En
las películas del oeste el bueno siempre saca más rápido. El que agoniza en el
suelo muere porque no lleva razón. Representa el mal; por eso fue más lento, de
forma que bien está lo que bien acaba. Los dioses no permitirían que las cosas
ocurriesen de otra forma, pensamos. Aunque no siempre conviene echar a Dios la culpa de los desafueros de unas criaturas de las que ni siquiera su omnipotencia consigue sacar partido. Porque hay que ver qué bonito que es ese tema del libre albedrío. Tal vez, más que de los dioses, se trate de los
guionistas, que alguna liebre suelen llevar, pues, además de entretener,
siempre nos intentan convencer de algo. Como muchos políticos —una profesión
muy cercana, sin salirnos del mundo del espectáculo—, necesitan fabricar un
relato que deforme y lubrique los hechos para hacerles pasar hasta por donde no
caben. En los westerns, entre otras cosas, nos convencen de que los verdaderos
malos eran los indios. Unos salvajes estos pieles rojas. La fuerza de las
palabras, de las imágenes, que si se repiten lo suficiente acaban
sobreponiéndose a las razones. Señalado el malo una y otra vez, si cuela,
pasamos a ser los buenos. El que acusa, y a menudo la acusación suele tener mucho de autoexculpación preventiva, es el que saca más rápido y sus disparos dejan al otro muy perjudicado para responder. Por eso conviene poner en cuarentena los jucios sumarios sobre la maldad ajena, especialmente cuando la condena aporta algún beneficio al fiscal. Si nos presentaran a los apaches chapurreando un
español raro y mestizo y persignándose al salir de la ermita con los dedos aún
mojados de agua bendita, que eso hacían y así eran, a muchos nos daría más pena
verlos morir. Porque no todas las muertes nos producen la misma desazón.
Los
guerreros antiguos, antes de entrar en batalla, intentaban leer los oráculos,
la predisposición de los dioses a darles la victoria o a desentenderse del
pleito y así condenarlos a perder vida y hacienda. En realidad, más que leer,
dada la oscuridad de sus mensajes, creían descubrir en ellos un reflejo de sus propios
deseos. Porque los de los dioses, como los del pueblo, son muy difíciles de
descifrar, a menudo inquietantes, y es más fácil acabar escuchando en ellos
nuestra propia voz, justo lo que deseábamos oír. Lo de los oráculos ha decaído
mucho, desplazados por encuestas y profecías ayudadas a autocumplirse por los
mismos profetas que las anuncian. Sin embargo, ese modo de pensar que consiste
en tener decidido lo que hay que ver antes de mirar ha triunfado plenamente.
Aquellas guerras eran de artesanía, flechazos, lanzadas lejanas y al final el cuerpo a cuerpo. Duraban poco y los contendientes, además de por número, ganaban o perdían por lo acertado de la estrategia, potenciada por la moral y el valor de sus tropas. Soldados enfrentados que contaban con armas similares, que se mataban o herían de uno en uno y tan de cerca como para ver la cara del enemigo, siempre tan parecida a la propia. Si las cosas salían mal y acababan encadenados como esclavos, intentando en la fila de cautivos no pisar los cadáveres de los que tuvieron peor —o mejor— suerte, tenían el consuelo de pensar que los dioses así lo habían querido. Hoy, descreídos y resabiados, más que intuir, sabemos que llegaron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos. La Historia nos podría ayudar mucho, pues nos deja esas lecciones, siempre olvidadas. Aparte del eterno afán por adaptarla a gustos y conveniencias del momento pues, como todas, la tahona de la Historia hace el pan con la harina que le damos y todos quieren que el suyo salga blanco y tierno.
