domingo, 18 de diciembre de 2022

Epístola del hartazgo

La política es como el teatro: te la tienes que creer. Aceptado el marco escénico, los artificios de sus libretos deben ser verosímiles y coherentes, y los actores creíbles. En una obra teatral sabes que lo que ves no es la realidad, que no es cierto lo que te cuentan, que es ilusión, aunque sus espejismos y deformaciones no suponen un engaño, porque a sabiendas y para eso has pagado la entrada. Sabes antes de entrar que las palabas, las promesas y los hechos, las razones y los argumentos que seguirás en escena son un fingimiento que queda allí, en el escenario, mientras se desarrolla la función. Lo mismo acaba ocurriendo en una campaña electoral. En uno y otro espectáculo hay un pacto de credulidad, una suspensión temporal del contraste de lo que vemos con la realidad y, cuando en escena nos muestran dos sierras de cartón pintadas de azul con crestas blancas moviéndose de un lado al otro del escenario, vemos las olas del mar. Aunque sabemos que tras las bambalinas hay alguien que las mueve, el pacto tácito obliga a no mostrar al público el mecanismo ni las operaciones del engaño. Los tramoyistas no pueden atravesar el escenario mezclándose con los actores sin romper la ilusión, el encanto, aunque sabemos que están detrás. Esa precaria credibilidad voluntaria y pasajera que hace posible el teatro y la política se basa en una ilusión, que se quiebra y se desvanece cuando el mecanismo del engaño se revela a los ojos de los espectadores y de los votantes. Para creer en las leyes es mejor no ver cómo se fabrican. Para creer lo que te dicen que van a hacer hay que olvidar lo que han venido haciendo.

Cuando salimos del teatro, allí queda la historia y el relato de la función. Lo que pasa en las Vegas, se queda en las Vegas. Sin embargo, en el teatro político lo que los actores van representando determina nuestras vidas. Ellos pueden permitirse vivir en eterna campaña electoral, los demás tienen que trabajar para poder vivir, lo que va separando sus mundos, hasta llegar a hacerlos distintos, contradictorios y al cabo, hostiles. En las dictaduras son incompatibles, convertidos gobierno y pueblo en enemigos. Deberíamos ser, mientras nos sea posible, algo más exigentes con sus promesas y sus realizaciones. También con sus puestas en escena, con la credibilidad del argumento y con los diálogos de la obra. Por no hablar de la conveniencia de que se utilice un lenguaje coherente, inteligible, con palabras fieles a lo que se supone que se está nombrando, no instrumentos de engaño y engatusamiento y que, como en el buen teatro, no renuncien a educar, a promover la reflexión y la toma de conciencia. Los personajes revelan su ser, su esencia, con el lenguaje que utilizan. Es uno de los recursos de los autores para caracterizar y definir a sus tipos. El sabio pronunciará palabras ciertas, sensatas y ponderadas en tono serio y grave, el hampón voceará sus improperios y amenazas de forma patibularia, el tonto balbuceará una y otra vez sus simplezas, el villano gruñirá sus engaños y sus rencores, el traidor encandilará a los que confían en él con dulces palabras y promesas que nunca cumplirá, hasta acabar vendiéndolos al mejor postor, el astuto jugará con los eufemismos y dobles sentidos de forma sinuosa para abusar de la confianza de todos los que son más nobles y leales que él… En fin, por sus obras los conoceréis, pero, también y a veces antes, por sus palabras. Sobre todo, cuando unas no se correspondan con las otras. Igual que en la política.

