La
política es como el teatro: te la tienes que creer. Aceptado el marco escénico, los artificios de sus libretos deben ser verosímiles y coherentes, y los actores creíbles. En una obra teatral sabes que lo que ves no es la realidad, que
no es cierto lo que te cuentan, que es ilusión, aunque sus espejismos y deformaciones no suponen un engaño,
porque a sabiendas y para eso has pagado la entrada. Sabes antes de entrar que las
palabas, las promesas y los hechos, las razones y los argumentos que seguirás en
escena son un fingimiento que queda allí, en el escenario, mientras se desarrolla
la función. Lo mismo acaba ocurriendo en una campaña electoral. En uno y otro
espectáculo hay un pacto de credulidad, una suspensión temporal del contraste de
lo que vemos con la realidad y, cuando en escena nos muestran dos sierras de
cartón pintadas de azul con crestas blancas moviéndose de un lado al otro del
escenario, vemos las olas del mar. Aunque sabemos que tras las bambalinas hay
alguien que las mueve, el pacto tácito obliga a no mostrar al
público el mecanismo ni las operaciones del engaño. Los tramoyistas no
pueden atravesar el escenario mezclándose con los actores sin romper la ilusión, el encanto, aunque sabemos que
están detrás. Esa precaria credibilidad voluntaria y pasajera que hace posible
el teatro y la política se basa en una ilusión, que se quiebra y se desvanece
cuando el mecanismo del engaño se revela a los ojos de los espectadores y de los votantes. Para creer
en las leyes es mejor no ver cómo se fabrican. Para creer lo que te dicen que van a hacer hay que olvidar lo que han venido haciendo.
Cuando
salimos del teatro, allí queda la historia y el relato de la función. Lo que
pasa en las Vegas, se queda en las Vegas. Sin embargo, en el teatro político lo
que los actores van representando determina nuestras vidas. Ellos pueden permitirse vivir en eterna campaña electoral, los demás tienen que trabajar para poder vivir, lo que va separando sus mundos, hasta llegar a hacerlos distintos, contradictorios y al cabo, hostiles. En las dictaduras son incompatibles, convertidos gobierno y pueblo en enemigos. Deberíamos ser, mientras nos sea posible, algo
más exigentes con sus promesas y sus realizaciones. También con sus puestas en
escena, con la credibilidad del argumento y con los diálogos de la obra. Por no
hablar de la conveniencia de que se utilice un lenguaje coherente, inteligible,
con palabras fieles a lo que se supone que se está nombrando, no instrumentos
de engaño y engatusamiento y que, como en el buen teatro, no renuncien a educar, a
promover la reflexión y la toma de conciencia. Los personajes revelan su ser, su
esencia, con el lenguaje que utilizan. Es uno de los recursos de los autores
para caracterizar y definir a sus tipos. El sabio pronunciará palabras ciertas,
sensatas y ponderadas en tono serio y grave, el hampón voceará sus improperios
y amenazas de forma patibularia, el tonto balbuceará una y otra vez sus simplezas, el villano gruñirá
sus engaños y sus rencores, el traidor encandilará a los que confían en él con dulces
palabras y promesas que nunca cumplirá, hasta acabar vendiéndolos al mejor
postor, el astuto jugará con los eufemismos y dobles sentidos de forma sinuosa
para abusar de la confianza de todos los que son más nobles y leales que él… En fin, por
sus obras los conoceréis, pero, también y a veces antes, por sus palabras. Sobre todo, cuando unas no
se correspondan con las otras. Igual que en la política.