La
memoria es un líquido que se va acomodando a la forma del frasco donde cada persona o época
la guarda. Siempre hay quienes recuerdan solo lo que otros quisieran hacer olvidar, mientras olvidan lo que sus contrarios pretenden fijar como memoria de todos. Hay muchas memorias, muchas historias. Mientras sigan vivas, como
las palabras con que las contamos, seguirán cambiando, sea por avances de la ciencia histórica o por triunfo de relatos de parte. Como en un árbol, unas frondas
crecen y otras se secan, y pervive mientras las raíces sigan alimentadas por
el suelo del presente, un hortelano que unas veces abona y otras poda, pero que
siempre intenta guiar las ramas. La otra cara de esta moneda es el olvido,
siempre en lucha con la memoria. No podemos recordar todo, ni todos lo mismo,
y menos para siempre. La abundancia del hoy hace pronto olvidar las hambres del
ayer; cada uno vivió la feria de una manera y así la recuerda y la cuenta. Una
generación que solo ha conocido la paz descree de la posibilidad de que pueda
haber una guerra, cosa de los bisabuelos, gente rústica, rara y violenta. Esa
falsa idea del progreso como una línea continua, siempre ascendente, un camino hacia
la perfección sin pausas ni retrocesos, es idea tan común como engañosa. Nada
está garantizado, nada es eterno, nada es seguro y cierto, salvo la decadencia
y la muerte. Hay regresiones y no son excepcionales las cosas y casos en los
que avanzamos hacia atrás.
Nos
aplatanamos con las paces largas, hasta creerlas definitivas, algo tan deseable
como incierto. Lo mejor es ser pacifista. Es lo más noble, lo más humano. Se
llega a proponer hasta la renuncia a defenderse. No tiene más problema que,
como conducir por la derecha, solo funciona si todos obran igual. Con solo uno
que no comparta tan nobles principios circulatorios se lía parda en la
autopista. Por muy pacifista que uno sea, si un kamikaze anda fuera de parva
veríamos bien incluso que lo pararan con un misil antes de llegar a
encontrarnos de frente con el conductor díscolo. Es cuestión de perspectiva, de
detalles y de circunstancias, y a veces los buenos principios nos llevan a
malos finales. La no violencia, como todos los principios, solo funcionan cuando son
compartidos por todos. Incluso, sin salir del cerebro propio, vamos adaptando
los buenos propósitos a la situación. Al salir de la consulta, si los análisis
han salido bien, nos concedemos en el primer bar que encontramos lo que antes
de conocer los resultados, que preveíamos adversos, habíamos evitado, incluso
prometido no volver a catar. Promesas e intenciones de tanatorio. El miedo guarda
la viña. Hasta que se pierde el miedo, y con él, a menudo, también el majuelo.
Y de paso la vergüenza, incluso el oremus. Es mejor pasarse de prudente y saber
que existen peligros y que, llegado el momento, habrá que enfrentarse a ellos
con las armas que tengamos preparadas por si un casual.
Por
eso, cuando niños, en las películas de sesión doble, aún no maleados por los nihilismos
o las deconstrucciones y relatividades de Foucault y otros vainas posmodernos,
pataleábamos contentos y jaleábamos a los que acudían bien armados a hacer
justicia, machacando a los que, entonces sin dudas, eran los malos. Hoy todo es
más líquido, la verdad, la moral, la justicia y otras cosas importantes, hasta
el punto de vivir en la contradicción de cultivar la irresponsabilidad
individual y, a la vez, hacernos sentir culpables colectivos de los desastres y ataques
que sufrimos. Hasta nos quieren hacer heredar culpabilidades retroactivas.
Encandilados
por un optimismo antropológico, un "to’ er mundo es güeno" que nos desarma, ocultamos
la realidad, que es un espanto, hasta que ya es imposible y a veces tarde. Ni
puto caso, colega; que se joda la realidad, a ver si van a venir los malditos
datos y los hechos a estropearnos el relato. Mejor Walt Disney que el
Serengueti. Luego si el cocodrilo le arranca un brazo al nene, que así son de bestias
los animales, los de verdad, ya aprenderá en sus carnes que esas enormes
lagartijas solo sonríen en las películas. Hasta entonces, mejor que no sufra. Solucionamos
ese problema puntual buscando una palabra o una frase dulce que suene mejor que
manco y arreglada la cosa. ¡A ver qué cuentos les dejas leer a las criaturas,
que lo del lobo no le dejó dormir a gusto y me ha pegado la noche! ¡Se va a traumatizar!