Las promesas electorales están para no ser cumplidas, al menos no todas ni del todo, ya nos lo reconoció Tierno Galván. Estamos acostumbrados, aunque hasta ahora no se había alcanzado la perfección del sistema. Apuntan por elevación en sus brindis al sol todos los candidatos y ya asumimos que menos lobos. Que es más fácil prometer que dar trigo, es cosa sabida, de forma que ya se verá si lo que se anuncia se puede alcanzar. Pero, al menos, es exigible que la intención de cumplir lo prometido, hasta donde se pueda, sea cierta, cosa que no ocurre. Cuando se comprueba que un candidato, cuando dijo lo que dijo y prometió lo que prometió, igual pudo haber dicho y prometido justo lo contrario, que es todo lo que después le hemos visto hacer, defraudando una tras otra todas las promesas, la ilusión se desvanece, el votante racional se siente engañado y la función se viene abajo. Son inútiles los esfuerzos de la claque, las aclamaciones y justificaciones de los espectadores con la entrada regalada, los aplausos de amigos y parientes. Perdida la credibilidad, demostrado que alguien es una persona sin palabra y sin intención alguna de cumplir sus compromisos (es decir con principios intercambiables, que es muestra de no tener ningunos), la cosa no debería dar para más. Resulta tan inconcebible que un presidente de gobierno degenere hasta esos extremos como que encuentre quien lo justifique y lo aplauda. No hay perro que no se parezca al amo. No me espere el autor en su próxima comedia. Esa sería la reacción normal.

Pero en la política la razón y la verdad, como los principios, se han convertido en cosas muy secundarias. Más que accesorias, ya son prescindibles. Un verdadero estorbo. Te votamos porque no tenemos más remedio, eres el clavo ardiendo para tener algunas opciones electorales, pero no porque confiemos en ti —se dicen los parroquianos a sí mismos—; por muchos esfuerzos que hacemos ya no te podemos creer y, además, todas nuestras energías y nuestro prestigio se han derrochado en intentar justificar ante los demás lo injustificable, llegando al ridículo y a la vergüenza. Incluso los portavoces y voceros no saben un rato antes de sus intervenciones qué es lo que tendrán que defender y argumentar, pues dependerá de los meandros del jefe. Igual me toca decir una cosa que la contraria, depende, pero intentaré no ponerme demasiado colorado y apuntalarme la cara para que no se me caiga al suelo.

Militancias y votantes incondicionales ya han demostrado ser inmunes a todo lo anterior, como a la autocrítica y a la misma razón. Tienen costumbre. Porque votan cada uno a los suyos, con razón o sin ella, hagan lo que hagan, salte o raje. Pero hay otros, muchísimos, que no tienen su voto comprometido, hipotecado. Con mayor o menor acierto cada elección deciden su voto, a veces a última hora, según les va la vida o el negocio, incluso la úlcera, dependiendo de hacia dónde soplen los aires en su círculo inmediato y de lo visto, escuchado y cometido sobre algún tema para ellos sensible y determinante. Si se ha llegado a la situación actual, en la que las promesas electorales no sólo no es necesario cumplirlas, sino que hasta se puede hacer totalmente lo contrario a lo prometido en cada una de ellas, para hacer después sufrir a los desencantados votantes el agravio y la desconsideración de que los acólitos se lo intenten justificar, tomándolos por tan tontos y sectarios como ellos, ¿qué nos queda? ¿Qué criterio debería seguir el votante para elegir la papeleta? Si no son los programas y las promesas, algo ya irrelevante, papel mojado, sólo queda la intuición, la simpatía, la víscera, la tradición familiar o tribal, la cesión a las presiones del entorno, la resignación de optar por el menos malo o echarlo a cara o cruz y Dios dirá. Total, da lo mismo, prometan lo que prometan. Votemos al más guapo, al que vocea más, a la que más sale en las noticias, al que más nos hace reír o más lástima nos da, o al que mejor nos cuenta los cuentos por la noche. Es un vaciamiento de la verdadera política, una devaluación de la democracia, convertida por los peores en un campo de batalla en el que todo vale, todas las armas, todas las mentiras, todos los excesos, todas las amenazas, todos los abusos. Y ocurre así porque para las cúpulas de unos partidos que han convertido a sus militantes en simples mariachis, el legítimo deseo de ganar las siguientes elecciones se ha convertido en su única misión, su único reto, tomando medidas y decisiones condicionadas no al bienestar general, sino a sus necesidades y apremios electorales. El fin de la democracia. Llegamos a un punto en el que los más graves problemas que padecemos son los que ellos nos han creado. De hecho, ellos son nuestro principal problema y nuestro mayor lastre. Y no es una exageración.

