No es la ignorancia, por grande que llegue a ser, condición
suficiente para sentar plaza como cuñao. Para que el común llegue a considerar
a un opinador sin fuste como pariente se necesitan otras cualidades y características,
aunque todas ellas fáciles de desarrollar con poco esfuerzo. Un cuñao como Dios
manda necesita alcanzar cierto nivel de estupidez y de ignorancia engreída,
suficientes como para dar el siguiente y definitivo paso: conseguir ser ridículo.
No hay que confundirlo con el verdadero crítico,
pues entre ellos los hay nobles y con fundamento.
Es cierto que el gremio de los críticos suele acoger mucho
frustrado y no es raro que entre ellos abunden los que se apuntan a los
beneficios de encaramarse a una torrecilla mal cimentada para desde allí
desollar impunemente a los que crean, interpretan o desarrollan aceptablemente una
actividad que el mal crítico intentó ejercer con resultados mediocres. El conocimiento,
a veces somero, del tema y de sus dificultades, unido a que el crítico no tiene por qué ser totalmente estúpido, ni suele serlo, le lleva a tomar la prudente decisión de limitarse a juzgar
sólo aquello de lo que entiende, aunque él, de antemano, se considere incapaz
de hacerlo de forma medianamente aceptable. Incluso puede dar cabida a cierta
benevolencia sólo enturbiada por la envidia. Ya Les Luthiers decían de Johann
Sebastian Mastropiero que, consciente de su incapacidad creativa, decidió
dedicarse a la crítica musical.
Sí, el oficio de crítico siempre tiene un fondo de frustración,
de fracaso. Los mejores de ellos, los más sabios y decentes, llegan a
reconocerlo. Steiner, brillantísimo crítico, pensador centrado en las
generalidades, la más rara y difícil de las especializaciones, recientemente fallecido
para desgracia de la alta cultura, dijo que sólo se reprochaba no haber tenido
el valor de enfrentarse a la literatura “creativa”, no haberse atrevido a
escribir los libros que quisiera haber escrito. Nos lo cuenta Nuccio Ordine,
que publicó como entrevista póstuma el resumen de una conversación mantenida
con Steiner durante décadas. Este crítico genial jamás se atrevió a compararse
con los escritores a los que interpretaba, a pesar de ser superior a muchos de
ellos. También dijo Steiner que se sintió como si le hubieran dado un premio
Nobel cuando leyó que Gershom Scholem opinaba de él que no era demasiado estúpido.
En eso también se diferenció de muchos otros a los que su propia estulticia siempre
les parece poca y dedican sus vidas a acrecentarla y a hacerla pública.
Como se ve, no echamos mano de Steiner, cuya reciente muerte
hemos llorado, como ejemplo de las miserias del crítico. Es una de las cumbres
del oficio de interpretar, y llamarle crítico literario o cultural es empobrecer
su aportación filosófica, su ayuda impagable para entender la vida, la Historia
y la humanidad a través de los libros. De estos escasos guías cimeros para
abajo hay un largo camino cada vez más mediocre y estéril. Va desde los
críticos honestos e independientes hasta llegar al empleado que redacta al
dictado reseñas de libros o estrenos de teatro, música o cualquier arte o
actividad que raramente llega a entender. Ni lo necesita pues, como decimos, sus
juicios y valoraciones son de carácter comercial, de encargo sometido a
intereses ajenos.
El cuñao vuela más bajo aunque va más allá. Es abundante y
ubicuo. Todo lo abarca alguna de sus
variedades, pues no hay tema que escape a su escrutinio y no hay nada ni nadie que
se libre de sus vanos consejos y juicios. En realidad, no es el cuñao un crítico,
ni en la peor de sus variantes, la de creador o intérprete frustrado, pues ni a
ello alcanza. Este ser hueco y venenosillo opina de todo con esa desenvoltura y
ligereza que consiente la ignorancia. Suele ser un voceras que siempre cree
llevar razón, una razón que no necesita de argumentos pues, aunque opina de oído,
cree que su sola opinión basta. Esta variedad va de lo inofensivo, aunque
molesto y cansino, hasta lo pernicioso, pues siempre encuentra calor en los más
tontos. Pero a ambos se les ve venir, lo que limita su peligrosidad.
