domingo, 21 de marzo de 2021

Epístola de los sosos pardos

    Causa extrañeza que el PSOE reivindique la insipidez de su candidato, esgrimida como un valor incluso por el propio soso. Se agradece el realismo, la sinceridad, algo que contrasta con la tradicional exhibición en campaña de virtudes que se está muy lejos de tener. Un desfile de pavos reales. Pocos llegan a tal punto de objetividad y llaneza. Con los dedos de una oreja pueden contarse los que nos advierten a tiempo de sus carencias y limitaciones. Que sepáis que carezco de palabra, contad con que os defraudaré, que donde digo Digo, diré Diego, (hasta en el BOE); que no tengo ni pajolera idea de nada de lo que se necesitaría para ejercer el cargo que pretendo; os aviso de que soy tonto, me pierden los crustáceos y los buenos caldos pagados con cargo al presupuesto, habrías de saber que mi título o mi master son falsos como moneda de cuero, que prefiero el insomnio a estar en la oposición, que Fausto a mi lado era un vendedor aficionado, y así. Se agradecería, pero no es normal, no. Algún otro caso se ha dado de tamaña sinceridad: Estoy aquí para forrarme, cosa que se dijo off the record, aunque era observación ociosa.

    El profesor Gabilondo casi consiguió hacer una ley de educación cuando el ministerio del ramo ya era solo ilusión, como la capa del dómine, pues a base de ceder o subastar competencias a los virreinatos, renunció el Estado a tener alguna propia sobre la sustancia del asunto. El ministerio, huero y semifantasmal, ya asume su incompetencia para acometer reformas profundas y necesarias, limitándose a minucias, simples detalles y brindis al sol sin entrar en la almendra del tema. Empezando por la circunstancia consentida de que lo poco que puede legislar se lo pasan por el forro las consejerías de hacer país. El tal soso tiene otros muchos valores más sustanciales y vendibles que la reconocida insulsez, entre los que no son poca cosa su talante moderado y conciliador. Parece una buena persona el señor Gabilondo. Seguro que lo es, lo que viene a resultar un problema. Justo aquello que en el mundo actual la política rechaza. Hoy estamos en la inflazón de las identidades, los agravios, las reparaciones, las correciones y otras garambainas y dejamos campo abierto para que triunfe precisamente la fauna de los incorrectos: los monos aulladores, los cocodrilos llorones, los buitres encumbrados y las lombrices en su estiércol.

   Eso de que los mansos heredarán la tierra sería creíble, si acaso, en los tiempos bíblicos, aunque al final también se vieron defraudadas tales promesas electorales. Para más inri, nombrar a los mansos en la taurina España acarrea otras connotaciones negativas. Entre otras la de ofrecer poco juego en el ruedo y la de servir solo para sujetar los bríos excesivos de otros cornúpetas, en definitiva, para conducir a los más bravos, desquiciados y levantiscos al corral. No es tarea innecesaria ni baladí.  Mala imagen la del manso, tanto liminal como subliminal. Una vez, conduciendo lentamente, arrastrando una caravana en pleno agosto por una de las carreteras con más tráfico de Europa en espera de un hueco para salir de ella hacia la izquierda, el primero de la larga fila que me pudo adelantar me llamó manso, con una larga ‘o’ final agravada por el efecto Doppler. Es lo peor que me han dicho nunca en el volante. Que yo sepa. En otras circunstancias he recibido peores piropos.

   A don Vicente del Bosque, un santo varón, lo echaron del Madrid tras conseguir muchos títulos simplemente para fichar a otro entrenador más guapo, barbilludo y mediático, un Artur Mas de la pelota, pues en realidad y como ocurre en la política, el negocio está en vender camisetas. La imagen lo es todo en el mundo del espectáculo. Y ya no hay de otro. Dios, nuestro Señor, puso las cosas en su sitio y, seguramente para impartir justicia poética y como aviso a navegantes, hizo que el soso ganara un mundial y que haya que hacer memoria para recordar al más saleroso que sustituyó a Del Bosque en el vestuario del Madrid. Espero algo semejante en la política nacional. Habrá que esperar. Señor, dame paciencia. ¡Pero dámela ya! ¡Maldito Rivera!

