martes, 5 de mayo de 2020

Epístola paleontológica


    A pesar de la inabarcable cantidad de información, de registros, de libros y recuerdos que la Historia nos ofrece, la Humanidad en cada momento acaba creyendo, a veces dejándose convencer, que hechos y situaciones ya vividas por otros, a veces de forma recurrente desde hace siglos o milenios, son cosa nueva y original, no disfrutada o padecida anteriormente. Una de las formas del adanismo. En nuestros juicios y creencias hay más de olvido que de memoria, siempre selectiva y filtrada por el presente. Eso nos impide aprender lecciones que el pasado nos intenta ofrecer sobre las pestes, los afanes totalitarios, el recurso a la violencia, los extremismos y otros problemas que siempre están de vuelta si es que alguna vez se fueron.

     La sociedad en su conjunto acaba siendo un organismo que piensa y actúa como lo hace la medianía gris de las individualidades que la componemos, no podría ser de otra manera, pues una equivocada preferencia por valorar y promover una igualación equilibradora, supuestamente democrática, tiende a difuminar o a eliminar los pensamientos e ideas más sabias y convenientes. Por alguna extraña e inevitable ley de nuestra naturaleza las más estúpidas y dañinas son eternas e inextinguibles. Siempre he pensado que en un grupo las inteligencias particulares se contrarrestan más que se suman. Las divergentes memorias particulares hacen casi siempre imposible la existencia de una memoria común, compartida, que no pocas veces se intenta imponer.

     A veces la sociedad se comporta como lo haría cualquiera de sus individuos, que llegan a creer ser los primeros que viven y sienten, para bien o para mal, lo que a ellos les ocurre. Así cada enamorado cree haber inventado el amor y con él la vida; cada artista cree haber reinventado su arte, cada madre o padre sufre la incomprensión de sus hijos y viceversa, algo eterno que esos vástagos reeditarán en carnes propias y, pasados los años necesarios, escucharán salir de sus bocas las palabras que rebatían a sus padres y sus orejas escucharán sus antiguos reproches en la voz de su descendencia. La sociedad tiene inevitablemente un instinto conservador, biológico, de supervivencia, siempre en tensión con las pulsiones innovadoras, a veces revolucionarias. La rebeldía y el desprecio a las “buenas costumbres” por parte de los jóvenes ya escandalizaban a Sócrates y a otros muchos, cada uno en su momento, e imagino que los jovenzuelos auriñacienses las tendrían tiesas con sus padres musterienses cuando pretendieran cambiar un modelo de hacha que había servido bien durante casi 100.000 años. Cambiar por cambiar, les reprenderían. Exactamente igual que actúa cualquier otro incauto que en toda época se pone a pensar de esa forma siempre presente, la del que intenta detener el tiempo y poner presa a los cambios. Siempre encontramos el miedo a lo nuevo, que no hay que confundir con la conveniencia de conservar la parte que ha servido bien, aunque sea como cimiento de las novedades. Es el pensamiento del escalador que no suelta una mano hasta que se ha agarrado bien con la otra, que no falta quien pretenda soltar las dos. Los barrancos y las simas están llenos de sus restos y los de sus compañeros de aventura.

     Hay otras personas, no necesariamente jóvenes, que consideran que el cambio posee un valor por sí mismo, que todo lo antiguo es desechable en bloque, que toda mudanza es a mejor de forma fija e inevitable y que las sociedades evolucionan, como supuestamente hacen los organismos vivos, siempre hacia modelos más perfectos. Tal vez esto y lo del párrafo anterior sea lo que divide a las gentes en dos grupos dotados de cerebros distintos que enfrentan la vida y sus problemas con valores y filtros diferentes. A veces irreconciliables. Como en todo, in medio virtus, son necesarios ambos puntos de vista e imprescindible es intentar conciliarlos dentro lo posible.

     Todo ser vivo, además de único, es un milagro en sí mismo, una rara excepción entre billones de fracasos. Supone el final de una cadena ininterrumpida desde la ameba, una serie continuada durante millones de años de antepasados exitosos que nacieron y vivieron lo suficiente como para dejar descendencia. Todos los seres vivos actuales somos los supervivientes de una lucha de millones de años. Ello debería evitarnos pensar que nuestra rareza es por normal menos milagrosa, minusvalorando una historia prodigiosa, siempre en el filo de la navaja. Si uno solo de los eslabones de esa cadena que nos une con las estrellas hubiera fallado, no estaríamos aquí. Ni mi gato, ni mi geranio. Ni quien lee estas líneas.

