jueves, 23 de diciembre de 2021

Epístola navideña

    Ataviado con una sudadera de la Universidad de Illinois, gorra de béisbol con larga visera y zapatillas de tenis fluorescentes, el taxista mexicano acaba de recibir por Twitter la proclama de algún luminoso pensador patrio, quien sostiene que la Navidad es nociva porque no se trata de una fiesta de origen prehispánico “y es ajena a nuestra idiosincrasia”. Un avasallamiento más de los conquistadores que arramblaron con nuestros benévolos dioses, sustituyendo su culto por estas idolatrías foráneas, hoy reducidas a una orgía de consumo patrocinada y abonada por el capitalismo colonialista. Un monstruo hambriento y uniformador que impone costumbres, necesidades y celebraciones para luego sacar buena renta de nuestros inducidos excesos. El susodicho chófer, recién concienciado por las palabras del activista sobre ese desmán cultural, ve venir a un cliente cargado de bolsas de regalos y se ve obligado a reprocharle su claudicación ante los males que acaba de descubrir, vía revelación hertziana.

    El alienado cliente se defiende de los reproches del taxista evangelizador respondiendo que, como su atuendo, tampoco el taxi ni el teléfono por el que se le alecciona son prehispánicos, ni es de suponer fueran usados por los aztecas mientras cursaban improbables estudios en la mentada universidad.

    Leo lo anterior, contado con más detalle, en un artículo de prensa escrito desde México en el que también se nos relata otro episodio en un mercadillo rotulado de cooperativo y solidario, que no navideño, aunque aprovechador del rebufo consumista de estos fastos, en el que se ofrecen productos sostenibles, nada baratos pero tan naturales como los gorgojos que a menudo albergan, mermeladas orgánicas y extrañas artesanías: lámparas, tallas, tapices y otros objetos decorativos étnicos, a veces suntuarios, a veces hermosos, otras horripilantes. Justo lo que un niño desearía encontrar al abrir el paquete. Todo sea por no hacer el caldo gordo al capitalismo y a la mercantilización de las tradiciones. Añade algún otro caso similar de vacuos postureos ideológicos, devaluados por las contradicciones de los posturales. Hasta aquí el artículo, firmado por Antonio Ortuño.

    Hubo una época, no sé si mejor, en la que, sin teléfonos móviles, radios, ni otros inventos de presencia continua y absorbente, la gente tenía muchos momentos en los que se encontraba a solas con el silencio, lo que algunos aprovechaban para pensar. No es que todos llegaran en sus meditaciones a las alturas de Zubiri o de Platón, no; pero el quedarse a solas consigo mismos hacía posible que algunos consiguieran destilar algunas opiniones propias sobre esto y aquello. No cabe suponer que eso necesariamente los llevara al acierto, cosa que rara vez alcanzamos, pero al menos se equivocaban solos, sus errores eran propios y, ante cualquier mensaje u opinión ajena, entraba dentro de lo posible que tuvieran algún reparo o argumento de su cosecha que aducir. Desaparecido el silencio, con él se han perdido también las armas que ofrecía la reflexión que éste favorecía, el propio pensamiento, dejándonos abrumados e indefensos ante un mundo abarrotado de ruidos y mensajes contradictorios que embotan nuestros sentidos y enturbian nuestra razón. De esa forma abundan los que hoy alcanzan la madurez, la jubilación o la tumba sin haber dedicado en su vida cinco minutos seguidos a pensar. Es más fácil así que cualquier mensaje se dé por bueno, que, arrastrados por la corriente, las opiniones se asuman de forma ovejuna. Las ideas ya nos llegan masticadas, hasta digeridas, simples lemas avalados por una multitud, amorfa pero acogedora. Fuera de ese abrigo tribal hace mucho frío. Casi siempre vienen en colección encuadernada, que las desgracias nunca llegan solas. Los más inermes las van acomodando en la estantería, seguros y confortados por el color de sus lomos, que no desentona con los que ya tenían, no la vayamos a joder.

    Se me ocurre pensar que aquí aún somos más complicados que lo que leo en ese escrito sobre México y la Navidad, puesta allí en cuestión por algunos garcías y lópeces por no ser celebración prehispánica, sino una “novedad” impuesta y foránea. Total y además, solo llevan 500 años celebrándola. Es mucho estirar del tiempo, de la Historia, del relato y de otras cosas importantes.

