sábado, 21 de marzo de 2020

Parábola de los buitres


    Mira que me lo había propuesto, no sé si conseguido. Hablar y escribir en tono positivo, incluso intentando suavizar con humor unas circunstancias trágicas que deberían llevarnos a la unidad, a aparcar por el momento discusiones y pelarzas ideológicas que el momento hace no sólo inoportunas, sino indecentes.

    Pero resulta imposible. Hay quien no abandona su guión, quien intenta marchar por libre en sus demencias y sus infamias. Cuando hay gente que muere y gente que lucha para evitarlo, cuando el protagonismo lo toman cientos de miles de personas anónimas que atienden, curan, protegen, transportan, limpian o mantienen los suministros disponibles, hay fantasmas que siguen ahí, ectoplasmáticos, arrastrando sus cadenas y apareciendo en lugares oscuros para espantar al personal, ululando como buhos siniestros. No en los bosques, sino en despachos gubernamentales o en la BBC. 

  Aunque hay bastantes, demasiados, cuesta encontrar nada comparable en infamia al señor Torra y sus palmeros, lo que es para nota. Pocas cabezas hay capaces de hacer sitio a tanta basura moral. No queda sitio para nada más. Todo en ellos es abyección, bajeza, envilecimiento. Son un ejemplo de hasta qué cotas de inmoralidad puede llevar el fanatismo que, en su caso, llega a arramblar con todo resto de decencia y de humanidad. Faltan en sus hospitales los recursos dilapidados en embajadas, propaganda, televisiones y prensa a sueldo, carencias que como se acostumbra se atribuye a Madrid. Como pollo sin cabeza zozobra una administración que durante lustros ha dedicado personas y dineros a jugar a hacer una república, un engendro totalitario que sin duda tendría una legitimidad y decencia pareja a sus impulsores. Algo temible y, desde luego, escasamente democrático y respetuoso con quien no les baile el agua.

    La paranoia es sólo uno de sus muchos problemas mentales, pues se une a esa indeferencia al sufrimiento ajeno, esa falta de empatía propia de los psicópatas. Sólo eso explica algunas de sus viles manifestaciones de irónico desprecio ante la muerte de madrileños y otros seres degenerados con los que muy a su pesar comparten país. De Madrid al cielo, vomita Ponsati y comparte Puigdemont y la peña.

    Infectado por un virus que indudablemente viene de la capital del reino, este espécimen inclasificable dedica su escasa capacidad mental a intentar desacreditar a su país ante la BBC, persiste en su afán por aislar a Cataluña del resto de España, no por protegerla, sino por disfrutar de una frontera aunque sea por unas semanas. Seguramente impedir el paso de Castellón a Tarragona frenaría mucho la infección. Santes o después habrá que aislar Barcelona, Igualada, como habrá que hacer con Madrid, Valencia y otras ciudades donde se concentra la tragedia. Sobre todo si los más irresponsables de sus moradores persisten en colapsar las carreteras los fines de semana rumbo a la segunda residencia, al campo, a la playa.

    Para evitar esos comportamientos antisociales, que aceleran la extensión del problema, sin duda deberá recurrirse al ejército, pues las otras fuerzas de seguridad están siendo desbordadas. Limpia y desinfecta el ejército puerto y aeropuerto de Barcelona, cosa que, entrenidos en su monotema no habían llegado a hacer, ni siquiera a contemplar. No tardarán en tener que instalar hospitales de campaña, tanto allí como en cualquier otro sitio de España donde sea necesario. Para estos orates descerebrados se trata de una invasión militar, por tanto rechazable aunque sea imprescindible. Los ciudadanos para ellos son rehenes de una idea, la única que tienen, escudos humanos si hace falta.

    Cuando todo esto pase, que pasará, el virus habrá barrido con el procés, habrá mostrado la miseria moral de los enajenados mentales que lo inventaron e impulsan y, por el momento, deja a Torra y a todo su entorno como pasmarotes que gesticulan en un teatro vacío. Los que habitualmente llenan el aforo también deberían hacérselo ver, tanto como los que aplauden la obra desde lejos, cómplices de estos desatinos.

    Durante años, y aún hoy, abundan los que miran para otro lado, considerando que algo sacarán de ese desmantelamiento del Estado que lleva siendo la única misión de la administración catalana desde hace demasiado tiempo. O esos otros, pocos, que con escaso éxito promueven caceroladas coincidentes con aplausos solidarios destinados a gente más decente y más útil que todos ellos. Como siempre, centrados en los problemas reales y urgentes. O los que aprovechan un cargo que se muestra superior a su valía y capacidad para endosar un mitin vacuo, inoportuno, ombliguista e improcedente. Ya llegará la hora de hablar de ello con detenimiento, aunque se les puede adelantar que nunca llegará una república a España si es de su mano. Espantan más que ilusionan, como buitres revoloteando cuando huelen a muerto.

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