jueves, 27 de octubre de 2022

Epístola censora y cancelatriz


RR.SS.

   Podríamos pensar que son malos tiempos para mentirosos, aunque siempre suelen ser peores para los sinceros. Gracián decía que el mentiroso tiene dos males: ni cree ni es creído, y de paso les recomendaba para ejercer el oficio el tener buena memoria. Añado yo que, al menos, alguna más que aquellos a los que engañan. Pero eran otros tiempos y otro el rigor de aquellos caballeros de negro.

Hoy hay una inmensa tolerancia (incluso rendida predisposición) ante la mentira, amplísimas tragaderas y medio nos enteramos de demasiadas cosas como para recordarlas todas, que los Funes no abundan. En ningún sitio pasan tantas cosas como en el mundo, que decía mi abuela Leopoldina. De forma que cada uno recuerda lo que puede, hasta donde alcanza, lo que Dios le dio a entender y, más a menudo, lo que le conviene, que muchos expurgan los recuerdos como las lentejas.

Debería predominar lo olvidado, que pocas cosas hay dignas y dulces de recordar, pero, para desgracia de embusteros y falsarios, todo queda hoy grabado, registrado; se hace eterno y notorio lo que nació para efímero y reservado. Cualquier conversación particular, producida en un ámbito muy reducido y privado puede difundirse, a veces pasado el tiempo, a menudo parcialmente y siempre obviando el contexto, situación y alcance de lo dicho. Se conservará para el futuro un inmenso banco de mentiras.

La verdad es que nadie resistiría (ni resiste) esos escrutinios, ninguno está siempre acertado ni a salvo de haber dejado escapar algún disparate, falsedad o inconveniencia en algún momento. En broma o en serio, con ironía o con una mano en la Biblia, tranquilo o airado, sereno o en poder de las uvas, por provocar o con convencimiento, ante estos o ante los otros, de joven o de viejo, en la barra de un bar o en un congreso de filosofía de la moral, hablando o por escrito, entre risas o llorando. Nunca deberían, por otra parte, tenerse en cuenta las palabras o frases cometidas durante la conversación con un tonto, un fanático o un nacionalista. Menos con alguien que sea todas esas cosas y algunas más. Siempre el nivel de un debate estará a la altura del peor y más desequilibrado de sus participantes y hay quien hace hablar, y mal, a los toros de Guisando.

   Nunca falta un mandria con un móvil y una cámara. Todo queda, todo se difunde, todo se utiliza. Si acaso, lo único que alguna vez resultó seguro, no comprometedor, era el silencio. Ahora tampoco eso. Siempre quedará el reproche del no te oí yo decir entonces, del que calla otorga, del hay silencios cómplices y demás pruebas de cargo. No hay cosa peor que dejar huellas. Por eso una presa es más fácil cuantas más ha dejado. Hoy son vídeos, conversaciones grabadas, twits y comentarios en las redes. Peor lo tienen quienes dejaron una obra escrita o reproducible por cualquier medio, hoy a merced de desocupados exégetas rastreadores de incorrecciones y de otros que sitúan el debate en el pasado, desde un presente que no saben manejar.

   Las leyes y penas no se pueden aplicar con carácter retroactivo, que cambian los tiempos y con ellos los criterios y los valores. Poco a poco o a perchones, de forma tanto más súbita cuanto menos firmes sean, pues quien carece de ellos es quien menos se resiste al cambio. Incluso de forma venal. Sin embargo, a lo más sólido y deslumbrante que nos han dejado los siglos como herencia les aplicamos un presentismo y una retroactividad moral que la ley positiva en vigor no consiente aplicar ni a un asesinato. Como no estoy muy al día en derecho, no sé si hablar de ley natural resultará ofensivo para alguien, teniendo en cuenta que hay que andar con ojo y atarse los machos antes de decir que algo es natural o normal. El romano sé que está vigente en espíritu, como lo están las Partidas de Alfons el Sabut en algunas zonas de los Estados Unidos de Norteamérica del Norte, antes provincias españolas.

