Abundan los que no leen prensa o
escuchan noticiero que no sea afín a sus ideas. Así se anticipan al peligro de
que alguien les lleve la contra, cosa inaceptable e inútil, pues forman parte
de esos grupos privilegiados que han conseguido atesorar todas las certezas, todas
la verdades. De leer libros sospechosos de sostener doctrinas contrarias, tenidas
por heréticas y perseguibles, para qué hablar. La fe de un buen cristiano
peligra leyendo el Corán o el Talmud. Los Index Librorum et Periodistorum
Prohibitorum de cada peña son más amplios que el de la Iglesia en la edad
media. Inabarcable es la lista de excomulgados que van dejando a su paso, ora
como fachas, ora como comunistas bolivarianos, según el entender y talante de cada
feligresía desde ambos extremos.
Mirando tales excesos especulares, un bando basa su autoridad y su razón en el
aprecio incondicionado por la seguridad y en una tradición mal entendida, para
la que todo cambio es malo; otro en el monopolio de una pregonada e inexistente
superioridad moral y en la idea de que todo cambio es a mejor, junto a su gusto
por los ríos revueltos. Cada uno lee su catecismo y las glosas de los obispos y
predicadores que mantienen su ortodoxia, que la herejía es muy mala, la carne
es débil y el maligno siempre acecha. Quien evita la ocasión, evita el peligro.
Hay que evitar riesgos, pues. Sobre
todo cuando de alguna forma se es consciente de una debilidad que no se puede
reconocer ante los demás. Se evita leer noticias ni tesis que contradigan o
cuestionen las ideas propias, que así las intentan proteger los que alguna
tienen, tratando de mantenerlas fijas como muelas. Los que no tienen ninguna,
que no son pocos, procuran resguardar sus caletres sin cosa que contamine el
vacío, siempre confortable.
Como si de una delicada orquídea
se tratase, mantienen su pensar a salvo de aires inusuales, que presuponen fríos
y contaminados. No se arriesgan a toparse con insectos, hongos o bacterias que comprometan
su vigor. En realidad, esa actitud, en exceso prudente, muestra que quienes así
obran conocen la debilidad de sus argumentos, la fragilidad de sus
convicciones, el peligro que correrían en caso de ser contrastadas con otras
que temen tanto como desconocen, aunque de antemano las desprecien. Lo cierto,
también triste y empobrecedor, es que, salvo los más soberbios e
irrecuperables, muchos no se fían de sí mismos y de su capacidad para resistir
envites ante los que se ven faltos de defensas argumentativas, de anticuerpos
dialécticos, de razones que les amurallen frente ataques que otros, mejor
armados de razones, sí son capaces de resistir. Rehúyen el debate e intentan
usar descalificaciones e insultos como fungicida. Los más listos y atrevidos de
entre ellos saben que en el medio natural, en la realidad cruda y salvaje, sólo
sobreviven las plantas que superan esos contactos retadores. Fuera del
invernadero las más débiles, las que no se avienen a las razones de la
situación, mueren. Medran y crecen las fuertes, las que plantan cara y consiguen
resistir las condiciones y riesgos de la situación real, a veces cambiante y
que exige adaptación y flexibilidad para encontrar un nuevo equilibrio.
Con las ideas pasa lo mismo que
con las orquídeas y otras plantas frágiles y enfermizas. Muchas, por su
debilidad natural, por ser semillas resecas y antañonas, poco viables en los
campos del presente, o por ser esquejes de plantas exóticas y tropicales que no
soportan los fríos locales, sólo perviven en ciertos invernaderos mentales, en
esos ambientes artificialmente protegidos que crean una burbuja alrededor de
visiones que no sobrevivirían a la intemperie de un debate abierto, como le
sucede a la orquídea en un bancal de secano. Es el aislamiento irracional de la
secta, inmune a la opinión ajena, a lo cierto, a lo sensato, lo que puede dar
lugar a las ideas enquistadas, absurdas, alucinadas que, más pronto que tarde
llevan a la perdición a sus acólitos.
No se determinan a hacerle un
análisis de sangre a su credo anémico no vaya a ser que muestre que le falta
hierro, anticuerpos, glóbulos blancos, sustancia. Las propias ideas deberían
someterse a un chequeo y ser contrastadas con las ajenas, con las discordantes,
pues ese es el reactivo que nos indica si su salud va bien. Si se pudieran
meter las ideas en un tubo de ensayo y ser expuestas a estos contrastes, tal
vez el médico, informe en mano, levantaría la vista por encima de sus gafas y
nos miraría en silencio a los ojos durante unos segundos interminables. En el
peor de los casos diría —Huy, huy, huy, huy, huy… y nos pondría un tratamiento
de choque. Vitaminas en forma de lecturas adecuadas, minerales en cápsulas conversacionales
fuera del círculo acostumbrado, un ejercicio necesario, pero no habitual según
muestran los análisis; oligoelementos que se dosificarían en párrafos de
lectura amarga y desabrida, sin la cucharada de azúcar habitual. Tal vez alguna
vacuna teórica, si la hay, alguna pócima lógica inyectable o un cocimiento
intelectual en forma de supositorio que enfrentara a nuestro sobreprotegido juicio
con el reto del pensamiento alternativo. Algunos casos desesperados
necesitarían de una solución quirúrgica; en los más extremos incluso una
lobotomía o una extirpación de algunas parcelas del córtex, región del cerebro
que genera la conciencia del entorno y de uno mismo.
