La política pierde sus energías en buscar culpables, labor estéril, pues de antemano se sabe que errores y culpas son patrimonio exclusivo del otro, de la oposición, del enemigo político. Es así porque no puede ser de otra forma, nos vienen a decir cada uno señalando hacia un lado, añadiendo cuatro chismes, tres verdades a medias y dos mentiras completas. Ya está. Enfrente tenemos al mal absoluto. Quod erat demostrandum. La demostración no era necesaria, y menos esa, pues nos movemos en terrenos de la fe, siempre etérea, resbaladiza e insondable, un fruto huidizo cuya almendra es precisamente creer en lo que no podemos ver ni tocar, que para lo que sí se puede, ninguna fe es necesaria. Por eso, para ser militante incondicional de un partido, hace falta mucha fe. Y un punto de cinismo. La política convertida en el arte de echar balones fuera, ars disculpatoria, refractaria a la responsabilidad y a la empatía. En aciertos y culpas no se admiten repartos, prorrateos ni proporciones. Si es para bien, todo el mérito es del desmemoriado que corta la cinta, si es para mal se quejan de la herencia, algo que ellos nunca dejan.
Las soluciones son harina de otro costal. Tener al personal
entretenido con esas carnazas que arrojan a la arena del circo es ardid que les
permite a todos confundirse con el paisaje y, mientras la concurrencia encandilada
persigue el vuelo de las moscas, siguen medrando y viviendo de esta industria
estéril de la queja. Se contenta a la
plebe, al menos a la parroquia, con brindis al sol y con el señalamiento del supuesto
y total culpable, invariablemente los partidos (y de paso los votantes) de las
demás opciones. Esos que no sólo están equivocados, sino que son perversos,
mienten, confabulan abrazados al mal y no tienen un trato honrado con sus
ideas. Pura patología. Enfrente están ellos, guardianes de la razón, la verdad
y la decencia.
Así nunca se ha arreglado nada, ni se arreglará, pero permite
a unos y otros vivir más tranquilos sabiéndose inalcanzables por toda culpa o
responsabilidad, mientras el personal trague.
Crean una sociedad en la que los otros son los
responsables, como nosotros somos sus víctimas, nos vienen a decir, con el
prestigio que eso acarrea en nuestros tiempos. No solo no debemos nada, sino
que podemos extender la mano para recibir la compensación moral o económica que
se nos debe a nosotros. Gozamos de una razón heredada, como nuestros rencores.
Empujados a esa confortable irresponsabilidad, los votantes
son los primeros que deben de quedar a salvo de toda culpa referida a los
problemas puestos sobre la mesa, asuntos que deberían decidir las elecciones
decantando el resultado hacia aquel que mejor diagnóstico y proyecto presente
para solucionarlos. Todos saben que nadie vota a quien le reniega, a quien le
echare en cara que pudo hacer más y mejor, o le reprochase que no debió hacer lo
que hizo. Menos a quien le pidiera esfuerzos y sacrificios. Todos queremos el
lugar del gato. Suicidio en las urnas es sugerir al potencial cliente electoral
que el cambio, en definitiva, también está en él. Así no se ganan las
elecciones. Mejor evitarles reproches y regañinas, que más espantan que atraen
el voto. La consecuencia, el producto, es una sociedad pasiva, infantilizada, rendida, a la que poco se pide y de la que nada se espera.
