lunes, 1 de febrero de 2021

Epístola ingenua

 


    Uno de los recursos literarios más apropiados para la crítica de las irracionalidades y supersticiones arraigadas en una sociedad, un gremio o una ideología, es la de crear un personaje dotado de una mirada inocente, virgen, externa. Sea la ingenuidad infantil de Mafalda, la del Pequeño Nicolas (el de Goscigny, no aquel bandarra imberbe infiltrado en los salones políticos demostrando que si él era un oportunista vacuo, el cuajo y fuste de los demás no iba mucho más allá), el marciano perplejo de Sin noticias de Gurb de Mendoza, o el Ingenuo de Voltaire, por poner unos ejemplos. Todos ellos estaban dotados de esa candorosa simpleza, pero limpia e inteligente, que atribuye Mark Twain a su yanqui de Connecticut, republicano y protestante que, tras un golpe en la cabeza, hace aparecer en la corte del rey Arturo en el siglo VI, lugar y época utilizadas como espejo de lo propio.

 Mirar desde fuera permite a esa mirada supuestamente cándida mostrar sus colmillos retorcidos, que no son otros que los de la realidad, para triturar con ellos muchas de las cosas que damos por supuestas, esas que la costumbre no nos deja ver hasta qué grado son falsas, absurdas, incluso disparatadas. Esa ingenuidad supone atenerse a una razón incontaminada por la tradición, la autoridad o los prejuicios. Por eso un ingenuo dogmático, que no pocos incautos así hay, vive en una eterna contradicción. Recurriendo a la ironía, la mirada virginal desprovista de los lastres y artificios de la asumida corrección de la costumbre o la moda, se atreve a cuestionar muchas de esas losas que aplastan a la lógica y que, como decíamos, solo por el amor y el respeto a lo inveterado y consuetudinario, incluso a lo inútil, se mantienen operativas a veces siglo tras siglo, aun siendo irracionales y perniciosas.

 Toda esta larga introducción, (la brevedad tampoco es mi campo), es para justificar mi atrevimiento para opinar de virus o de economía, ya que en mi caso la falta de ingenuidad, carencia propia, más por vejez que por inteligencia, se ve compensada por mi total ignorancia de los arcanos del asunto. Asumo de antemano que se me diga ¡Ay, alma de cántaro! No es nada excepcional mi caso, pues es frecuente que los semovientes se enfrenten a noticias, tratos, incluso a programas políticos con iguales armas, una mezcla de candor e ignorancia, lo que les arroja a los barrancos del engaño. Todo es cuestión de engatusar a cada uno según su gusto, pastorear rebaños de afines con promesas de verdes prados, haciéndoles reafirmarse en sus errores, empujados por su guía suavemente hacia el despeñadero al que ya se dirigían por propio convencimiento, que por y para eso se habían arrebañado. El resultado es una procesión cantando salmos hacia los leones del circo, pero a gusto, convencidos y sin apartar la vista del frente, del cogote del que les precede, que él sabrá a dónde vamos.

 Si mi formación científica es lamentable, mis saberes económicos se pueden resumir en la certeza de que por la plata baila el mono, que decía el merengue de Wilfrido Vargas, siendo en Hispanoamérica el mono aludido por tal copla una persona inmadura, sin voluntad propia y que es manipulada fácilmente por placeres efímeros. Al final, y al principio, ninguna persona o ideología hace ascos al papel moneda, pues en el fondo todos sabemos que el dinero no da la felicidad, sobre todo si se tiene poco. Qué ocurre si se tiene mucho es algo que mantenemos en el terreno de las hipótesis. También me rijo por el axioma inapelable de que quien gasta más de lo que gana, debe. Y que quien debe depende de quien le presta, como corolario. Intuyo que, salvo fiado o incautado, es imposible repartir lo que previamente no se creó o produjo, sobre todo eternamente. Mi ciencia económica termina con la que proporcionan los cuadernos de Rubio de sumar y restar llevando. Con este bagaje, creo acreditar suficiente ingenuidad y extrañamiento al acercarme al tema.

 De la pandemia hemos aprendido algo de virus, que también tienen su economía. Aunque abundan los conspiranoicos que en todo ven complejas maquinaciones de fuerzas ocultas que urden nuestra ruina y tejen nuestra impotente desesperación, a veces tanto en la economía como en las infecciones víricas no hay inteligencia ni intención concertadas. Sus proteínas y su estructura conforman un solo propósito, sin que en ellos exista conciencia alguna que les capacite para hacer planes. Esa intención única e irracionada es la de multiplicarse; únicamente eso: sobrevivir para reproducirse. Para ello cambian, mutan cuando chocan con una pared que no pueden ver, degenerando para morir o mejorando sus posibilidades de encontrar una salida. No hay planificación ni más objetivo existencial que el de dejar suficiente descendencia. Podrían ser beneficiosos y, en lugar de provocar una neumonía, tal vez alguna variedad o mutación llegara a sintetizar azúcar a partir de la luz, haciendo nacer una raza de contribuyentes dulces, clorofílicos y verdosos. No sigo poniendo ejemplos para no mostrar que mis carencias biológicas son equiparables a las económicas. Pero la idea es esa, a veces no hay plan concertado, sólo afán de supervivencia individual; no existe confabulación, cooperación ni destino, sino simple caos, azar, aunque constreñidos por los límites de lo posible, dada la química de la vida. El menos interesado en acabar con la especie que le cobija es el propio virus. Una variedad que matara a todos los que le podrían hospedar moriría con ellos. Le conviene no ser letal en todos los casos. Es reconfortante ver que no les saldría a cuenta obrar así.