Nada de inquietarles, nada de abrumarles con los peligros de la vida, ya
tendrán tiempo de padecer, de enterarse de lo que vale un peine. Y en ellas
estamos. Así hemos llegado hasta aquí, yendo de la desenfadada e inconsciente alegría al
llanto, por el camino de la confusión y del buenismo.
Además,
ahora la infancia dura mucho y la adolescencia prácticamente toda la vida. Ese desenfoque vital da lugar a que se pueda
llegar a ministro, casi con el chupete aún en la boca, creyendo que se sigue de
delegado de curso. O, con poco más de las cuatro reglas, a dirigir un país. Ahí
tienes a Trump, a Maduro o a tantos otros primates empoderados, lejos y cerca. En
este mundo de adolescentes talludos, airados y dueños de un rencor telarañoso en
busca de culpables, no es necesario saber; el caso es explicarse uno, si no
bien, al menos deprisa, acertando a decir lo que la audiencia desea escuchar. Aparentar, más rentable que ser; corroborar, reafirmar, mejor que dudar, pensar o descubrir. Más vale un gramo de
imagen que dos toneladas de eficacia. Se puede salir airoso, aunque el orate no
se explique, porque a la gente se le pide adhesión personal, pasión o enfado, no
inteligencia ni asunción de un proyecto ni de unas ideas, porque no las hay. Enfado, victimismo, indignación, vana ilusión, para apuntalar lo que sin las emociones no se
tendría en pie. Si hay quien sigue creyendo que la Tierra es plana ¿no te van
a creer a ti si les dices que, por el hecho de nacer lo merecen todo, que no tienen culpa de nada y que nada se les exige,
mientras callas que de ellos nada se espera tampoco? Con la emoción basta.
Méntales lo malos que son esos o aquellos, aún peores que nosotros. Háblales de
sus derechos, omite sus obligaciones. Lo importante es buscar un buen enemigo;
si no lo hay se le inventa. Esos son; ahí los tenéis: unos extremistas, un
peligro.
Los
primeros que hemos de aparentar creerlo somos nosotros, que el personal no
detecta —incluso consiente— la mentira, pero intuye y rechaza la debilidad. Dudas, ninguna. ¿Para
qué leer o atender a nada que nos haga dudar? ¿No sabemos ya que llevamos
razón, que somos los buenos? Una nueva clase de aristocracia que, en lugar de los castillos y latifundios del marquesado, hereda títulos de superioridad moral, aunque la estirpe vaya degenerando. Con ellos basta. No tenemos que demostrar
nada, que la razón ya nos viene de herencia, de casta. Hoy hay quien dice que es de esta
o de otra corriente ideológica como quien dice que viene de los Alba, De la
Cerda o de los Medinaceli. No faltaba más que, a estas alturas, necesitar
hacernos preguntas o demostrar el valor que se nos supone. Las ideas hay que conservarlas, como las fincas, como las muelas.
Para algunos son tan inmutables como los lemas y emblemas que antes las grandes familias grababan en
escudos, estandartes y blasones. Muchos están convencidos de que ser progresista consiste
básicamente en pensar y defender lo mismo que sus bisabuelos, incluso sus
equivocaciones y sus desmanes. Y, si cuaja, cobrar deudas, reparaciones y recompensas por los
agravios y derrotas que sufrieron, ciertas o imaginadas. Nunca ha sido cierto
lo que la etimología nos indica cuando hablamos de aristocracia. No hay nada que nos lleve a pensar que
alguna vez hayan gobernado los mejores, salvo excepciones que no conozco, pero al menos eso se pretendía aparentar.
Ahora es la medianía, la democrática y destructiva igualación del que sabe con
el que ignora, el que aporta lo que puede y debe con el insolidario que se desentiende del bienestar general, el que trabaja con el que se escaquea y el que se esfuerza con
el que descansa. Igualar es lo deseable, pero estirando hacia arriba de los que
están abajo, no propiciando un mundo de enanos envidiosos del que despunta,
prestos a cercenar las gaitas que sobresalen.