Las
promesas electorales están para no ser cumplidas, al menos no todas ni del todo,
ya nos lo reconoció Tierno Galván. Estamos acostumbrados, aunque hasta ahora no
se había alcanzado la perfección del sistema. Apuntan por elevación en sus brindis al sol todos
los candidatos y ya asumimos que menos lobos. Que es más fácil prometer que dar
trigo, es cosa sabida, de forma que ya se verá si lo que se anuncia se puede alcanzar. Pero, al menos, es
exigible que la intención de cumplir lo prometido, hasta donde se pueda, sea
cierta, cosa que no ocurre. Cuando se comprueba que un candidato, cuando dijo
lo que dijo y prometió lo que prometió, igual pudo haber dicho y prometido
justo lo contrario, que es todo lo que después le hemos visto hacer, defraudando
una tras otra todas las promesas, la ilusión se desvanece, el votante racional se
siente engañado y la función se viene abajo. Son inútiles los esfuerzos de la
claque, las aclamaciones y justificaciones de los espectadores con la entrada regalada, los
aplausos de amigos y parientes. Perdida la credibilidad, demostrado que alguien
es una persona sin palabra y sin intención alguna de cumplir sus compromisos (es decir con principios intercambiables, que es muestra de no tener ningunos),
la cosa no debería dar para más. Resulta tan inconcebible que un presidente de
gobierno degenere hasta esos extremos como que encuentre quien lo justifique y
lo aplauda. No hay perro que no se parezca al amo. No me espere el autor en su próxima comedia. Esa sería la
reacción normal.
Pero
en la política la razón y la verdad, como los principios, se han convertido en cosas muy secundarias.
Más que accesorias, ya son prescindibles. Un verdadero estorbo. Te votamos porque no tenemos más remedio, eres el clavo ardiendo para tener algunas opciones electorales, pero no
porque confiemos en ti —se dicen los parroquianos a sí mismos—; por muchos esfuerzos
que hacemos ya no te podemos creer y, además, todas nuestras energías y nuestro
prestigio se han derrochado en intentar justificar ante los demás lo
injustificable, llegando al ridículo y a la vergüenza. Incluso los portavoces y
voceros no saben un rato antes de sus intervenciones qué es lo que tendrán que
defender y argumentar, pues dependerá de los meandros del jefe. Igual me toca
decir una cosa que la contraria, depende, pero intentaré no ponerme demasiado
colorado y apuntalarme la cara para que no se me caiga al suelo.
Militancias y votantes incondicionales ya han demostrado ser inmunes a todo lo anterior, como a la autocrítica y a la misma razón. Tienen costumbre. Porque votan cada uno a los suyos, con razón o sin ella, hagan lo que hagan, salte o raje. Pero hay otros, muchísimos, que no tienen su voto comprometido, hipotecado. Con mayor o menor acierto cada elección deciden su voto, a veces a última hora, según les va la vida o el negocio, incluso la úlcera, dependiendo de hacia dónde soplen los aires en su círculo inmediato y de lo visto, escuchado y cometido sobre algún tema para ellos sensible y determinante. Si se ha llegado a la situación actual, en la que las promesas electorales no sólo no es necesario cumplirlas, sino que hasta se puede hacer totalmente lo contrario a lo prometido en cada una de ellas, para hacer después sufrir a los desencantados votantes el agravio y la desconsideración de que los acólitos se lo intenten justificar, tomándolos por tan tontos y sectarios como ellos, ¿qué nos queda? ¿Qué criterio debería seguir el votante para elegir la papeleta? Si no son los programas y las promesas, algo ya irrelevante, papel mojado, sólo queda la intuición, la simpatía, la víscera, la tradición familiar o tribal, la cesión a las presiones del entorno, la resignación de optar por el menos malo o echarlo a cara o cruz y Dios dirá. Total, da lo mismo, prometan lo que prometan. Votemos al más guapo, al que vocea más, a la que más sale en las noticias, al que más nos hace reír o más lástima nos da, o al que mejor nos cuenta los cuentos por la noche. Es un vaciamiento de la verdadera política, una devaluación de la democracia, convertida por los peores en un campo de batalla en el que todo vale, todas las armas, todas las mentiras, todos los excesos, todas las amenazas, todos los abusos. Y ocurre así porque para las cúpulas de unos partidos que han convertido a sus militantes en simples mariachis, el legítimo deseo de ganar las siguientes elecciones se ha convertido en su única misión, su único reto, tomando medidas y decisiones condicionadas no al bienestar general, sino a sus necesidades y apremios electorales. El fin de la democracia. Llegamos a un punto en el que los más graves problemas que padecemos son los que ellos nos han creado. De hecho, ellos son nuestro principal problema y nuestro mayor lastre. Y no es una exageración.
