lunes, 10 de julio de 2023

Epístola problemática

Hay personajes y colectivos que alardean de una infundada superioridad ética que, a falta de una ejecutoria personal que la acredite, heredarían de sus bisabuelos, ilusión que les exige poco pero que los obliga a sostener una interpretación sesgada y mohosa de la Historia. Esa versión acrítica, olvidadiza y autocomplaciente estiraza de los hechos pasados para salir siempre valorados como el bueno de la película, ángeles sin mancha, sin error. De paso empadronan en su bando, inventariando en su haber, todo cuanto de noble e inteligente ha dado el bancal de nuestro pasado, aunque gran parte de los involuntarios alistados como valedores de su superioridad se estarán revolviendo en sus tumbas al ver quiénes dicen ser sus herederos y continuadores. Y qué hacen y cómo lo hacen. También les lleva a concederse en exclusiva el derecho de utilizar tópicos, medias verdades y mentiras. Los demás, empezando por la prensa no afín, hacen campañas, normalmente pérfidas y tendenciosas; ellos simplemente informan, que suya es la verdad. Esos son los fundamentos de una pregonada superioridad que se alcanza por mera adscripción. Si estos fueron o son los buenos, que me apunten. Con esos mimbres exigen que los demás acepten y den por buenas sus prioridades, y consideren irrefutable su memoria, su relato y su versión. Rematan reservándose la potestad de elegir qué temas son importantes y cuáles no, qué asuntos suponen un problema grave y urgente y cuáles son accesorios. Es decir, suya es también la función de señalar la agenda, de pretender solucionar a lo Juan Palomo los problemas que ellos eligen, incluso los que crean, con alguna ocurrencia o receta de las muchas que contiene su telarañoso vademécum ideológico. 

Hasta sus supersticiones quieren hacer pasar por postulados. Su pensar, por llamar de alguna manera a su papel de meros ecos de un discurso unánime de autoría ajena, viene a resultar la ciencia oficial. Hablan ex-cátedra, con infalibilidad papal y, si les cuestionas sus santísimas trinidades, te miran raro, de lado, desde arriba y arqueando la ceja, como perdonándote la vida. De hecho, a muchos de ellos se les ha quedado la cara así, con ese gesto despreciativo y agrio del que se siente el más listo de la clase o el matón del patio. Esa forma tan peculiar de mirar de lado, entre mantis y camaleón, los ojos semicerrados, dispersos, opacos, serpentinos, les impide ver bien, tanto la realidad de las cosas como las miradas de asombro, por encima de las gafas y con los ojos de par en par, que ellos, a su vez, reciben de unos interlocutores a los que nunca escuchan. En realidad, tampoco te miran, enfocan varios metros detrás de los ojos del oponente, lo traspasan, aunque más lo obvian que lo radiografían. Les falta comprarse una peana con ruedas para que los arrastren en procesión por las aceras con la dignidad que merecen. Ridículo, cuando actúan o predican fuera de su parroquia.

Sería imposible que, como cada cual, no llevaran razón en ciertas cosas. Y la llevan. Pero no en todas, como quieren hacer creer. Y tienen dos problemas al respecto: primero, que suelen centrar sus esfuerzos y su propaganda precisamente en los temas en los que más les falta el consenso y la razón. Ni han gobernado para todos ni siquiera han intentado aparentarlo, más bien lo contrario. Suele ocurrir cuando se imponen el rencor, el revanchismo y el fondo autoritario a los ideales de igualdad y de libertad que hace tiempo abandonaron en el sector. Y segundo, que el suyo es un menú cerrado, sin opciones, que hay que embuchar completo, sin dejar sobras. Y se hace bola, a menos que tengas unas tragaderas fuera de lo común, de fakir, de boa constrictor, unas fauces que a base de práctica y sumisión acrítica ellos han conseguido hipertrofiar. El sapo de la reforma a medida de la malversación, por poner un caso entre muchos, un zampoño de las ciénagas, viscoso, emponzoñado y de un tamaño descomunal, fue engullido sin hacerle ascos ni supuso mayores problemas de garganchón o de estómago para la mayoría de la congregación. Como ese batracio era difícil de digerir, es ahora, cuando las elecciones, el momento en que se manifiestan los ardores, las nauseas y no pocas diarreas. Aunque ciertas particulares cagálisis actuales entre el gremio se deben más al miedo a los números que a la mala conciencia o a una penosa digestión.

