“Perversi
difficile corriguntur et stultorum infinitus est numerus”, tradujo san Jerónimo de Estridón en el siglo V cuando
trasladó la Biblia al latín desde su versión hebrea por orden de Dámaso I. El papa,
no el torero ni el académico. No era exactamente eso lo que decía el
Eclesiastés, que en su literalidad afirmaba que lo torcido no se puede
enderezar y lo que falta no puede contarse. No está mal. La soberbia
intelectual propia del oficio le llevó a no limitarse a intentar escribir como
Dios, sino a pretender hacerlo mejor. Tamaña inmodestia no le impidió llegar a santo y, en su
disculpa, hay que reconocer que decir que “los perversos difícilmente se
enmiendan y que el número de los tontos es infinito” mejora el original, aunque
se quede corto en su cálculo acerca del número de los tontos y pierda sonoridad
en nuestro idioma, una degeneración más del latín. No tengo ni tiempo ni forma
de contar los habitantes del planeta en el siglo V, y menos en los tiempos
bíblicos, pero hablamos de unos pocos cientos de millones de individuos.
Suponiendo que todos ellos fueran tontos, y muchas muestras han dejado de no
serlo más que nosotros y algunas de que lo eran menos, aun así la masa total de
estupidez sería también infinitamente menor que la que, por todos los indicios,
alcanza en la actualidad.
Muchos
libros se han escrito intentando describirla con intención de evitarla, y a
pesar de su abundancia y grosor no consiguen agotar el tema, al paso que
fracasan en su intención. Menos lo hará este escrito, tanto por falta de
espacio y de capacidad del analista, como por la inmensidad del objeto que
se estudia.
Empecemos por
lo obvio: la estupidez es virtud compatible con cualquier naturaleza, carácter, ocupación, doctrina o ideología. Es más, podríamos llegar a pensar que es condición
imprescindible para la difusión de no pocas, y parte no despreciable en el contenido
y origen de otras. Este desarreglo, que más podríamos llamar
irracionalidad, pues así parece que nos ofende menos, es sustancia que abona y
estimula la degeneración de cualquier idea, concepto o plan, un factor que multiplica
los potenciales desenfoques y efectos perversos de todos ellos. Si en origen una
idea no es mala ni cabría esperar de su aplicación consecuencias perniciosas,
la imbecilidad acaba encontrando el camino y la manera de conseguirlas. En realidad,
usamos este vocablo de tan amplio espectro por comodidad, aunque sus
variadísimas formas de manifestarse podrían ser catalogadas con más tino
hablando, según los casos, de distintas mezclas y combinaciones de ignorancia,
falta de inteligencia, pereza, desapego hacia la realidad, debilidad mental, superstición,
prejuicio, dogmatismo y otras virtudes en proporción variable. Unida a la
maldad es algo sobrecogedor.
Es cierto,
la más noble de las ideas puede convertirse en aberrante cuando es interpretada
o aplicada por la mente de un imbécil. Ya Cipolla nos ilustró acerca de cómo la
estupidez puede ser —y de hecho es—, más peligrosa y nociva que la mera maldad,
pues lleva a los más tontos a dañar a todos, incluso a sí mismos, sin alcanzar
ningún beneficio personal, y menos ajeno. El que es simplemente malvado tiene
ciertos límites pues, siendo capaz de anticipar las consecuencias de sus
acciones, puede pisar el freno y detenerse a tiempo, antes de la catástrofe. La
estupidez no tiene límites, frenos ni barreras; no ve los barrancos ni les
teme; afecta tanto a individuos como a sociedades enteras y la Historia está
llena de tragedias que desavisados estudiosos intentaron achacar a posteriori a
otras causas más complejas e improbables, pues una de sus muchas
manifestaciones es precisamente la de hacernos incapaces de verla como uno de
los motores ubicuos y eternos de la andadura y de los fracasos de nuestra
especie.
