Aunque no falten quienes se empecinan en vivir hoy una
reedición de la batalla de Madrid, con su no pasarán o su ya hemos pasado
incluidos, todo ello resulta cosa de lo peor del gremio, algo ajeno al vivir y
sentir de la mayoría de los ciudadanos. Es una más de esas peleas de catch,
siempre exageradas y simuladas (tal vez las que condicionan a las demás), puro espectáculo que
ocupa en portadas, tertulias y foros a los más cafeteros. Una distopía, una
exageración, una hipérbole. El acostumbrado exceso de los que viven del lema y
del vocerío, de la mentira o de la afrenta victimaria, y siempre de la avería
en la vara de medir, marca de tales empresas. No, no nos jugamos un futuro
fascista o bolchevique. Ni en Madrid ni en el resto de España. Mal está la
cosa, pero no hemos llegado a ese punto. Al menos, aún no.
Para que un país degenere hacia una de esas dos formas criminales de dictadura totalitaria hace falta que una masa crítica de ciudadanos alcance un grado de ese fanatismo especular que, por fortuna, aún no es dominante entre nosotros. Aunque están en ello los que ya han caído (paradójicamente hacia arriba) en alguno de esos pozos. Por abajo, a ras de tierra, hay mucha ignorancia, mucho cabreo y muchos problemas. Por las alturas vemos que la ignorancia no es menor, aunque aumente entre parte de la tropa que nos dirige o aspira a hacerlo, imponiéndose un afán enfermizo por marcar diferencias con otras tribus, más de las que realmente existen en la sociedad, incluso entre ellos mismos. El extremismo, la actitud descalificatoria y agresiva hacia el oponente, es un problema que precisamente supura de quienes cobran por evitarlo. Mucho hay de teatro en la actuación de ese mundo ensimismado que protagoniza la política actual, escribiendo a muchas manos un libreto que juega con las instituciones, las palabras y los votantes, olvidando a menudo las cosas de comer. Un mal argumento, embrollado, previsible y peligroso. Desentendidos en gran parte de los problemas que nos agobian, se empeñan en señalar o crear algunos inexistentes o resucitan otros con artificios y artes oscuras, reedición impostada de los antiguos. Nos ponen en guardia contra peligros y enemigos, exagerando unos o inventando otros; crean dilemas nuevos, normalmente importados de las guarderías en que se han convertido muchos campus universitarios norteamericanos. Siempre fijándose en lo peor de cada casa ideológica o cultural, sean foráneas o castizas.
Llegamos a hablar de guerra cultural. Guerra de guerrillas ideológicas hay, que sea cultural ya necesitaría matices, sobre todo entender qué colina se trata de conquistar, la de la creación intelectual o artística o la de la forma de vivir, divertirse, hablar, relacionarse y, en definitiva, comportarse y pensar. Al final a la hora de votar se trata para muchos de aquilatar el grado de intromisión regulatoria permisible en el ocio, la cocina, la biblioteca y la alcoba, pues en lo relativo a la capacidad para reconocer y resolver los problemas, la esperanza es escasa. Esa es una de las guerrillas laterales, lamentablemente elevada a principal por los más tontos, que suelen ser los más peligrosos, pues más daño hace la estupidez que la maldad. Cuando se dan juntas, es demoledor. Si les entregamos el mando, llegamos al infierno. Siempre ha habido unos poderes, unas élites, sean intelectuales, económicas, religiosas o políticas, que intentan, además de dirigir el reparto del pastel presupuestario, imponer sus credos, sus formas de vivir, su ideología y sus valores. No es cuestión baladí, pues esas idean condicionan el reparto y el destino de los caudales públicos.
Como los gases, si se les deja lo ocupan todo. La tendencia, al parecer fatal, del mandón sectario es a implantar una teocracia o a una autocracia que uniforme a la sociedad a gusto del profeta, sea religioso o laico. Es normal que así sea, significando normal costumbre inevitable. La cultura, la verdadera, transita por otros caminos, aunque como siempre entre sus protagonistas encontramos tanto a quienes luchan por escapar de los abrazos del oso de esas élites políticas y económicas (que también pueden ser, y a veces son, casposas) y quienes optan por vivir confortablemente entregados a causas poco defendibles, ajenas, sobrevenidas y, por tanto, falsas. Siempre ha sido así. Vemos que la impostura es rentable. Da presencia, soporte y beneficios. Aunque haya que defender ideas, actitudes y correcciones más simuladas que asumidas. Los aires de los tiempos les harán cambiar, pues las veletas no pueden hacer otra cosa. El hecho cierto es que la cultura nunca ha estado entre las prioridades de nuestra dirigencia, salvo raras excepciones que no conozco. Nunca más allá del intento de colonizarla, de ponerla a su servicio, algo que a veces hacen con verdadero éxito. ¡Ay del que se sale del carril! Pobre Cercas, aunque ha tenido el consuelo de encontrar una defensa, merecida, pero que se ha negado a otros miles de versos sueltos como él, y tal vez vivimos en un país de versos sueltos.