Pareciendo estar más empeñados y dispuestos a defender y promover el mal que el bien, incluso los delincuentes y los criminales son más dignos de pena y comprensión que de castigo. Los más abyectos simpatizan y homenajean más a los verdugos que a sus vícitmas, si los primeros son de su cuerda. Será porque algunos de ellos incluso pueden llegar a ser apoyos parlamentarios, que el tiempo todo lo borra, sobre todo si se le ayuda un poco en la selección de lo recordable. Se rastrea en su infancia y en su entorno, en sus circunstancias y frustraciones (todos las tenemos), como antiguamente en la forma de su cráneo, en busca de una explicación, una disculpa, un argumento atenuante o eximente. No podía obrar de otra forma, concluyen apenados. Una irresponsabilidad aplicable a individuos y a colectivos, aunque no un argumento que resista el contraste con la realidad. Empíricamente no cuadran esas disculpas, pues con las mismas o peores circunstancias hay infinidad de personas que no se han visto irremediablemente abocadas al delito. Los calvinistas, ancestros de nuestros orates del buenismo, ya se sabe que creían en la predestinación, como sus descendientes conocen de antemano el guion de la Historia. De todas formas, aunque todo esté escrito, mientras la Historia sigue su curso inexorable, aunque caracoleando por caminos opuestos a los previstos por el dogma predicado por barbudos profetas, no hay que perder la esperanza, que ya hoy ni los dioses tienen palabra. En cualquier momento se producirá el giro corrector. Oremos. Por no estarnos quietos mientras los dioses se dan a vistas, hay que predicar más por si acaso, no moverse del ladrillo de la doctrina que se nos despista la feligresía. Siempre vigilantes porque los oráculos suelen ser oscuros y pueden llevar al hombre, siempre débil, a la duda, cuando no a la herejía y al cisma. Qué te voy a contar. Hay que reeducar a los que aún están a tiempo de no pecar, salvándolos de su sino. Pero, mientras tanto, hagamos que se sientan culpables de antemano, con carácter preventivo, que vivan en la duda, apesadumbrados por sus culpas, las tengan o no. Ellos saben de su maldad.
Al final, huyendo de las otras religiones que al menos
ofrecían perdón y posibilidad de enmienda, nos han endosado un pecado
original irredimible, más gravoso que el sudor de la frente, pues suelen
preferir cualquier cosa al trabajo. A falta de un dios, ellos se erigen en diosecillos
vengativos y justicieros, tan quisquillosos con las deudas y las culpas de los
infieles como laxos con las propias. Descreídos de un infierno en las
profundidades, lo traen a la superficie del presente y aquí nos van asando con
la tea de su rencor, en un perpetuo ajuste de cuentas. Hoy nace una persona y
ya desde la cuna debe responder, con el desconsuelo añadido de verse obligado a renunciar a sus glorias, de los desmanes y conquistas de sus ancestros, de
los crímenes de sus antepasados, de las deudas contraídas por sus genes a lo
largo de la Historia. Según su ideología de testamentaría, solo queda pagarlas
y a pedir perdón. Si es español a los indios, a los flamencos, a los filipinos
y a los mahometanos. Entre otros. Como buen cristiano no debe pretender ni
exigir apuntes contables recíprocos a aquellos mismos moros ni a otros más
cercanos en tiempo y lugar; ni a fenicios, cartaginenses, romanos, franceses o
estadounidenses. Pelillos a la mar. Nuestra contabilidad no tiene apuntes más que en la
columna del debe, el haber siempre queda en blanco. Somos así de buenos. En
realidad, el problema es del contable, que no nos lleva bien las cuentas, nos
engaña, incluso nos sisa. Exagera y acrecienta algunas partidas, siempre
escribe en rojo, aumentando nuestras deudas y ocultando a menudo las ajenas,
con lo que nuestro libro mayor nunca puede cuadrar. Es igual, si no cuadran las
cuentas se redondean, no vamos a perdernos en geometrías cuando es la Causa lo
que está en juego.
Ofreciéndonos, por resumir, una irresponsabilidad
compartida entre votantes y votados ante lo inmediato, lo urgente, lo que hasta
cierto punto está en nuestras manos, nos llevan a un pensar insano, esquizoide.
En su inconsistencia vienen a decirnos contradictoriamente que, de los grandes
problemas, de los aires de la historia, de todo aquello que nos ha llevado
hasta el borde de muchos abismos, todos tenemos la culpa. Más del pasado que del presente. Menos ellos, claro
está. Aunque los hayamos conocido mirando al plano, disfrazados de Moisés y entretenidos
con el maná.
