«El genio del idioma», «La seducción de las palabras», «Palabras moribundas», «Defensa apasionada del idioma español»… Estos son algunos de los libros, todos de recomendable lectura, en los que Álex Grijelmo, entre otras muchas cosas, nos habla del «genio del idioma», que viene a ser el criterio colectivo, tan misterioso como inapelable, del conjunto de los que emplean una lengua como herramienta de comunicación. Ese genio es quien al final dictamina, quien decide si acoge o rechaza, quien, con sabiduría antigua, acaba sentenciando a los vocablos o expresiones de varia procedencia que surgen o que invaden, permitiendo a unos pervivir, condenando a otros a desaparecer en el caldero siempre en ebullición de una lengua viva. Nadie tiene mando en esa plaza. Nada hay más democrático que una lengua, un mundo en referéndum perpetuo que a lo largo de los siglos va eligiendo unas soluciones, mientras rechaza otras. Sobran imposiciones, arbitrios, proyectos de ley o campañas evangelizadoras. No funcionan; el genio, que somos todos a una, es inmune a esos manejos. Cientos de millones de hablantes acaban defendiendo lo que es suyo, lo que es de todos, frente a gustos, manías o pretendidas correcciones particulares de unos pocos. El lenguaje debe de ser capaz de expresar tanto lo correcto como lo que no lo es, lo santo y lo perverso, y es espejo, no pintor. Hable usted como quiera y deje a los demás hacer lo propio. Los usuarios darán su veredicto colegiado, adoptando unas formas y usos y despreciando otros. Y que gane el mejor.
Es muy tranquilizador ver cómo funciona una lengua a la larga, superando riesgos y retos ocasionales. Ese genio es el que da por buenas palabras como cefalópodo mientras rechaza cabezópodo. Bueno es platirrino o bocachancla, malo planijétido o monohuévido. Nos permite construir neologismos recurriendo a los abuelos de la lengua, el latín y el griego, solos o mezclados. Pero no bendice bodas entre una aristocrática palabra de los ancestros con otra plebeya, incluso de las que florecieron cuando nuestro idioma era todavía algo nuevo, en formación, pero ya apuntaba maneras de devenir sólido y diferenciado. En otros casos se muestra más liberal, pues suele tener manga ancha con la ciencia y la tecnología, con la poesía y con la aldea, pero sin salirse de sus manías, que suelen ser norma. Es el mismo duendecillo terco que lleva siglos sin permitir la aparición de nuevos verbos terminados en -er (muy pocos han brotado una vez consolidado el idioma), ninguno en -ir, pocos y antiquísimos. Si se crea un nuevo verbo, el neologismo acabará invariablemente en -ar. De las tres conjugaciones, sólo queda disponible la primera. Podría aparecer una mente original que quisiera romper esa norma y parir la palabra “cliqueer” o “cliqueír”. Sería inútil, el martinico es muy taimado y por ahí no pasa. Cuando empezó a utilizarse en los ordenadores un nuevo artilugio señalador, ese ratón que, perdida la cola, ya nadie llama “mouse”, se extendió el uso de “cliquear”. Los que propusieron esa palabra, sin antes buscar en nuestro idioma otra mejor que pudiera reciclarse para ese significado, perdieron la guerra y acabó venciendo “pinchar”. Como ocurrirá con “pen-drive”, para el que ya vamos buscando sustituto castizo. El tiempo y los usuarios decidirán si, al final, nos quedamos con lápiz USB, chupete, archivo externo, o vaya usted a saber. Lo de USB tiene menos arreglo, pudiéramos pensar, pues quien inventa bautiza, pero seguramente memoria iría bien. Tampoco conviene ponerse a estrujarse la cabeza en ello, pues el geniecillo abrazará a una sola palabra, mejor que dos, cuando a alguien se le ocurra. Y se le ocurrirá.
