martes, 21 de julio de 2020

Epístola censora y floral



Abundan los que no leen prensa o escuchan noticiero que no sea afín a sus ideas. Así se anticipan al peligro de que alguien les lleve la contra, cosa inaceptable e inútil, pues forman parte de esos grupos privilegiados que han conseguido atesorar todas las certezas, todas la verdades. De leer libros sospechosos de sostener doctrinas contrarias, tenidas por heréticas y perseguibles, para qué hablar. La fe de un buen cristiano peligra leyendo el Corán o el Talmud. Los Index Librorum et Periodistorum Prohibitorum de cada peña son más amplios que el de la Iglesia en la edad media. Inabarcable es la lista de excomulgados que van dejando a su paso, ora como fachas, ora como comunistas bolivarianos, según el entender y talante de cada feligresía desde ambos extremos. 

    Mirando tales excesos especulares, un bando basa su autoridad y su razón en el aprecio incondicionado por la seguridad y en una tradición mal entendida, para la que todo cambio es malo; otro en el monopolio de una pregonada e inexistente superioridad moral y en la idea de que todo cambio es a mejor, junto a su gusto por los ríos revueltos. Cada uno lee su catecismo y las glosas de los obispos y predicadores que mantienen su ortodoxia, que la herejía es muy mala, la carne es débil y el maligno siempre acecha. Quien evita la ocasión, evita el peligro.

    Hay que evitar riesgos, pues. Sobre todo cuando de alguna forma se es consciente de una debilidad que no se puede reconocer ante los demás. Se evita leer noticias ni tesis que contradigan o cuestionen las ideas propias, que así las intentan proteger los que alguna tienen, tratando de mantenerlas fijas como muelas. Los que no tienen ninguna, que no son pocos, procuran resguardar sus caletres sin cosa que contamine el vacío, siempre confortable.

    Como si de una delicada orquídea se tratase, mantienen su pensar a salvo de aires inusuales, que presuponen fríos y contaminados. No se arriesgan a toparse con insectos, hongos o bacterias que comprometan su vigor. En realidad, esa actitud, en exceso prudente, muestra que quienes así obran conocen la debilidad de sus argumentos, la fragilidad de sus convicciones, el peligro que correrían en caso de ser contrastadas con otras que temen tanto como desconocen, aunque de antemano las desprecien. Lo cierto, también triste y empobrecedor, es que, salvo los más soberbios e irrecuperables, muchos no se fían de sí mismos y de su capacidad para resistir envites ante los que se ven faltos de defensas argumentativas, de anticuerpos dialécticos, de razones que les amurallen frente ataques que otros, mejor armados de razones, sí son capaces de resistir. Rehúyen el debate e intentan usar descalificaciones e insultos como fungicida. Los más listos y atrevidos de entre ellos saben que en el medio natural, en la realidad cruda y salvaje, sólo sobreviven las plantas que superan esos contactos retadores. Fuera del invernadero las más débiles, las que no se avienen a las razones de la situación, mueren. Medran y crecen las fuertes, las que plantan cara y consiguen resistir las condiciones y riesgos de la situación real, a veces cambiante y que exige adaptación y flexibilidad para encontrar un nuevo equilibrio.

    Con las ideas pasa lo mismo que con las orquídeas y otras plantas frágiles y enfermizas. Muchas, por su debilidad natural, por ser semillas resecas y antañonas, poco viables en los campos del presente, o por ser esquejes de plantas exóticas y tropicales que no soportan los fríos locales, sólo perviven en ciertos invernaderos mentales, en esos ambientes artificialmente protegidos que crean una burbuja alrededor de visiones que no sobrevivirían a la intemperie de un debate abierto, como le sucede a la orquídea en un bancal de secano. Es el aislamiento irracional de la secta, inmune a la opinión ajena, a lo cierto, a lo sensato, lo que puede dar lugar a las ideas enquistadas, absurdas, alucinadas que, más pronto que tarde llevan a la perdición a sus acólitos.

    No se determinan a hacerle un análisis de sangre a su credo anémico no vaya a ser que muestre que le falta hierro, anticuerpos, glóbulos blancos, sustancia. Las propias ideas deberían someterse a un chequeo y ser contrastadas con las ajenas, con las discordantes, pues ese es el reactivo que nos indica si su salud va bien. Si se pudieran meter las ideas en un tubo de ensayo y ser expuestas a estos contrastes, tal vez el médico, informe en mano, levantaría la vista por encima de sus gafas y nos miraría en silencio a los ojos durante unos segundos interminables. En el peor de los casos diría —Huy, huy, huy, huy, huy… y nos pondría un tratamiento de choque. Vitaminas en forma de lecturas adecuadas, minerales en cápsulas conversacionales fuera del círculo acostumbrado, un ejercicio necesario, pero no habitual según muestran los análisis; oligoelementos que se dosificarían en párrafos de lectura amarga y desabrida, sin la cucharada de azúcar habitual. Tal vez alguna vacuna teórica, si la hay, alguna pócima lógica inyectable o un cocimiento intelectual en forma de supositorio que enfrentara a nuestro sobreprotegido juicio con el reto del pensamiento alternativo. Algunos casos desesperados necesitarían de una solución quirúrgica; en los más extremos incluso una lobotomía o una extirpación de algunas parcelas del córtex, región del cerebro que genera la conciencia del entorno y de uno mismo.