Luego hay lumbreras que nos hablan de democracias de baja calidad, de corrupción, de ataques al sistema, de deslealtad constitucional de los contrarios, de crispación, polarización y guerracivilismo; hay hinchas partidarios, esos que no tienen ninguna duda al respecto, que no se explican cómo algunos votantes votan a quien votan, incluso hay gente lenguaraz e irresponsable que llega a acusar de golpistas a los adversarios, hasta a los jueces, cosa rara, pues los narcisistas suelen frecuentar el espejo y ya deberían haber visto reflejados en él ciertos rasgos que ellos imaginan o creen reconocer en el oponente.    

En vez de haber acabado por parecerse en exceso a los socios y apoyos (que el roce hace el cariño), a esos que en campaña decía que le producirían insomnio, Sánchez debería haber evitado traspasarnos a nosotros sus desvelos para dormir él tranquilo en la Moncloa. Y hablo de Sánchez, porque el PSOE ya no existe, una masa silente y consentidora, salvo unas pocas voces levantiscas que uno no sabe si dicen lo que dicen por estrategia o por convicción, aunque queremos pensar que por esto último y ocasión tendrán de demostrarlo.  Veremos. Porque el resto en las alturas del partido, en los que tienen acceso al jefe, es decir en los que han llegado allí por y para darle la razón y quitarle las pelusas del traje, se limitan a eso, a ser carne política de cañón, un elenco de actores y actrices, peones prescindibles a los que se envía al frente y a la trinchera mal pertrechados de argumentos para defender ciertas cosas. Deben recurrir otra vez el embeleco de las palabras e insistir en su uso artero para mentir diccionario en mano. 

Dicen querer homologarnos con Suecia y Dinamarca, pero a sus socios más les gustaría hacerlo con Venezuela y a sus apoyos con Kosovo o las islas del Canal. Hay delitos que en otros países se castigan con igual y a menudo mayor dureza que en España. Pero con otro nombre. Esto no ha sido alta traición, quebranto e intento de desmantelamiento constitucional, golpe de estado, no porque no ocurriera así, que claro está que así sucedió, sino porque nuestro código no lo llama de esa forma o la definición de la figura delictiva no se ajusta exactamente a los hechos juzgados. Eso no quiere decir que hubieran quedado impunes en Alemania, Francia o Inglaterra, entre otros países que, de forma mentirosa nos señalan como modelos. Al contrario, hubieran sido condenados a penas mucho más graves. Con la malversación, tras lo perpetrado respecto a la sedición, y antes con los indultos, intentan hacernos un truco de magia legal parecido: Nada por aquí, nada por allá, et voilá, no pasó nada reprobable. En Francia la malversación es robar para uno mismo, nos explican. Vale, pero no cuentan qué otras figuras contemplan y castigan robar desde las instituciones para el partido o para financiar delitos. Lo que resulta poco discutible es que aquella moción de censura encabezada por el secretario general del partido de los EREs y apoyado, desde dentro o fuera del gobierno, por un amasijo de antisistemas, extremistas, malversadores, golpistas y delincuentes —¿Qué podía salir mal?—, nada tenía que ver con expulsar del gobierno una corrupción que ahora perdonan y abaratan, tras haber sido encarecida paradójicamente por el censurado. Queda en evidencia la mendacidad de esa excusa, desmentida tras el traje a medida de la malversación para sus apoyos separatistas, clara prueba de que era simple impostura ese rechazo a una corrupción que sólo les repugna cuando es ajena.