Los
dogmas del clan, de la tribu, de la casta, son la venda cuando se infecta la
cosa. No son un antibiótico, no curan, pero al menos tapan la llaga. Hay que estar
seguro de la incomparable bondad de lo que se intenta vender. La mejor forma es
no plantearse siquiera la posibilidad de que haya algo mejor ni más cierto. La gente huele la
duda, la toma por tibieza y estás perdido. A la oposición de cabeza. La
escalera para asaltar cielos no tiene como peldaños las verdades, sino las dulces
promesas, las indignaciones y los miedos a lo que podría venir sin nosotros. Fuera
medias tintas, sobran matices y otrosís, términos medios y considerandos; lejos
quede la equidistancia, que la ecuanimidad no entusiasma, no vende. Ante los
extremos no tiene nada que hacer y nosotros somos el extremo bueno. Salomón era
un bandarra, a punto estuvo de partir en dos a la criaturica. Nosotros no
tendríamos inconveniente en dejar que lo hiciera, el otro cederá. Y si no cede,
ya le echaremos la culpa del crimen. De la destrucción nacerá lo nuevo, lo
bueno. A menos, eso dice el manual.
No
hace falta demasiada ciencia. Igual que había libros con modelos para escribir
cartas a la novia o plantillas de correspondencia comercial para llevar la
tienda, con aprenderse ocho o diez lemas y frases para gritarlas muy deprisa
con el ceño fruncido, ¿para qué más ciencia ni experiencia? Ya procurará el
líder incendiario rodearse de otros tiernos infantes, gente de fiar, ni tan
tontos como para no ser capaces de memorizar los lemas de la tribu, ni tan
listos como para hacerle sombra a quien los nombró. El aplauso y el amén de la parroquia están garantizados. El caso, la almendra del
tema es lo que decíamos: un buen enemigo. Bien dibujado. Un fascista de libro: Martínez
el facha. Con su bigotillo, sus gafas de sol, su bandera de España con el aguilucho y su Seat
1500. Una vez que la gente ha aprendido quién es el enemigo, ya está el trabajo
hecho. Arrojando indiscriminadamente a toda oposición a los abismos del
extremismo, así, a granel, confundiendo e igualando a los extremistas con los
que no lo son —los más de ellos—, nuestro propio fanatismo extremo pasará por cordura
y moderación. Hasta algunos asesinos o golpistas pasarán así por buenas compañías,
por socios convenientes, mientras alertamos de los lobos infiltrados en rebaño
ajeno. Cuando el enemigo haga lo mismo —o menos— que nosotros, la feligresía verá con
claridad que no es igual, que nuestros motivos son más nobles, nuestra fe más verdadera, que nuestros criminales
son buena gente y que todo lo hacemos por su bien. Aunque les cueste entenderlo.
Si
los piquetes nos ayudan a alcanzar el poder son buenos; si actúan contra
nosotros y amenazan con sacarnos de él, son perversos. Es de aplicación a
manifestantes, acosos, escraches, huelgas y otras “legítimas y necesarias
manifestaciones de la libertad y de la democracia”, decíamos. Con la reserva de que solo lo son
si van contra el adversario. Si operan contra nosotros hace falta estar ciego para
no ver que todos esos desmadres y algaradas son un contubernio, cosa de fascistas. Podría
aplicarse igualmente señalando como demonios a populistas o a comunistas, según quien hable,
es cierto, pues las dictaduras, aun siendo de signo distinto, obran y
argumentan igual. En unos sitios la dictadura viene de la mano de Erdogán, en
otros de Putin, y en otros de los Castros, los Maduros, los Ortegas o los Kin
Jon-Uns. Todos ellos tienen quien los defienda, indicador muy útil para
reconocer los verdaderos peligros, que pueden atacar por babor o por estribor. Cada
uno de los extremismos se alarma de un modelo de tiranía, aunque la libertad sea
su enemigo común. Sus afanes totalitarios y autocráticos los igualan, como la Historia nos muestra. Juega a su
favor que cada vez son más difíciles de distinguir, que muy desportilladas
andan las palabras y muy hueras las cabezas. El único criterio que funciona es rechazar
enérgicamente a todos aquellos que argumenten en favor de alguna de las
variedades de totalitarismo criminal que asolaron el mundo en el pasado y lo
siguen haciendo en el presente. Porque para no pocos, solamente el fascismo fue
y es rechazable. El comunismo no fue ni es mejor. Claro que el fascismo es nefando, pero eso no hace bueno ningún otro modelo de
dictadura más de su gusto, alegando que, mientras no alcancen el poder, sus defensores se
resignan a aparentar ser demócratas. Ninguno de ambos totalitarismos es compatible con la democracia.