La
estupidez compartida, algo pegajoso que embadurna y atrapa con viscosidad de
planta carnívora, es ingrediente que aparece en el origen de muchas de las
realizaciones más desafortunadas, crueles e irracionales de la aventura humana,
que hoy nos parecen absurdas, aunque no estemos demasiado lejos de reeditar
algunas de ellas. Eterna y ubicua ha sido la irracionalidad estúpida, siempre
en tensión con la inteligencia, que a veces consigue compensarla y muchas otras
no. Se entra en terreno peligroso precisamente cuando la inteligencia y la
discrepancia empiezan a molestar, cosa que hoy comienza a ocurrir. Sin
referirse de forma expresa a esta variable, aunque sí a sus manifestaciones, Gibbon
y Spengler, entre otros muchos, estudiaron y describieron sus efectos en la
decadencia de algunas civilizaciones. Otros han rastreado su trayectoria y sus
consecuencias, a veces trágicas, centrándose en el campo militar o en el
académico, en la religión o en la ciencia, en la industria o en las artes. Hay
tajo. No existe terreno o actividad en la que la estupidez no haya demostrado
ser pieza relevante y actor principal. Lleno está el mundo de batallas
perdidas, objetos inútiles y absurdos, costumbres y leyes inexplicables, países
riquísimos arruinados, vergeles convertidos en desiertos, edificios
desplomados, civilizaciones fracasadas y desaparecidas, doctrinas descabelladas
o gestiones criminales defendidas por una amplísima y exquisita feligresía que
ve como asumible en aras de la causa la lejana y ajena multitud de muertos de
hambre rodeados de abundancia, similar a la que mantiene bullendo en museos y bibliotecas no pocos
libros y obras que quisieron pasar por arte, y así hasta completar una lista
inmensa de despropósitos cuya exuberancia nos muestra a la estupidez en todo su
esplendor. Sin duda, ha sido y es uno de los motores de la Historia.
Como los
vampiros, la estupidez no se refleja en los espejos, por eso tal vez siempre
nos parece ajena. Aunque nadie estamos a salvo de ella, no resulta fatalmente
perniciosa cuando es esporádica, si no, pocos quedarían vivos. Pero cuando se
apodera de alguien ya no hay arreglo, es oficio que se ejerce 24 horas al día y
es tanto más perjudicial cuanto más alto llega quien la padece. Hay muchas
variedades, grados y campos de aplicación, y todos tenemos por qué callar. Cuando
es tenue y solitaria puede pasar desapercibida, incluso pueden quedar
desactivados algunos de sus peligros si se dirige a temas o actividades
inocuas. Uno puede dedicar su vida a construir catedrales góticas a escala 1:1
con mondadientes, a criar anacondas en el piso o a cualquiera de esas
actividades o conductas extremas que te pudieran hacer acreedor al premio
Darwin, en reconocimiento de tu aportación a la mejora de la especie por el
simple expediente de hacerse desaparecer sin descendencia. Mientras todo ello
se sufra en silencio y en soledad, la cosa no va más allá. La sociedad actual
puede permitirse esos lujos.
Lo peor es
cuando la estupidez se agremia, se arrebaña, se aúna en una causa común que
destile y condense la suma de las estupideces individuales. Las ovejas, aunque
sea poco, deben ser más tontas que el pastor, pues de otra forma se hacen
librepensadoras y se desmandan. Eso nos lleva a otro de los principios que ni Erasmo,
ni Musil, ni Paul Tabori, ni siquiera Murphy o Lawrence J. Peter ni otros estudiosos
del tema, han llegado a concretar, hasta donde yo sé. Luego le buscaré un
nombre al axioma; por lo pronto podríamos enunciarlo diciendo que para mantener
vivas y unidas ciertas organizaciones es necesario que los seguidores sean más
estúpidos que el líder, si cabe.