Luego
hay lumbreras que nos hablan de democracias de baja calidad, de corrupción, de ataques al sistema, de
deslealtad constitucional de los contrarios, de crispación, polarización y
guerracivilismo; hay hinchas partidarios, esos que no tienen ninguna duda al
respecto, que no se explican cómo algunos votantes votan a quien votan, incluso
hay gente lenguaraz e irresponsable que llega a acusar de golpistas a los
adversarios, hasta a los jueces, cosa rara, pues los narcisistas suelen frecuentar el espejo y ya
deberían haber visto reflejados en él ciertos rasgos que ellos imaginan o creen reconocer en el oponente.
En vez de haber acabado por parecerse en exceso a los socios y apoyos (que el roce hace el cariño), a esos que en campaña decía que le producirían insomnio, Sánchez debería haber evitado traspasarnos a nosotros sus desvelos para dormir él tranquilo en la Moncloa. Y hablo de Sánchez, porque el PSOE ya no existe, una masa silente y consentidora, salvo unas pocas voces levantiscas que uno no sabe si dicen lo que dicen por estrategia o por convicción, aunque queremos pensar que por esto último y ocasión tendrán de demostrarlo. Veremos. Porque el resto en las alturas del partido, en los que tienen acceso al jefe, es decir en los que han llegado allí por y para darle la razón y quitarle las pelusas del traje, se limitan a eso, a ser carne política de cañón, un elenco de actores y actrices, peones prescindibles a los que se envía al frente y a la trinchera mal pertrechados de argumentos para defender ciertas cosas. Deben recurrir otra vez el embeleco de las palabras e insistir en su uso artero para mentir diccionario en mano.
Dicen querer homologarnos con Suecia y Dinamarca, pero a sus socios más les gustaría hacerlo con Venezuela y a sus apoyos con Kosovo o las islas del Canal. Hay delitos que en otros países se castigan con igual y a menudo mayor dureza que en España. Pero con otro nombre. Esto no ha sido alta traición, quebranto e intento de desmantelamiento constitucional, golpe de estado, no porque no ocurriera así, que claro está que así sucedió, sino porque nuestro código no lo llama de esa forma o la definición de la figura delictiva no se ajusta exactamente a los hechos juzgados. Eso no quiere decir que hubieran quedado impunes en Alemania, Francia o Inglaterra, entre otros países que, de forma mentirosa nos señalan como modelos. Al contrario, hubieran sido condenados a penas mucho más graves. Con la malversación, tras lo perpetrado respecto a la sedición, y antes con los indultos, intentan hacernos un truco de magia legal parecido: Nada por aquí, nada por allá, et voilá, no pasó nada reprobable. En Francia la malversación es robar para uno mismo, nos explican. Vale, pero no cuentan qué otras figuras contemplan y castigan robar desde las instituciones para el partido o para financiar delitos. Lo que resulta poco discutible es que aquella moción de censura encabezada por el secretario general del partido de los EREs y apoyado, desde dentro o fuera del gobierno, por un amasijo de antisistemas, extremistas, malversadores, golpistas y delincuentes —¿Qué podía salir mal?—, nada tenía que ver con expulsar del gobierno una corrupción que ahora perdonan y abaratan, tras haber sido encarecida paradójicamente por el censurado. Queda en evidencia la mendacidad de esa excusa, desmentida tras el traje a medida de la malversación para sus apoyos separatistas, clara prueba de que era simple impostura ese rechazo a una corrupción que sólo les repugna cuando es ajena.
Puedo
hacer el ejercicio de ponerme en determinadas pieles. Sin embargo, hay pellejos
que o no me entran o me cuelgan, me vienen grandes o pequeños. Soy incapaz de
meterme en ellos. Hay partidos y líderes políticos que tienen una moral muy
distinta a la mía. Su ética es para mí dudosa, equivocada, imposible de
compartir, incluso perversa. Pero tienen alguna y son coherentes con ella. Al
menos no te engañan demasiado, a veces sólo en la medida en que se engañan a sí
mismos. Sus circunstancias, sus intereses, su ideología y, especialmente su tribu
y su pasado, les llevan a interpretar las cosas sesgadamente y a su favor, como
todos hacemos, algunos incluso llegando a intentar encontrar buenas razones
para sus malas obras, para sus propios delitos; para poder vivir, para no
escupirse cuando se vean la cara en el espejo y para poder dormir sin que los
muertos de sus amigos se les aparezcan bajo el dintel de la puerta de la alcoba.