   Cambian las circunstancias y con ellas las ideas y los principios que siempre, en cada momento, se consideraron inmutables, y les siguen los criterios que terminarán por acomodar a los tiempos la moral y las leyes. Son cambios lentos. Y mala cosa cuando no lo son. Hoy no reconocemos el derecho de conquista, salvo si el conquistador es invencible o resulta demasiado peligroso, que entonces sí, que no siempre la paz viene del brazo de la razón y la justicia. Pero, salvo algún perturbado, no reprochamos a los persas o a los asirios, ni a los visigodos o a los almohades y a tantos otros, que se apropiaran por las bravas de países enteros, saqueando y esclavizando a los que, pensando lo mismo que ellos, esa vez les vinieron mal dadas. Hoy por ti, mañana por mí, pensaban unos y otros. Paciencia y barajar. Salvo cuando nos referimos a nuestra propia Historia, tema en el que los más obtusos y desinformados se muestran justicieros inmisericordes y quisieran aplicar a los difuntos, muchos siglos a posteriori, el código penal vigente y lo recogido en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Hernán Cortés al Tribunal de la Haya, por eso de los crímenes imprescriptibles, concepto bastante relativo, de aplicación selectiva, opinable y dudosa, además de imposible. Pero así andan las cabezas. No todos son tan ilusos, pues hay entre los pobladores de esos dos extremos de la política que bordean y a veces traspasan las lindes de la locura, quienes llevan otra liebre, la de apuntalar ideologías y visiones que necesitan cimentar sus variopintas y disparatadas interpretaciones con tan vaporosos y remotos antecedentes, convenientemente cernidos y sazonados.

   Con razón o sin ella, vemos que soportan inmerecidos o desproporcionados descréditos, padecen ostracismo o sufren las condenas de esta puesta al día del Santo Oficio que hoy llaman cancelación, personajes como Woody Allen o J.K. Rowling, entre una copiosa lista de damnificados por la estupidez reinante. Se exige a los contemporáneos una total sumisión autocensora y adocenada, una ejemplaridad calvinista, mientras que con los antecesores, casi todos de la cáscara amarga, se procura identificar al autor con sus personajes, sacarlo a rastras de su tiempo y su circunstancia, a menudo más libres y, en ciertas cosas, menos tiquismiquis que los actuales, para comparecer ante el tribunal de las nuevas correcciones. Tienen la ventaja los vivos citados de que aún bullen, conservan la voz y la pluma para defenderse, y además el consuelo que cita la autora de la saga de Harry Potter, que mucho bien ha hecho a la iniciación y al gusto por la lectura, tanto que hay quien considera muy conveniente quemar sus libros. Dice la escritora que no le gustan esos ataques, pero que cada vez que recibe el cheque con los derechos de autor en su castillo, se le alivia mucho el disgusto.

    Peor lo tienen los muertos, desde Homero, un puto machista belicoso, Kipling, un imperialista sanguinario, Neruda, un mal padre, Marx un mantenido o Picasso, un maltratador. La lista es infinita, total, nadie queda fuera por una u otra culpa o flaqueza, cierta o supuesta. Me imagino que a estos también les da lo mismo ya. Más debería preocuparnos a los vivos haber dejado al mando del tamtam y el timón de la galera a los que andan con la brújula averiada, reconocerles la autoridad para marcar el ritmo y la dirección de nuestros gustos y de nuestros juicios. Yo no tengo el consuelo ese del cheque rebosante de libras esterlinas de la Rowling, pero también procuro desde mi celda pasarme por el arco de triunfo las tablas de la ley de tantos y tantos botarates, tan fanáticos como poco ilustrados, sean orgánicos, inorgánicos, de derechas, de izquierdas, de aquí o del más allá. Y menos del campus de Standford y de otros algodonosos antros elitistas, guarderías de las reblandecidas y tiernas mentes de los retoños del imperio, que desde hace decenios nos iluminan las rutas del progreso. Luego las “vanguardias progresistas”, ubicuas propagadoras de esta peste neocorrecta, reprochan retóricamente a los obreros votar a la derecha, a la populista o a la montaraz que, a su vez, también tienen sus cancelados y sus bestias negras. Que se lo hagan ver unos y otros, que resultan tal para cual. «La metad del mundo se está riendo de la otra metad, con necedad de todos», que decía Gracián. Nunca voy a cancelar de mi biblioteca por consejo o imposición de tales acémilas, más o menos ilustrados, a gente excepcional, única, mejores que los que hoy los censuran, cuyas obras han remontado contra vientos y mareas los embates de los siglos, cada uno con sus lunáticos, sus inquisidores, sus obispos, sus intransigencias, sus quemas, sus censuras y sus represiones. No sospechaban que, tras centurias de lucha y progreso hacia la libertad, iban a acabar chocando con los mismos perros con distintos collares. Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros.