A veces lo
tienen difícil, pues el listón está alto, pero hay gente para todo, incluso los
hay capaces de intentar aparentar mayor estulticia de la que les adorna. Así
vemos que a menudo en la política actual, un mal sucedáneo, ocurre como en el salto con pértiga, que, aunque
parezca imposible, siempre hay quien se las ingenia para saltar un centímetro
más, hacia afuera del tiesto, como se acostumbra en el gremio. Estos avances
son vertiginosos, de un día para otro, mientras que en el deporte se tarda
muchos años, pues es cosa que requiere mucho esfuerzo y dedicación, mucho
entrenamiento y estudio. El siglo pasado el listón en pértiga estaba cerca de
los seis metros. Veinte años después se ha elevado unos veinte centímetros, a
centímetro por año. La estadística nos indica que dentro de cinco siglos el
listón se colocará a más de once metros de alto. Ya se buscarán las mañas,
recurriendo a nuevas fibras para la vara o a la cirugía, incluso a la incrustación
de proteínas o aminoácidos de pulga o de canguro en el ADN del saltante, pero todo
apunta a esas elevaciones de listón. En política las previsiones no son tan
optimistas ni la cirugía ofrece solución.
La
estupidez es más elástica que la pértiga, se estira y se estira, se dobla, se
comba y se cimbrea, pero pocas veces se rompe. Cuando lo hace cambiamos de era,
pues si ha alcanzado un tamaño ingente, una masa crítica ya incontrolable, su
rotura produce efectos devastadores, en forma de revoluciones, genocidios o
totalitarismos, episodios catastróficos siempre dirigidos por un demente, pero
imposibles sin el soporte y aliento cómplice de la masa sometida. Por eso apuntaba
al principio a la irracionalidad adobada por otros desarreglos como origen de estos
disparates, pues hablar de estupidez banaliza sus formas extremas, las hace
algo más cercano y casi asumible.
Ese afán
de superación, de ir más allá está presente en el deporte, competitivo por
esencia, pero no debe extrañarnos que ninguna otra actividad se libre de entrar
en retos y competiciones. Ni san Jerónimo pudo evitarlo. Citius, Altius,
fortius… stultior. Aunque muchos campos, oficios e industrias han quedado fuera
de ese eterno estiramiento hacia lo que, si no mejor, al menos es más gordo,
más aparatoso o más descomunal, como buenos darwinistas, nos mantenemos en la
ingenuidad de pensar que todo tiende a mejorar, a crecer, a perfeccionarse. Esa
idea acerca del progreso que nos encandila y no pocas veces nos confunde, en
sus últimas consecuencias, nos llevaría a pensar que ocurre igual con cosas que
dejamos fuera de la ecuación. Por ejemplo, deberíamos sospechar que la
estupidez crece, se desarrolla y se propaga con la misma rapidez y eficacia que
otros avances, como la rueda, la enología o la altura de los edificios. Es de
suponer, pues, que la estupidez ha avanzado con el paso de los siglos, se ha
hecho mayor, ha colonizado terrenos hasta ahora vírgenes. Incluso que, como
tantas otras cosas, ha visto acelerado su ritmo de crecimiento. No sé si esta
visión tan pesimista es sostenible, pues mirando al pasado encontramos en lo
tocante a irracionalidad algunas realizaciones aparentemente insuperables.
Podemos llegar a la tranquilizadora conclusión de que, de forma generalizada,
aún no hemos conseguido ser todos más tontos que nuestros antepasados, aunque
estamos en ello. Por supuesto, no caigo en el error de cotejar
individualidades. Si me comparo con Platón o con Bach, con las pintoras del
paleolítico o con Leonardo da Vinci, dejo a nuestra época a la altura del
betún. Si me compulso con un pastor de las estepas de hace dos mil años, de los
hunos por ejemplo, en algunos aspectos pudiéramos llegar a pensar que algo
hemos mejorado.