Igual ocurre con el corrupto. La causa, el partido, la necesidad de ganar las
elecciones para aplicar su programa salvador, la tradición, la escasa o nula
censura social, todos lo hacen, yo también lo haría si pudiera… En fin, cada
uno encuentra argumentos, mejores o peores, en los que quiere creer, no tiene
más remedio que creerlos, dado que en España no hay tradición con eso de
hacerse el harakiri. Es posible entender hasta al psicópata, al asesino en
serie. La psiquiatría tiene estudiados los pudrimientos de ese tipo de cerebros
y, a veces, concluyen compasivamente que no pudieron obrar de otra forma. Está
mal, es perverso, pero obra de acuerdo con los límites morales que su
desestructurado cerebro es capaz de alcanzar.
Lo
que ya nos resulta menos comprensible, ni desde el punto de vista ético o político,
ni clínico o psiquiátrico, es el que carece de moral alguna sin estar loco. La persona sin
principios, la que al contradecir una y otra vez aquellos que dice tener,
demuestra no tener ningunos. Como en la mente del imbécil, no hay en el fondo
ninguna ideología, ninguna idea acerca del bien y del mal, ninguna necesidad de
justificarse ante sí mismo y menos ante los demás. Puro instinto, mera
animalidad, la fiera suelta. Esa clase de personas no tienen límites, no creen
en nada más que en sí mismos y en su misión providencial, limitada a hacer su
santa voluntad y a disfrutar que esto son cuatro días. Se llevan por delante lo
que haga falta, no tienen lealtades ni amigos, salvo los que les son útiles y
sólo mientras lo sigan siendo.
En
otros tiempos estos césares decretaban en vida su propia divinización, nombraban senador a su
caballo (que cosas peores, menos nobles e inteligentes, nombran hoy en día para
cargos de gran responsabilidad), hacían raspar en frisos y tumbas, monumentos y
muros, toda memoria de sus antecesores, reescribían la historia y su propia biografía para hacerse
descendientes de Eneas o de Rómulo y Remo, cuando no del mismo Júpiter. Hoy no
pueden llegar a tanto con los laureles de la gloria, si acaso se adornan con un dudoso doctorado, pero se encaraman a la peana y se declaran, aún en vida, pasados
a la Historia, aunque sea como desenterrador. Eso es algo que se consigue fatalmente. La relación de reyes o
presidentes debe de ser continua, sin huecos ni omisiones. Hasta el papa que duró una
semana y murió, seguramente envenenado, pasó a la historia, aunque no fuera
nada más que por eso. Pasar seguro que se pasa, el recuerdo y la huella son
harina de otro costal. Porque lo que ya es más peliagudo será ver con qué
adjetivos y motes, con qué recuerdos, por qué hazañas o desmanes pasará. Algunos
deberían tener miedo de las futuras crónicas. Si son ciertas no serán
favorables en exceso. Lo único que el episodio deja claro es la endiosada
soberbia y el desproporcionado narcisismo del augur.
La legitimidad la otorgan las urnas, que si por ejecutoria fuera, de poco tendrían que presumir algunos. Un mal común entre nuestros penosos políticos es la infamia de negarle esas legitimidad al adversario, incluso el mismo derecho a existir y a defender sus posturas. Se ha hecho contra el gobierno Frankenstein, tildado de ilegítimo y de poco menos que ilegal. No lo es. Como tampoco lo el es PP, que Belarra denuncia estar fuera de la ley, ni lo sería ese otro gobierno, la única alternativa al actual, del PP con VOX. De antemano, desde siempre, se han vertido contra esa eventualidad, es decir, contra la única posibilidad actualmente viable de alternancia en el poder, las mismas demonizaciones. Sería el fin de la democracia, los fascistas al poder, la guerra civil. Menos lobos. Peor arreglo, pacto o contubernio que el actual amasijo coral es algo imposible de construir en España. Una jaula de grillos a la greña. Hay que hacer un esfuerzo para imaginar algo peor, con socios y apoyos más sucios, menos deseables y más despreciables. Vetar esa opción, como decimos, es negar la posibilidad de alternancia en el poder, algo que sí que sería el fin de la democracia.
