Leo
que un enfermo que ingresó en febrero aquejado de coronavirus antes
de que él conociera ni su existencia ni sus riesgos, despierta de un
coma después de casi dos meses y sale por la puerta del hospital a
otro mundo diferente al que conoció antes de enfermar. Así, de una.
Decía mi abuela, y con razón, que no te envíe Dios todo aquello
que eres capaz de soportar. A veces puede enviar los castigos o los
avisos de sopetón, en forma de terremoto o volcán que te sepulte
bajo sus cenizas. O te envía otra catástrofe que tenga más a mano,
como a Trump o a Bolsonaro, igual que a nosotros nos castigó con Fernando VII. Por variar, pues su repertorio es infinito, en otras
ocasiones va tensando poco a poco el arco de nuestra resistencia y
dosifica las puyas, como en el caso de las siete plagas de Egipto.
Tal vez las leyes supremas que rigen el universo, después de
milenios de debate filosófico y científico, sean las de Murphy.
Todo puede ir a peor, hasta un punto que a cualquiera parecería
insoportable si le dieran un guión ineludible de los futuros
acontecimientos que le iban a cambiar la vida. O que se la iban a
quitar. El cerebro, como le ocurre al resto del organismo con
picaduras, pócimas y bebedizos, está mejor preparado para soportar
mudanzas en dosis homeopáticas que a enfrentarse a cambios de aquí
te pillo y aquí te mato. Unas gotas de lo nuevo se nos dan mezcladas
con una garrafa de agua de lo habitual y, casi sin darnos cuenta, nos
acaba sentando bien el cianuro potásico o acabamos sin libertad de
prensa sin notar especial amargura. Incluso el cianuro nos llega a
saber bien, a almendras amargas como el mazapán. Por eso uno de los
peligros, y no el menor, es que encandilados en la búsqueda urgente
de antídotos y remedios para las nuevas ponzoñas, acabemos
inmunizados frente a las picaduras de las serpientes autóctonas, que
nos acechaban desde antiguo, y ya no las notemos.
¿Para
qué leer ciencia ficción si puedo leer en el periódico que Trump,
—"el malo", zafio y tramposo, de la novela del oeste—,
recomienda tratar el coronavirus con una inyección de desinfectante
o con luz solar? Sin duda habrá quien le haga caso y, aunque soy
menos darwinista en lo social que en lo natural, será una aplicación
positiva de esa teoría, que librará a la especie humana de la
aportación genética de especímenes capaces de dejar descendientes
tan estúpidos. Sin duda su desaparición por el simple expediente de
sulfatarse por vía intravenosa mejora la especie. O igual en lugar
de morir aparece una nueva variedad humana inmune al gorgojo de la
patata, muy de aplicación en el caso que nos ocupa, el de Trump,
pues su cabeza tiene más células de solanácea que neuronas. De
estas últimas, las justas para no cagarse en los desfiles. Quien no
tiene nada más que un martillo sólo ve clavos por todas partes.
Igual que habrá quien convoque una manifestación o una rogativa contra el virus,
es raro que no haya Trump enviado a los marines a combatirlos a cañonazos. Aunque sí se ha recurrido al ejército en otros lugares, cosa que se ha hecho de forma acertada y pacífica, no siempre su ayuda ha sido bien recibida por parte de ciertos
orates.
Hay
a quien no le gusta la terminología bélica utilizada para explicar
nuestra lucha contra este virus que mata a unos mientras mantiene al
resto atrincherado, escuchando silbar a las balas y proyectiles que
no atinan y les sobrevuelan volando. Algunos representantes de estos
críticos, tradicional e infantilmente antimilitaristas, comparecen
—ahora sí— respaldados por tres generales luciendo medallas y
cumpliendo órdenes, a veces poco claras o acertadas, por ser
benévolos. Es escena que, paradójicamente, irrita a algunos
parroquianos de los que la promueven, pero que les resultaría
insoportable si fueran otros los comparecientes y los responsables. Y
a más de uno les resulta tan incomprensible verse hoy donde están
que actúan como si estuviesen aún en la oposición o tras la
pancarta, no privándose de atacar desde una vicepresidencia a un
poder del Estado, el judicial, por una sentencia que afecta a alguien cercano y que no es de su
gusto. Eso lleva a muchos otros a ver igualmente incomprensible que
tales personajes estén allí encaramados, tan alejados de su
capacidad y sus merecimientos, al entender de la otra parroquia.