     Es un prodigio que olvidamos, a pesar de que es la base de la grandeza y valor de cada ser vivo, siempre único, siempre valioso, irreemplazable. Es algo que obviamos o que damos por supuesto, como resultado inevitable de un proceso que estamos muy lejos de comprender y que con demasiada frecuencia interrumpimos cortando el último eslabón de una de esas cadenas casi infinitas. Cambios ambientales, catástrofes o la simple lucha por la vida y por los recursos hacen que ni en la naturaleza, —menos en las sociedades—, se dé ese imaginario progreso lineal, sin retrocesos ni errores, pues por cada éxito, sustanciado en la capacidad de medrar hasta dejar descendencia, ha habido innumerables intentos fallidos, infinitas rutas equivocadas y otros tantos callejones sin salida que han llevado a la desaparición a gran parte de las probaturas. Especies, y también naciones e imperios. Por una catástrofe natural o por un cambio ambiental al que la determinación fatal de su cuerpo o la rigidez de su comportamiento instintivo les hizo incapaces de adaptarse. En el caso especial de los humanos interviene otro factor determinante: las decisiones equivocadas. Un factor diferencial, la capacidad de elegir, algo que nos permite apartarnos del determinismo al que están sujetos el resto de los seres y que puede jugar a favor o en contra, puede ser la solución o la ruina. 

     Los registros fósiles nos muestran vistosos ejemplares cuyo tamaño monstruoso, su especialización irreversible o la aparición de otra especie que les roba la cartera de su hábitat, les condenaron a llegar hasta nuestros días hechos piedra, no andando o volando. También hubo sociedades, otrora exitosas, que hoy conocemos por sus ruinas.

     Y escarbando entre esas ruinas, históricas o geológicas, encontramos algunos prototipos que eran una hermosura, a veces vestidos para carnaval con vistosas crestas o amenazadores cuernos, con corazas, las primeras plumas de colores o con cuellos desmesurados que sostenían sus menguados cerebros. Murieron sin descendencia por eso: por su desmesura; casi siempre porque eran seres engreídos y lentos que comían demás cuando las condiciones ambientales les vaciaron la despensa y recomendaban comer menos y correr más. El gigantismo seguramente suponga una degenerada adaptación a un medio pasajeramente favorable, un abuso, un crecimiento excesivo y derrochador que la naturaleza penaliza atando su suerte a la de esa perecedera prosperidad. Un anticipo de ciertos magnates o dictadores, pasados o actuales, salvando las distancias.

     La evolución nos muestra que aquellos altivos, descomunales y estrambóticos mostrencos del jurásico han llegado a nuestros días como gallinas, gansos o colibríes, forrados de plumón. Sobre si tal mudanza ha sido mejora o degeneración, hay opiniones, aunque son hechos que no necesitan sentencia, sino constatación. En todo caso, esos juicios quedan para nosotros, y suelen dirimirse en el terreno de la utilidad, incluso de la belleza en el mejor de los casos, aunque para la naturaleza sea algo indiferente. Incluso tiene tiempo y paciencia para empezar la obra casi desde el principio, cosa que ha hecho varias veces. Aprendamos, aunque a nosotros sea precisamente la falta de tiempo lo que nos limita e impacienta. Tampoco estaría demás, a mi escaso juicio, renunciar a encontrarle razón o utilidad a cualquier excrecencia, plumero, mancha, verruga o espolón que un ser vivo pueda lucir pues, no pocas veces, tal caprichosa originalidad es una probatura, un ensayo de la naturaleza que, explorando todos los caminos, anda a ciegas y no pocas veces quedan en bichos y plantas restos peregrinos e inútiles de esos ensayos, para disfrute de estudiosos incapaces de reconocer que no saben, y además ignoran, para qué coño sirve ese pedúnculo tan chusco que le sale al bicho en la cresta. Hay cosas que no sabemos. Muchas más que las que sí. Aun así abundan los todólogos, que otros llaman “cuñaos”.

     Algunos sujetos que viven presos de ideologías vetustas, de esas que pretendían o que aun hoy pretenden tener la explicación y la solución para todo, —pues también hay ideologías cuñadas, como las hay fósiles—, siguen proponiendo lo mismo hoy que hace dos siglos, como si nada hubiera cambiado, copiando una vez más el guión  que anticipaba un futuro que fue desmentido cuando llegó otro en lugar del previsto, curias defensoras de una fe que, ignorante de la naturaleza humana, insiste en aplicar al presente recetas que ya eran dudosas e inoperantes en el siglo en que se crearon, y rugen hoy creyendo ser tiranosaurios o megaterios, siendo en realidad cansinosaurios y dogmatodontes que cacarean pavoneándose de sus bellos plumajes. Ellos verán. Los cangrejos, otra especie antigua, también creen andar hacia adelante. Hoy hay otras creaciones políticas, que sería exageración llamar ideologías, que son demágogicos aprovechamientos del nicho ecológico que crean las situaciones comprometidas, como hienas y buitres viven de los cadáveres en descomposición. 