120 decretos tramitados con una urgencia imposible de justificar por inexistente, que yendo de lo razonable a lo dudoso, llegando hasta a lo perverso, pasando por lo inconveniente, hubieran requerido más que nunca un debate serio y pausado, algo que con estas prisas particulares, innecesarias y maliciosas, evitan y acallan. Si hubiera mediado la deliberación y no las injustificables urgencias por pasar cuanto antes el mal trago de leyes y medidas pactadas con delincuentes que repugnan a casi todos, incluidos a los socialistas que no disfrutan de las mieles del poder directo, pocos de esos decretos conflictivos, producto de presiones y chantajes de sus socios y apoyos, hubieran salido adelante. Gran parte de sus prisas, del sprint final de disparates, es para llegar a las elecciones tras el mayor plazo posible, dejar una distancia temporal que permita al electorado, el propio y, si fuera posible, el ajeno, metabolizar y, en lo que cabe, olvidar los desafueros.
Nada
es para siempre, aunque se trasluce que eso es lo que se desearía y en ello se
trabaja. Ante unas nuevas elecciones, pensarán que habrá que confiar en la acreditada rendición
intelectual y moral de los suyos, ya de por sí ovejunos y sometidos. Saben
que no son suficientes. ¿Cómo hacer que los demás olviden los incumplimientos y felonías perpetrados y vuelvan a dejarse engañar y reincidan en creer que en esta ocasión sí que vamos a cumplir lo que en campaña les
prometamos, rompiendo nuestra costumbre? Hay que conseguir que se hable de otras
cosas. Llevan mucho adelantado, han ido consiguiendo que cada disparate y
cada escándalo tape el ruido producido por el anterior, lo que exige degenerar
in crescendo. Ya no basta cualquier bodrio legislativo o un compadreo más con
leyes y recursos a cambio de apoyos, hace falta el estruendo de lo
inconcebible, de lo desmesurado, hay que llegar a los límites, incluso traspasarlos
si no hay más remedio. Hay que recurrir a una ensordecedora traca final mantenida para
tapar el ruido de las anteriores pirotecnias. No es tiempo ya de remilgos
morales, éticos ni jurídicos. Hay que ir por todas, como han anunciado.
Cueste lo que cueste, procurando que les cueste a los demás, aunque sea a casi
todos. Así se llega al borde del abismo de atacar y desprestigiar a la justicia
en su asalto al Constitucional, que al final deberá tasar parte de lo que
han hecho, certificar y escriturar las ventas realizadas y dar por buenas,
lo sean o no, algunas de las leyes perpetradas. Les va la vida en ello. Porque ese sillón es su vida, su buena vida.
