jueves, 4 de mayo de 2023

Epístola de los temas y los humos

 

Esto de escribir epístolas era para mí (no sé si aún lo sigue siendo) un entretenimiento, un ejercicio, a veces un desahogo. Empezó la cosa desde un convento, pues siempre es muy productivo ese extrañamiento que favorece el ver las cosas como desde fuera, a través de la mirada de Gurb, el extraterrestre desconcertado de Eduardo Mendoza, o del Pequeño Nicolás de Sempé y Goscinny (que no el niñato patrio homónimo y prototípico), ese niño que todo lo interpreta con una mirada virgen, aún capaz de sorprenderse y ver con extrañeza ideas y comportamientos absurdos, supersticiosos o aberrantes, que de mayor la costumbre le hará acabar considerando normales. O la perspectiva del cambiante compañero de los paseos de Larra, un amigo, un extranjero o un visitante al que lleva de la mano en sus artículos para interpretar y describir el desmadre del Madrid y de la España destartalada y cochambrosa de cuando Fernando VII y años posteriores. Es cierto que partiendo de semejante personaje no podíamos ir más que a mejor, algo de lo que hoy no falta quien esté llegando a dudar, porque todo es perfectible, incluso un derrumbe.

La ironía siempre y el buen humor, cuando es posible —cuando no, hay que recurrir al sarcasmo—, es la mejor y en ocasiones la única forma de enfrentarse a determinadas situaciones. Unas veces cae uno en el artículo de costumbres, retratando tipos como el jubilado que mira las obras, el político dos punto cero, más encumbrado, incompetente, vocinglero y sórdido que las versiones anteriores, el dirigente nacionalista que pregona una superioridad que tanto su genética compartida con los vecinos y parientes que rechaza, como su aspecto, su discurso y su proceder desmienten, o uno, por evadirse, acaba divagando acerca de la evolución o la ortografía, el paso del tiempo o el cerebro humano fabricado con restos y trozos de animales fallidos; de los trasplantes y los injertos o sobre otras cuestiones más o menos peregrinas. Al final uno recala en la psiquiatría, único enfoque posible para intentar entender a determinados especímenes concretos o subespecies de la fauna patria, la periférica o la mesetaria.

Los árboles y los hierbajos absorben y fijan el carbono ambiental, acumulando y solidificando los humos y las miasmas atmosféricas. Una parte del actual elenco político, los peores de ellos, capaces y autorizados para provocar unos daños que poca proporción guardan con su número y su peso electoral, obran igual, como verdaderos depósitos de mierda. Filtran y metabolizan lo peor del ambiente y esparcen lo que les sobra sobre las moquetas, rezumando bilis y vitriolo entre vapores sulfurosos, supurando las ponzoñas que destilan sus magines y dejando la sociedad perdida. Su deriva evolutiva muestra que, contra lo que muchos de ellos piensan y sus libros santos defienden, la Historia y la filogenia no necesariamente siguen un guion inevitable de ascenso y perfección, como predicaban sus barbudos profetas, sino que a veces sufren retrocesos, parones y derrumbes, de los que ellos son buena y telarañosa muestra. Es ubicuo y eterno el que, en su decadencia, las sociedades se empecinen en delegar el amejoramiento y administración de la res publica en los peores del gremio, los más bestias y ambiciosos, los más fanáticos y los menos austeros y eficientes. Y así va el mundo desde la noche de los tiempos.

Algunos —seguramente muchos— de estos escritos, por limitarse a glosar efímeras actualidades, no resistan el paso del tiempo. Otros sí, porque muchos de los asuntos, pelarzas y entretenimientos actuales, como sus protagonistas, tienen de todo menos novedad. Ni los supuestos problemas ni las pretendidas soluciones, a veces sugeridas por megaterios que se creen la punta de lanza de la evolución animal y política. Son actitudes y criaturas arcaicas, a veces antediluvianas, que en su decadencia hasta la inevitable extinción, ralentizada por sus intentos inútiles de resucitación o de disfraz con otro plumaje, rebullen en unos estertores que se nos están haciendo eternos. Los ves corretear y aletear desubicados, fuera de lugar y del tiempo, engallados, que en eso acabaron sus primos los dinosaurios que se extinguieron cuando les tocaba y les llegó la hora. Ellos no, aún perviven, mostrando la degeneración del linaje, con sus pieles coriáceas de lagarto, con sus garras y sus pinchos o sus plumas coloridas, un plumero delator que exhiben con impudicia. Persiguen a sus incautas presas electorales por esos páramos de Dios hasta que los ves y los sufres ya pastando en las praderas parlamentarias, diciendo ser el último modelo de semoviente, presumiendo de encarnar el progreso a la vez que nos proponen la dieta paleolítica de los neandertales o la herbívora de los diplodocus. Parecen ignorar que si la palabra, a menudo engañosa, puede llegar a convencer, el ejemplo arrastra, y está claro que ellos han renunciado a dar ejemplo. Porque nadie en su sano juicio propondría a sus hijos como modelo a seguir precisamente a quienes han elegido para que les gobiernen o a quienes se proponen como sustitutos. Un paradójico espanto. Queda elegir entre malos o peores.

