sábado, 10 de mayo de 2025

Del latín y las neolenguas

 

Mi comentario, divagador, elucubrante, largo y desparramado, a un artículo de Lola Pons en El País, que habla algo del Vaticano y más del latín y de la diferencia entre haber y tener. Siempre está bien escudriñar en el desportillado significado de las palabras, armas peligrosas:
«El lenguaje, siempre el lenguaje. El poder de las palabras y las palabras del poder. Controlar el lenguaje es estabular el pensamiento, como bien saben todos los totalitarismos, antiguos y nuevos, activos o anhelados. Siempre me han gustado los artículos de prensa, luego recopilados en libros como los de Lázaro Carreter o Álex Grijelmo, que se ocupan de señalarnos malos usos de las palabras. A veces por ignorancia, a menudo como forma de moldear la realidad a gusto del que las manipula y corrompe. La guerra por las palabras anticipa y a veces decide las ulteriores batallas por el poder. Perdidas las palabras, quedamos desarmados en contiendas por eso que llamamos el relato y que hoy sustituye a la realidad. Orwell se relee ahora más que nunca, no sin razón y provecho.
Con los separatismos, siempre xenófobos y supremacistas, los capitaneados por asesinos, por recogedores de nueces, por astutos o por trileros, perdimos casi siempre esas guerras. Y seguimos de derrota en derrota. No sin la colaboración de otras fuerzas y personajes no mucho mejores, fuimos dando por buenas sus palabras, sus eufemismos, sus engaños. Y así seguimos. Sin duda, una de las pocas revoluciones pendientes y necesarias es la de recuperar el verdadero valor de las palabras, única forma de reivindicar lo obvio, lo cierto. A las palabras habría que llevarlas al dique seco cada cierto tiempo para hacerles lo mismo que a los barcos: quitarles las rémoras que se les pegan y les chupan significado, librarlas de adherencias y miasmas, como esos gusanos que los marinos llaman 'broma' que se pegan al fondo para lastrarlo y arruinarlo poco a poco. Con esa limpieza, que dejaría las palabras con el brillo de las monedas recién acuñadas, luciría de nuevo el apego a la realidad frente al relato, a la verdad frente a la superstición y la fábula, a los resultados y realidades frente a las vacuas promesas en mundos mejores por venir o paraísos perdidos que restaurar, que hacer grandes de nuevo, embelecos de los que tantos han vivido para desgracia de sociedades enteras que han padecido sus delirios y recetas.
Hay ideas y valores sólidos y ciertos que se han ido volviendo inseguros y acuosos al paso que lo hacían las palabras que los nombran. Usamos las mismas palabas, pero ya no significan lo mismo, sobre todo en ciertas bocas. Así es imposible entenderse, siquiera debatir en buena lid. Ya hemos perdido si aceptamos y damos por bueno en el debate político, ni siquiera en la conversación, que, sin que se le rebata inmediatamente, alguien nos hable de recuperar lo que nunca tuvo, de volver a ser lo que nunca fue, de reconstruir países más soñados que reales, de la conveniencia de restaurar plurinacionalidades austrohúngaras, cuando no feudales, en aras del progreso y la justicia, la igualdad o la convivencia, ni de admitir que alguien pueda cobrar por fin lo que nunca le ha debido nadie, de que las fijaciones vetustas y fracasadas de algunos puedan ser presentadas como proyecto de progreso. Lo necesario es volver a llamar progresista sólo a quien realmente con sus acciones, que no con sus discursos, haya contribuido de alguna forma al progreso social, técnico, científico, económico o moral, reduciendo así drásticamente el número de los que amparados por tal palabro se engallan y se encaraman a la peana. Por su fruto se conoce al árbol. (San Lucas 6,44).