Pero si en
el pasado, en cualquier época, podemos ver despuntar cumbres de esporádica
genialidad sobre la llanura de una masa desentendida, informe e irracional, hoy vemos paisaje semejante todos los días. Y lo sufrimos. Democracia, igualdad, paz, justicia, ecologismo,
tolerancia… Cualquiera de esas ideas y valores, indudablemente benéficos,
pasados por el filtro de una estupidez que los vacía de contenido, se pueden tornar
perniciosos. Muchos son los ahuyentados cuando ven la igualdad que evitaría
discriminaciones usada para crear nuevas desigualdades, la libertad censurada y
limitada por libertarios, la paz defendida a hostias o la tolerancia acaparada y
racionada por los intolerantes. Una defensa torpe y cerril, a menudo impostada
y basada en argumentos equivocados, incluso de mentiras y errores que
se sabe que lo son, pero que se esgrimen por hacer gordo el caldo de la causa,
pueden llegar a hacer dudoso lo indudable, puesto en duda precisamente por
llegarnos de bocas que usan lo falso para defender lo cierto, lo turbio para
mostrar lo claro y lo ridículo para predicar lo serio. A menudo esta forma
elemental y necia de actuar, perjudica seriamente aquello que tan mal se
defiende, pues la oquedad de las mentes, la falsía, y la palmaria estupidez de
los orates hacen que se cuestione hasta la ley de la gravedad si se explica
como efecto de la acción de alienígenas.
Buscando
en las leyes de Murphy tampoco he encontrado descrito ni nombrado un axioma que
existe y es el que podríamos enunciar diciendo que no hay teoría ni idea, por
disparatada que llegue a ser, que no sea capaz de recabar defensores, a veces hasta
el fanatismo. Cualquier propuesta, sea el terraplanismo, la oposición a las
vacunas o la fe inquebrantable en la bondad humana, siempre encuentra clientes,
pues hay millones de semovientes que se acogen a las doctrinas con la fe del
carbonero, que no necesita ni pruebas ni el soporte de la realidad. Abundan
gurús de blancas sayas y luengas barbas que se bajan del Rolls para ser
jaleados y adorados por una multitud de sectarios famélicos a los que se les ha
adoctrinado acerca de lo conveniente de vivir en la pobreza, cediendo rentas y
patrimonios al líder y su cuadrilla, cuya altura de miras y santidad les hacen
inmunes a la perniciosa influencia que la riqueza, sin duda, ejerce en el común
de los fieles. Sin túnicas ni turbante, pero con semejante proceder y discurso,
vemos a muchos profetas alcanzar altas magistraturas en países que nos tenemos
por civilizados. Aupados por nuestros votos.
Por lo
pronto, la estupidez sideral de algunos defensores de causas nobles ahuyenta de
ellas a las personas que conservan algo de sentido común y de capacidad crítica,
hoy ovejas negras, o cosas peores. De esa forma, muchas causas no prosperan, no
se generalizan, más por la perniciosa influencia de sus defensores que por los
argumentos y oposición de los detractores. Gran parte de la dudosa razón que
algunos tienen es la que se han agenciado recolectando parte de la que han perdido los otros. La razón para el que barre,
pues a menudo la poca que uno tiene la ha encontrado escarbando en el cubo de
la basura del contrario. Por eso gran parte de las argumentaciones y reproches
que escuchamos son de carácter negativo, basados en el rechazo más que en la
propuesta. Cuando no se tienen ideas, o las que se tienen no se sostienen solas,
es más fácil intentar apuntalarlas con los errores ajenos que basarlas en argumentaciones y propuestas propias, que llegan a ser prescindibles. Se recaban apoyos para la
víbora blandiendo el espantajo de la ponzoña del alacrán. Aplicando las leyes
de la economía del esfuerzo, como es más fácil, es más frecuente la critica que
la propuesta. Si es mucho más sencillo, como ocurre en la mayoría de los casos,
no es necesario hacer aportaciones positivas, planes ni propuestas con fuste, pues
se alcanza el poder simplemente desnudando al contrario. Aunque el vencedor
ande en carnes. Si uno es capaz de dirigir la atención hacia la estupidez y los
errores del enemigo, ambos estadísticamente probables y acreditados con
frecuencia, no es necesario contraponer inteligencia ni bondad propias, a
menudo escasas y a veces ausentes.
Voy a ver si la leo entera. 21,00h de hoy día de los Santos "Pedro y Pablo". (Pedro de Aritmetea y Pablo de Torso)
ResponderEliminarAllegro ma non tropo.
ResponderEliminarTroppo
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