    Lo malo es que ese proceder de avestruz, la cabeza hundida en un agujero ideológico, lleva a sobresaltos, sorpresas, incluso a muertes súbitas. Privadas o electorales. Cuando se nos muere una idea duele. El daño es proporcional a su importancia y, como en las plantas, no es lo mismo que el gorgojo acabe con unas hojas o una rama lateral, que el rayo llegue a desgajar el tronco o a la raíz. Cuando la planta es vieja y el mal está tan extendido y arraigado que ya se ha apoderado de todo su ser, no queda más que cortar o tirar para adelante mientras se pueda. Una persona tiene difícil modificar, y menos prescindir, de una creencia que ha sido el tronco leñoso y endurecido que le ha mantenido de pie, que ha sido el sostén del alma, su armazón religioso, político o vital. Si uno ha devenido cactus, las raíces se pudrirían trasplantadas de un día para otro a un terreno precisamente por una desacostumbrada riqueza del suelo y abundancia de agua. Las plantas hay que aclimatarlas. A algunas les basta con una inusitada corriente de aire para morir, aunque sea aire limpio y fresco. Hay que ir poco a poco, leyendo lo no leído, escuchando lo no escuchado para ir probando a pensar lo impensable hasta alcanzar la cima de cuestionarse lo incuestionable, siempre disfrazado de correcto. Es necesario correr el riesgo de equivocarse. Al final se trata de optar por la libertad intelectual de andar recto frente al fácil sometimiento de abandonarse a la corriente, dejarse llevar por los meandros que serpentean rodeando las correcciones cambiantes, dejar de dar rodeos intentando sortearlas, aunque haya que esquivar los tiros de los que, secos y encaramados en ellas, quieren que mueras en el intento de atravesar el terreno pantanoso de doctrinas mechadas de correcciones impuestas.

    Siendo mala esta actitud, si se limitaran a sí mismos, si permanecieran encerrados en el corral que construyen, el problema sería suyo. Con su pan se lo coman. Peor es lo que ocurre. Su afán censor y proselitista, su talante eclesiástico, les llevan a intentar meternos a todos los demás en su redil, nos quieren mantener dentro de los límites que su cerrazón intelectual y moral establece. No sólo les desconcierta y sorprende que alguien —incluso una mayoría— piense diferente sobre este tema o aquel, es decir que no piense lo que hay que pensar; llegan a indignarse simplemente porque alguien se atreva a plantear dudas u objeciones a lo que para ellos ya es dogma inmutable. Hay temas que quieren intocables, ya cerrados, verdades de la fe sobre las que ni la ciencia ni la opinión ajena tiene nada que decir. Precisamente en muchos de aquellos problemas o ideas acerca de los que existe conflicto, divergencia, debate, es decir, lo no compartido por todos, todo aquello en lo que no sabemos qué acabaremos pensando dentro de un tiempo, ni cuál será la corrección siguiente, tal vez contraria a la actual, pero con seguridad defendida por los mismos con igual ardor.

    La ciencia avanza porque todo su conocimiento es provisional, casi todo lo que hoy es verdad podría dejar de serlo algún día, y con ello se cuenta. No ofende una teoría o una hipótesis alternativa, que se intenta rebatir con argumentos, con datos, si es posible hacerlo. Si no, se acepta, se incorpora al corpus, siempre de forma provisional. Nuestros nuevos inquisidores, calvinistas o papales, nos retrotraen a tiempos y formas anteriores al libre examen. Exigen adhesión inquebrantable a su oscurantismo arrebañado, van persiguiendo Galileos que dicen que sin embargo se mueve, pues toda discrepancia es herejía, la duda debilidad de la fe, y la oposición frontal una patología que requiere, al menos, reeducación, si no hoguera. Estamos hablando del pensamiento totalitario.

2 comentarios:

  1. Es elegante leer tus textos, y privilegiado. Hoy no se lleva el espíritu crítico, o revolverse en la espuma de la duda, cuanto menos. Veo muchos forofos indolentes que se encuentran cómodos/"cómodas" parapetados detrás de sus antiguas convicciones, si es que han llegado a ser eso o quizá por eso por la convicción tiene un rasgo más de perpetuidad. Seguidores del mismo púlpito "sionista". Veo pocas posibilidades de enmienda pues el tiempo les apura. Y bien verdad es que este estado vital estresante que mantienen algunos individuos les impide mirar por donde van, les hace no pararse a ver la bifurcación de jardines, que decía Borges (que por otra parte yo no entendía en muchas ocasiones). Daría la impresión de que existe el miedo al libre albedrío.
    Muchas gracias, hermano Jose.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias por tu comentario. Creo que hay mucha gente "aislada", protegida en la burbuja de las opiniones unánimes de su peña y que no se arriesgan a conocer nada que les incomode. Ya se les dice a quien no leer, ver ni escuchar. No es que pretenda yo que seamos masoquistas hasta el extremo de dedicarnos a sufrir buscando todo aquello que nos lleve la contra. Pero se ha llegado al extremo de descartar no sólo artículos, libros, películas y obras de arte que no nos gustan, sino que exigimos a sus autores que coincidan con todas nuestras manías y que, de acuerdo con ellas, lleven una vida "ejemplar". No queda nadie. Me estoy leyendo el último libro de Woody Allen, aunque no sea más que por joder, en términos científicos. Y me está gustando mucho. Un abrazo.

      Eliminar