La mayoría de los ciudadanos ven este espectáculo con lejanía, que bastante tienen con buscarse la vida y sobrevivir intentando salvar los retos del día a día, agravados por los obstáculos, barreras y trampas que les tienden las distintas administraciones, algunas parasitadas por desequilibrados. Es normal su desafección, absortos y ocupados en solventar como buenamente pueden los problemas reales que les afectan, siempre desatendidos en beneficio de otros de mayor postín ideológico o rentabilidad electoral. Gastan los ciudadanos sus fuerzas y su tiempo en intentar sortear el fárrago de leyes locales, autonómicas y estatales, innecesariamente redundantes, a menudo contradictorias y no pocas veces absurdas y disparatadas. Está claro que una buena ley nacional y común sería más barata y mejor que diecisiete dudosas y enfrentadas. Pero algo tienen que hacer tantísimas señorías y en el gremio se ha dado por bueno, contra toda evidencia, que la calidad de un gobierno se mide por la desmesura del número de leyes que es capaz de perpetrar. Una maraña de normas, reglamentos, disposiciones y leyes regionales que compiten, parcelan, separan y discriminan, que establecen obligaciones, derechos y oportunidades diferenciadas según código postal, pues nunca ha sido la intención de ningún mando de esta tropa promover la igualdad entre todos los españoles, sino todo lo contrario.

En esa industria es preferible, por fácil, cómodo y momentáneamente rentable, dejarse llevar peñas abajo por una corriente que ya se considera imparable, antes que limpiar y, si procede modificar sus cauces. Queda entregarse a consentir o protagonizar proyectos insolidarios, divisivos, unos contra otros, centrados en cultivar o crear diferencias amparándose si hace falta en privilegios antañones y periclitados, casi feudales, que mentes que se proclaman progresistas tienen por buenos y defendibles. Cebar y sostener a ciertas élites locales que desisten de la administración leal y de la resolución de los problemas de quienes les eligieron, empeñadas a tiempo completo en ‘construir país’, muestra evidente de que no existe tal cosa, en jugar a crear naciones donde ni las hubo, las hay ni las habrá, espejismo inducido que les permite vivir de un engatusamiento que distrae, enfervoriza y aglutina al personal de cada terruño, haciéndoles creer que ese es su problema y aquellos los enemigos, los diferentes, los compatriotas que acuden a la aldea a diluir y desdibujar sus hechos diferenciales, sus esencias tribales y a rebajar su calidad antropológica. Sin duda un proyecto progresista. Si no sois diferentes, dejadnos unos años más, que ya lo iréis siendo, es el programa. Cuando la unidad, como sus símbolos, se desprecian, cuando toda referencia a lo común es tabú, cosa de fachas, y las administraciones regionales se dedican más a cultivar la diferencia que a promover la igualdad entre españoles, no es disparatado decir que más se trabaja para desmontar que para reforzar el país.

Podríamos ponernos en estas epístolas a glosar las anécdotas del día o de la semana. O meternos en las redes a contradecir sectarismos, tarea inútil, que cada uno anda en su isla y la parroquia se te tira al cuello. Que si Ayuso y Bolaños hacen del protocolo y el figureo un nuevo y casposo casus belli, que si Feijoo se reúne con fiscales, un golpe blando, según los aspavientos impostados de algún fino analista, de esos que no reconocen los golpes duros y que ven normal tales reuniones si es Iceta o cualquier otro gerifalte afín quien asiste a ellas. En fin, miserias y chiquilladas. Mejor no perder el tiempo en esas gilipolleces, no seguir el juego a los que arrebatan el ahumador de espantar abejas a los apicultores para tapar con esas brumas y sahumerios otras vergüenzas más relevantes, de consecuencias —esas sí— tan reales como perniciosas, que los de sus parroquias protagonizan.

Lo mejor es pensar ¿se hablará de esto dentro de un año? ¿Pasará a la Historia esta estupidez? Indudablemente no, ni siquiera se acordará de ella nadie dentro de un par de semanas. Parece mentira que recurran a estas triquiñuelas y falsos espantos los que vienen provocando un incendio tras otro para, con la alarma y la humareda del último, intentar tapar y hacer olvidar el anterior en una cadena sin fin. Aún más difícil de entender es que caigamos en la trampa de entrar a esos trapos, a esos engaños taurinos y nos dejemos dar pases mientras el diestro (o el siniestro) escamotea su cuerpo y su responsabilidad.