Hablamos ya de otra cosa más grave cuando un semoviente,
además de voceras, es un vocero, un portavoz, en cuyo caso ni siquiera necesita creer que lleva
razón, pues está al servicio de alguien o de algo, persigue una liebre de la
que espera sacar alguna molla en el reparto, aunque casi siempre ha de contentarse
con las sobras. Este tipo, que trasciende al verdadero y casi inocuo cuñao, ya es
más ruin y despreciable, aunque todo admite mejoras. No tiene demasiados límites
ni frenos, pues no se suele detener ante el insulto o la descalificación
gratuita. La verdad le resultaría un estorbo si necesitara ser escrupuloso con
datos, hechos y realidades. No es su caso.
Llegamos así al último en decencia, el vocero politizado, ponzoñosa
subespecie de cuñao, a veces semiprofesionalizado, otras freelance, que en casos
extremos roza lo criminal, superando en peligro y maldad a todo lo anterior. Aspirante
a político, sin atreverse a serlo, su labor mercenaria ya no es esporádica, espontánea
ni ocasional, su pecado no es picar aquí y allá opinando de lo que no sabe. Su
cuñadismo es sistemático, sabe que es un oficio del que se puede llegar a vivir
y ello intenta; responde a un guion y se dirige a un público concreto, los
creyentes de los que espera sustentarse, un grupo compacto que recibe con calor
sus mensajes, justo lo que desean escuchar. Habla a la parroquia, pero siempre
se mantiene atento a la mirada del obispo, cuya satisfacción es promesa de
futuras recompensas y ascensos. Aspirando a medrar arropado por el grupo al que
sirve, resulta ser crítico poco acostumbrado a recibir críticas, incapaz de
asumirlas, siempre amparado por la unánime ortodoxia de la feligresía. Tiene
garantizados los aplausos, lo que le confunde y le engaña acerca del valor real
de sus opiniones, que no sobreviven en campo abierto. Cuando se le cuestiona se
sorprende, le sube la tensión, lo que aumenta su agresividad y le lleva a
agarrarse con más fuerza a su argumentario, a su catecismo.
Su audiencia habitual, su caladero, viene a ser una ideofactoría
donde se reparte un pienso al gusto de peces desbravados, mansos, de domesticada
militancia, poco hechos a mares abiertos, a nadar por libre. Es fácil recuperar
la tendencia de la especie, —que solo se supera pensando— a vivir y moverse formando
apretados cardúmenes que, como un solo organismo, siguen al primero de la fila
de forma automática, sin necesitad de conocer ni la ruta ni el destino, dando
inesperados giros y revueltas, pues el primero a veces tampoco sabe hacia dónde
va. Se trata de moverse por moverse, mejor cuanto más rápido, que la lentitud y
la calma pueden dar lugar a que los individuos se hagan preguntas incómodas.
Pueden vivir sin saber que sus movimientos acaban respondiendo a los deseos y
rutas de un timón lejano.
A veces este tipo de vocero consigue pescar a algún incauto,
atraerlo al rebaño durante un rato o ya para siempre. Su única aportación
positiva es que nos permite a veces conocer un poco mejor a algunos farsantes, especímenes
que considerábamos peces semisalvajes, aún capaces de nadar en aguas bravas, de
los que se alimentan de sus propias capturas, y que ahora vemos del brazo del vocero,
haciendo el papelón de un feligrés más, que comparte sus opiniones y sus
consignas, mostrándonos que también eran de piscifactoría y que ya se alimentan
del mismo pienso.
Fantástico Pepe, eres un pluma y un plumilla de los grandes, y no por tu estructura corporal que también es grande y noble.
ResponderEliminarYo solo tengo hermanos y numerosos, por lo que he intentado, durante la lectura de esta Epístola, asociarla a la figura de la cuñá. No quiero meterme en berenjenales, pero no estaría mal que te planteases, si en algún momento, se podrían extender más si cabe las cualidades que adornan al cuñao a la figura nunca despreciable de la cuñá. Recibe un saludo y un abrazo. P.D. te ruego me hagas llegar tus reflexiones a través del correo con el fin de no perdérmelas, pues mi memoria me traiciona con mucha frecuencia. Gracias.