Lo
malo de estas clasificaciones, tan interesadas como falsas, es que hace aumentar
el número de los supuestos enemigos, esa masa indiscriminada y sin fuste que han
venido inventando. La gente se puede preguntar si en verdad hay tantos fascistas.
Si fuera cierto, que no lo es, como tampoco es real el respeto por la
democracia de quienes así argumentan, habría que rendirse a la evidencia y, con el corazón en un puño, dejarles gobernar, sean lo que sean, pues habíamos quedado que eran las urnas
las que legitimaban a los partidos, incluso cuando se hayan quitado el pasamontañas
hace unos días o les hayan sacado de la cárcel sin cumplir sus condenas por
sediciosos. De forma que —van reculando— vamos a moderar un discurso que se nos
está volviendo en contra y pasemos a decir que los ciudadanos están engañados,
mientras se nos ocurre algo. Todo menos ponernos a arreglar las cosas. No hay
mejor forma para calmar indignaciones o descontentos y orillar extremismos que solucionando
los problemas que los causan y desmontando con buenos argumentos los relatos que los sostienen. Pero nuestras
recetas y nuestros lemas no dan para tanto. Neguemos la realidad, demonicemos a los ajenos,
aunque sean más que los propios, y avisemos de que o nosotros o el caos.
La
Historia dice —y con verdad—, que un Franco agonizante y una camarilla
acojonada por Marruecos, presionada y aleccionada por el imperio yanqui, vendió
a los saharauis, que tenían carnet de identidad de españoles —que eso eran o al
menos eso les hicimos creer—. También dirá la Historia con no menos acierto
que, casi cincuenta años después, otros intereses y otros apremios hicieron que
la traición fuese consumada por un gobierno formado por socialistas y
comunistas, secundados por sus conmilitones, un amasijo populista y verborreico
que, pasados los años, nadie recordará cómo se llamaba y menos cómo coño
consiguieron llegar hasta allí. Desde luego no alcanzaron tales cielos
prometiendo hacer casi nada de lo que acabaron haciendo o dando por bueno con su
presencia.
En
tiempos de turbación no hacer mudanza, dijo san Ignacio, repitiendo el saber
antiguo. Si no se quería tener abiertos dos frentes a la vez, creo que el jefe del ejecutivo, haciendo de su capa un sayo y sin encomendarse ni a Dios ni a la
Virgen, con el giro sahariano más haya abierto uno nuevo que cerrado ninguno de
los muchos que tenía y tiene, que hay que reconocer que a este gobierno parece que lo
haya mirado un tuerto. Sobre lo de solucionar todos los problemas que sufrimos,
muchos de ellos compartidos con Europa, no creo que puedan dar lecciones de
previsión ni de eficacia. Unos se alegran de que este cúmulo de tragedias y
catacumbres nos hayan encontrado con Sánchez y la compaña al frente. Tal vez
lleven razón. A nadie más se le hubiera consentido hacer ni la
mitad de lo que ellos han hecho y hacen. A todos estos problemas, unos
sobrevenidos e inevitables, otros paliados (aplazados a base de deuda) y no pocos agravados, cuando no creados por los que venían a solucionar los existentes, habría que
añadir el fuego de las calles que sin duda hubieran promovido los que hoy se
quejan de la oposición que tienen. De los sindicatos, poco que decir, sus
enfados o sus silencios oscilantes, según quien mande, los retratan. Cuando hoy
desde el poder ven en el país protestas que suponen una mínima expresión de las
que ellos por mucho menos habrían patrocinado, se alarman, ven fachas por todos
sitios, manipulación y violencia. Un abuso que hay que reprimir, ¡A mí la
guardia!, que los piquetes violentos que despenalizamos hace meses, ahora se
usan contra nosotros. Y hasta ahí podíamos llegar. La calle es nuestra, que
dijo Fraga, los separatistas y algunos más. ¡Quién te ha visto y quién te ve!