Hay quien quisiera elevar a la categoría de hecho relevante, hasta de día histórico, cualquier episodio menor que creen vendible. Incluso los más necios hablaron de confluencias planetarias a propósito de personajillos y ocurrencias que ya habríamos olvidado si algunos de estos planetas erráticos e inconsistentes no hubieran adoptado órbitas aún más excéntricas y peligrosas, lo que debería acallar, por cierto, a tales astrólogos alucinados. No, a la Historia y a la memoria, para su desgracia, no pasarán están sandeces y estas minucias con que nos encandilan, sino cosas de consecuencias más serias y perdurables, como la astronómica deuda pública, el abandono de lo esencial en atención a lo ideológicamente vistoso, los indultos a los golpistas catalanes, la infamia continuada de hacer reformas y leyes indecentes a medida de delincuentes a cambio de apoyos parlamentarios, como los casos de la sedición y la malversación, o el blanqueamiento de indeseables herederos de asesinos. Matar ya no matan, cierto, pero Otegui sigue siendo su portavoz. Uno de ellos, pues en el Congreso lo es Mertxe Aizpurua Arzallus, antigua directora de Egin, hoja parroquial de la ilegalizada Herri Batasuna, cerrada por sentencia de la Audiencia Nacional que firmaba un tal Garzón. Aunque esa decisión se revirtió, ella fue condenada a prisión por apología al terrorismo. Luego siguió en Gara con sus beneméritos quehaceres. Esos son, al parecer de muchos, los socios deseables, que no los que andaban con escolta huyendo de ellos, un peligro. Eso es Historia, no sé si de la que hay que recordar o de a que no, que no se ponen de acuerdo los científicos al respecto.

Como pasará a la Historia, y mejor considerado sin duda, quien revierta los desatinos legales aludidos, derogando o reformando de paso algunas leyes y medidas decretadas con tanta urgencia inexistente como impericia legislativa, salvo si nos referimos a las necesidades o estrategias personales y compromisos o pagos partidistas. Reprocharle al jefe de la oposición la intención de hacerlo es echarle en cara lo único razonable y concreto que ha prometido, que vamos del indolente al melifluo, mala barrera frente a soberbios y audaces sin límites ni frenos.

¿Merecerán recuerdo (como realidad o como promesa) los cientos de miles de viviendas sociales prometidas tardía y oportunamente justo en campaña electoral o, pasado el lance, seguiremos sin construir ninguna, que es aproximadamente la media de las edificadas en los cinco años anteriores? Pasada la sequía, que pasará, como todas las infinitas sufridas con anterioridad ¿alguien reprochará a alguien que no haya sido capaz de ponerse a gastar ni la mitad de lo prometido y presupuestado en canales, obras hidráulicas, desaladoras, depuradoras y demás infraestructuras programadas bajo los espantos de la sequía anterior y que algo hubieran paliado las consecuencias de esta nueva que parece pillarles por sorpresa y de la que les falta echar la culpa a la oposición? Y hablo en general, porque quien en un sitio es o fue antes gobierno, era o es hoy oposición en otro, de forma que todos tienen qué decir, que reprochar, pero nada de que responder. De 152,1 y 58,7 millones presupuestados, Acuaes y Acuamed solo invirtieron 90,1 y 18,9, respectivamente. No debieron de considerarse hasta ayer, espoleados por las urnas inminentes, muy prioritarias las obras de infraestructuras hidráulicas, salvo la demolición de algunos embalses pequeños y medianos no necesarios ya para producción eléctrica o refrigeración de plantas energéticas, pero sí para el riego o abastecimiento de agua de boca, cosa menor. Por si queda algún salmón que no sea de academia y se le antoja subir río arriba, no vaya a acontecer que se encuentre con el obstáculo de una presa horrible. Que pregunten en la zona a los círculos, a los inscritos e inscritas del lugar, a los cuadriláteros o a quien sea, pero pregunten y no diseñen a base de manual o de catecismo desde el ático o el chalet con piscina donde vegetan. Sin duda algo oportunísimo estas demoliciones, dada la situación. Si quieren que la gente del pueblo, que alguna sigue viviendo en los pueblos, no se vayan a creer, aborrezca del ecologismo, no hay manera mejor de conseguirlo, aunque han dado con otras ideas igualmente luminosas. Lo revelador es que sólo se presupuestaran doscientos millones (cuatrocientos menos que los destinados al ministerio de Igualdad), para financiar iniciativas y campañas, mucho más razonables y perentorias que las de ese ministerio, que paliaran el problema del agua, que siendo eterno les pilla siempre en bragas o en gayumbos. Sin duda, demoler la presa de Valdecaballeros, tras haber hecho lo mismo con otras 108, es una aportación adecuada, inteligente y oportuna para paliar la sequía y garantizar el suministro a la población y al riego extremeño, siempre tan mimados por los urbanitas al mando en la península desde los romanos. Igual podríamos comentar acerca de los incendios y su prevención. Poco nos pasa, aunque no faltarán los que te cacarearán mil y un argumentos para justificar esta insensatez, este despropósito suicida y seguirán hablando del campo y de la naturaleza, cosas que conocen tanto y tan de cerca como la estrella Alfa-Centauro. Los hechos y los gastos, más que las palabras, muestran sus prioridades, sus carencias y su apartamiento de la realidad.