Puedo hacer el ejercicio de ponerme en determinadas pieles. Sin embargo, hay pellejos que o no me entran o me cuelgan, me vienen grandes o pequeños. Soy incapaz de meterme en ellos. Hay partidos y líderes políticos que tienen una moral muy distinta a la mía. Su ética es para mí dudosa, equivocada, imposible de compartir, incluso perversa. Pero tienen alguna y son coherentes con ella. Al menos no te engañan demasiado, a veces sólo en la medida en que se engañan a sí mismos. Sus circunstancias, sus intereses, su ideología y, especialmente su tribu y su pasado, les llevan a interpretar las cosas sesgadamente y a su favor, como todos hacemos, algunos incluso llegando a intentar encontrar buenas razones para sus malas obras, para sus propios delitos; para poder vivir, para no escupirse cuando se vean la cara en el espejo y para poder dormir sin que los muertos de sus amigos se les aparezcan bajo el dintel de la puerta de la alcoba. Igual ocurre con el corrupto. La causa, el partido, la necesidad de ganar las elecciones para aplicar su programa salvador, la tradición, la escasa o nula censura social, todos lo hacen, yo también lo haría si pudiera… En fin, cada uno encuentra argumentos, mejores o peores, en los que quiere creer, no tiene más remedio que creerlos, dado que en España no hay tradición con eso de hacerse el harakiri. Es posible entender hasta al psicópata, al asesino en serie. La psiquiatría tiene estudiados los pudrimientos de ese tipo de cerebros y, a veces, concluyen compasivamente que no pudieron obrar de otra forma. Está mal, es perverso, pero obra de acuerdo con los límites morales que su desestructurado cerebro es capaz de alcanzar.

Lo que ya nos resulta menos comprensible, ni desde el punto de vista ético o político, ni clínico o psiquiátrico, es el que carece de moral alguna sin estar loco. La persona sin principios, la que al contradecir una y otra vez aquellos que dice tener, demuestra no tener ningunos. Como en la mente del imbécil, no hay en el fondo ninguna ideología, ninguna idea acerca del bien y del mal, ninguna necesidad de justificarse ante sí mismo y menos ante los demás. Puro instinto, mera animalidad, la fiera suelta. Esa clase de personas no tienen límites, no creen en nada más que en sí mismos y en su misión providencial, limitada a hacer su santa voluntad y a disfrutar que esto son cuatro días. Se llevan por delante lo que haga falta, no tienen lealtades ni amigos, salvo los que les son útiles y sólo mientras lo sigan siendo.

En otros tiempos estos césares decretaban en vida su propia divinización, nombraban senador a su caballo (que cosas peores, menos nobles e inteligentes, nombran hoy en día para cargos de gran responsabilidad), hacían raspar en frisos y tumbas, monumentos y muros, toda memoria de sus antecesores, reescribían la historia y su propia biografía para hacerse descendientes de Eneas o de Rómulo y Remo, cuando no del mismo Júpiter. Hoy no pueden llegar a tanto con los laureles de la gloria, si acaso se adornan con un dudoso doctorado, pero se encaraman a la peana y se declaran, aún en vida, pasados a la Historia, aunque sea como desenterrador. Eso es algo que se consigue fatalmente. La relación de reyes o presidentes debe de ser continua, sin huecos ni omisiones. Hasta el papa que duró una semana y murió, seguramente envenenado, pasó a la historia, aunque no fuera nada más que por eso. Pasar seguro que se pasa, el recuerdo y la huella son harina de otro costal. Porque lo que ya es más peliagudo será ver con qué adjetivos y motes, con qué recuerdos, por qué hazañas o desmanes pasará. Algunos deberían tener miedo de las futuras crónicas. Si son ciertas no serán favorables en exceso. Lo único que el episodio deja claro es la endiosada soberbia y el desproporcionado narcisismo del augur.

La legitimidad la otorgan las urnas, que si por ejecutoria fuera, de poco tendrían que presumir algunos. Un mal común entre nuestros penosos políticos es la infamia de negarle esas legitimidad al adversario, incluso el mismo derecho a existir y a defender sus posturas. Se ha hecho contra el gobierno Frankenstein, tildado de ilegítimo y de poco menos que ilegal. No lo es. Como tampoco lo el es PP, que Belarra denuncia estar fuera de la ley, ni lo sería ese otro gobierno, la única alternativa al actual, del PP con VOX. De antemano, desde siempre, se han vertido contra esa eventualidad, es decir, contra la única posibilidad actualmente viable de alternancia en el poder, las mismas demonizaciones. Sería el fin de la democracia, los fascistas al poder, la guerra civil. Menos lobos. Peor arreglo, pacto o contubernio que el actual amasijo coral es algo imposible de construir en España. Una jaula de grillos a la greña. Hay que hacer un esfuerzo para imaginar algo peor, con socios y apoyos más sucios, menos deseables y más despreciables. Vetar esa opción, como decimos, es negar la posibilidad de alternancia en el poder, algo que sí que sería el fin de la democracia.