Es el mismo genio, cierto que lento, que desterró del uso palabras como speaker, interviuvar o outside, para acabar imponiendo locutor, entrevistar o fuera de juego. Tarda tiempo, pero va limpiando. Y es el genio, es decir, el sujeto colectivo de los hablantes, no la Academia, quien limpia, quien decide, quien busca y a veces encuentra términos propios, de los que llamamos patrimoniales si han evolucionado dentro del meollo de nuestra lengua desde el latín vulgar, u otras incorporaciones antiguas, ya sin uso o con otro distinto hasta ahora, para sustituir esos barbarismos. Como el afortunadísimo reciclaje de la palabra azafata, que del árabe as-safat, cesto, pasó al castellano azafate con igual significado, para terminar nombrando azafata a la dama que llevaba a la reina el azafate de la costura, con los reales hilos, el dedal real y las no menos regias agujas. Y de ahí a los aviones de Iberia. La academia, por su parte, es simple notario, aunque muchos le pidan que ejerza de juez o de creador.
No pocos de esos anglicismos se quedan a vivir entre nosotros, una vez los vestimos con un traje local. No hemos encontrado nada mejor que túnel, vagón, yarda, líder o récord, entre otros cientos o miles de palabras para cuyos conceptos asociados no teníamos ni hemos encontrado aún nada mejor. A los angloparlantes les ocurre igual y para ciertas cosas han adoptado no pocas de nuestras palabras: fiesta, amigo, suave, caballero, señorita, latino, sierra, burro, patio, bravo, maestro, plaza, olé, tapas, gusto, sangría, paella, arena, barrio, cafetería, aficionado, guerrilla, liberal, solo, vigilante, bonanza, lolita, macho, mosquito, hombre, siesta, hasta la vista, mi casa es tu casa… Incluso cojones. ¡Manda huevos!
Lo que ofende o perjudica no es que un idioma tome de otro palabras de las que carece para designar algo nuevo o porque ofrecen matices que uno no consigue encontrar, por el momento, en ninguna palabra de su lengua. Eso es bueno, antiguo e inevitable, enriquece unos idiomas tomando prestados, sin intención de devolverlos, aciertos lingüísticos ajenos. Siempre ha ocurrido y ocurrirá así, solo que va cambiando la lengua de prestigio de la que se van tomando. El castellano desde hace más de mil años, desde su nacimiento, fue incorporando durante siglos cientos y cientos de hermosísimas palabras árabes que ya son parte constitutiva y esencial, además de singularidad y ornato de nuestra lengua. La ciencia siempre recurre a las lenguas clásicas; las novedades tecnológicas, hoy, al inglés. La desgracia no es que importemos las palabras, sino que tengamos que comprar además los inventos, las ideas, los artilugios que así, en su idioma, nombró quien los invento y nos los vende. El que inventen ellos sale carísimo.
Lo malo son los palabros innecesarios (y a veces malsonantes para nuestros oídos), y ninguna necesidad tenemos de estropear el idioma utilizando coach por entrenador, bullying por acoso, mail por correo, kit por lote o equipo, followers por seguidores, link por enlace, online por “a distancia”, meeting por encuentro (ya adoptamos mitin para una reunión pública de carácter político), crowfounding por colecta o financiación colectiva, ranking por clasificación, newsletter por boletín, streaming por en directo, o influencer por gilipollas mediático. Cuando se llega el extremo de ir salpicando cada frase con un anglicismo de forma innecesaria, más que otra cosa revela las miserias del hablante, el ridículo afán de darse lustre (pisto, que decimos en La Mancha), de aparentar ser persona de mundo, políglota y cosmopolita, cuando más se retrata como snob o petrimetre, por usar adjetivos foráneos ya bien aclimatados que, por coherencia con lo escrito, dejaremos en cursi y pedante, ridículo y pretencioso. Dígamelo todo en inglés, por favor, lúzcase si puede, pero no me someta al tormento de esa mezcolanza patética.
En otras ocasiones se usa el anglicismo como eufemismo. Siendo mala la realidad a nombrar, una palabra foránea, a medias entendida si acaso, parece dulcificar lo crudo o abusivo de lo que así se escamotea a la comprensión: riders, call center, fakenews, co-living, job-hopping, usados por no nombrar en castellano castizo lo que en verdad son, de una forma que todos entiendan: distintas formas de precariedad, de abuso, de avasallamiento, de presentar como normal y deseable el vivir realquilado o dar por natural o pasable la mentira. Lo malo es que, como se lamenta Grijelmo "en apenas medio siglo el inglés ha colocado tantas palabras en las bocas de los hispanohablantes como el árabe en ocho centurias". Y eso resulta un innecesario e injustificable servilismo lingüístico.
