Stefano Mantuso y otros estudiosos aseguran que las plantas, de alguna manera, piensan. Amebas, paramecios y bacterias, vistos al microscopio, también muestran una movilidad y un comportamiento que responde a unos estímulos, incluso a una estrategia, algo parecido a pensar. Si una adelfa y hasta un estafilococo, aunque rudimentariamente, pueden pensar como parece, ¿cómo no va a pensar un militante de un partido, a pesar de que entre ellos bullen los que tan bien lo disimulan que no aparentan tener actividad mental autónoma alguna? Sin duda, algo deben de pensar por su cuenta. Y no me refiero a instintos, reflejos ni a los procesos mentales relacionados con hacerse los nudos de los zapatos, poner la lavadora o elegir una camisa. Es cierto que su militancia les evita y desacostumbra a entrar en honduras y finezas argumentales, también de la vacilación y las ponderaciones para, llegadas las elecciones, elegir a quién votar. Su carnet les ahorra la necesidad de meterse en arduos y vidriosos análisis acerca de quién lleva razón, qué es verdad y qué mentira, qué está bien y qué está mal, qué le conviene al país y que no, independientemente de lo que le convenga al gobierno de los suyos, o si esta o aquella ley o medida es un acierto, un disparate o una infamia, si este partido o personaje es aceptable como socio a pesar de ser un delincuente o un antisistema sectario, pinturero o indocumentado, falsario o golpista, hasta alguien que reparte los beneficios de la herencia con unos hombres de paz a los que las manos aún les huelen a pólvora. Las plantas buscan la luz, muchos militantes y acólitos el sol que más calienta, que suele alumbrar las alturas, el calor del poder y la compañía de los justos. En lo demás, argumentalmente y en cuanto a autocrítica, encefalograma plano.
Pensar contracorriente, en el
foro y más en la parroquia, se vuelve un lastre y un peligro, fuente de incordios y pesombres, aunque esos
problemas que a otros inquietan y ocupan, ellos los tienen solucionados. También los que se
refieran al pasado, a la Historia. Sin dudas ni tibiezas, saben quiénes fueron y
son los buenos y, por descarte, los malos, que siempre son los otros. No
conciben los grises, que para el militante de izquierdas añoso siguen siendo
maderos, aunque nunca corrieran delante de ellos, no siendo posible en unos por
talante, en otros por edad, de forma que juegan a cazar fantasmas. Pero los
recuerdos ajenos también cuentan, son tan operativos como los propios, que hay
quien hereda un majuelo y quien una ideología, unos rencores, unos enemigos y
unas fábulas. Para los de derechas más cafeteros, tampoco cabe la duda ni la
reflexión, la verdad es una, inmutable, antigua y propia; entre ellos y los
zurdos se encuentran los tibios, los melifluos, los cobardicas, esos a los que los extremistas de ambos bandos llaman equidistantes. En poco se
diferencian, aunque es posible encontrar algún rescoldo de apego a la realidad
en unos que ni brilla ni humea en los otros. Hay quien siempre ha abominado de ella
viendo que el género humano y la Historia se han empeñado en contradecir sus
planes, sus análisis y sus augurios. Hay ideologías que tal vez hubieran tenido
éxito entre primates poco evolucionados y más gregarios, o en otro mundo
habitado por especies unánimes y amorfas cercanas a lo vegetal o basadas en el silicio en
lugar del carbono, sin sangre en las venas, ilusiones ni proyectos personales
en el magín, hueros de ansias de individualidad ni consciencia de la
posibilidad de la libertad.
Pero para ambos modos especulares de
soberbia y de tribalismo, entre esos extremos berroqueños cercanos al
integrismo que la gente normal (la mejor, la menos ruidosa y visceral, la más
útil y numerosa, la que permite la convivencia y la alternancia en el poder) abomina,
se hallan a su entender los mentados equidistantes, los que no se decantan con claridad hacia donde deben,
los que no entregan su alma sin peros ni distingos a uno u otro bloque compacto
de seguridades y prescripciones que conforman eso que con candor y exageración los
creyentes políticos llaman ideología.