Al final obrando así, reparten, socializan el sentimiento
de culpa. Venimos a resultar culpables precisamente de todo aquello que
no estuvo ni está en nuestras manos evitar. Incluso del pasado más lejano,
cuyas cuentas se heredan. La conquista de América, los asesinatos de la guerra
civil, la época de las colonizaciones, la opresión o desatención a ciertas
minorías. Crean un mundo de resentidos, humillados y agraviados que merecen
reparación y ya cada uno se apunta a un grupo de damnificados. O a varios, amparándose
en la identidad o identidades que cree que más le representan o convienen.
Todos estamos en deuda con todos, con lo que habría que concluir que, al final,
estamos en paz.
Pero no. Hoy el agravio heredado, real o imaginario, es una
renta perpetua que puede llegar a ser un medio de vida, y más para los que se
adjudican el cargo de albaceas de esas contabilidades. Pero no son unas cuentas
de suma cero, lo comido por lo servido. Uno, sin grandes estirazones, puede
darse de alta en alguna identidad o grupo de oprimidos, de agraviados, de
víctimas. Basta con creerlo, con decirlo, pues el criterio de admisión no es
demasiado exigente. Lo malo es que, aunque se adscriba a dos o tres, que
infinitas hay, siempre quedará fuera de muchas más, lo que nos tiene a todos en
deuda, culposos, cabizbajos y avergonzados. Víctimas por tres causas y
victimarios de cien. Así nos quieren. Mal apaño.
Hay ideologías imantadas para la culpa. Les caen todas las
manchas y se les adhieren todas las pelusas y miasmas. Van por la historia con
los hombros llenos de caspas seculares, a veces ajenas. Y no hay forma de que
se desprendan. Al contrario, se acumulan, se multiplican, resaltan cada vez que
son señaladas como sambenito de hereje. Otros pensares, sin embargo, parecen
tener un pelaje al que nada mancha ni emporca. Los lamparones les resbalan y parecen
rechazar tiznes, salpicaduras y churretes. Visten ropas de camuflaje que
invisibilizan los desgarrones y yerros de la Historia y del presente. Si
mataron, mataron mejor, con fuste. Si robaron, lo mismo, con fundamento. Incapaces
de contender con lo esencial se centran en lo anecdótico y peregrino. Si nunca
tuvieron una idea que mejorara nada si no es a costa de empeorar o destruir otras
muchas, que por su resultado deben las ideas ser juzgadas, ello no es óbice,
cortapisa ni valladar (Forges dixit) para seguir intentando durante siglos
vender sus crecepelos ideológicos, sus bálsamos de Fierabrás, cuya ineficacia
no ha conseguido desportillar su prestigio ante creyentes, cierto es que
escasos, entregados a recomendar, dispensar, y si pueden imponer, tales
remedios. Lo hicieron y hacen donde y cuando pueden. Curioso resulta que aún
encuentren clientes, cierto es que entre los más desesperados e inermes,
rendida la espada del criterio, el filtro de la razón, el contraste con la
realidad, su gran enemigo.
Estamos perdidos. Por un lado se nos dice que están bien incluso las
cosas que están mal y por otro que están mal incluso las que están bien. Y todos
mirando más al pasado que al futuro desde un presente desatendido.
Como disfruto escribiendo, mi extensión me libra de los
que no gustan de leer, que no es poco. Ya dejó Cuerda dicho que quien domestica
a una cabra lleva mucho adelantado. Me extiendo en circunloquios y ringorrangos
retóricos, alargando lo que podría decirse en una frase, en un aforismo: Promueven
nuestra irresponsabilidad sobre lo que está en nuestra mano y nos hacen
responsables de lo que no. Incluso de lo que en el ser humano viene de serie.
Es justo lo contrario de lo que podría arreglar las cosas.
Pero la alta política hace tiempo que no va ya de arreglarlas, sino de
administrar el rentable sindiós que ellos mismos provocan. Viven de la
confusión. Es imposible que alguien entienda algo si su sueldo y su bienestar
depende de no entenderlo. Ergo… Cada uno piense qué parte de responsabilidad le
corresponde a la hora de obrar y a la de elegir.
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