jueves, 3 de febrero de 2022

Epístola laboral

    Sigo el debate de convalidación del Decreto-ley de la Reforma Laboral. Me recuerdan, entre alabanzas de unos y reproches de otros, los cambios que introduce respecto a la ley anterior que, a su vez, cambiaba unas cosas y conservaba otras de las precedentes, algunas de ellas bastante antiguas. No se me ocurren mayores objeciones que poner a esos cambios que, dentro de mi ignorancia sobre los intringulis del tema, considero un avance. Parecen medidas que dan un marco de seguridad a unos y a otros, a la vez que limitan o modifican algunas medidas que, si acaso en otra situación fueron un mal menor, hoy no tienen pase. Estaremos de acuerdo en que no se puede obligar a un ayuntamiento a hacer contrato indefinido a una cuadrilla de gigantes y cabezudos para la cabalgata del día de la fiesta mayor, aunque otros cargos y partidas con menos fuste mantienen, pero también en que demasiadas empresas abusan de contratar por horas puestos que necesita de forma casi permanente. O evitar los abusos en las subcontrataciones, descontrol que a veces permite que quien recibe el servicio pague al día mientras que el que lo realiza cobre meses después. O cobre la mitad de lo que se pagó por su trabajo, dineros que se distraen en la subcontratación. Si la reforma corrige cosas así, bienvenida sea. Una cosa es defender empresarios y trabajadores, otra a sinvergüenzas.

    Las leyes se suelen reformar, algunas veces para mejorarlas, siempre para adaptarlas a las preferencias del que en cada momento gobierna. Pero pocas son las que se derogan totalmente. Una ley de educación, un código civil, una ley laboral, no se hacen ex novo, escribiendo en una tábula rasa; al contrario, parten de una situación, de un texto legal que se intenta mejorar adaptándolo a las circunstancias cambiantes, a la sociedad siempre en evolución, eliminando o modificando disposiciones y artículos que hoy se consideran inconvenientes. Algunas leyes fueron buenas para un momento, para una situación; otras ni siquiera eso. Las reformas legislativas, aún más que las acciones de gobierno, deberían hacerse con luces largas, pues solo una permanencia en el tiempo, que el acuerdo favorece, las hace fértiles. Seguramente se legisla en exceso, al final a todos les gusta un reglamentarismo que conforme la vida de los gobernados de acuerdo a las ideas, gustos y manías de los gobernantes que las impulsan y redactan, que se quisieran eternos, y enfrentan su inevitable declive y desaparición intentando dejarlo todo “atado y bien atado”. Todos quisieran legar una eterna herencia legislativa. Cada vez que alguien dice que va a blindar alguna norma, disposición o medida, sé que estoy ante un dictador, un totalitario que lo será hasta donde la justicia le permita; revela que estamos frente a alguien que no sabe lo que es la democracia. Por eso, para los amigos de blindajes, abusos e imposiciones totalitarias, las leyes, los tribunales y sus ejecutores, las fuerzas del orden entre ellos, son sus enemigos. Como ellos lo son de la democracia.

    Malo es que una ley se apruebe por una exigua mayoría de votos, cogida con alfileres, siendo la aprobación dudosa hasta último momento. De hecho, ha necesitado un milagro en forma de error. Ninguna reforma de calado puede imponerse si se quiere que dure el tiempo suficiente como para modificar realmente aquello que regula. Miremos a las leyes de educación, papel mojado una tras otra. El número de apoyos, ajustadísimo y conseguido in extremis, incorporando a grupos que para los habituales apoyos del gobierno son indeseables, pudiera hacer pensar que esta ley tiene los días contados. No lo creo. Gran parte de estos votos son estratégicos, simple gesticulación, teatrales concesiones a la galería o a la parroquia. Obran presos de lo dicho, incluso del libro santo de cada secta ideológica, tanto como de lo que de ellos se espera o se teme. Porque a veces, y eso es lo peor, algunos se limitan a hacer lo que creen que se espera de ellos, uniendo la inconsistencia a la equivocación.