   Es un tema muy bonito este del libre albedrío y las intervenciones del Deus ex machina que dé un giro a la trama, vaya que sí, pero (no sé si esto lo saben en Madrid) parece ser que en la política intervienen poco los cielos, a menos que Dios utilice las elecciones como uno más de su amplio repertorio de castigos, como las plagas de langosta, las epidemias y las hambrunas. Viendo la pandemia que padecemos, las penurias derivadas y los resultados de las elecciones desde hace ya tiempo, mucho debemos haber pecado.

    Podemos pensar que en este ambiente crispado que soportamos, más centrado en los caudillismos y en las formas (en la falta de ellas) que en las propuestas, poco sitio queda aparentemente para los mansos de espíritu, los que menos levantan la voz, esos pocos que ni insultan ni descalifican, que es la norma. En primer lugar, no todos han contribuido en igual medida a la crispación actual, que en sus extremos no es exagerado llamar guerracivilista, sobre todo por parte de los más rancios y prescindibles, aunque salerosos. Ya cada uno, según gustos, mira a un lado o a otro. En ambos extremos los encontrará. Estirando tanto de la cuerda, el hastío debería provocar que deje de vender el ruido de sus batallas, el lema agresivo, la exageración (ójala sea ahora, aunque no creo, pero llegará, sin duda) y una gran mayoría opte por la cordura y el sosiego, la monotonía sin sobresaltos de la normalidad democrática, del reforzamiento, en lugar del acoso a las instituciones, un espectáculo bochornoso e indigno; por la aburrida atención a las cosas de comer. Tal vez algún día descarten los electores con sus votos a los que sobran: los de la épica de las guerras, los asaltos a los cielos o a los infiernos; a los de los ruidos y las catacumbres, a los que llaman criminales a sus oponentes (con poco, mejores que ellos), los que en sus proyectos escorados y radicales, a babor y a estribor, no cuentan con medio país. Todos esos estorban, pues son el verdadero problema, el que impide solucionar todos los demás. Para ser buen político, como para todo lo valioso y perdurable, una base esencial es ser una buena persona, lo que, viendo el percal, (una pelea de osos, hienas y buitres), nos lleva a la desesperanza.

    Sin duda cada uno de estos personajes nocivos que turban nuestros sueños tiene sus planes y sus ideales, pero las más de las veces (si de verdad existen y son confesables) quedan tapados por los truenos y relámpagos que utilizan para atraer la atención y para reclutar fieles para su culto. Provocan tormentas y tempestades y a veces ya no saben salir de ellas. Hasta se encuentran a gusto entre nublos y pedriscos. Es su hábitat, su alimento, tal vez su único objetivo. Fuera de esas turbulencias no son nadie.

   Los mortales ya están hartos de sufrir las iras de los dioses (y de los humanos endiosados que se creen héroes), aburridos de sus magias, de recitar sus letanías, de dar por buenos sus desvaríos, del coste de los sacrificios en su honor y del mantenimiento del culto en sus altares. De esas deidades que a veces (cuando se ven obligados viendo que la fe en ellos decae y merma la parroquia) se dignan a bajar airados del Olimpo, bramando entre rayos y truenos, a complicar la vida a los mortales más que a hacerles más plácida y fácil la existencia. Esperemos que sea su batalla final. Ni tienen intención ni capacidad para arreglar los males, y no son pocos los que ellos provocaron, simple juego o experimento de dioses solitarios y aburridos que se creyeron omipotentes. Llegará el momento del imperio de los sosos, de los dioses pacíficos. Pasará el de Zeus tronador, amontonador de nubes, el del rayo en la mano, tan del gusto de iluminados y profetas, sus clérigos y adoradores.

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