120 decretos tramitados con una urgencia imposible de justificar por inexistente, que yendo de lo razonable a lo dudoso, llegando hasta a lo perverso, pasando por lo inconveniente, hubieran requerido más que nunca un debate serio y pausado, algo que con estas prisas particulares, innecesarias y maliciosas, evitan y acallan. Si hubiera mediado la deliberación y no las injustificables urgencias por pasar cuanto antes el mal trago de leyes y medidas pactadas con delincuentes que repugnan a casi todos, incluidos a los socialistas que no disfrutan de las mieles del poder directo, pocos de esos decretos conflictivos, producto de presiones y chantajes de sus socios y apoyos, hubieran salido adelante. Gran parte de sus prisas, del sprint final de disparates, es para llegar a las elecciones tras el mayor plazo posible, dejar una distancia temporal que permita al electorado, el propio y, si fuera posible, el ajeno, metabolizar y, en lo que cabe, olvidar los desafueros.

Nada es para siempre, aunque se trasluce que eso es lo que se desearía y en ello se trabaja. Ante unas nuevas elecciones, pensarán que habrá que confiar en la acreditada rendición intelectual y moral de los suyos, ya de por sí ovejunos y sometidos. Saben que no son suficientes. ¿Cómo hacer que los demás olviden los incumplimientos y felonías perpetrados y vuelvan a dejarse engañar y reincidan en creer que en esta ocasión sí que vamos a cumplir lo que en campaña les prometamos, rompiendo nuestra costumbre? Hay que conseguir que se hable de otras cosas. Llevan mucho adelantado, han ido consiguiendo que cada disparate y cada escándalo tape el ruido producido por el anterior, lo que exige degenerar in crescendo. Ya no basta cualquier bodrio legislativo o un compadreo más con leyes y recursos a cambio de apoyos, hace falta el estruendo de lo inconcebible, de lo desmesurado, hay que llegar a los límites, incluso traspasarlos si no hay más remedio. Hay que recurrir a una ensordecedora traca final mantenida para tapar el ruido de las anteriores pirotecnias. No es tiempo ya de remilgos morales, éticos ni jurídicos. Hay que ir por todas, como han anunciado. Cueste lo que cueste, procurando que les cueste a los demás, aunque sea a casi todos. Así se llega al borde del abismo de atacar y desprestigiar a la justicia en su asalto al Constitucional, que al final deberá tasar parte de lo que han hecho, certificar y escriturar las ventas realizadas y dar por buenas, lo sean o no, algunas de las leyes perpetradas. Les va la vida en ello. Porque ese sillón es su vida, su buena vida.

Lo único que en España nos faltaba era un conflicto constitucional como colofón al sindiós de la renovación de los miembros de los órganos judiciales. El Partido Popular, inicialmente, tiene gran parte de la responsabilidad por no haber hecho su parte en alcanzar el necesario consenso para la renovación en plazo. Las pelarzas han mostrado otra vez, ahora de forma aún más cruda, la tramoya, los repartos tras las bambalinas, algo que desvirtúa la intención del constituyente, que establecía una forma de selección y nombramiento mediante el consenso de candidatos en el Parlamento, no en los despachos de dos partidos. Eso nos hace partir de la base de que ninguno de los dos lleva razón y que cuando hablan de independencia del poder judicial ambos mienten como bellacos. A partir de ahí, ese acuerdo que varias veces ha estado a punto de alcanzarse, se ha pospuesto con cambiantes excusas de mal pagador por parte del PP. Poco ha ayudado el adversario, es cierto, y claro ha quedado que tanto unos como otros han procurado proponer y nombrar las personas más inadecuadas, aquellas que hacían imposible el visto bueno de los demás, por estar excesivamente clara su dependencia del partido que los propone. Es, por tanto, una de esas discusiones en las que cuesta trabajo darle la razón a unos o a otros sin que se te quede cara de tonto. Visto que la cosa no tiene arreglo, rendidos a la realidad de que ambos contravienen el espíritu constitucional, sólo nos queda el estricto cumplimiento de la ley. Deberían haberse renovado en tiempo y forma y luego, si procede, cambiar la ley si hay acuerdo para hacerlo. Pero no cambiarla y recambiarla arteramente con maniobras legislativas a salto de mata de tan dudosísima constitucionalidad como evidente desvergüenza. Pero vamos de pillo a pillo, y si la cosa se trata de establecer cual de ellos es más brivón y trapacero, en este asunto andan a la par. Con su pan se lo coman podríamos decir si no se tratase de algo tan serio y decisivo.