    Tanto se gruñe, tanto se descalifica y se proclama, tanto se finge y se escenifica que, paradójicamente, están más a favor de cómo queda retocada la ley laboral muchos de los que hoy votarán en contra de ella que bastantes de los que votarán a favor. Tiene un punto surrealista el grado de impostación al que ha llegado la política española. Nada es lo que parece ser. Poco tiene que ver lo que se dice con lo que se cree o se desea. Y casi nunca con lo que se hace. El PP votará que no a unas modificaciones a su ley que la propia ministra que la impulsó no rechaza. Firmada por Garamendi, presidente de la patronal y bien vista por la presidenta del Santander. Pedro J. dice que cree que es lo mejor que ha ocurrido en los últimos tres años. Como vemos, una ley de extrema izquierda.

    Si en el PP quedara vida inteligente, que no es el caso, votarían que sí entre aplausos y gritos de entusiasmo. Es más, sacarían del hemiciclo a hombros a Yolanda Díaz, hundiéndola definitivamente en la miseria. Votando a favor pondrían en un brete a la ministra, al pie de los caballos afines, incluso propios, que le reprochan defender hoy los retoques con igual énfasis y convicción con que proclamaba lo irrenunciable de la derogación de una ley que, hasta hace poco, nada tenía de bueno ni de aprovechable. Un voto del PP clavaría algunos clavos más en su ataúd, que los tendrá de colores variados. Ya le ha renegado agriamente Rufián, forzando a que la ministra le lleve la contra a una de las patas que la mantiene en el taburete gubernamental, que hoy se tambalea más que ayer pero menos que mañana, que así es el amor verdadero. De hecho, a la ministra y a su futuro en el gremio le hacen más daño las percepciones y críticas de los propios que las de los ajenos. Al revés que ocurre con los elogios: las declaraciones de la señora Botín, dueña del Santander, es el abrazo del oso. Pero el peor enemigo es el de casa, el de la familia. Como es normal.

    Las excesivas expectativas, el uso electoral de promesas irrealizables, como era la bandera (o espantajo) de la derogación, hace que para muchos esta reforma sea un fracaso, una claudicación, independientemente de sus bondades. Prometer el cielo, os bajaremos la luna, no puede llevar a los incautos creyentes más que a la frustración. Y al descrédito a los que prometen lo que saben que no podrán cumplir.

    Una vez que se ha alcanzado un acuerdo entre sindicatos, empresarios y gobierno, cosa tan ardua como insólita, todos deberían felicitarse y apoyar unos cambios que garantizan paz social, estabilidad y seguridad jurídica a unos y a otros. Han sabido equilibrar lo que en estos momentos creen mejor y posible, que casi nunca es lo perfecto, cosa que saben y reconocen quienes estaban a un lado o a otro de la mesa. Reconforta ver que aún queda quien entiende que negociar es ceder, asumir algunas de las propuestas del contrario. Se busca el equilibrio. Pero no vivimos tiempos de consensos y acuerdos, sino de imposiciones y aspavientos, de líneas rojas, incluso dentro del ámbito de los pactos que son emulsiones inestables compuestas por sustancias inmiscibles. Esta reforma puede hacer que se corte una mayonesa gubernamental que, además, empieza a prescindir de especias que, a pesar de la insignificancia cuantitativa de su aporte, modifican, casi siempre para mal, el sabor y textura final de la receta, haciendo difícil su digestión hasta para sus mismos cocineros.

