Un
chino que se hizo un carpaccio de pangolín o una sopa de
morceguillo, —que Confucio le confunda—, ha obligado a medio
mundo a acogerse a la Regla de San Benito. Creyentes y descreídos,
fieles y gentiles, se recluyen ahora en sus conventos. Algunos
entran en el Carmelo, en una clausura que no consiente más que
recibir por el torno las viandas y remedios que hoy nos mantienen
vivos. Según sus talantes se adscriben los cristianos a las órdenes
de su gusto, y así hay carmelitas descalzos o con espuelas, frailes
trabucaires con canana y otros dedicados a cantar salmos en los
balcones para animar a los creyentes. No falta quien, más entre los
sueltos que entre los encerrados, se crea reencarnación de la Monja
Alférez o del Cura Merino, pastor de su parroquia de merinas, que
las churras siguen a otros profetas y mosenes. También anda algún
freire a la jineta de brioso alazán, vigilando las fronteras de la
patria y de los caletres. De todo hay en la viña del Señor.
Fuera
de los claustros quedan legos y monjes que curan a los enfermos o que
cultivan la huerta, que alimentan o protegen a la congregación
recluida en sus cenobios; arrieros que acarrean las viandas, otros
que limpian y desinfectan las calles, recogen las basuras o llevan a
la celda de todo lo que los confinados necesitan, así como muchas
cosas que no. Son los que ahora reconocemos como imprescindibles,
aunque antes ocuparan en el ágora y en el templo los lugares más
apartados y oscuros.
Aplaudidos
hoy desde balcones y celosías, mañana volverán a las últimas
filas que siempre ocuparon en estima y en recompensa. Los últimos,
por unas semanas, son los primeros. Nuestros héroes, nuestros
salvadores, vienen a ser una tropa variopinta de oficios, algunos
tenidos por menores, que en realidad no han hecho nada más y nada
menos que lo que venían haciendo desde siempre: cumplir con su
obligación con los recursos y reconocimientos que todos les
escatimamos hasta que han mostrado ser nuestra salvación. Al menos,
por unos días, la realidad pone sobre la mesa qué y quién era
importante en el convento, si el abad o el cillerero, si el deán, el
refitolero o el sochrante, y hasta qué punto cada uno venía
cumpliendo con su obligación o era necesaria su función, si es que
alguna tenía, que más nos hemos dedicado a la liturgia que a cuidar la enfermería y abastecer la botica.
Hablar
de responsabilidad siempre es tema vidrioso, aunque llegará el
momento de reconocer que en parte era de todos y cada uno de nosotros, sobre todo in vigilando, aunque
cada cual en proporción a su papel en una sociedad que hace aguas,
con no pocos agujeros hechos por los que la dirigen (o dirigieron)
con mucho menos acierto y previsión de la que hoy quieren aparentar.
Llegan a pretender que la mascarilla sea bozal y la lealtad silencio.
Casi todos en el reino y en los virreinatos olvidaron retejar y
llenar despensas, almacenes y boticas antes de que llegaran unas
lluvias que hoy nos encuentran menos protegidos de lo que hubiera sido
menester. Cierto es que hay tempestades que ninguna pared ni
techumbre podría haber resistido y que las pestes suelen llevar a
los hospicios y hospitales más peregrinos y enfermos de los que
pueden acoger, tanto como falso es pretender que nada más se pudo
hacer ni tampoco antes.
Los
cristianos meditan en sus celdas y recuerdan con sonrojo haber prestado oídos a falsos
predicadores que desde sus televisivos púlpitos alababan una pobreza
de la que presumían, virtud para ellos sólo deseable si es ajena.
Comparecían disfrazados de franciscanos con hábitos ásperos y
desaliñados, fray Gerundios que hoy nos siguen sermoneando desde
palacios episcopales que se apresuraron a ocupar cuando los fieles
recompensaron de forma generosa sus alardes de una austeridad que
sobrellevaban no por principios, sino por necesidad. Otros han tomado
los hábitos de ficha de dominó de los dominicos, recuperando sus
innatas ansias inquisitoriales, siempre fieles guardianes de la
ortodoxia, prestos a arrojar a la vergüenza pública a los que se
apartan del dogma y a espolear a los parroquianos en su contra,
señalando quiénes envenenaron las aguas y quienes, con sus pecados
y sus errores, han atraído las iras divinas sobre nosotros. No
esperéis soluciones ni de unos ni de otros, pues sólo de la unión de los mejores puede llegar. En los sacrificios y en
las hecatombes, los bueyes siempre son los ajenos. Priores y acólitos
de cada religión saben señalar culpables incluso para sus propios
errores, cosa fácil, pues cada uno los busca y encuentra sólo y siempre entre sus contrarios, para regocijo de sus feligreses, que
invariablemente aplauden en un espectáculo que nos llena de
vergüenza. Pero estos prelados engreídos, aquí y en todo el orbe,
desconocen arreglos y soluciones, tanto para lo usual como para lo
imprevisto, actuando tarde y por ensayo y error. Ese desconocimiento
no les impide proponerlas cuando se elige papa para la iglesia o abad
del convento, a veces escarbando en polvorientos códices donde se
recogen los añejos intentos y los antiguos errores. De paso
aprovechan para raspar vitelas y reescribir cronicones en
palimpsestos que presentan como ciertos.
