miércoles, 19 de mayo de 2021

Epístola escolar

El éxito, como la victoria, siempre tienen muchos padres. El fracaso y la derrota suelen pasar por huérfanos, aunque a veces cabe hacer una prueba de paternidad. Si decimos que, al menos en algunas de sus etapas, la educación, la actividad docente en España "ha funcionado" de forma sorprendentemente satisfactoria, que las escuelas "se han mantenido abiertas" o que en los peores momentos de la pandemia la docencia "se adaptó" a la enseñanza telemática, usamos frases casi impersonales o de una pasividad descabezada que reclaman un sujeto más explícito. Las cosas no funcionan solas. A veces ni acompañadas. Por otra parte, el éxito resulta sorprendente solo para los que no confiaban en exceso en un gremio más atacado que defendido que, siguiendo su costumbre, ha dado una lección más. Y no pequeña.

Algo "se ha hecho" bien. Sería de justicia poner sujeto a estas afirmaciones, pues la diferencia positiva respecto a otros países, que a veces miramos con una envidia no siempre justificada, es un ejemplo de cómo somos capaces de hacer las cosas cuando todos remamos en la misma dirección. A veces, que algunos dejaran de remar ya sería una ayuda.

Tras 38 años en la escuela, conociendo el percal, soy incapaz de atribuir la clave de ese éxito a la administración. Será cosa mía, pero aún no se me ha pasado el regusto amargo de mis últimos años en la empresa, tiempos de recortes en personal, recursos y sueldos. Y, lo que fue peor, de descrédito inmerecido, a veces abonado por quien cobra por defender a la educación pública, cosa que no se puede hacer contra los enseñantes. Nunca se perdió, se pierde, ni se perderá ocasión para restregarnos por la cara que tenemos muchas vacaciones y que, para lo que hacemos, demás cobramos. Nunca me he explicado cómo no se dedica toda la población a este trabajo tan fácil y cómodo como generosamente retribuido.

Más que una ayuda, durante la crisis (la penúltima) la administración educativa llegó un momento en que era vista por los docentes como un nublo por un agricultor. No sé, y además ignoro, si esta percepción habrá cambiado. En siete años, desde mi jubilación, se han urdido dos leyes de reforma de la educación, papel mojado, cambio más de palabras que de contenido. Burocracia ideológica, una mezcla perversa alejada de lo que ocurre en las aulas. Si en esta ocasión esa administración confusa, no pocas veces hostil hacia lo que administra, no ha estorbado, incluso ha ayudado con instrucciones y protocolos claros, algo inaudito en esta industria, ha confiado en los que están a pie de obra, cosa que no es lo habitual, y no ha racaneado recursos personales, algo no menos excepcional, el avance ha sido evidente. Cabe la posibilidad de que, sin que sirva de precedente, se haya dejado aconsejar por los que saben. El caso es que muchos docentes han tenido que reinventar su profesión en cuestión de días. Y ha funcionado.

Que niñas y niños iban a estar a la altura era algo acerca de lo que pocas dudas podíamos tener los que con ellos hemos trabajado durante decenios. En contra de lo que muchos pudieran esperar de su corta edad, hacen caso, huelen la gravedad en el ambiente. Aunque no lleguen a entender el peligro, lo intuyen, lo ven en las caras de los adultos. Confían en ellos y reconocen de alguna forma su autoridad, más ahora cuando, quizás por vez primera, escuchan a todos decir lo mismo. Cuanto más pequeños mejor, pues esa confianza incondicional y esos respetos son cosas que se van perdiendo al crecer, no sin ayuda de propios y extraños. Las familias, sin duda, también han hecho bien su papel, valorando el de la escuela tal vez algo más que de costumbre, tanto como el de los docentes, gremio que no está acostumbrado a cosechar demasiados reconocimientos.

Apurando los medios disponibles y las horas del día, la comunidad educativa entera, alumnado y familias, pero en especial los docentes, se reconvirtió en dos semanas al trabajo virtual, telemático.  Aplicaciones, mensajes y videoconferencias que llevaban a casa la cara y la voz de la seño y de los compañeros de clase, junto a los quehaceres habituales. Luego se abrieron las escuelas para una enseñanza presencial, pues cerradas ni vacías nunca estuvieron, permitiendo a alumnos y familias una cierta normalidad. Facilitaron a estas últimas acudir a sus trabajos quien los tenía, incluso a mantener la salud mental, quien la conservaba. Ventanas abiertas en pleno invierno filoménico, grupos burbuja, lavado de manos, hidrogeles, mascaretas, distancias, seriedad, orden e imaginación. Queda quitarse la boina, como ante otros trabajadores hemos hecho.

 El curso está a punto de terminar, para desesperación de no pocos. Llamar normalidad a la forma en que se ha desarrollado sería exagerar, pero ha sido más parecido a ella que en muchos otros países y que en otros sectores y actividades, hasta el punto de que en estos meses eternos hemos podido hablar más de bares que de aulas, cosa que tampoco es novedad. Durante la pandemia ha habido personas y actividades que, por imprescindibles, han tenido que tragarse el miedo y aparentar que nada pasaba, pues había que cultivar, comer, llenar la despensa, limpiar, apretujarse en el metro,  fabricar y transportar mercancías, educar, atender y curar. Incluso enterrar. Aunque somos olvidadizos, pasado el trance, habrá que pasar al capítulo de reconocimientos y refuerzos de lo que se ha mostrado esencial, empezando por la sanidad, la ciencia que produjo en pocos meses las vacunas, siguiendo por la cajera del super, los que cultivan y recogen las cosechas y terminando con el que barre. Espero que no se olvide a los docentes.

 Eso sí, nunca sabremos dónde se han acabado produciendo la mayoría de los contagios. Pero parece ser que no ha sido trabajando.

 

 


2 comentarios:

  1. Revisando la historia de España —no sé en qué grado es extrapolarle a otros países— es fácil encontrar a veces a la clase de tropa entregando generosa su vida, practicando un heroísmo muchas veces no reconocido, arriesgándolo todo para conseguir la victoria. Curiosamente, los grandes fracasos son más achacabas a la estupidez, necedad o estulticia —cuando no cobardía— de mandos superiores e incluso generalato. Y a la hora de repartir medallas, felicitaciones o prebendas, ya se sabe. O de reconocer, sencillamente. Ahora la historia, incansablemente, se repite: de un lado transportistas, autónomos, trabajadores varios, agricultores, cajeras o respondedores de supermercado... maestros. Del otro, como siempre, Gobierno y Parlamento discutiendo, legislando, dando por el saco. ¿Recuerdas los aplausos de cada tarde a los sanitarios? A ver cuándo abren más plazas a concurso para lograr una ratio "europea" o les aumentan un poco sus magros sueldos. Pero me parece que va a ser que no.

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    1. Lamentablemente, así ha sido y sigue siendo. Sin ser un mal exclusivo, tal vez la envidia que tanto abunda acentúe esos comportamientos llenos de ingratitud. Veremos, como dices. Aunque es fácil adelantar que, pasada la marea, volvamos a obrar igual.
      Gracias una vez más por tu comentario. Por cierto, como a tí te ha ocurrido a veces, me resulta imposible dejar comentarios en tu blog. Cada vez que haces alguna de tus maravillas acudo allí a ver los detalles y el proceso. Escribo y desaparece o da error.
      Un abrazo.

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