Antes o después, el genio del idioma nos obliga a llamar a cada cosa por su nombre. Si no puedo alquilar una casa, menos comprarla, y tengo que resignarme a realquilar una habitación, llamarle a esa situación co-living, quedará más bonito, pero no mejora mi situación ni la ajena. Y no es exactamente convivir, que hay matices que la diferencian de un co-vivir, juntos pero no revueltos, con derecho a cocina. Llamar nesting a quedarnos en casa, en el nido, nada aporta, salvo que esa palabra no nos cuenta si se hace por gusto, obligación, necesidad, confinamiento o arresto domiciliario. En fin, cuando no se quieren nombrar las cosas en román paladino, de una forma que todos las entiendan, si se ampara uno en tales encandilamientos léxicos, es señal de que alguna liebre se lleva en mente.
Acabará el geniecillo dándoles en el testuz a los amantes del alargamiento innecesario de las palabras, no sólo a los que eligen la más rebuscada de las disponibles, sino a los que añaden sílabas innecesarias creyendo que la palabra más luenga, campanuda y descomunal es mejor que la más breve y concisa. Hay quien cuantifica las monedas del bolsillo, creyendo que resultarán ser más que si simplemente las cuenta; le parece más de temer la peligrosidad que el peligro, o cree que diciendo intencionalidad borra la posibilidad de que sus intenciones sean malas. Como decimos, al final, el genio del idioma se acaba imponiendo. Como su longevidad le hace un ser sin prisas, a veces nos pone nerviosos, creyendo que se ha desentendido del problema. ¡Señor, dame paciencia! ¡Pero dámela ya!.
A algunos les ocurre esto de los nervios, entre otras cosas, con los excesos del lenguaje inclusivo, empezando por el repetido y cansino desdoblamiento de género, cuando de él se abusa hasta la parodia. No hablemos de desafueros como el niños, niñas y niñes, o el infumable tod@s, engendros condenados al fracaso, al olvido. Serán algo extraño, harán sonreír dentro de un tiempo incluso a los que hoy aún no lo ven así, que no son demasiados. Ese genio del idioma (al contrario de lo que a mí, goloso de las palabras, me ocurre), ama la brevedad, la concisión, odia el alargamiento innecesario, la perífrasis, la redundancia, la repetición. Y, se quiera o no, es muy tradicional este duende taimado, siempre reacio a desprenderse de vetustos estereotipos y prejuicios, este martinico de la lengua que no gusta de peregrinos inventos ni ocurrencias, ni siquiera de algunas que, siendo razonables, además serían convenientes. Pero necesita tiempo, pues el tiempo a menudo nos lleva a olvidar ciertos problemas antes de habernos puesto a encontrarles una improbable solución; lo que viene a demostrar que no eran tal problema. Gran parte de las palabras que la Academia reconoce, tal vez con precipitación, acabarán languideciendo, criando telarañas en el diccionario. No desaparecerán del uso generalizado, porque nunca lo alcanzarán, y en pocos lustros sonarán a jerga minoritaria, a moda ya antigua. Y habrá que señalar al lado de su definición su carácter de vulgarismo, de palabra ya inusual, propia de un momento, un lugar o una tribu concreta. Bien está que figuren en las páginas del diccionario, que para eso está, para buscar los usos de palabras a veces poco frecuentes, pero etiquetadas como de uso poco recomendable para un habla o escritura llanas, pero de un cierto nivel cultural, entendible por una mayoría de los cientos de millones que hablan nuestro maravilloso idioma. Que, afortunadamente, está a salvo de cualquier ataque y, a largo plazo, también de ocurrencias, postureos e inventos de las diferentes tribus, aunque no de estos molestos sarpullidos temporales.
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