Ante eso no tiene sentido
argumentar acerca de la inconveniencia, la maldad o la infamia de algunas leyes
y decisiones, a menudo venales, lo que ya debería llevarnos a evitar ulteriores debates,
estériles por atender a decisiones ya tomadas, mercadeadas en mostradores
ajenos a la actividad parlamentaria, cuando no en foráneas guaridas y escondrijos de delincuentes
huidos de la justicia. Han visto que el vértigo de tapar un disparate con una
aberración y una aberración con un despropósito les va bien. No les pasa
excesiva factura entre la feligresía. Perder, pierden todas las elecciones,
pero mientras tengan con qué acudir al mercado del voto, aunque sea pagando en
metálico, pueden ir comprando el cargo y el poder. Y, cosa admirable, nunca les
ha faltado quien les defienda, hagan una cosa o su contraria, les mientan o les
chuleen poniéndolos a defender lo que antes atacaban y de paso a hacer el
ridículo. Siempre están allí, en número menguante, pero suficientes para reunir,
previo pago, los votos justos (ni uno más ni uno menos), los apoyos interesados
de otras minorías con proyectos también rechazados uno a uno por la población, para
urdir unos gobiernos legítimos, sí, pero que más parecen un ornitorrinco (una
aberración de la creación) que un águila o un caballo, animales bien diseñados,
funcionales, hermosos y con fuste.
Pensar deben pensar, pero su
pensamiento siempre se detiene antes de entrar en ese cerrado intocable que
mantiene unida y segura a la tribu, enrabietada y confundida por el trampantojo de la llegada de los bárbaros, aunque tienen al enemigo más dentro que fuera. Las ideas, como las muelas, cuanto más
firmes e inmóviles, mejor. La duda es debilidad, síntoma de falta de cuajo,
rendija o herida por donde se infiltra el morbo patológico del error. Mejor desarrollar una buena costra que nos salve de la infección de la verdad. Empiezas dudando de
los tuyos y de sus dogmas y, de que das cuenta, te has descarriado, te has
hecho un perdulario descastado, un traidor, un degenerado, un hereje, un
desertor, un enemigo. Hasta un facha. Sería admisible, aunque con reservas, si
esa evolución te hubiera acercado a la verdad, que es nuestra. Al revés no es
de recibo. Nada hay peor que alguien que abandone la fe verdadera para adoptar
cualquier otra, errada, hostil, maldita. Ya lo dice el Islam, tan liberal como
ellos.
Pensar, eso que se hace en
silencio y a solas, mirando al techo, a las olas, al fuego o a la pared durante
un tiempo más o menos prolongado, cuestionándose los asuntos desde un poco
antes de donde empiezan las convicciones, las creencias y la fe, a menudo reemplazadas por la adhesión y el interés, es algo menos
habitual y extendido de lo que pudiera parecer. Eso de partir de cero es cosa
de Descartes, un pirado. Hay quienes han vivido su vida entera, tomado
decisiones, expresado opiniones con vehemencia, perdido amigos, votado,
defendido y atacado ideologías, con la fe del carbonero, más espoleados por su
entorno, su peña o su aldea, que por una reflexión personal que no todos han
llevado a cabo, ni siquiera iniciado, no sea cosa qué. En otros, proclamas aparte, el mero interés ha servido como sucedáneo del pensamiento, lo suyo no ha pasado de malta ideológica, que te conocí ciruelo. Algunos han llegado muy
lejos, muy arriba, con ese rigor mental, con un cerebro en barbecho,
desfibrado, anémico y sin tono, que no son tiempos que premien la originalidad
ni la disidencia precisamente. Ya tiene cada cual su periódico, su cadena de
televisión, su partido y sus líderes que le explican las cosas sin engañarles,
no como les ocurre a los contrarios que están en manos de manipuladores que les
llenan la cabeza de fango, de bulos y de mentiras. Hay que impedir que el poder
caiga en otras manos, sea como sea, nos dicen ellos con hechos, mientras
reprochan a los contrarios que lo sugieran con palabras. No podemos ceder el mando.
Podrían llegar a hacer lo que nosotros.
Si muchos pensaran, inevitablemente habrían llegado a la conclusión de que lo que los suyos han ido haciendo entre virajes, contradicciones y renuncias a unos principios tan proclamados como inexistentes, sería inadmisible hecho por otros, por los contrarios. Resultaría insufrible, entonces sí inmoral. Hablan a veces de hacer pedagogía, pero la única lección que la sociedad aprende rápidamente de ellos es la de la arbitrariedad impune, ese es el ejemplo, su herencia. Sientan jurisprudencia imprudente y peligrosa. En un futuro podrá ser usada en contra de su partido y de toda la sociedad, como se viene hoy haciendo, pues abiertas quedan las puertas que últimamente se han forzado sin más objetivo que el de conservar el poder. Cada institución colonizada, cada contrapeso desactivado, cada medida tomada porque sí, que ellos sabrán, aceptada sin pedir explicaciones ni razones (Sáhara, por ejemplo), cada nombramiento sectario o nepotista dado por bueno, cada comportamiento dudoso, abusivo, poco ejemplar o directamente delictivo relativizado y amparado por disculpatorias comparaciones con corruptos ajenos, de atenuantes a eximentes, cada pago a cambio de votos efectuado a delincuentes, golpistas o indeseables varios, que se metabolizan con tragaderas de dragón de Komodo, lleva al ridículo y a la vergüenza a los que intentan justificarlos ante los demás, dejando en la cuneta prestigios, trayectorias y coherencias. El tiempo pasará, las circunstancias serán otras, y muchos se habrán dejado demasiados pelos en la gatera. Todos. Y andarán desollados y en pelotas argumentales.
