Mira que me lo había propuesto, no sé
si conseguido. Hablar y escribir en tono positivo, incluso intentando
suavizar con humor unas circunstancias trágicas que deberían
llevarnos a la unidad, a aparcar por el momento discusiones y
pelarzas ideológicas que el momento hace no sólo inoportunas, sino
indecentes.
Pero resulta imposible. Hay
quien no abandona su guión, quien intenta marchar por libre en sus
demencias y sus infamias. Cuando hay gente que muere y gente que
lucha para evitarlo, cuando el protagonismo lo toman cientos de miles
de personas anónimas que atienden, curan, protegen, transportan,
limpian o mantienen los suministros disponibles, hay fantasmas que
siguen ahí, ectoplasmáticos, arrastrando sus cadenas y apareciendo
en lugares oscuros para espantar al personal, ululando como buhos
siniestros. No en los bosques, sino en despachos gubernamentales o en
la BBC.
Aunque hay bastantes, demasiados, cuesta encontrar nada
comparable en infamia al señor Torra y sus palmeros, lo que es para
nota. Pocas cabezas hay capaces de hacer sitio a tanta basura moral.
No queda sitio para nada más. Todo en ellos es abyección, bajeza,
envilecimiento. Son un ejemplo de hasta qué cotas de inmoralidad
puede llevar el fanatismo que, en su caso, llega a arramblar con todo
resto de decencia y de humanidad. Faltan en sus hospitales los
recursos dilapidados en embajadas, propaganda, televisiones y prensa
a sueldo, carencias que como se acostumbra se atribuye a Madrid. Como
pollo sin cabeza zozobra una administración que durante lustros ha
dedicado personas y dineros a jugar a hacer una república, un
engendro totalitario que sin duda tendría una legitimidad y decencia
pareja a sus impulsores. Algo temible y, desde luego, escasamente
democrático y respetuoso con quien no les baile el agua.
La paranoia es sólo uno de
sus muchos problemas mentales, pues se une a esa indeferencia al
sufrimiento ajeno, esa falta de empatía propia de los psicópatas.
Sólo eso explica algunas de sus viles manifestaciones de irónico
desprecio ante la muerte de madrileños y otros seres degenerados con
los que muy a su pesar comparten país. De Madrid al cielo, vomita
Ponsati y comparte Puigdemont y la peña.
Infectado por un virus que
indudablemente viene de la capital del reino, este espécimen
inclasificable dedica su escasa capacidad mental a intentar
desacreditar a su país ante la BBC, persiste en su afán por aislar
a Cataluña del resto de España, no por protegerla, sino por
disfrutar de una frontera aunque sea por unas semanas. Seguramente
impedir el paso de Castellón a Tarragona frenaría mucho la
infección. Santes o después habrá que aislar Barcelona, Igualada,
como habrá que hacer con Madrid, Valencia y otras ciudades donde se
concentra la tragedia. Sobre todo si los más irresponsables de sus
moradores persisten en colapsar las carreteras los fines de semana
rumbo a la segunda residencia, al campo, a la playa.
Para evitar esos
comportamientos antisociales, que aceleran la extensión del
problema, sin duda deberá recurrirse al ejército, pues las otras
fuerzas de seguridad están siendo desbordadas. Limpia y desinfecta
el ejército puerto y aeropuerto de Barcelona, cosa que, entrenidos
en su monotema no habían llegado a hacer, ni siquiera a contemplar.
No tardarán en tener que instalar hospitales de campaña, tanto allí
como en cualquier otro sitio de España donde sea necesario. Para
estos orates descerebrados se trata de una invasión militar, por
tanto rechazable aunque sea imprescindible. Los ciudadanos para ellos
son rehenes de una idea, la única que tienen, escudos humanos si
hace falta.
Cuando todo esto pase, que
pasará, el virus habrá barrido con el procés, habrá mostrado la
miseria moral de los enajenados mentales que lo inventaron e impulsan
y, por el momento, deja a Torra y a todo su entorno como pasmarotes
que gesticulan en un teatro vacío. Los que habitualmente llenan el
aforo también deberían hacérselo ver, tanto como los que aplauden
la obra desde lejos, cómplices de estos desatinos.
Durante años, y aún hoy,
abundan los que miran para otro lado, considerando que algo sacarán
de ese desmantelamiento del Estado que lleva siendo la única misión
de la administración catalana desde hace demasiado tiempo. O esos otros, pocos, que con escaso éxito promueven caceroladas coincidentes con aplausos
solidarios destinados a gente más decente y más útil que todos
ellos. Como siempre, centrados en los problemas reales y urgentes. O
los que aprovechan un cargo que se muestra superior a su valía y
capacidad para endosar un mitin vacuo, inoportuno, ombliguista e
improcedente. Ya llegará la hora de hablar de ello con detenimiento,
aunque se les puede adelantar que nunca llegará una república a
España si es de su mano. Espantan más que ilusionan, como buitres
revoloteando cuando huelen a muerto.
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