   En realidad, son controversias de salón. Diatribas insustanciales y pasajeras, artificiales, aunque no inocuas. Que algunos proscriban la lectura de ciertos libros a sus feligresías no deja de ser chocante y peregrino, pues la mayoría de sus cofrades no tocan un libro ni con un palo. Pero a los predispuestos a leer, que son los menos, y a las mentes más débiles, que son las más, si les diere por leer algo, estas curias prescriptoras, con sus mezquinos raseros, les podrían privar de lo excelente para hacerles revolcarse en lo efímero y circunstancial, normalmente banal y prescindible, mera autoayuda voluntariosa y falaz, destinada a un olvido en el que se apagarán definitivamente los nuevos censores con sus libelos y recomendaciones. Obra, lo que se dice obra, van a dejar poca. Este siglo, como el pasado, como todos los anteriores, añadirá algunos escasos monumentos a un canon secular muy exigente, verdaderamente democrático, pues solo el aprecio numeroso y mantenido de los lectores salva unas contadas maravillas de las erosiones del tiempo y de los embates de críticos sectarios, analfabetos, orates y demagogos, siempre comidos por la envidia y el rencor propios del mediocre.

   Y ya no hablamos de crítica literaria o artística, a menudo reemplazada por publicidad de encargo, más o menos encubierta, y casi siempre interesada e injusta, sino del desconcierto de unos tiempos que, según Umberto Eco, dan voz y espacio público a una inmensa manada de imbéciles, que se sienten autorizados para prescribir y para censurar. Y su criterio, si es que es suyo, tiene poco fuste, siempre centrados en sus ingenierías sociales, cosa no nueva, por otra parte. Lo que es más novedoso es la insustancialidad casposa y ovejuna de los prescriptores. En sus juicios, lo cierto, lo relevante, todo lo útil, elevado y razonable, si entra dentro de lo que pudiéramos llamar normal, palabra peligrosa y en desuso en la actualidad, queda eclipsado y sustituido por lo que pudiera resultar anómalo, disparatado, sorprendente, o mejor escandaloso y conflictivo. Prácticamente a algunas peñas no les interesa otra cosa. Es su alimento, como fustigar es su oficio.

   Necesitan oscurecer todo lo ajeno para que se perciban sus luces mortecinas y desfallecientes, para mostrar algún reluzor entre las penumbras que quisieran crear a su alrededor. Aman la mediocridad y odian la excelencia, inalcanzable para ellos. Sólo rebajando lo que destaca y se eleva creen poder aparentar altura. Como las plantas, desde las rosas a los cardos, medran sobre el estiércol.  Sus ojos enfocan a la mancha, a la mota de polvo, tal vez única, en una repisa o en una tela por lo demás limpias. O en una biografía. El terciopelo les acaba arañando la mano, siempre encuentran alguna fibra al bies, algún pespunte fuera de parva que les raspa, les hiere, les ofende. Practican una delicadeza bárbara. Nadie merece la salvación salvo ellos. Pero para tasarlos en lo que realmente valen hay que mirar sus santos y sus profetas, sus ídolos y sus referentes. En todos los demás, vivos o muertos, encuentran hoy, vistos a través de la lente de sus novedosas y pujantes moralinas y censuras, algún pecado mortal que arruine su trayectoria, que oscurezca o borre cualquier otra aportación, que lo descalifique. Ya nunca verán películas de este ni leerán libros de aquel. Jamás volverán a escuchar las canciones de la otra ni a admirar las pinturas de aquel impresentable. Y estos nuevos oscurantistas harán lo posible, hasta donde su poder alcance, para que nadie lo haga.