    Los que más gravemente han atacado la convivencia, vulnerado las leyes, despreciado a los tribunales que juzgan sus desmanes, como suele ocurrir con todos los delincuentes, son a los que vemos con asombro cogérsela hoy con papel de fumar apelando a la pureza democrática, al papel poco glorioso de un parlamento al que se lleva un acuerdo sobre esta ley para que den su visto bueno, su cabezada, como es menester. Un acuerdo al que ellos han sido incapaces de llegar, ni siquiera proponer. Un trágala, nos dice Rufián. Con una influencia desmesurada respecto al número de votos obtenido, peso que una ley electoral razonable haría irrelevante, ponen en duda la legitimidad de los estamentos que han llegado al acuerdo que hoy se somete a su aprobación. Olvidan que la Constitución (Art. 7) también da a los que han participado en la negociación de las reformas laborales un papel como actores fundamentales de la vida económica y social, y ordena a los actores políticos fomentar su participación en las decisiones públicas. Hablan del pueblo, de incentivar la participación política de la sociedad civil. Palabras, palabras, brozas dialécticas de mentes totalitarias. Hartos y avergonzados estamos de ver como no pocas veces se hizo al Parlamento bajar la cabeza y dar por bueno lo chalaneado en escondidas mesas de negociación, ratificar acuerdos perpetrados en cárceles, o dar estatuto legal a los chantajes cometidos por algunos de los que hoy se lamentan del papel poco airoso de sus señorías.

    Es cierto que chirría que se lleve al Parlamento un decreto para convertirlo en ley, anunciando que no se puede cambiar ni una coma. Pero ya deberían estar curados de espanto. Lo que se les pide es la convalidación parlamentaria de una ley ya vigente, cierto que merced a un decreto del gobierno, práctica legal de la que se abusa. Pero las cosas se han hecho así. Se han vendido pieles antes de cazar los osos, se les ha ido la fuerza por la boca, tanta maravilla se ha anunciado y con tanto aparato, que hoy todo sabe a parto de los montes. Mucho desafío, mucha bravata. Tanto ruido para terminar como el estrambote del soneto de Cervantes: «Y luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada». Es lo malo de exagerar, es lo que ocurre cuando para llegar tan alto como hoy están tuvieron que prometer lo que sabían que era imposible de cumplir, como se acostumbra, algo que, una vez al mando, ni siquiera se sigue considerando conveniente. Esto no es la derogación prometida, no podía serlo. Y lo sabían. Nos perdemos en las palabras y luego somos presa de ellas. Tal vez el anunciar lo posible, lo cierto, lo real, no ayude a ganar elecciones. Pero evita posteriores sonrojos y no pondría a las sumisas parroquias a protagonizar el penoso espectáculo de tener que justificar sucesivamente y con igual entusiasmo y convicción una cosa y su contraria. De todas formas, con esta tropa ya están acostumbrados.

    Veo quien apoya y quien queda fuera de ese acuerdo. Y me hago cruces viendo a quiénes une el rechazo. Mucho deben afinar sus discursos y sus sofismas para hacer entendible su voto negativo. La derecha rebasa por la derecha a la patronal y la izquierda nacionalista, (otra derecha en realidad), rebasa por la izquierda a los sindicatos. Un sindiós. Para que nos enseñen estos a cruzar rotondas. Una vez más, nos deberán engañar. Al menos intentarlo. Deberán tirar de retórica para convencernos que todo lo hacen por nuestro bien. No, no nos canten milongas. Sus votos más que a favor de algo, siempre van contra alguien, son demostración de que viven absortos en sus líos internos y externos, y muestran un problema de fondo en la representación política, demasiado a menudo alejada de los intereses de los representados. Saben con certeza que las bases de algunos partidos no votarían hoy lo mismo que votan los líderes y parlamentarios que dicen representarlos. Hay diputados, como los dos de UPN, que hace unas horas anunciaron compungidos que votarían a favor, estando en contra, cumpliendo órdenes de su partido. Han votado en contra al final, que buscando el pañuelo han encontrado la conciencia. ¡Coño, que estaba aquí! Uno del PP dice que se ha equivocado sin querer. Otros lo han hecho queriendo, aunque no lo digan.