No
faltan begardos que recorren los caminos y plazas, de la corte a la
aldea, vociferando desde altas tarimas sus discursos apocalípticos.
Sólo en la desgracia son escuchados sus sermones con calor, y
perviven pues la desgracia es algo que nunca falta. Se habla de un
concilio que aúne a las distintas confesiones, pero nadie renuncia
a sus dogmas y liturgias, se limitan a señalar herejes y a tratar de
sentar a sus obispos en todas las cátedras.
Si
del mundo exterior, hoy sólo visitado si se tiene perro, pasamos al
interior del convento, vemos a los monjes aislados y aburridos, pues
hay a quien la cosa le ha pillado en la celda sin un códice, afición
o quehacer, Las televisiones echan humo y al sofá se desfonda ante
el peso en aumento de sus dueños. No pocos cristianos se han
entregado al arte de la repostería y, junto a los dos muebles
mentados, son el horno y la sartén los aparejos más activos en el
cenobio. La operación playa puede esperar. Se multiplica el consumo
de harinas, levaduras, huevos y azúcar, que millones son las
madalenas, empanadas, tortas y panes que los creyentes amasan y
hornean. Se ha llegado a dar el caso de contribuyentes lanzados a guisar
potajes y estofados, sopas de ajo y suquets, aumentando repertorios
que nunca iban más allá de la tortilla de patatas o la paella de
los domingos, siempre a cargo del pariente “cocinicas”, hoy
echado de menos. Recuperamos antiguos saberes a la vez que aprendemos
que para ciertas cosas es conveniente no delegar en exceso, sobre
todo por que cuando pintan bastos habría que aspirar a la
autosuficiencia. De durar mucho este retiro obligado, llegaríamos a
los cultivos hidropónicos, a cambiar geranios y prímulas del balcón
por lechugas y perejiles y, en caso extremo, pedir por Amazon un
camión de tierra para hacer una huerta en el salón. En estas, como
en tantas cosas, los jerarcas deberían aprender de sus súbditos.
Toma nota Pepe, parsimonia con la bebida, pues si uno se atraganta igual le tienen que llevar a urgencias, con el peligro que ahora supone, yo tengo que vigilar a Mari con las cantidades, pues de lo contrario me paso una semana comiendo del mismo puchero.
ResponderEliminarUn abrazo.
Sabes que soy parsimonioso en todo, desde andar hasta para beber o comer, que no está reñido con hacerlo cumplidamente en los dos últimos casos. Sobre lo de cocinar para un batallón me lo conozco. Heredamos de mi madre una olla como las de cocer exploradores y misioneros y la usamos para hacer cocidos. Dos o tres días de cocido, sopa, ropa vieja, etc. y luego dos litros de sopa para congelar.
EliminarMe parece que debemos invitarte a que participes de nuestra Revista, hasta el TUETANO, mosén Jsé, LO he pasado muy bien
ResponderEliminarMe alegra haberte alegrado un rato, en estos tiempos. Ya me contarás lo de la Revista. Saludos cordiales.
EliminarEl que quiera entender, que entienda, dijo un quasi divino de nombre Fernando Sánchez Dragó. Le copio la frase y la añado a este tu magnífico y cierto texto, fray Garrido. Dios te guarde. / DCG / Doctor en Historia /.
ResponderEliminarGracias, querido Daniel. Sí, viene bien la frase. El principio básico de la Regla de San Benito es el de "ora et labora" y por aquí se hace más lo primero que lo segundo.
EliminarA Sánchez Dragó lo expulsaron de la congregación hace poco, seguramente por mantener tesis heréticas que no eran del gusto del abad de El Mundo. Aunque no lo conozco en persona, le das recuerdos cuando tengas ocasión.
Cuídate. Un abrazo para la familia. Y échale otro vistazo al mar de mi parte.