Nuestro
país siempre ha tenido varias romanas para medir comportamientos,
actitudes y resultados, lo que resta mucha credibilidad a nuestras
alternantes dirigencias y oposiciones, que no suelen en sus
argumentaciones ir más allá del a mí que me registren, la herencia
recibida, el yo no he sido y el pues anda que tú. Las respectivas
feligresías se limitan a repetir esos mantras. Un nivelazo.
Nadie
dudará, a pesar de esas correcciones estilísticas apuntadas, que la
guerra es la mejor metáfora para imaginar lejanamente las batallas
que se libran en nuestro interior. Caballos de Troya de tamaño
infinitesimal, mínimo, que se infiltran agazapados, engañando
inicialmente a los centinelas y aprovechando las vigas y los clavos
de las casas donde se guarecen los desprevenidos defensores para
fabricar nuevas armas contra ellos. Otras veces les arrebatan las que
tenían almacenadas para la defensa y las emplean para redoblar el
ataque. Se disfrazan, sembrando la confusión entre las tropas
defensoras, que acaban combatiendo entre ellas. En fin, un sindiós.
Uno
de los peligros de este ataque, como en todas las guerras, es que
falle la intendencia, causa de la mayor parte de las derrotas. Hay
que mantener las tropas alimentadas y bien pertrechadas, por lo que
conviene tener llenos los almacenes, dispuestas las armaduras,
planchados los uniformes, afiladas las lanzas y engrasadas las
escopetas antes de que se produzca el asalto y nos pille
desprevenidos. Las murallas se construyen antes, no durante el ataque
cuya fuerza no se valoró adecuadamente, cuando ya no hay gran cosa
que hacer salvo amontonar piedras desordenadas intentando tapar
grietas y agujeros que ya se conocían. Cuando llega el crujir de
dientes es cuando se ve el temple de la tropa y de los generales. La
tropa debe obedecer hasta los errores, hasta las órdenes que le
parecen disparadadas, hasta el sacrificio. Los generales no pueden
ganar las guerras sin contar con precisión a los atacantes,
engañándose a ellos mismos y a los demás sobre su número y
fortaleza. También de las bajas. Dejar a los heridos abandonados a su
suerte o no honrar a los caídos desmoraliza y pone a la tropa y a la
población en contra. Sobran en el Estado Mayor los que
pretendieren pasar el embate bajo el catre de campaña en una lejana
colina, ocupados y preocupados en acumular inmerecidas medallas que
les lleven a asumir el mando cuando todo pase. Hay que vigilar que tales aliados no deserten y dejen desguarnecido un flanco a medio zafarrancho. Un ejército avanza al
paso del más lento de sus soldados, decía Napoleón. Olvidó decir
que el acierto de las decisiones adoptadas suele estar limitado por
la incompetencia y la cerrazón del más necio de entre los que las deciden.
Fray José Garrido, con referencia a tu homilía, alguien dijo: El que quiera entender que entienda. Y Napoleón comentaba, más o menos, que una batalla con cien perros y de general un león se ganaba, pero que una batalla con cien leones y de general un perro siempre se perdía. Lamentablemente estamos en una guerra con muchos leones dirigida por generales perros. Y repito: el que quiera entender que entienda.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Sí, tanto a ti como a mí se nos entiende todo, si se quiere entender. Pero eso de entender las situaciones o los argumentos cada vez está menos de moda y más lejos del alcance de rebaños catequizados que ni intentan comprender ni prestan oídos a nada que no encaje en su catecismo y en su relato. No vamos bien.
EliminarUn abrazo.