Como hemos llegado a un punto en el que hay que argumentar lo obvio, para rebatir algunas de sus posturas más dogmáticas y equivocadas —pues suelen hacer suyas las ideas de los peores, los más zotes y fanáticos del sector— hay que ir al principio, al abc, a Adán y Eva, como al hablar con niños. Y claro, si te dicen que dos y dos son cinco, que el zorro ártico es un coleóptero o que el comunismo es libertad, no deberían pretender que les hables de logaritmos neperianos, de Linneo o de John Rawls. Al verte obligado a sacar los dedicos para contar números y patas o el mapa de señalar paraísos, el que pareces tonto eres tú. Si uno argumenta en una discusión que no es lo mismo libertad que libertinaje ya sabe que ha perdido la disputa y que le van a responder con risas. A pesar de llevar razón. Los tópicos son para su uso particular y al recitarlos se ponen muy serios. Como si les dices que los países, entre otras cosas, se pueden clasificar entre los que levantan muros para que no entren y los que los construyen para que no se escapen, siendo estos últimos los que los más fanáticos y peligrosos de ellos prefieren, habiendo llegado al desatino de tomarlos como ejemplo. Ya sabemos que hay tres clases de personas: las que saben contar y las que aún no. Y a mí, tanto tiempo tratando con niños, 38 en la escuela, me ha curado de espantos, curtido la paciencia y dado cierta práctica en contender con el 'yo no he sido', el recurso al llanto, el pensamiento mágico, la disonancia cognitiva, la maldad irresponsable del inocente y con el candor. No hasta el extremo de llegar a entender a Zapatero, es cierto, pero al menos me ha venido bien en algunos debates y pelarzas con personas que, a pesar de su edad, aún no parecen haber alcanzado el uso de razón.

Sus mantras, sus fijaciones y sus letanías, que a menudo chocan con el sentido común y a veces con los otros cinco (porque para ellos la realidad está equivocada, es un estorbo), se han ido constituyendo en un canon arduo y peligroso de acometer. A base de ser proclamados y repetidos, despachados a granel por colectivos que ejercen como lobby ideológico o por ese difuso pero agobiante runrún de lo correcto, lo woke, lo ‘progresista’ de liberal anglosajón, cuesta trabajo, hace falta valor para manifestarse en contra, señalar la desnudez y la vacuidad de muchas de sus propuestas, lo marginal de sus promotores, la irrelevancia para el común de algunos problemas que, a pesar de ser particulares, identitarios, discutibles o directamente inexistentes, intentan situar en los primeros lugares de la lista de las preocupaciones generales. De pronto, nos vemos, no enterados o curiosos, sino concernidos y ocupados por cosas que en forma alguna nos atañen, nos inquietan, ni forman parte de nuestra experiencia personal. Nos vemos braceando para escapar de las olas y corrientes originadas en las lejanas costas de la estupidez torturada y autoflagelante de las facultades de estudios sociales anglosajonas. Sin embargo, otros problemas, estos reales y sufridos por muchos, se nos señalan como inexistentes, estadísticamente irrelevantes o producto de la manipulación confabulada de oscuros y procelosos poderes e intereses.

La estadística, referida al número de personas afectadas por un determinado problema, se esgrime ahora sí, ahora no, según conviene. Unos problemas, de base más ideológica que científica, que a muy pocos afectan, se magnifican por su supuesta gravedad. Son esenciales, todos debiéramos implicarnos vitalmente en su solución, dejando aparte otras urgencias, independientemente de que sólo el 0,0001 % de la sociedad se vean afectados por ellos. Aquí el número no es el dato relevante. Sostener que cada problema es importante por sí mismo, aunque afectara a una sola persona, sería una ética aceptable si se aplicara en todos los temas y circunstancias, no según convenga, como se acostumbra. Normalmente, con respetar, vivir y dejar vivir, además de proporcionar reconocimiento y  protección legal a las minorías, es suficiente, pero sin llegar a parcelar la sociedad en tribus identitarias de víctimas enfrentadas. No hay que ocultar, pero tampoco emprender campañas para visibilizar, promover, incentivar, evangelizar, para intentar convertir de forma artificial un tema extremadamente minoritario en una de las principales preocupaciones de la mayoría. Ni lo es, ni lo será ni tiene porqué serlo. A menos que se haya convertido en el medio de vida de los que se dedican a la vez a su remedio y a su extensión.

