitarra del altillo y recordar antiguos acordes. Incluso llegar a leer, a dibujar o a cocinar con enjundia y sosiego, a fuego lento. En Italia, según leo, emitirán en abierto algunos canales porno, para ayudar. No sé, y además ignoro, si será peor el remedio que la enfermedad. Los más desesperados aprovecharán para pintar la casa, pues no harán otra cosa que pensar en ti y, aunque no se les ocurra nada, repararán en que, por cierto, al techo no le iría nada mal una mano de pintura; se decidirán por fin a colgar el cuadro, arreglar la bisagra de la puerta o barnizar las sillas, encolar la mesa que cojea y arreglar el grifo que gotea, limpiarán los cristales por fuera y harán sábado los martes también. Se retirarán las camisas del manillar de la bici estática, que será estrenada por fin. Quien tenga patio dejará el césped como cuero cabelludo de un marine, en todos los balcones las plantas, ahora bien regadas y abonadas, lucirán como nunca, floreciendo en marzo; deslumbrará el brillo de los suelos y todo estará ordenado, salvo los alrededores del sofá frente a una televisión que echará humo, llenos de latas de cerveza vacías. Como las desgracias nunca vienen solas, no hay fútbol, que tanto hubiera ayudado. No me atrevo a describir la situación donde, además, haya niños en edad de merecer. Ya Dante dejó mucho dicho sobre el tema y poco hay que añadir sobre tales martirios y penitencias. No pocos se determinarán a escapar a la calle, aprovechando para comprar tres cajas de Mahou, veinte barras y mucho papel higiénico, mientras les da cita el psiquiatra. Cuando termine la cuarentena, por los portales de los edificios emergerá una nueva humanidad, los supervivientes, y veremos que más habrá matado el aburrimiento que el virus. Como la cosa no podía ir a peor, nos parecía, tal vez haya que tener esperanza en los cambios.

Si de verdad aprendiéramos, si dedicáramos a pensar parte del tiempo de esta impuesta retirada a nuestras habitaciones, incluso a estrenar el cerebro en no pocos casos, nada volvería a ser igual. Muchas cosas serían cuestionadas. Poderes, valores, equilibrios, necesidades, hábitos, costumbres y discursos. Muchas épicas quedarían reducidas a escombros y muchas cuentas y ecuaciones deberían ser resueltas de forma distinta a la acostumbrada. La equis no estaba donde solíamos buscar. Otras cosas y otros logros que la rutina dio por eternos, a veces cuestionados o malbaratados, deberían salir reforzados. Tal vez nos lancemos a la revolución, a la del sentido común, valorando precisamente eso, lo común. Al menos, casi todos, estamos aprendiendo que lo más importante que tenemos en común es la vida. Y que, al final, para salvarla dependemos de los demás tanto como las de los demás dependen de nosotros. No es mala lección. Cara pero necesaria. Nuestra salvación está en nosotros mismos y en nuestros servicios públicos. Decir servicios públicos es decir funcionarios, esos de los que tan sobrados andábamos según opinión muy extendida durante la crisis, cuya disminución en número y en sueldo tantos aplausos mereció entonces. Y los servicios públicos son impuestos. Siempre hay que procurar elegir bien, pues luego nos pueden decir que no deberíamos haber elegido muerte. Vale.




2 comentarios:

  1. El retiro nos conduce a la beatitud, esperemos que no sea como el de los monjes tibetanos y pronto podamos tomarnos unas cervezas, pues también dicen que alternar con los amigos alarga la vida.
    Un abrazo

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    1. Pues sí, Juananto. Sabes que yo llevo de retiro espiritual varios años, más por comodidad y dificultad para andar que por otra cosa. Pero, como dices, una cosa es eso y otra no poder salir a tomar el aire y un café, irse a un cerro o a la playa o, el colmo de los placeres, juntarse con buenos amigos a charlar y tomar unas copas o un café. O las dos cosas.
      Al menos vosotros respiráis, véis un buen paisaje al aire libre y, si se tercia, encendéis la chimenea. Yo, si me asomo al balcón o a la ventana, veo un vecino con cara de aburrido echando un cigarro o sacudiendo una alfombra.
      Cuidaos mucho. Un abrazo.

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