Si le quitamos la razón al PP por sus injustificados retrasos, cosa que hacemos, a partir de ahí, la cosa se complica. Una irregularidad o un abuso no se soluciona ni se compensa con otro mayor, disparatado, como el aprobado con las urgencias de la desesperación en ese pleno que a punto estuvo de ser inhabilitado por los recursos que intentan evitar la modificación de dos leyes orgánicas por el artera e inconstitucional artimaña de añadir ese estrambote legislativo al final de los tercetos, cuartetos y ripios de otras leyes que nada tenían que ver con una cuestión tan grave, evitando así la posibilidad de enmiendas, debates y argumentaciones de la oposición. Que el Constitucional pudiera adoptar las medidas cautelares solicitadas sería, nos dicen, un amordazamiento de los diputados, ahora pendiente en los senadores, pero obvian decir que eso es lo que han venido haciendo sistemáticamente con esas vertiginosas tramitaciones que dan a algunos de ellos un minuto y medio para argumentar y explicarse, sin posibilidad de proponer enmiendas propias a las reformas a leyes orgánicas, disfrazadas de enmiendas, del gobierno y sus cómplices. Eso sí que es un silenciamiento y un recorte a los derechos de los parlamentarios de la oposición. Si se quería romper el nudo gordiano del bloqueo, han hecho un pan con unas tortas. Un despropósito, un abuso propio descomunal y desproporcionado para compensar otro ajeno, un exceso que, si no ahora, después, será declarado anticonstitucional, aunque ya sin remedio ni posibilidad de corrección. Desnombrar a los nombrados sería surrealista, aunque posiblemente justo.

De esos fuegos viene el humo que ahora tapa ya todos los desmanes anteriores. Conseguido, tito. Añadamos para acabar de engorrinar el cotarro la hipérbole, la algarabía, el teatro: golpes de estado, Tejeros con toga, partidos fuera de la ley, para subir la puja tras dislates sobre gobiernos ilegítimos, amenazas fascistas, oposiciones golpistas y demás despropósitos. Podemos y VOX han triunfado. Si no en las urnas, al menos sí consiguiendo imponer y generalizar un estilo, un nivel, un clima, sin duda barriobajeros y destructivos. Ya teníamos bastante con los separatistas y con esos a los que no hay que llamar filoterroristas, aunque sí fascistas o comunistas caribeños a otros. Pedir amparo al Constitucional es algo previsto por la ley, aunque es dudoso de que sea aplicable al Parlamento algo establecido como freno en caso de inconstitucionalidad de alguna iniciativa ilegal en una comunidad autónoma. Contra el vicio de pedir está la virtud de no dar. Si no procede, el Constitucional rechazará aplicar las medidas cautelares solicitadas, como espero y creo que ocurrirá. Si considera que sí, otorgará esa protección y esa filibustera y posiblemente inconstitucional forma de reformar el sistema de nombramiento se paralizará antes de que pueda aplicarse, algo que sería irreversible. Y no hay más por mucho que gesticulen y por muy histéricos que se pongan. Ni golpe togado, ni secuestro del Parlamento ni nada que se le parezca. Más ruido, sólo ruido, indecente, interesado y enmascarador de los excesos precisamente de los que más vociferan, a la vez que una gravísima indecencia poco o nada democrática, como es presionar de esa forma desaforada a la judicatura. Sea cual sea la decisión del Constitucional, guste o desagrade, nos dé la razón o nos la quite, no cabe otra opción que el acatamiento y el respeto a la justicia, y será un indicador del grado de apego a la democracia escuchar las reacciones de unos y otros.