Muchas veces habíamos dicho
con candidez que parte del problema (aparte de no saber cuáles son los
problemas reales, entretenidos en los imaginarios o creados por ellos mismos)
es que todo se lleva a las esencias, a los principios, aunque todos sepamos que es mera escenificación. Y como los principios no
se pueden negociar, nos decían, sólo cabe la rigidez, la imposición, la
rendición total del contrario. Ilusos, éramos unos ilusos. Luego hemos ido
viendo que los más exitosos caudillos del gremio han superado esos dilemas renunciando a
todo principio, moral o promesa, de forma que todo el campo es suyo, sin
vallas, límites ni más fronteras que las que haya que ir levantando para parapetarse
y para satisfacer a los desalmados de los que depende su permanencia en el
poder.
Lo más triste y
desilusionante ha sido ir viendo cómo, no sólo aquellos cuyo cargo, sueldo y
bienestar dependían de su elasticidad moral y su actitud genuflexa, sino
también sus acólitos, han ido desarrollando una inusitada capacidad de
adaptación ética. Sus listones son de goma. Los más listos callan en espera del desenlace,
algunos (pocos) suicidas más decentes critican, se oponen, salen del redil y se separan
del rebaño sufriendo el ataque de mayorales y perros pastores de la finca.
Otros, en el pelotón, mero bulto, sacuden el cencerro y se dejan oír a coro: de la noche a
la mañana, han acabado viendo bueno lo que antes era malo, conveniente lo que
consideraban inadmisible y muy puesto en razón lo que hasta el toque de corneta
les resultaba inimaginable. Tal vez eso haya sido lo más doloroso y revelador.
Tras las convicciones de que se presumía, no había nada, solo sectarismo tribal,
sumisión acrítica, miseria moral. Y sálvese el que pueda, que algunos habrá.
Pero no nos canten milongas.
Mis reproches no se dirigen a
la izquierda más extrema y telarañosa. Esos no dan más de sí y nada cabe esperar de
ellos pero, al menos, son coherentes en algunas pocas cosas, aunque su coherencia se limite a llevar siglo y medio defendiendo las mismas ideas, inmunes al fracaso y
refractarios a la experiencia y a la realidad. Nunca han creado ni producido
nada tangible, nada que se pueda comer. Sólo miseria, opresión y ruina económica y moral en los desgraciados países en los que han llegado a imponer su totalitarismo. Lógicamente me refiero a los ideólogos,
unos señoritos, no a los que sí cultivan o fabrican todo lo que nos mantienen
vivos a los demás, esos a los que los teóricos, haciendo gala a su nombre,
teóricamente defienden, aunque no pierden ocasión para mostrarles su desdén y
su desprecio. Unos gañanes sin maneras, les vienen a decir. Son enemigos de la
creación de riqueza y del comercio, pero sus discursos de repartir, mientras quede, lo ajeno que a su
pesar existe nunca han dejado de resultar agradables al oído, y aún les votan
algunos despistados. Les acaba de rematar la necesidad de apuntarse a todos los bombardeos culturetas para engrosar el caldo, hoy aguado, de su
olla ideológica. No hay movida que empiece por ‘anti-’, ‘des-’, o ‘contra-‘ a
la que no se adhieran; liquidez, vacuidad, deconstrucción o hundimiento que no
adopten con entusiasmo, ni ‘-ismo’ o vanguardia (en el sentido de último pero
no mejor) a la que no se afilien, sea woke, elitista, urbanita o pinturera.
Siempre están allí, en esas causas sustitutorias, a menudo vacuas y pasajeras, una forma de reconocer que a
la hora de solucionar los verdaderos problemas no hay que contar con su ayuda,
aunque nunca dejarán de decirnos, y de imponernos cuando y donde puedan, cómo
hemos de pensar y vivir, en un largo inventario de prescripciones. Pero, para
ellos, donde se ponga una buena demolición que se quiten las arquitecturas sólidas y estables.
Las plantas piensan flojo,
pero son sensibles y tienen un plan en sus genes. Colonizar su entorno, apoderarse de él, estorbar a la competencia acaparando la luz, el agua y los nutrientes,
envenenando si es necesario el bancal donde viven para acabar con sus rivales,
extender sus raíces lo más posible, chuparlo todo, sin límites ni remilgos. No
cabe esperar más de ellas. Y les va bien. Ese es el ejemplo, poco más hay que
pensar. Y a la vista está.