Últimamente Pablo Iglesias ha bajado las revoluciones de su
disco de vinilo. Así su voz, a menudo chillona, hecha al mitin y a la
apresurada arenga frente a las tropas prestas para asaltar los cielos, se torna
grave, pausada... y falsa. Incluso a veces, sin los agudos fruncimientos
habituales de sus cejas, ya que un buen predicador debe de estar siempre
enfadado, desde el púlpito muestra en la mano un pequeño misal constitucional
mientras imparte doctrina. Nos sorprendía ese nuevo tono al principio del
cambio, súbitamente acaecido cuando profesó los votos ministeriales, un
compromiso prometido con reservas que le promovía a vicepresidente del gobierno
de un país cuyo nombre le da asco pronunciar y cuya bandera le da repelús, según
nos contaba antes de que de forma milagrosa se le apareciera Nuestra Señora de
los Pactos. Votos menores. Antes estábamos hechos a que despachara sus
peroratas en un tono exaltado y pajarero, facturando sus soflamas cuarteleras
con un registro de contratenor y a esa velocidad que permite la repetición de
la lección aprendida, del dogma inmutable, de la letanía que sale de la boca de
un oficiante que no necesita pensar, sólo repetir machaconamente el artículo
del catecismo que toque enseñar a la parroquia. Un estilo de oratoria
vertiginosa, verborreica, que ha inculcado a todos los suyos. Y las suyas.
lunes, 25 de mayo de 2020
Epístola eclesiástica
martes, 5 de mayo de 2020
Epístola paleontológica
A
pesar de la inabarcable cantidad de información, de registros, de
libros y recuerdos que la Historia nos ofrece, la Humanidad en cada
momento acaba creyendo, a veces dejándose convencer, que hechos y
situaciones ya vividas por otros, a veces de forma recurrente desde
hace siglos o milenios, son cosa nueva y original, no disfrutada o
padecida anteriormente. Una de las formas del adanismo. En nuestros
juicios y creencias hay más de olvido que de memoria, siempre
selectiva y filtrada por el presente. Eso nos impide aprender
lecciones que el pasado nos intenta ofrecer sobre las pestes, los
afanes totalitarios, el recurso a la violencia, los extremismos y
otros problemas que siempre están de vuelta si es que alguna vez se
fueron.
La
sociedad en su conjunto acaba siendo un organismo que piensa y actúa
como lo hace la medianía gris de las individualidades que la
componemos, no podría ser de otra manera, pues una equivocada
preferencia por valorar y promover una igualación equilibradora,
supuestamente democrática, tiende a difuminar o a eliminar los
pensamientos e ideas más sabias y convenientes. Por alguna extraña
e inevitable ley de nuestra naturaleza las más estúpidas y dañinas
son eternas e inextinguibles. Siempre he pensado que en un grupo las
inteligencias particulares se contrarrestan más que se suman. Las
divergentes memorias particulares hacen casi siempre imposible la
existencia de una memoria común, compartida, que no pocas veces se
intenta imponer.
A
veces la sociedad se comporta como lo haría cualquiera de sus
individuos, que llegan a creer ser los primeros que viven y sienten,
para bien o para mal, lo que a ellos les ocurre. Así cada enamorado
cree haber inventado el amor y con él la vida; cada artista cree
haber reinventado su arte, cada madre o padre sufre la incomprensión
de sus hijos y viceversa, algo eterno que esos vástagos reeditarán
en carnes propias y, pasados los años necesarios, escucharán salir
de sus bocas las palabras que rebatían a sus padres y sus orejas
escucharán sus antiguos reproches en la voz de su descendencia. La
sociedad tiene inevitablemente un instinto conservador, biológico,
de supervivencia, siempre en tensión con las pulsiones innovadoras,
a veces revolucionarias. La rebeldía y el desprecio a las “buenas
costumbres” por parte de los jóvenes ya escandalizaban a Sócrates
y a otros muchos, cada uno en su momento, e imagino que los
jovenzuelos auriñacienses las tendrían tiesas con sus padres
musterienses cuando pretendieran cambiar un modelo de hacha que había
servido bien durante casi 100.000 años. Cambiar por cambiar, les
reprenderían. Exactamente igual que actúa cualquier otro incauto
que en toda época se pone a pensar de esa forma siempre presente, la
del que intenta detener el tiempo y poner presa a los cambios.
Siempre encontramos el miedo a lo nuevo, que no hay que confundir con
la conveniencia de conservar la parte que ha servido bien, aunque sea
como cimiento de las novedades. Es el pensamiento del escalador que
no suelta una mano hasta que se ha agarrado bien con la otra, que no
falta quien pretenda soltar las dos. Los barrancos y las simas están
llenos de sus restos y los de sus compañeros de aventura.