El caso del abismo entre pasados y actuales discursos indignados sobre el
precio de la luz, los abusos en los precios, los impuestos sobre la energía, la
inflación, la pobreza energética de los más desfavorecidos, es tan paradigmático
como vergonzoso.
El
cambio histórico sobre el Sáhara, del que ciudadanos, oposición, Parlamento,
parte del gobierno y posiblemente Argelia nos tuvimos que enterar nada menos
que por boca del rey de Marruecos, es, al menos por las formas, una
irresponsabilidad, un abuso, propio más de un autócrata que del presidente de
un país democrático. El fondo, simplemente por inexplicado, resulta
inexplicable. Lo único claro, una vez más, podríamos decirlo en palabras de
Muñoz Seca, en la Venganza de don Mendo:
pues aunque el nombre te asombre,
quien obra así tiene un nombre,
y ese nombre es el de... chulo.»
Hay ciertos desacuerdos, sobre el Sáhara, sobre la guerra, sobre muchas cosas importantes, ante los que no basta con poner cara de enfado y seguir en el sillón ministerial. Se otorga y se comparte o no se sigue donde se firma lo que uno considera que va contra sus principios. Claro, para eso hace falta tener algunos, tan a menudo confundidos con los intereses, las estrategias y las ambiciones. Lo demás son milongas, excusas de mal pagador. Peor que cobrador de suculentas e irrenunciables nóminas, que fuera hace mucho frío y a ver dónde coño voy yo que más me quieran, ahora que ya todos me conocen. Aunque sería demasiado sencillo pensar que solo están allí por defender un buen sueldo. No es eso. Hay más, claro está; no mejor, pero hay otras cosas. Preferible el ridículo y la irrelevancia que la desaparición. Del ahora o nunca, viendo que va a ser que nunca, algo habrá que salvar, aunque aún no sepamos exactamente qué. Y menos con quién, que ya vivimos barbilla en hombro.
Por
todo eso, de vez en cuando, hay que reescribir la Historia que, contada tal
cual, le pasa como a los cuentos, que asustan a los niños. Y como nos quiten
las hojas del BOE que el cupo nos autoriza a escribir, miedo me dan los
cronicones. Si no mienten, que no podrán mentir, en el inicio de esta traición
al pueblo saharaui, aparecerán Franco, José Solis —la sonrisa del régimen—, y
el gobierno de aquel entonces. Como colofón de la infamia aparecerá este otro
gobierno, quien lo preside y quienes lo forman, partidos y personas. Todos y
todas. Por acción o por omisión. Ellos verán, que los demás ya lo hemos visto.
Genial como siempre, querido Pepe. Cuánto necesitamos prosas como la tuya que nos obliguen a pensar. Si lo tuyo fuera poesía, posibilidad muy defendible por otra parte, te diría lo que el cartero espetó a Pablo Neruda en la película: “la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita”… Enhorabuena y gracias, amigo.
ResponderEliminarGracias, Teo. Y no exageres mis méritos. Basta con seguir la actualidad, ver por dónde respiran unos y otros, asombrarse de los cambios de rumbo, la falta de principios, la incompetencia y simpleza de las camarillas de las alturas y de sus parroquias y mariachis, para que te venga la elocuencia. No hace falta inspiración; no hay que inventar nada. Esta novela, entre negra y picaresca, da para escribir un Espasa. Con una pluma, una taza de tila y un pañuelo para las lágrimas, ya tienes el recado de escribir. Esto ya asusta.
EliminarUn abrazo.