    Este desmierde revela a la clase política como un mundo aparte, irreal, con códigos propios, una reserva artificial en la que no faltan especímenes parasitarios, un nicho ecológico regido por unas reglas que más miran por la supervivencia y el éxito de líderes y camarillas que por el bienestar y la prosperidad de aquellos que les pagan y a quienes deberían defender. El único acuerdo posible es el de evitar mostrar acuerdo, pues todos basan su retórica en la escenificación de una hostilidad irreconciliable. Un acuerdo demovilizaría a las respectivas clientelas. Adaptarse a la realidad, corregir rumbos, es duro, pues mostraría lo errado de lo que hasta ahora han defendido. No hablemos cuando en este cóctel entra el licor territorial, submundos que viven en una perpetua borrachera ideológica que contagian a sus seguidores.

    Al menos hoy, Ciudadanos ha jugado un papel que debió desempeñar hace tiempo: hacer irrelevantes con sus votos los de ERC, Bildu y PNV. Con solo eso un partido tiene justificada su existencia y merece el voto. Por fin, que a la fuerza ahorcan, los restos mortales de Podemos han dado permiso al Gobierno para no despreciar los votos de Ciudadanos, otro cadáver, hasta ahora unos apestados, parte del trifachito según los lemas y  leyendas urbanas de la peña que se dice progresista. Tal vez se rinden al ver hoy que sin los votos de Ciudadanos peligra el gobierno del que forman parte. Mañana ya veremos, algo se nos ocurrirá. Y hasta ahí podíamos llegar, hasta la cola del paro. Es lo que tiene poner las líneas rojas donde no procede, si es que alguna vez tienen razón de ser. Si Bildu, ERC y demás declarados enemigos del Estado Español son apoyos de recibo, pactar con el diablo no debería suponer mayor problema.

    Hoy mismo, el abate Junqueras, dice que exige a las fuerzas vivas? secesionistas volverlo a hacer. Le tomó gusto a la cárcel se conoce y, si reincide, no debería la justicia privarle de ese capricho. El caso es que a veces se ganan batallas que te llevan a perder la guerra. Sobre todo, si ves que en el curso del ataque van desertando las alas que te protegían los flancos, aliados que ahora ves votando del brazo del enemigo. Si esto supone un desplazamiento hacia el centro del gobierno, del PSOE, nos vamos a hartar de reír, de sorpresa en sorpresa, entre dondedijedigos, puesandaquetús y amiquemeregístrenes en boca de ellos, sus socios y de sus ecos en las redes, que andarán borrando tuits y comentarios de Facebook, por lo de la maldita hemeroteca. Es lo que tiene asumir el papel de sumiso aplaudidor de oficio, claque pataleadora en obras de mediocre libreto y dudoso elenco, de plañidera que finge lágrimas en entierro ajeno, anticipando las reales en el propio.

    Al final, tras el susto del recuento y el precipitado anuncio de derogación por parte de la atónita Batet, vistas las caras descompuestas del banco azul, no menos que las de varios grupos que votaron no, confiados en que la ley se aprobaría con los votos de otros, fueron felices. Fumata blanca. Habemus reforma. Y gracias a un voto del PP, agárrate y no te menees. Dice que se ha equivocado, otros que es justicia poética. Un esperpento. Esperemos que habiéndose aprobado por un solo voto (y equivocado) entre 350, no se cuestione la legitimidad de la ley, como suelen hacer a menudo sopesando los votos de las sentencias judiciales que les desagradan.


2 comentarios:

  1. Genial como siempre . Estos políticos que nos merecemos se parecen más a don Ibrahim , la niña puñales y al potro de mantelete.Un abrazo

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    1. Creo que el Pleno de hoy ha sido un retrato fiel de la indecencia de gran parte de sus señorías. Sabíamos que vivían instalados en la mentira y en la teatralización. Hoy ha quedado claro. La mayoría de ellos, grupos enteros, no merecen estar allí. Gran parte de los peores problemas que tenemos salen de ese palacio del Congreso y de las sedes de los partidos. No es decepción, hace tiempo que nada se espera de ellos. Y eso puede resultar hasta peligroso. Luego nos quejaremos de extremismos, desafecciones, desconexión con los ciudadanos, cuestionamientos de la democracia... Todo eso, todo y más, sale de allí, de ese gentuzo.

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