Hay
otras personas, no necesariamente jóvenes, que consideran que el
cambio posee un valor por sí mismo, que todo lo antiguo es
desechable en bloque, que toda mudanza es a mejor de forma fija e
inevitable y que las sociedades evolucionan, como supuestamente hacen
los organismos vivos, siempre hacia modelos más perfectos. Tal vez
esto y lo del párrafo anterior sea lo que divide a las gentes en dos
grupos dotados de cerebros distintos que enfrentan la vida y sus problemas con valores y filtros
diferentes. A veces irreconciliables. Como en todo, in medio virtus,
son necesarios ambos puntos de vista e imprescindible es intentar
conciliarlos dentro lo posible.
Todo
ser vivo, además de único, es un milagro en sí mismo, una rara
excepción entre billones de fracasos. Supone el final de una cadena
ininterrumpida desde la ameba, una serie continuada durante millones
de años de antepasados exitosos que nacieron y vivieron lo
suficiente como para dejar descendencia. Todos los seres vivos
actuales somos los supervivientes de una lucha de millones de años.
Ello debería evitarnos pensar que nuestra rareza es por normal menos
milagrosa, minusvalorando una historia prodigiosa, siempre en el filo
de la navaja. Si uno solo de los eslabones de esa cadena que nos une
con las estrellas hubiera fallado, no estaríamos aquí. Ni mi gato,
ni mi geranio. Ni quien lee estas líneas.
Es
un prodigio que olvidamos, a pesar de que es la base de la grandeza y
valor de cada ser vivo, siempre único, siempre valioso,
irreemplazable. Es algo que obviamos o que damos por supuesto, como
resultado inevitable de un proceso que estamos muy lejos de
comprender y que con demasiada frecuencia interrumpimos cortando el
último eslabón de una de esas cadenas casi infinitas. Cambios
ambientales, catástrofes o la simple lucha por la vida y por los
recursos hacen que ni en la naturaleza, —menos en las sociedades—,
se dé ese imaginario progreso lineal, sin retrocesos ni errores,
pues por cada éxito, sustanciado en la capacidad de medrar hasta
dejar descendencia, ha habido innumerables intentos fallidos,
infinitas rutas equivocadas y otros tantos callejones sin salida que
han llevado a la desaparición a gran parte de las probaturas.
Especies, y también naciones e imperios. Por una catástrofe natural
o por un cambio ambiental al que la determinación fatal de su cuerpo
o la rigidez de su comportamiento instintivo les hizo incapaces de
adaptarse. En el caso especial de los humanos interviene otro factor
determinante: las decisiones equivocadas. Un factor diferencial, la
capacidad de elegir, algo que nos permite apartarnos del
determinismo al que están sujetos el resto de los seres y que puede
jugar a favor o en contra, puede ser la solución o la ruina.
Los
registros fósiles nos muestran vistosos ejemplares cuyo tamaño
monstruoso, su especialización irreversible o la aparición de otra
especie que les roba la cartera de su hábitat, les condenaron a
llegar hasta nuestros días hechos piedra, no andando o volando.
También hubo sociedades, otrora exitosas, que hoy conocemos por sus
ruinas.
Y
escarbando entre esas ruinas, históricas o geológicas, encontramos
algunos prototipos que eran una hermosura, a veces vestidos para
carnaval con vistosas crestas o amenazadores cuernos, con corazas,
las primeras plumas de colores o con cuellos desmesurados que
sostenían sus menguados cerebros. Murieron sin descendencia por eso:
por su desmesura; casi siempre porque eran seres engreídos y lentos
que comían demás cuando las condiciones ambientales les vaciaron la
despensa y recomendaban comer menos y correr más. El gigantismo
seguramente suponga una degenerada adaptación a un medio
pasajeramente favorable, un abuso, un crecimiento excesivo y
derrochador que la naturaleza penaliza atando su suerte a la de esa
perecedera prosperidad. Un anticipo de ciertos magnates o dictadores, pasados o actuales,
salvando las distancias.
La
evolución nos muestra que aquellos altivos, descomunales y
estrambóticos mostrencos del jurásico han llegado a nuestros días
como gallinas, gansos o colibríes, forrados de plumón. Sobre si tal
mudanza ha sido mejora o degeneración, hay opiniones, aunque son
hechos que no necesitan sentencia, sino constatación. En todo caso,
esos juicios quedan para nosotros, y suelen dirimirse en el terreno
de la utilidad, incluso de la belleza en el mejor de los casos,
aunque para la naturaleza sea algo indiferente. Incluso tiene tiempo
y paciencia para empezar la obra casi desde el principio, cosa que ha
hecho varias veces. Aprendamos, aunque a nosotros sea precisamente la
falta de tiempo lo que nos limita e impacienta. Tampoco estaría
demás, a mi escaso juicio, renunciar a encontrarle razón o utilidad
a cualquier excrecencia, plumero, mancha, verruga o espolón que un
ser vivo pueda lucir pues, no pocas veces, tal caprichosa
originalidad es una probatura, un ensayo de la naturaleza que,
explorando todos los caminos, anda a ciegas y no pocas veces quedan
en bichos y plantas restos peregrinos e inútiles de esos ensayos,
para disfrute de estudiosos incapaces de reconocer que no saben, y
además ignoran, para qué coño sirve ese pedúnculo tan chusco que
le sale al bicho en la cresta. Hay cosas que no sabemos. Muchas más
que las que sí. Aun así abundan los todólogos, que otros llaman
“cuñaos”.