Esa palaba encandila, deslumbra, ciega. Las ideas no son avanzadas por su mera novedad (si es que siquiera son nuevas, que lo que no es tradición suele ser plagio), sino cuando permiten un verdadero avance. Ni son retrógradas todas las que son tradicionales, como no es lo mismo un mueble viejo que uno antiguo, a menos que queramos renunciar a todo lo que miles de años de progreso acumulado, de ensayo y error, de aciertos y fracasos de gente casi siempre mejor que nosotros, nos han traído hasta aquí. Se llama experiencia, y hay que filtrar, sopesar y valorar, que no es de razón repudiar un corpus sólido y funcional de valores, saberes, usos y costumbres que han acreditado su utilidad, bondad y valor por su permanencia. Es cierto que también han pervivido errores, supersticiones y desatinos. Un verdadero conservador no es un carcamal que vive en un pasado que quisiera eterno e inmutable; es el que va transformando lo existente para mejorarlo, el que hace reformas para que perdure lo que merece la pena ser conservado, que no es todo. No el que se complace en la ruina de la casa, sino el que la consolida, limpia y adecenta. La sabiduría consiste seguramente en saber discriminar qué hay que conservar y qué no y, desde luego, no es virtud de los que prefieren las demoliciones indiscriminadas y luego ya se verá. Dios y las urnas nos libren de tales orates y vendehumos.
Hemos escuchado (sin la oposición y el rechazo que merecían) emplear palabras y conceptos como ‘el pueblo’ por unos de mi pueblo, mandato popular por mi santa voluntad, democracia por imposición y trilerismo, reparación por privilegio económico injustificable, regeneración por mera alternancia en el protagonismo de abusos y corrupciones, asalto a los cielos por vertiginoso acomodo y disfrute amoral de las mieles del poder, colaborar a la gobernabilidad por pastar también del presupuesto (eso unos, otros mediante chantajes cuando hay quien por mandar se vende), memoria democrática general por memoria propia y particular, tendenciosa por definición y necesidad, deuda histórica, (debida a territorios también históricos, que los demás, los deudores y paradójicamente más pobres, no lo son, creados por Dios más tarde para reparar un olvido) por insolidaridad secular, agravio por frustración de aspiraciones desmedidas e ilusorias, listas legendarias de los reyes de territorios que ni fueron nunca independientes ni pasaron de condado… Esa entelequia morganática de la corona catalano-aragonesa, curiosamente presente en el imaginario de la izquierda republicana del principado, como fuente de derecho. Por no hablar de quien da la batalla por ganada antes de librarla consiguiendo que muchos acepten sus etiquetas para sí mismos y para todos los demás, en su mundo y en su mente maniquea de buenos y malos. A sí vemos hoy nombrarse antifascistas a muchos fascistas redomados, que nada hubieran desentonado como camisas negras de Mussolini.
Hay grandes verdades que se han banalizado interesadamente hasta que para muchos se han visto reducidas a tópicos sin valor. Queda hablar de los esperpentos del momento, del desmán o del desafuero de hoy, pero sacar a relucir principios, valores y respetos, parece remontarse a un pasado superado e indeseable. Ya está este Viriato —braman algunos— con la matraca del respeto a las formas y a las normas, con antiguallas como la lealtad, la honradez, la ecuanimidad, el honrar la palaba dada y esos estorbos. Pero hay que recordar lo olvidado, aunque parezca cosa de Pero Grullo, no dejar de repetir lo obvio, aunque irrite a quien le estorba y esgrimir la realidad aunque desespere a quien le contradice. Y no dejar de proclamar lo que uno cree verdad, arriesgándose a equivocarse por sí mismo antes que defender los errores de la tribu, sus pasajeras verdades. La vida es demasiado corta para tener la paciencia de esperar a que, con su habitual inconsistencia, en alguno de sus meandros acaben recalando en algo parecido a la razón. Eso sí, siguiendo la doctrina oficial del movimiento, mientras te llamarán facha y los más comedidos y faltos de argumentos, equidistante, creyendo que han dicho algo.
Leyendo este artículo he pensado que tal vez la solución sería recuperar el latín, sus viejas palabras, abuelas de las nuestras, que aún están limpias de las resquebrajaduras, revoques y desportillos de nuestros tiempos.

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