Su rigor rencoroso no deja espacio al reconocimiento ni a la gratitud por lo recibido, por lo disfrutado. No renuncian a la herencia, pero la vituperan con la saña envidiosa del que se sabe incapaz de mantenerla y menos de acrecentarla. Siempre hay un pero, siempre hay un reproche, una tara imperdonable. A base de no mirarse, tan memoriosos para unas cosas como olvidadizos de otras, pues sus recuerdos selectivos se vigorizan con los rabillos de pasa de la conveniencia, llegan a tenerse por perfectos, por encima del bien y del mal. En los demás nunca falta un yerro o un defecto, una caída, un desacierto o un descuido que desequilibre en su fina balanza el plato de los méritos, siempre livianos, frente al peso de las culpas. No necesitan recurrir al potro para arrancar la confesión de sus reos, pues sus procesos son sumarios, expeditivos, sin eventual recurso ni posibilidad de defensa. Conocemos más sus sentencias que sus fundamentos y sus argumentaciones. Son los tiempos los que te condenan, no yo. Te has puesto contra nuestra verdad, que es la del momento, atacas nuestros dogmas, eres un peligro que hay que acallar o erradicar. Te atizaremos con la tea del descrédito, los fieles se avergonzarán de ti y pocos se atreverán a defenderte y ponerse en contra de los vientos dominantes.

Esta tropa siempre se alista para las batallas ganadas, se apunta a las causas fáciles de defender, las que se sostienen solas, pero huyendo de matices que exploren sus bordes más borrosos, esos donde habita la duda y que pudieran dar pie a deliberaciones y tomas de postura más comprometidas. En la batalla se esconden en la masa, nunca se sitúan en las alas, donde la lucha es más feroz y decisiva. Nunca los verás rondar por esas fronteras. Sus límites les vienen dados. Hasta aquí podemos llegar sin mayores riesgos. El sentir con los menos y hablar con los más, también de Gracián, que remata diciendo que «antes loco con todos que cuerdo a solas». Siempre hay un número suficiente de creyentes que saldrán en tu apoyo, mientras no seas puntilloso o pejiguero ni te aventures a sacar los pies del tiesto. Lo mejor es acudir  siempre en defensa del vencedor, que a moro muerto gran lanzada. No importa que no sepas lo que dices ni el porqué o las consecuencias de lo que defiendes. No te importe contradecirte, aunque debes procurar cambiar de opinión con el resto del coro, a tiempo y nunca el primero, que la soledad no evidencie tu voz destemplada. Acógete (mejor dilúyete) en la masa, escondido en ella, que el número te ampare, ya que no una razón que, si existe, se te escapa. Pero tú no has llegado hasta allí razonando, inédito el caletre, sino asintiendo, sumándote al grupo de más bulto. Si tantos lo dicen, razón deben llevar, como las moscas. Además, son los buenos, los míos. Por eso estoy con ellos, porque parece que hoy son más. Si tienen errores y cometen desmanes es por necesidad. Seguro que les duele. Tampoco es cosa de restregarse por el fango y mostrar los trapos sucios, dar armas al enemigo. A diferencia de los otros, cuya esencia es la maldad, una persistencia en el error que solo una patología puede explicar.

La única enseñanza provechosa que de estos personajes podemos aprender es tomar por costumbre leer, ver y escuchar precisamente lo que intentan prohibirnos, lo que ellos odian. Seguramente tenga algunos fallos la regla, pero, así a ojo de buen cubero, funciona. Nos garantiza un alto porcentaje de acierto. Al menos evitaremos ser como ellos.

-o-o-o-o-

Fábula escrita en Venezuela en el siglo XIX por Víctor Manuel Pérez Perozo,
aunque la podría haber escrito hoy mismo:

 EL ASNO MANIFESTANTE

Entre ¡mueras!, ¡abajo!, silbatinas
y cáscaras de papa y de banano,
patos, gansos, conejos y gallinas
arrastran al marrano.

De paso, un asno acércase al cortejo
e inquiere a un pato viejo:
—¡Quién es? ¿Por qué le tratan de ese modo?
—No sé; Lo ignoro todo.

—¿Y a ti qué mal te ha hecho?
—Ninguno; lo veo hoy por vez primera.
—No tienes, pues, derecho
a ensañarte con él de esa manera.

El diálogo a esta altura,
indignado el palmípedo murmura:
—¡Estúpido, borrico,
mientras lo insultan todos en la calle
quiere que yo me calle,
como si no tuviese tambien pico!

¿De seguro el borrico con gran pena
se alejó de la escena?
¡No tal! A poco rato,
con cara de asesino,
y más furor que el pato,
también echaba ¡mueras! al cochino.

 

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