 En la economía ocurre otro tanto, a mi escaso juicio, salvo que sus virus con patas, traje y corbata, tienden más a la acumulación que a la mera supervivencia. El sindiós que padecemos y que nos chupa la sangre tiene unos límites, pues también debe mantener vivos el número suficiente de manos para fabricar y de bolsillos que compren lo fabricado. Algunos de los bienes con los que se trafica son etéreos, cercanos a lo metafísico. Cierto es que cabe suponer que la cosa está dirigida en sus acciones individuales por algunas inteligencias o ingenios algo superiores a los de los virus y que, en el caso de los chupópteros monetarios, hay jerarquías, planes e intenciones. El comportamiento de algunos actores económicos es en parte parecido a los víricos, en lo parasitario y en lo de acabar dando siempre con una vía de salida, mutar para seguir chupando. Aunque en este caso, a diferencia de los virus, chupones y chupados sean de la misma especie. Pero no hay un plan, una conspiración. Hay muchas, todas ellas en principio individuales, por eso del gen egoísta de Richard Dawkins, lo que iguala a todo lo que bulle, al virus y al ciudadano. Luego se producen, a veces casualmente por confluencia de intereses y estrategias, coaliciones, simbiosis y alianzas, ocasionales o perpetuas, como las hormigas pastorean pulgones o los hongos gorronean el jugo de las raíces. Hay cosas que están en la naturaleza, más cruel que lo que Disney enseña a los niños, para su perdición y la de ciertas ideologías utópicas. Eran más educativos los cuentos tradicionales, si por educación entendemos preparar a los tiernos infantes para enfrentarse a un mundo real donde los unos se comen a los otros. Y hay sangre.

 Cherchez la femme, decían aquellos, y atinados iban por eso de las tetas y las carretas. Como los que desentrañan crímenes y fechorías buscan quién se beneficia del entierro, quién hereda, pues si no siempre se llevaría las culpas el mayordomo, que nunca deja de estar en el ajo.

 España está en venta. Se están desmontando desde hace tiempo los mayores grupos industriales, como lo era Criteria, de la Caixa. Sectores estratégicos como la energía, la imprenta, incluso la alimentación, van a manos foráneas por cuatro perras. Santillana, nuestra Oxford University Press, mascarón de proa de una lengua que podría ser pujante industria, una multitud de editoriales vetustas fue malbaratada por Prisa a cambio de 465 millones. A manos finlandesas, que andan solventes. La propia Prisa, editora de El País está en almoneda. Para llorar. Como la luz, la información de masas, (varias cadenas de televisión) están en manos italianas, y no de las más limpias, como las de Berlusconi. Ya habían comprado a precio de saldo empresas eléctricas, gasísticas y otras que nos empobrecen y esquilman, pues sus manos no buscan prosperidad general ni eficiencia, sino beneficios a cualquier coste ajeno. La lista sería larga, por desgracia, pues vendemos desde las galletas, las bodegas y las minas, hasta el aceite a nuestros competidores. Las joyas de la abuela.

 Los dirigentes de esas compañías conducidas al saldo, siempre en rebajas de enero, con contratos blindados condicionados al precio de sus acciones, no a la fortaleza real de la empresa y a los beneficios de la producción, juegan a la ruleta de la bolsa y maniobran para salir forrados de esas corporaciones o bancos que malvenden sin ser suyos, en lugar de esposados, como correspondería. Son admirados como modelos de éxito, para más inri, pues antes reverenciamos con no declarada envidia el pelotazo que el éxito legítimo. Los pocos que no obran así, cabezas que sobresalen en ese mar sembrado de piratas, son decapitados por una envidia más difícil de ocultar y por el integrismo ideológico. Inditex, Mercadona, Corte Inglés y poco más. Leña al mono, incluso al que baila cuando toca. Hay más de los otros, más Florentinos y March, Botines y Entrecanales, Reynés y similares gestores y pseudoempresarios zalameros con el que manda, banqueros y especuladores, menos visibles a veces, aunque más cercanos al poder que los anteriores. Más cenas de negocios y enredos paga Florentino que Amancio y es revelador conocer con quién comparte palco y mantel. Algunos aún más cándidos que yo se asombrarían.

 Veremos si ciertas operaciones de venta de lo invendible en un estado serio tienen o no la venia para ser perpetradas. Entre el nacionalícese y el bueno está, hay un término medio. Si bien lo primero no debería ser anatema, salvo por el espanto de pensar a qué amigo, siempre un inútil, se encomendaría la gestión de lo expropiado, también está la posibilidad de impedir que ciertos sectores estratégicos caigan en las manos indebidas, más por indecentes que por foráneas, que también. Luego nos quejamos de que siempre nos quedará servir cañas, que es lo nuestro. Pero el modelo se mantiene, si no se empeora, pues se habla y se critica más que se hace y se destruye más que se crea, que siempre resulta más fácil y más rápido. Y el gobierno, las oposiciones y yo, con estos pelos. Seguramente será mi declarada candidez, pero compruebo que nos están sacando la piel a tiras y no quisiera llegar a pensar que también nos toman el pelo.

 

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