    En Europa debería resultar más difícil e improbable que nosotros,  julius, claudias y carolus, romanos de centésima generación, o marías y esteres, joseses, isaacs o jesuses, es decir, judíos culturales de enésima, comprásemos algunos de esos argumentos, a menos que se caiga en el autorrechazo o el olvido, que no poco de eso hay. De forma que se buscan otras razones para tropezar en lo mismo, pero peor. España, como parte de la civilización occidental por Geografía y por Historia, cuya base es cristiana, no escapa de ver asomar las mismas orejas con reproches y lamentos comunes, junto a algunos más locales. Aún quedan comecuras y enemigos del comercio, de los de Escohotado y de otros. Los hay que todavía no han asimilado la batalla de Lepanto, la toma de Granada, ni siquiera el decreto del 380 del emperador Teodosio. Si no llega a ser por este último, tal vez nuestra cultura derivaría del culto a Mitra, igual que si no hubiese sido por Lepanto y por el batallar de los reinos cristianos peninsulares de la edad Media, gran parte de Europa vestiría chilaba, por quedarnos en el mal menor. Somos hijos del pasado, cada uno del suyo. Ingratos y olvidadizos, pero hijos; a veces desabridos y descastados que, aún instalados con comodidad en la casa solariega y malbaratado el legado recibido, no pocos pretenden al cabo rechazar una herencia en la que no ven más que deudas. Quejosos de la raspa de un pez del que no dejaron ni dejan de comer sus mollas.

    Entre los argumentos en contra de llamar Navidad a estas fiestas, lo que no impide cobrar la paga extra solsticial, echarse un puente y cebarse a turrones, están tanto su original (aunque debilitado) carácter religioso —¡vade retro! —, como el evidente aprovechamiento comercial común en cualquier otra celebración. Lo que entraría dentro del terreno de lo milagroso es que existiera algo en nuestra sociedad de lo que no se intentara sacar provecho, pues hasta los revolucionarios se han desafilado mucho los dientes y venden hoy sudaderas, camisetas y gorras con sus marcas, lemas y proclamas. Se han dado casos en que su franquicia ha triunfado, que hay mucho mercado para la revolución entre los que han tenido la suerte de no vivir ninguna. El revolucionario es amante de los uniformes —textiles y mentales—, lo que, si cuaja, les permite sacar a bolsa la empresa y forrarse, causando de paso baja en la causa antisistema que inspiró los mensajes de sus exitosos productos.

    Un amigo de la tertulia virtual —que no virtuosa— de facebook se declara mitraico, que no equinoccial. Una medida muy prudente. No esperaba menos de él. Como aquello de Aceros de Llodio. Igual me hago, fíjate tú. A mi escaso juicio y puestos a adorar, el sol es una de las cosas más razonables a las que ha adorado la humanidad. No creó la vida, pero la hace posible, la mantiene. Bien por las Saturnales, que también vienen al caso y al momento. Al menos no dejemos de celebrar que existen el sol, el mar, el fuego, los pájaros y los árboles y, quien en ello crea, de agradecerlo a quien los trujo. Incluso las cepas y sus derivados, que lo de Baco no era moco de pavo. Como se ve, dentro de mi descreimiento casi infinito de todo lo humano y lo divino, soy más de animismos y panteísmos. Lo que es cierto es que esto es un sindiós y casi nada amanece por donde debe.

    En el carácter sagrado, ya desde antiguo, de estas fechas y estos cultos, solares en su origen, está claro el reciclaje por parte de pueblos y religiones distintas, a veces sucesivas, de mitos y creencias asociados de forma eterna, invariable y ubicua a una vida humana siempre condicionada por los ciclos naturales del sol, la luna, las estaciones, las cosechas, con ritos propiciatorios o de agradecimiento, mucho más antiguos que las religiones conocidas, pasadas o actuales. Y también es eterno que donde se reúne mucha gente, por celebración religiosa o profana, hay tenderetes, hay comercio, hay compras, ventas, ofrendas y regalos. Estos son los actuales sacrificios, y cierto es que en ellos y a toque de corneta quemamos un dinero, que a veces no tenemos, para hacer una ofrenda, regalando tanto lo que les gusta o necesitan como lo que no a personas queridas o cercanas; incluso convenientes mini sobornos a otras menos queridas, abonando el terreno que se quiere cosechar. Poderoso caballero, ahora y siempre. Bastaría con cerrar la boca golosa y tirar la tarjeta de crédito a un pozo, para así no comer ni gastar demás. Desconectar de paso el teléfono para evitar recibir ni enviar molestísimas felicitaciones, quien de ellas se queja.

    De entender todo lo anterior, admitiendo como cierto y lamentable el envilecimiento y mercantilización de todo lo espiritual, a seguir la consigna de desear felices fiestas para evitar decir Feliz Navidad va un trecho postural y neocorrecto que no voy a recorrer. Es desvarío que se nos recomienda cometer desde algunas instituciones europeas, despropósito que encuentra el terreno abonado en la dogmática confusión de algunos nacionales, que creyentes de las nuevas religiones laicas, descreídos de todas, desraizados, autoodiantes, mansos o desocupados hay en todos sitios. Lo que se pide es renunciar, se sea o no creyente, a un elemento básico y generador de nuestra civilización. Conclusión, dicho sea en términos científicos: no voy a hacer ni puto caso. Como a tantas otras cosas de la liquidez (o liquidación) actual. Y no me refiero a la económica, bastante escasa, al menos por mis partes. Hemos llegado a un punto en el que se nos quiere convencer de que las únicas costumbres, creencias, efemérides y celebraciones que, en aras del respeto y convivencia entre las distintas culturas, debemos evitar y proscribir, son las propias de la nuestra. Cero votos la moción.

    ¡Feliz Navidad!, pues. Y un abrazo.


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