Lo que recordarán los historiadores es que antes, incluso durante una situación de acumulación de catástrofes, guerras y catacumbres, hambrunas y carestías, inflación, crisis económica, volcanes, tempestades, epidemias, faena de dos docenas de jinetes del Apocalipsis, la dirigencia, el parlamento, y a su impulso y posterior rebufo, los medios y las redes sociales, durante años entretenían sus ocios, malgastaban tiempo y recursos, siempre escasos, en cosas atendibles pero menores dadas las premuras y las circunstancias, distraídos de lo perentorio e inaplazable, mientras mantenían encandilado y enfrentado al personal con asuntos de tanto lustre y postín, tan apremiantes y graves, como crear el problema de reformar estatutos de autonomía, algo que nadie pedía ni necesitaba, más que los orates que lo impulsaron y alentaron, o la necesidad inaplazable de acomodar el texto constitucional al redundante e innecesario lenguaje inclusivo, se debatían peregrinas leyes ideológicas que dividen a la sociedad por carecer del mínimo respaldo —siquiera interés— entre la mayoría de los ciudadanos, o veían que era el momento adecuado de discutir si monarquía o república, si la abuela fuma, de demonizar la caza y los toros, la crianza de mascotas, de enredar con la bonita controversia del sexo de los ángeles y de las ángelas y sus innúmeras taxonomías, reescribir la Historia, perseguir al espíritu de Franco por valles, cerros y quebradas (labor de cazafantasmas desocupados, que a la mayoría no da ni frío ni calor), destrozar el código penal, desprestigiar a la justicia y a quienes la aplican, permitir que minorías antisistema compartan inexplicablemente un poder que disputan desde dentro del mismo consejo de ministros, ejerciendo de desleal oposición al gobierno del que forman parte, hasta llegar al sindiós de votar en contra de sus propias leyes, que hay que aprobar o corregir del brazo de una oposición a la que insultan y desprecian, pero con la que han aprobado más leyes que con algunos de sus teóricos apoyos. Véase estadística. Tampoco se olvidará ni perdonará que se le haya permitido a una minoría casi marginal que juguetearan a moldear a su gusto las costumbres, actitudes, valores, creencias y comportamientos de unos ciudadanos a los que tienen por bárbaros, inciviles y peligrosos. ¿Quién les dio permiso para tanto? ¿Cuándo se nos explicó antes de votar que esos eran los planes y que en manos así de sectarias se dejarían decisiones tan graves? Precisamente se nos había asegurado lo contrario, míreme a los labios, que con ellos estábamos a salvo de padecer unos insomnios que por su conveniencia nos han trasladado a los demás, demostrando qué es lo único que, en realidad, era capaz o no de quitarles el sueño.

No, mejor dejaremos de hablar de lo que quieren que hablemos. Que otros coman o compartan esas carnazas, que enreden con lo anecdótico para evitar y esconder las preguntas sobre lo sustancial, que sigan los chamanes y sus parroquianos repartiendo placebos, anestesias y recetas milagrosas, junto a los carnets de demócratas y de progresistas que esta nueva aristocracia, en su infinita e inexplicable autoestima, tiene por costumbre administrar y conceder, como títulos nobiliarios. Ni es la solución la cirugía agresiva ni tampoco la homeopatía política, la nada disuelta en agua, aunque como último disfraz del invento se nos quieran vender las dos cosas a la vez, la garra con guante de seda, lo antiguo, penoso y fracasado como nuevo, risueño y prometedor, el lobo con careta de Caperucita roja o el Che con tutú de ballet. Pero al asomar la patita por debajo de la puerta se les ven unas uñas que no son de cordero ni de recibo.

De eso habrá que hablar y escribir, de las cosas que sí hay que recordar, que ya es sabido que la libertad de expresión consiste precisamente en decir lo que no quiere escuchar el que manda.


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