Lo único que en España nos faltaba era un conflicto constitucional como colofón al sindiós de la renovación de los miembros de los órganos judiciales. El Partido Popular, inicialmente, tiene gran parte de la responsabilidad por no haber hecho su parte en alcanzar el necesario consenso para la renovación en plazo. Las pelarzas han mostrado otra vez, ahora de forma aún más cruda, la tramoya, los repartos tras las bambalinas, algo que desvirtúa la intención del constituyente, que establecía una forma de selección y nombramiento mediante el consenso de candidatos en el Parlamento, no en los despachos de dos partidos. Eso nos hace partir de la base de que ninguno de los dos lleva razón y que cuando hablan de independencia del poder judicial ambos mienten como bellacos. A partir de ahí, ese acuerdo que varias veces ha estado a punto de alcanzarse, se ha pospuesto con cambiantes excusas de mal pagador por parte del PP. Poco ha ayudado el adversario, es cierto, y claro ha quedado que tanto unos como otros han procurado proponer y nombrar las personas más inadecuadas, aquellas que hacían imposible el visto bueno de los demás, por estar excesivamente clara su dependencia del partido que los propone. Es, por tanto, una de esas discusiones en las que cuesta trabajo darle la razón a unos o a otros sin que se te quede cara de tonto. Visto que la cosa no tiene arreglo, rendidos a la realidad de que ambos contravienen el espíritu constitucional, sólo nos queda el estricto cumplimiento de la ley. Deberían haberse renovado en tiempo y forma y luego, si procede, cambiar la ley si hay acuerdo para hacerlo. Pero no cambiarla y recambiarla arteramente con maniobras legislativas a salto de mata de tan dudosísima constitucionalidad como evidente desvergüenza. Pero vamos de pillo a pillo, y si la cosa se trata de establecer cual de ellos es más brivón y trapacero, en este asunto andan a la par. Con su pan se lo coman podríamos decir si no se tratase de algo tan serio y decisivo.
Si
le quitamos la razón al PP por sus injustificados retrasos, cosa que hacemos, a
partir de ahí, la cosa se complica. Una irregularidad o un abuso no se soluciona ni se compensa con
otro mayor, disparatado, como el aprobado con las urgencias de la desesperación
en ese pleno que a punto estuvo de ser inhabilitado por los recursos que intentan evitar la
modificación de dos leyes orgánicas por el artera e inconstitucional artimaña de añadir ese estrambote legislativo al final de los tercetos, cuartetos y ripios de otras leyes
que nada tenían que ver con una cuestión tan grave, evitando así la posibilidad
de enmiendas, debates y argumentaciones de la oposición. Que el Constitucional pudiera adoptar las medidas cautelares solicitadas sería, nos dicen, un amordazamiento de los diputados, ahora pendiente en los senadores, pero obvian decir que eso es lo que han venido haciendo sistemáticamente con esas vertiginosas tramitaciones que dan a algunos de ellos un minuto y medio para argumentar y explicarse, sin posibilidad de proponer enmiendas propias a las reformas a leyes orgánicas, disfrazadas de enmiendas, del gobierno y sus cómplices. Eso sí que es un silenciamiento y un recorte a los derechos de los parlamentarios de la oposición. Si se quería romper el
nudo gordiano del bloqueo, han hecho un pan con unas tortas. Un despropósito,
un abuso propio descomunal y desproporcionado para compensar otro ajeno, un exceso que, si no ahora, después, será declarado
anticonstitucional, aunque ya sin remedio ni posibilidad de corrección. Desnombrar
a los nombrados sería surrealista, aunque posiblemente justo.
De esos fuegos viene el humo que ahora tapa ya todos los desmanes anteriores. Conseguido, tito. Añadamos para acabar de engorrinar el cotarro la hipérbole, la algarabía, el teatro: golpes de
estado, Tejeros con toga, partidos fuera de la ley, para subir la puja tras
dislates sobre gobiernos ilegítimos, amenazas fascistas, oposiciones golpistas
y demás despropósitos. Podemos y VOX han triunfado. Si no en las urnas, al
menos sí consiguiendo imponer y generalizar un estilo, un nivel, un clima, sin duda barriobajeros y destructivos. Ya teníamos bastante con los separatistas y con esos a los que no
hay que llamar filoterroristas, aunque sí fascistas o comunistas caribeños a otros. Pedir
amparo al Constitucional es algo previsto por la ley, aunque es dudoso de que sea
aplicable al Parlamento algo establecido como freno en caso de inconstitucionalidad
de alguna iniciativa ilegal en una comunidad autónoma. Contra el vicio de pedir está
la virtud de no dar. Si no procede, el Constitucional rechazará aplicar las
medidas cautelares solicitadas, como espero y creo que ocurrirá. Si considera
que sí, otorgará esa protección y esa filibustera y posiblemente inconstitucional
forma de reformar el sistema de nombramiento se paralizará antes de que pueda
aplicarse, algo que sería irreversible. Y no hay más por mucho que gesticulen y por muy histéricos que se pongan. Ni golpe togado, ni secuestro
del Parlamento ni nada que se le parezca. Más ruido, sólo ruido, indecente,
interesado y enmascarador de los excesos precisamente de los que más vociferan, a la vez que una
gravísima indecencia poco o nada democrática, como es presionar de esa forma
desaforada a la judicatura. Sea cual sea la decisión del Constitucional, guste o desagrade, nos dé la razón o nos la quite, no cabe otra opción que el acatamiento y el respeto a la justicia, y será un indicador del grado de apego a la democracia escuchar las reacciones de unos y otros.