Las descalificaciones que se escuchan en el Congreso avisando de que viene el lobo golpista, mientras los que hablan se rascan las orejas con las zarpas, son reproches mutuos que una vez más devalúan las palabras, y esas son muy serias, aunque en su boca falsas. Desde Tejero, el único golpe se intentó o produjo en Cataluña, y lo protagonizaron separatistas, hoy inspiradores y mamporreros indecentes (y beneficiarios) de algunas de las leyes en cuestión, origen de estas pelarzas, y actuales apoyos y compinches del gobierno.

Lo que fue algo inaudito, inverosímil, insoportable, fue que Sánchez rematara desde Bruselas la sucia jugada de este partido amañado en el terreno de juego constitucional en el que uno no tiene favoritos, al denunciar un complot político-judicial. Ni más ni menos. Remató embistiendo, con más furia y sectarismo que sensatez y sentido de Estado, que es lo mejor para marcarle un gol a la justicia, ya en demolición. Matar al árbitro y al portero y ya marcamos los goles a puerta vacía.

Que lo diga algún mandria de los muchos que hay, es otra cosa. Si Echenique, por poner un caso, un pobre hombre carcomido por un rencor universal, dice alguna barbaridad semejante, que seguramente habrá dicho algo similar, no es igual. Que un incontinente verbal con más fanatismo sectario que conocimiento y luces desbarre y se salga del discurso democrático, algo que nunca ha acabado de acomodarse en su perjudicado magín, entra dentro de lo que ya es normal en la casa. Le escucha su parroquia, le aplaude, y la cosa no pasa de allí ni va a mayores. Sus feligreses sabrán a quien nombran obispo. Los demás ya sabemos que no cabe esperar mucho más de él, de su santa inocencia y de sus conmilitones, a otro asunto y con Dios. La gente normal o no se entera o no le hace ni puto caso.

Pero el presidente del gobierno, si quiere serlo de todos, algo que nunca ha intentado ser, no debería traspasar esa frontera como la traspasó desde Bruselas. No sé dónde le sitúan esas declaraciones tan equivocadas como desafortunadas y agresivas, totalmente impropias de un miembro del gobierno, inconcebibles en su presidente. Seguramente esas dos reformas incrustadas donde no debían y aprobadas a toda prisa, a machacamartillo, junto a estas declaraciones improcedentes y peligrosas, sean lo más grave de los desafueros que vienen sucediendo, cada desmán tapando el ruido del anterior.

Y no hay nada peor que la gente acabe convenciéndose de que, cuando hablamos de gobierno, ciertos dirigentes políticos y de algunos jueces concretos, estemos hablando de sinvergüenzas redomados entre los que cuesta hacer distingos. Parece ser que de eso nos quieren convencer, con palabras y con hechos. Y todos los sinvergüenzas, los ladrones, los malversadores, los delincuentes de distinto pelaje y condición, los verdaderos golpistas y los aspirantes a dictador, tienen como principal enemigo a batir precisamente la justicia, las leyes y a los que las aplican. Nos esperan días, semanas y tal vez meses de escuchar a una tropa unánime, histérica y de un populismo zarrapastroso anunciándonos el final de los tiempos democráticos, dando la alarma antifascista, de denuncias de complots de fachas y togados, de ataques a jueces y tribunales si no se rinden a sus designios, en fin, de teatro en el que se escucharán las voces y chillidos de los malditos, pero nada que se parezca a un argumento. Entramos en terreno peligroso.

 

2 comentarios:

  1. Curioso: las podencas no tienen nada que decir de los asesinatos de mujeres, jóvenes y futbolistas en Irán… ni de los trans en otros países: catarí que te vi.. Solo les preocupa seguir en el sillón aquí.

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    1. Así es, cada uno en lo suyo, hasta donde llega y le conviene.

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