Por contra, otros asuntos y situaciones que afectan a un mayor número de personas, que preocupan a casi todas las demás y que por sí mismas son muy graves, se intentan silenciar y menospreciar alegando ahora que se dan pocos casos como para llegar a convertirse en un problema común, grave y atendible. El número, mayor que en otros asuntos más oreados, pasa ahora a ser algo secundario, irrelevante, un dato prescindible, cuando no negado. Como la política neofranquista de persecución institucional del español en algunos territorios o, algo más nuevo y localizado, los casos de ocupaciones de viviendas. Son problemas que no existen, simple resultado de campañas de desinformación interesada, para enredar, atemorizar o para vender alarmas. El primer problema afecta a la mitad de la población de algunos territorios, en el segundo, si unos exageran su número, a otros casi 2.000 casos al año les parecen poco merecedores de medidas o de simple preocupación y, mientras no sea suya la casa tomada, siguen defendiendo que eso es un cuento de Cortázar.

Poco preocupan ciertos problemas reales y graves, como el separatismo supremacista y xenófobo dado por bueno, consentido y alentado. Menos que otros nimios que copan agendas, portadas y argumentarios. Y esos son los que, hasta el toque a rebato electoral, ya tarde, han acaparado el guion del gobierno, siendo su escaparate, su barniz y su perdición. La ineficacia, el despilfarro, la arbitrariedad y el clientelismo son lastres pesados que algunos partidos, que de nuevo sólo tenían y tienen el nombre, han venido más a agravar que a corregir. Pero, como la mentira, solo son abusos condenables cuando son ajenos. Son formas de corrupción, versiones menos escandalosas y perseguibles, más asumidas e ignoradas que la económica, que el robo directo, aunque nos cuestan mucho más. Podemos adornar ideológicamente esos comportamientos, buscarles una justificación, decir que son daños colaterales, menores, que lo importante son las buenas intenciones —recordad que hubo un tiempo en que fuimos honrados—, que, a pesar de los errores y disfunciones, todo lo hacemos por vuestro bien, por el pueblo. Hasta perjudicarlo en ocasiones en el altar de la propia ideología.

Todo es cuestión de énfasis, de proporción. La polarización no es cosa sólo de unos, sino de todos los extremistas, quedaría discutir los grados. La mejor España, la verdadera España, frente a la mala y la indeseable, nos dicen unos y otros. Cada cual apechugue con su parte de culpa, con las mentiras, los sectarismos y las provocaciones que promueven el enfrentamiento con la descalificación del contrario.

Lo que ya se sitúa fuera de lo soportable es ver a una sociedad enredada y enfrentada por unos problemas que no teníamos hasta la aparición en escena de algunos orates y chamanes, unos santos de ciruelo que muchos han tardado demasiado en reconocer. Y eso que eran bien visibles la corteza, los nudos y los brotes del tarugo de abeto siberiano en el que se talló el san Pablo. Como para esperar milagros. Ese viene a ser el verdadero y principal problema que nos paraliza a todos, nos enfrenta, nos encabrona y nos distrae, al paso que desnuda a sus promotores, precisamente las destilaciones y resinas de todo ese bosque de marginalidades vetustas, recuperadas por chamarileros de la política del basurero de la Historia, una vez más barnizadas y ofrecidas como nuevas entre sonrisas, envueltas en celofán para regalo, que han sido socios o sostén de este gobierno presidido por un personaje que se ha dejado lobotomizar a riesgo de acabar con su partido. Y, para cerrar el circulo, otro partido que, como reacción, ha ido recolectando los desbarres y disparates de esa peña de marginalidades heterogéneas e irreconciliables para urdir su programa especular. In medio virtus.

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