    Si buscamos otra vez ejemplo en el reino animal, vemos de forma poco esperanzadora que, en realidad, las especies triunfadoras han sido las cucarachas, los insectos en general, las tortugas, los tiburones y algunos modelos también antiquísimos de helechos, lagartos y dragones. A los buitres, más recientes, tampoco les va mal. Eso demuestra que no siempre pervive o triunfa lo que quisiéramos, ni lo más hermoso, ni lo más conveniente. El evolucionismo aplicado a lo social pudiera llevarnos a los mismos resultados. O a otros diferentes, que diría Rajoy, pues todo pudo, puede y podrá ocurrir de otra manera, de otras muchas maneras, y siempre hay mil imponderables que pueden torcer el destino en direcciones imprevistas. No hay que confiar en unos supuestos fines de la Historia, muchas veces confundidos con los propios, en una dirección prefijada que sí o sí ha de llevarnos a donde nos dice el manual. Una Historia regida por una razón, un sentido y un objetivo, el abuso de una idea de Hegel que, por cierto, murió en una epidemia de cólera. Tal vez este final luctuoso sea la causa del eterno cabreo de muchos malintérpretes de esa teoría cuando ven que la Historia, siempre terca, se sale de los carriles por ellos previstos y preparados.

     Lo que evoluciona en nosotros, aunque no siempre a mejor en la amplia variedad de nuestra especie, es la cultura, que por lo que es el cuerpo ahí tenemos a la muela del juicio. Sin ella —y me refiero a la cultura, no a la muela—, sin su barniz, el de las tradiciones exitosas, las cesiones e hipocresías que engrasan la convivencia, sin ciertas creencias que nos eleven del suelo, a falta de la cooperación y de la protección a los más débiles, seríamos lo que sin la cultura y la educación somos, unas bestezuelas, a pesar del desmesurado e infundado optimismo de Rousseau y de su amplia descendencia ideológica al respecto. El hombre es un animal más y sin la cultura es sólo eso, un animal. Eso respecto a su bondad natural, más que dudosa, porque su viabilidad sería también endeble sin la protección de la comunidad, sin el algodonoso entorno que nos hemos construido evolucionando ya solo culturalmente. Sin estas armas sociales tenemos como individuos menos probabilidades de sobrevivir en nuestro entorno que un neanderthal tenía en el suyo.

     La humanidad sensata, la parte numerosísima de ella siempre azuzada y cercada por los que no lo son, es la que intenta adaptarse al mundo que le tocó vivir, reconocer sus límites y trabajar para mejorarlo hoy hasta donde sus fuerzas puedan, no sacrificando el presente en aras de un hipotético futuro pluscuamperfecto, una malversación del paraíso de las otras religiones no laicas, y es la mayoría que, hoy como siempre, sufre estirazones y embestidas desde los extremos donde habitan los otros dos tipos de individuos, más ruidosos que benéficos: los que se aferran a su modelo de hacha, mitad panglosianos y mitad fósiles, que marchan conformes y gozosos hacia su extinción y, desde la otra parte, la de los eternos desubicados cuyos cuerpos habitan un presente que no les gusta, mientras sus mentes añoran una utopía a la que no pueden mudarse a vivir, ese paraiso citado donde llueve el maná, lo que les impide dedicarse a mejorar la realidad de su presente y les lleva a vegetar en un lamento eterno. Su romanticismo tiene un prestigio que no merece. El problema que existe desde que el mundo es mundo es que uno u otro de estos dos tipos de mostrencos del jurásico a veces acaban haciéndose con el mando y alternándose en él. Se necesitan mutuamente, pues son las dos caras de una misma moneda.

2 comentarios:

  1. Esta vez seguro que en el convento había más trabajo que nunca con esto del coronavirus. Lo digo porque tus lindos comentarios se han retrasado esta semana. Me vas a permitir que diga aquello de Antonio Machado: Bueno es recordar las palabras viejas que han de volver a oírse.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, llevas razón. He bajado el ritmo. Es que no quiero tomar pesombre.
      Gracias por tu comentario y tu atención.
      Un abrazo.

      Eliminar