Algunos
sujetos que viven presos de ideologías vetustas, de esas que
pretendían o que aun hoy pretenden tener la explicación y la solución para todo, —pues
también hay ideologías cuñadas, como las hay fósiles—, siguen proponiendo lo mismo hoy que hace dos siglos, como si nada hubiera cambiado, copiando una vez más el guión que anticipaba un futuro que fue desmentido cuando llegó otro en lugar
del previsto, curias defensoras de una fe que, ignorante de la naturaleza humana, insiste en aplicar al presente recetas que ya eran
dudosas e inoperantes en el siglo en que se crearon, y rugen hoy
creyendo ser tiranosaurios o megaterios, siendo en realidad
cansinosaurios y dogmatodontes que cacarean pavoneándose de sus bellos plumajes.
Ellos verán. Los cangrejos, otra especie antigua, también creen
andar hacia adelante. Hoy hay otras creaciones políticas, que sería exageración llamar ideologías, que son demágogicos aprovechamientos del nicho ecológico que crean las situaciones comprometidas, como hienas y buitres viven de los cadáveres en descomposición.
Si buscamos otra vez ejemplo en el reino animal, vemos de forma poco esperanzadora que, en realidad, las especies triunfadoras han sido
las cucarachas, los insectos en general, las tortugas, los tiburones y algunos
modelos también antiquísimos de helechos, lagartos y dragones. A
los buitres, más recientes, tampoco les va mal. Eso demuestra que no
siempre pervive o triunfa lo que quisiéramos, ni lo más hermoso, ni lo más conveniente. El evolucionismo
aplicado a lo social pudiera llevarnos a los mismos resultados. O a
otros diferentes, que diría Rajoy, pues todo pudo, puede y podrá
ocurrir de otra manera, de otras muchas maneras, y siempre hay mil
imponderables que pueden torcer el destino en direcciones
imprevistas. No hay que confiar en unos supuestos fines de la
Historia, muchas veces confundidos con los propios, en una dirección
prefijada que sí o sí ha de llevarnos a donde nos dice el manual.
Una Historia regida por una razón, un sentido y un objetivo, el
abuso de una idea de Hegel que, por cierto, murió en una epidemia de
cólera. Tal vez este final luctuoso sea la causa del eterno cabreo
de muchos malintérpretes de esa teoría cuando ven que la Historia,
siempre terca, se sale de los carriles por ellos previstos y
preparados.
Lo
que evoluciona en nosotros, aunque no siempre a mejor en la amplia
variedad de nuestra especie, es la cultura, que por lo que es el cuerpo ahí tenemos a la muela del juicio. Sin ella —y me refiero a la cultura, no a la muela—, sin su barniz, el de las
tradiciones exitosas, las cesiones e hipocresías que engrasan la
convivencia, sin ciertas creencias que nos eleven del suelo, a falta
de la cooperación y de la protección a los más débiles, seríamos lo
que sin la cultura y la educación somos, unas bestezuelas, a pesar
del desmesurado e infundado optimismo de Rousseau y de su amplia
descendencia ideológica al respecto. El hombre es un animal más y
sin la cultura es sólo eso, un animal. Eso respecto a su bondad
natural, más que dudosa, porque su viabilidad sería también
endeble sin la protección de la comunidad, sin el algodonoso entorno
que nos hemos construido evolucionando ya solo culturalmente. Sin
estas armas sociales tenemos como individuos menos probabilidades de
sobrevivir en nuestro entorno que un neanderthal tenía en el suyo.
La
humanidad sensata, la parte numerosísima de ella siempre azuzada y
cercada por los que no lo son, es la que intenta adaptarse al mundo
que le tocó vivir, reconocer sus límites y trabajar para mejorarlo hoy hasta donde sus fuerzas puedan, no sacrificando el presente en aras de un hipotético futuro pluscuamperfecto, una malversación del paraíso de las otras religiones no laicas, y es la mayoría que, hoy como siempre, sufre
estirazones y embestidas desde los extremos donde habitan los otros
dos tipos de individuos, más ruidosos que benéficos: los que se
aferran a su modelo de hacha, mitad panglosianos y mitad fósiles,
que marchan conformes y gozosos hacia su extinción y, desde la otra
parte, la de los eternos desubicados cuyos cuerpos habitan un
presente que no les gusta, mientras sus mentes añoran una utopía a
la que no pueden mudarse a vivir, ese paraiso citado donde llueve el maná, lo que les impide dedicarse a
mejorar la realidad de su presente y les lleva a vegetar en un
lamento eterno. Su romanticismo tiene un prestigio que no merece. El
problema que existe desde que el mundo es mundo es que uno u otro de
estos dos tipos de mostrencos del jurásico a veces acaban haciéndose
con el mando y alternándose en él. Se necesitan mutuamente, pues
son las dos caras de una misma moneda.
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