Lo alarmante es que hemos sufrido y sufrimos intentos claros de imponer esas u otras dictaduras, con distinto grado de blandura. A veces en sede parlamentaria, cosa que a los sexadores de fascistas poco les inquieta, tan poco como las dictaduras foráneas, si son de su cuerda. Algunos cultivadores de una especie de totalitarismo de invernadero se han tomado la cosecha con paciencia, como en Cataluña. Decenios han tardado en ir instaurando un régimen que divide la sociedad en buenos y malos ciudadanos: por un lado los hijos de la tierra, como las calabazas. Son los aborígenes engolosinados y seducidos por los almíbares de la supuesta superioridad tribal; ellos son cultos, laboriosos y oprimidos por el otro lado, donde están los malos, la gent de fora, zafios, vagos y mantenidos. Genéticamente degenerados, colonos enviados por Franco a desnaturalizar la raza. Y de paso a trabajar. Lógicamente la colonización, esta sí real, económica, cultural y mental, que cristaliza en un supremacismo de base étnica, que exige adhesión incondicional, sometida y acrítica, que toma la lengua y los apellidos como puntas de lanza de la discriminación, al final se convierte en una forma de vida. O más bien en un medio de vida para la dirigencia, una industria, un monopolio. Ahora, tras las elecciones, están aún repartiéndose los cargos del consejo de administración de la empresa catalana, esa sociedad limitada que llevan siglos parasitando más que gestionando. Conviene estar en la parte de los directivos, mejor que entre la masa laboral, los curritos, los parias invasores. En otros sitios, alcanzando cotas más altas de indignidad y de totalitarismo, unos por acción, otros por silencio cómplice o cobarde, han llegado al tiro en la nuca, la extorsión, el chantaje o el atentado indiscriminado. Pelillos a la mar. A muchos mesetarios poco dispuestos a entrar en tales matices no parece importarles demasiado, creen que como socios pueden valer, aunque se vendan al mejor postor. Estos últimos prosperaron recogiendo las nueces que caían del árbol agitado por otros, unos chicos traviesos, pero del pueblo. Los primeros lo hicieron entre el 3% y el peix al cove, ante el benepácito general. Incluso teniente coronel.
A quienes hemos vivido esos casos degenerados de acción, más sectaria y criminal que política, que fue o va desde la discriminación al asesinato, que tan buenos frutos dio y sigue dando para vergüenza nuestra y ajena, nos resulta incómodo y ofensivo que ahora algunos nos griten que viene el lobo fascista (también los que nos avisan del lobo rojo, de uñas ya bastante desafiladas). Poco crédito merecen los avisos de los que nunca han condenado con la necesaria rotundidad esos crímenes, más bien los apoyaron y aún hoy encuentran frases parecidas a argumentos para contextualizarlos, que viene a ser darlos por buenos. Eso era y es lo más parecido al fascismo que hemos sufrido en España desde que murió el dictador Franco. Incluso aquel era difícil de clasificar.
En España no habrá fascismo al mando, tampoco comunismo revolucionario. Primero porque no hay suficientes fascistas ni comunistas que en verdad lo sean. Lo que tampoco sé, y además ignoro, es cómo andamos de democratas, cuya cuenta me preocupa aún más. Y no prosperarán esos extremos por descrédito, por anacronismo, por el ejemplo y escarmiento en cabeza ajena de otros países que malviven en garras de alguno de esos totalitarismos antiguos pero aún imperantes. Sean las monarquías o repúblicas teocráticas del oriente, las dictaduras caribeñas, de distintos signos por turnos, la coreana, o las más disimuladas de Rusia o China, una curiosa mezcla cuyos componentes muchos evitan analizar porque no les salen las cuentas ideológicas. La teoría todo lo aguanta, la realidad es otra cosa. La utopía es amable, pero no nos podemos ir a vivir en ella.
Y no prosperará ninguno de esos dos totalitarismos, esas dos equiparables formas de opresión e infamia, porque los españoles no llegarán al desvarío de apoyarlos, pues cada vez muestran su cara con más nitidez. Claro que escuchamos mensajes nítidamente fascistas y que vemos algunas actitudes y proclamas que proceden de esa mierda. Denunciar que también escuchamos otros contrapuestos desde el otro lado del totalitarismo es eso que ahora los coros de ambas iglesias intentan tapar con salmos que entonan una y otra vez, de forma desaforada y disonante. Un canon de frases repetidas y entrelazadas. Si unos prefieren el del reproche de la cobardía, otros abren el misal por el salmo de la equidistancia, el de no confundáis los buenos con los malos, siendo nosotros los elegidos, el verdadero pueblo de Dios, claro está. En eso ambas iglesias coinciden, como todas. Cuestión de fieles y paganos.
Son médicos especialistas estos corifeos. Sólo tratan una enfermedad. Ah, esto parece grave, pudiera serlo, pero no es de lo mío. Ven que un brazo se cae a trozos, pero lo suyo son las piernas. Sí, efectivamente, eso parece una herida, un tumor. Incluso pudiera ser mortal. Pero se ha equivocado usted de facultativo. Yo sólo trato los problemas de la vista, sabe usted.
Ninguna amenaza o agresión es admisible. Ninguna. Tampoco las amenazas a otros, la bala a Rivera, que esa no llevaba pólvora, los adoquines lanzados en mítines en los que no resulta difícil deslintar quiénes son más fascistas, los asistentes o los apedreadores; la justificación, peor aún, el disfrute con las patadas al guardia caído, o los abrazos o las charletas compadres en la taberna con asesinos agasajados al volver a sus villorios. Hay pasados que nunca prescriben; otros deben ser olvidados en aras de la paz. Hay algunos que deben renunciar a Satanás. Hay otros que pueden pasear de su brazo. Señalarlos es lo que ahora se llama equidistancia. Y no. Se trata de hacer un chequeo general de la salud del paciente, de mirar todos los órganos, todos los miembros, todas las heridas. Ellos, hunos y hotros, no son capaces de hacerlo. En eso, y en muchas cosas más, son iguales. Señalar sus milongas no es equidistancia sino cordura. La de procurar no dejar el guion de nuestras vidas en manos de los peores, que siempre acechan y habitan en los extremos.
Vale.