martes, 14 de abril de 2020

Epístola indignada y sanitaria

    Llevo escribiendo epístolas con mis opiniones aquí y en mi blog Desconcertatus desde hace bastantes años. Suficientes para haber sufrido a distintos gobiernos, que he criticado en todo aquello que a mi entender había de criticable. Por ineficacia o incapacidad, por indecencia o rapacidad, por desconocimiento de aquello de lo que uno se hace responsable, porque a los cargos se accede más por amistad, parentesco, cupo o sumisión que por capacidad o por méritos, por actuar con desdén hacia problemas que afectan a muchos, casi siempre a los mismos. Incluso por maldad. Recuerdo aún el ¡que se jodan! que se escuchó en sede parlamentaria. Hemos escuchado y sufrido cosas que deberían haber bastado para acabar con algunas carreras políticas de todos los bandos. Si por algo se caracteriza nuestro ambiente político es por la total incapacidad de cargos, militantes y simpatizantes de un partido para admitir los errores de los suyos. Tan grande como la de reconocer los aciertos ajenos. Son mundos paralelos, encerrados en sí mismos, autocomplacientes, sumisos incubadores del huevo de la corrupción y del nepotismo, males que ven en los demás y tapan en su propia casa.

    En fin, abundan en la política los que no merecen estar en ella, y no sé si nosotros merecemos que lo estén, seguramente sí, pues los elegimos. Y es necesario decirlo, criticarlo, denunciarlo.

   Yo no escribo para hacer amigos, más bien para dormir tranquilo. Y no podría hacerlo si callara cuando leo infamias, locuras conspiratorias de interesado enunciado, indecencias y descalificaciones crueles e infundadas más allá de lo que la crítica a la acción política debería consentir.
Decir, siquiera sugerir, ideas como que lo que está ocurriendo pudiera ser una conspirativa estrategia de eliminar a miles de personas, de viejos, una eutanasia permitida o buscada, supera todo límite como para que uno calle.

    No me considero un cerebro en un frasco, ni presumo de una imposible imparcialidad, ni creo llevar razón en mis posturas y críticas, pero lo que escribo y opino lo hago de buena fe, después de meditarlo y siempre procurando no demonizinar a quien piensa distinto.

    No, no puedo callarme, no puedo dar por bueno lo que considero indecente.
He visto al ministro de sanidad llorar en una foto sentado en el Congreso. Seguramente soy un sentimental, pero los detalles de humanidad me pueden, pues cada vez son más escasos. Son más reveladores que las palabras y que los discursos. Le tengo lástima, al frente de sanidad, un ministerio despreciado por quienes querían otros de más lustre y peso político. Sé que este ministro ha hecho todo lo que estaba en sus manos, lo posible, limitado por unas circunstancias y unos condicionantes sobre los que sí cabría hacer algunas objeciones. No es momento. No es esa foto algo que me haya hecho cambiar ninguna de mis opiniones, y mantengo y mantendré mis críticas, siempre constructivas, ya que siempre se pudo hacer mejor, aunque nunca he dejado de reconocer la extrema dificultad de acertar en este trance desmesurado. Pero para poder criticar a un gobierno es necesario mirar a todos lados, no obviar los reproches que la oposición también merece, y viceversa, algo que muy pocos hacen. Tanto unos como otros. Todos andan centrados en la redacción y difusión de listas de errores y crímenes ajenos a la vez que invariablemente callan y ocultan los propios. Indecente.

    Si se quiere crear un clima en el que sean posibles los acuerdos, sobran muchas descalificaciones y ataques personales por parte de todos. No, no son los míos los buenos y los malos los otros, ni está toda la razón en manos de unos y ninguna en las de los demás. Las personas mantenemos opiniones distintas sobre temas concretos, a veces contradictorias, a veces con dudas, unas con razón, otras sin ella. Esto ocurre con las que piensan no con las que hacen de eco. Esas se adhieren a un bloque compacto de ideas, a un kit ideológico que no admite fisuras ni tibiezas. Por eso es imposible militar en un partido y seguir pensando. La militancia o la entrega a una “causa” impiden argumentar contra una idea sin descalificar a la persona que la defiende.

    En la grave situación que vivimos se puede dudar de tiempos, eficacia, recursos, pero no de las intenciones. Eso es un límite entre la decencia y la mezquindad, entre la crítica y el fanatismo. Yo no formo ni puedo formar parte de eso.
 

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