Las
descalificaciones que se escuchan en el Congreso avisando de que viene el lobo
golpista, mientras los que hablan se rascan las orejas con las zarpas, son
reproches mutuos que una vez más devalúan las palabras, y esas son muy serias, aunque
en su boca falsas. Desde Tejero, el único golpe se intentó o produjo en Cataluña,
y lo protagonizaron separatistas, hoy inspiradores y mamporreros indecentes (y beneficiarios) de
algunas de las leyes en cuestión, origen de estas pelarzas, y actuales apoyos y compinches del gobierno.
Lo
que fue algo inaudito, inverosímil, insoportable, fue que Sánchez rematara
desde Bruselas la sucia jugada de este partido amañado en el terreno de juego constitucional
en el que uno no tiene favoritos, al denunciar un complot político-judicial. Ni
más ni menos. Remató embistiendo, con más furia y sectarismo que sensatez y
sentido de Estado, que es lo mejor para marcarle un gol a la justicia, ya en
demolición. Matar al árbitro y al portero y ya marcamos los goles a puerta
vacía.
Que
lo diga algún mandria de los muchos que hay, es otra cosa. Si Echenique, por
poner un caso, un pobre hombre carcomido por un rencor universal, dice alguna barbaridad semejante, que seguramente habrá dicho
algo similar, no es igual. Que un incontinente verbal con más fanatismo
sectario que conocimiento y luces desbarre y se salga del discurso democrático,
algo que nunca ha acabado de acomodarse en su perjudicado magín, entra dentro de
lo que ya es normal en la casa. Le escucha su parroquia, le aplaude, y la cosa
no pasa de allí ni va a mayores. Sus feligreses sabrán a quien nombran obispo.
Los demás ya sabemos que no cabe esperar mucho más de él, de su santa inocencia
y de sus conmilitones, a otro asunto y con Dios. La gente normal o no se entera o
no le hace ni puto caso.
Pero
el presidente del gobierno, si quiere serlo de todos, algo que nunca ha
intentado ser, no debería traspasar esa frontera como la traspasó desde
Bruselas. No sé dónde le sitúan esas declaraciones tan equivocadas como
desafortunadas y agresivas, totalmente impropias de un miembro del gobierno,
inconcebibles en su presidente. Seguramente esas dos reformas incrustadas donde
no debían y aprobadas a toda prisa, a machacamartillo, junto a estas
declaraciones improcedentes y peligrosas, sean lo más grave de los desafueros
que vienen sucediendo, cada desmán tapando el ruido del anterior.
Y
no hay nada peor que la gente acabe convenciéndose de que, cuando hablamos de
gobierno, ciertos dirigentes políticos y de algunos jueces concretos, estemos hablando
de sinvergüenzas redomados entre los que cuesta hacer distingos. Parece ser que
de eso nos quieren convencer, con palabras y con hechos. Y todos los
sinvergüenzas, los ladrones, los malversadores, los delincuentes de distinto
pelaje y condición, los verdaderos golpistas y los aspirantes a dictador,
tienen como principal enemigo a batir precisamente la justicia, las leyes y a
los que las aplican. Nos esperan días, semanas y tal vez meses de escuchar a una tropa unánime, histérica y de un populismo zarrapastroso anunciándonos el final de los tiempos democráticos, dando la alarma antifascista, de denuncias de complots de fachas y togados, de ataques a jueces y tribunales si no se rinden a sus designios, en fin, de teatro en el que se escucharán las voces y chillidos de los malditos, pero nada que se parezca a un argumento. Entramos en terreno peligroso.