Lo malo es que ese proceder de
avestruz, la cabeza hundida en un agujero ideológico, lleva a sobresaltos,
sorpresas, incluso a muertes súbitas. Privadas o electorales. Cuando se nos
muere una idea duele. El daño es proporcional a su importancia y, como en las
plantas, no es lo mismo que el gorgojo acabe con unas hojas o una rama lateral,
que el rayo llegue a desgajar el tronco o a la raíz. Cuando la planta es vieja
y el mal está tan extendido y arraigado que ya se ha apoderado de todo su ser,
no queda más que cortar o tirar para adelante mientras se pueda. Una persona
tiene difícil modificar, y menos prescindir, de una creencia que ha sido el
tronco leñoso y endurecido que le ha mantenido de pie, que ha sido el sostén
del alma, su armazón religioso, político o vital. Si uno ha devenido cactus,
las raíces se pudrirían trasplantadas de un día para otro a un terreno precisamente
por una desacostumbrada riqueza del suelo y abundancia de agua. Las plantas hay
que aclimatarlas. A algunas les basta con una inusitada corriente de aire para
morir, aunque sea aire limpio y fresco. Hay que ir poco a poco, leyendo lo no
leído, escuchando lo no escuchado para ir probando a pensar lo impensable hasta
alcanzar la cima de cuestionarse lo incuestionable, siempre disfrazado de
correcto. Es necesario correr el riesgo de equivocarse. Al final se trata de
optar por la libertad intelectual de andar recto frente al fácil sometimiento
de abandonarse a la corriente, dejarse llevar por los meandros que serpentean
rodeando las correcciones cambiantes, dejar de dar rodeos intentando
sortearlas, aunque haya que esquivar los tiros de los que, secos y encaramados
en ellas, quieren que mueras en el intento de atravesar el terreno pantanoso de
doctrinas mechadas de correcciones impuestas.
Siendo mala esta actitud, si se
limitaran a sí mismos, si permanecieran encerrados en el corral que construyen,
el problema sería suyo. Con su pan se lo coman. Peor es lo que ocurre. Su afán
censor y proselitista, su talante eclesiástico, les llevan a intentar meternos
a todos los demás en su redil, nos quieren mantener dentro de los límites que
su cerrazón intelectual y moral establece. No sólo les desconcierta y sorprende
que alguien —incluso una mayoría— piense diferente sobre este tema o aquel, es
decir que no piense lo que hay que pensar; llegan a indignarse simplemente
porque alguien se atreva a plantear dudas u objeciones a lo que para ellos ya
es dogma inmutable. Hay temas que quieren intocables, ya cerrados, verdades de
la fe sobre las que ni la ciencia ni la opinión ajena tiene nada que decir. Precisamente
en muchos de aquellos problemas o ideas acerca de los que existe conflicto,
divergencia, debate, es decir, lo no compartido por todos, todo aquello en lo
que no sabemos qué acabaremos pensando dentro de un tiempo, ni cuál será la
corrección siguiente, tal vez contraria a la actual, pero con seguridad defendida
por los mismos con igual ardor.
La ciencia avanza porque todo su
conocimiento es provisional, casi todo lo que hoy es verdad podría dejar de
serlo algún día, y con ello se cuenta. No ofende una teoría o una hipótesis
alternativa, que se intenta rebatir con argumentos, con datos, si es posible
hacerlo. Si no, se acepta, se incorpora al corpus, siempre de forma
provisional. Nuestros nuevos inquisidores, calvinistas o papales, nos
retrotraen a tiempos y formas anteriores al libre examen. Exigen adhesión
inquebrantable a su oscurantismo arrebañado, van persiguiendo Galileos que
dicen que sin embargo se mueve, pues toda discrepancia es herejía, la duda
debilidad de la fe, y la oposición frontal una patología que requiere, al
menos, reeducación, si no hoguera. Estamos hablando del pensamiento totalitario.
Es elegante leer tus textos, y privilegiado. Hoy no se lleva el espíritu crítico, o revolverse en la espuma de la duda, cuanto menos. Veo muchos forofos indolentes que se encuentran cómodos/"cómodas" parapetados detrás de sus antiguas convicciones, si es que han llegado a ser eso o quizá por eso por la convicción tiene un rasgo más de perpetuidad. Seguidores del mismo púlpito "sionista". Veo pocas posibilidades de enmienda pues el tiempo les apura. Y bien verdad es que este estado vital estresante que mantienen algunos individuos les impide mirar por donde van, les hace no pararse a ver la bifurcación de jardines, que decía Borges (que por otra parte yo no entendía en muchas ocasiones). Daría la impresión de que existe el miedo al libre albedrío.
ResponderEliminarMuchas gracias, hermano Jose.
Muchas gracias por tu comentario. Creo que hay mucha gente "aislada", protegida en la burbuja de las opiniones unánimes de su peña y que no se arriesgan a conocer nada que les incomode. Ya se les dice a quien no leer, ver ni escuchar. No es que pretenda yo que seamos masoquistas hasta el extremo de dedicarnos a sufrir buscando todo aquello que nos lleve la contra. Pero se ha llegado al extremo de descartar no sólo artículos, libros, películas y obras de arte que no nos gustan, sino que exigimos a sus autores que coincidan con todas nuestras manías y que, de acuerdo con ellas, lleven una vida "ejemplar". No queda nadie. Me estoy leyendo el último libro de Woody Allen, aunque no sea más que por joder, en términos científicos. Y me está gustando mucho. Un abrazo.
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