miércoles, 18 de noviembre de 2020

Epístola de abrigo

 

    Es difícil que prohibiendo la mala literatura o la peor de las músicas se consiguiese dirigir la atención general hacia las buenas. Más probable es que se creara rechazo hacia unas y otras, si no es que, por llevar la contra a las imposiciones, lo peor de cada arte se viera promocionado por una publicidad inmerecida. Las cabezas funcionan así, las de los censores y las de los que se ven tratados con un paternalismo condescendiente en el mejor de los casos y totalitario en el peor.

    Igual que ocurre con las artes pasa con las ideas. Ni hay que censurarlas ni publicar en el BOE una lista de las adecuadas. Lo que hay que hacer es educar y facilitar el acceso a las serias, a las que tienen enjundia y fuste, dar datos ciertos y herramientas para poder interpretarlos para elegir libremente. El censor, el impositor de ideas, siempre lleva una liebre ideológica ajena a criterios de calidad, incluso de certeza. Su campo de trabajo es el de lo conveniente, lo cómodo para el poder, no el de lo cierto, algo agravado por el hecho invariable de que suele ser más ignorante que aquellos a los que quiere estabular el gusto y el criterio. Aunque su intención fuese buena, si es que puede serlo, inevitablemente recabará críticas de los más ilustrados y reflexivos, de forma que acaba dirigiendo sus ataques a estos enemigos cerrando el círculo perverso. La estupidez y la vacuidad suelen atravesar esas cribas. La censura, si es que alguna puede haber bienintencionada o necesaria, siempre termina combatiendo la excelencia y promoviendo un conformismo ovejuno.

    Lo malo se combate ofreciendo y facilitando el acceso a algo mejor. El error y el delito con buenos ejemplos y buenas leyes, nunca buscando causas remotas que los diluyan en la normalidad y acaben por justificarlos. Dejando aparte que lo que es bueno para unos puede parecer malo a otros, y es normal que así suceda, cada sociedad ha ido dando con un mínimo acuerdo sobre ciertos valores compartidos y la Historia nos enseña que las sociedades se han derrumbado a la vez que caían esos acuerdos básicos que a lo largo del tiempo mantenían una cohesión y un sentido de pertenencia imprescindibles. Esos pactos, símbolos e ideas compartidas permiten y amparan la defensa de causas no comunes, incluso las minoritarias, siempre que no lleguen a cuestionar la misma existencia de la sociedad que también a ellas proteje. Cuando en una sociedad lo común pierde un prestigio que se va cediendo a lo particular, incluso a lo tribal, va cavando su tumba. Que algunos, incluso vicepresidiendo el gobierno nacional, hagan peña con los que proclaman que vienen con la pala a hacer mayor la fosa, no es cosa defendible. Muchos países, tal vez los mejores, desde luego los más sólidos y democráticos, directamente prohíben este tipo de sepultureros. Que nosotros no sólo los permitamos, sino que los financiemos y concedamos inmunidad parlamentaria, es un rasgo suicida y un elemento más de los que nos llevan a ser un país de interés turístico, interesante, pero con un porvenir incierto. Nuestro futuro  directamente pasa por darles solo el poder que realmente les corresponde, pues son electoralmente irrelevantes. Numéricamente lo son, pero nuestras leyes dan más mando a veces al grumete que al capitán. Algunas minorías locales, con la complicidad de lo peor de cada casa política del resto del país, se intentan apropiar de unos territorios, también de unas ideas y de unas causas, que utilizan para fragmentar y para dividir. En los programas, no digamos en los comportamientos de algunos partidos y personajes, se defienden no pocas causas innobles e injustas, amparadas por la tolerancia, tal vez excesiva, de nuestro marco legal, con una constitución que dice no ser combatiente, eufemismo que evita decir que se quiso indefensa.

    Hay otras causas nobles y justas cuya asunción generalizada se ve dificultada tanto por la forma equivocada de defenderlas como por tener la mala suerte de caer en manos de las personas inadecuadas, algunas ya mentadas. Me refiero a esa clase de vagabundos buscavidas de la política que dan con una causa o con una idea como el que se encuentra una cartera en la boca del metro. Podrían haber encontrado otra, pero ven que esa está llena de billetes y para qué buscar más. Devolverla a su dueño, buscar a quién pertenece de verdad, y debería ser de todos, ni se les pasa por la cabeza. De forma que se apropian de lo que no es suyo, aunque argumentan que toda propiedad es un robo en un alarde de coherencia propio de esa clase de polillas, y se quedan con los cuartos.

    Cuando alguien, una persona o un grupo, se apropia de un símbolo, una idea o de una causa, ya está pervirtiendo su potencial virtud. No intentará repartir el hallazgo, extender los beneficios, al contrario, procurará encontrar razones para excluir del reparto a los que no sean de su cofradía de Monipodio ideológico. Esto es nuestro, que hacéis aquí defendiendo lo que nosotros. Buscad otra cartera. Los otros dan por perdida ese billetero, uvas verdes desde entonces, pero siempre encuentran otra para obrar igual.

    Si a esa mentalidad tribal con tendencia a escriturar la virtud y la ética a nombre de su comunidad de bienes ideológicos, unimos que la indecencia y la estupidez suele rondar por tal modelo de cabezas, ya tenemos una combinación peligrosa. Incluso si ven que los billetes de la cartera son falsos como moneda de cuero, si el primero ha colado y han conseguido endosárselo a algún incauto, ya no tienen freno. Sus feligreses son los primeros en dar por buena la mercancía y pasan a extenderla por los mercados. Llegan a convencerse que sus cromos son billetes de curso legal, o al menos dicen estar convencidos de su validez, y van ofreciéndolos y pregonándolos cada vez con mayor osadía. Como en todos los timos, al timado, si percibe el fraude, le cuesta admitir para sus adentros que es imbécil y lo que hace es procurar ir desprendiéndose del género y aumentar la extensión del engaño. En economía se sabe —lo explica la ley de Gresham— que la moneda falsa expulsa a la buena y que si circulan las dos pronto predominan las falsas, las de chapa, y van desapareciendo las de oro. Con las ideas ocurre otro tanto, muchas hay que presumen de un valor facial muy alejado del verdadero, que en este mercado de las ideologías se debería medir por la proporción de verdad en la aleación, no por los aplausos de la parroquia. Al final lo que circula es morralla ideológica, lemas, argumentarios y simplezas.

   Vemos circular muchas monedas ideológicas de baja ley por las tabernas, por los mercadillos y, lo que es peor, en muchas tribunas en las manos de lidercillos y próceres que han tropezado con una cartera y bien viven de ella hasta que les dure. Podría haber sido cualquier otra. Charlatanes de la política, vendiendo mantas y regalando peines encaramados en las instituciones, con verborrea propia de Ramonet, que pronto compran los cebos conchabados para animar al público a dar por bueno el género. Aunque su causa sea mala la intentarán vender como oro fino y, si buena fuere, mala cosa es que una buena causa se manche mezclada en malas manos con este tipo de calderilla, pues una mayoría piensa que viendo la choza se conoce al pastor. Y también que conociendo al pastor se deduce la salud del rebaño y la pureza del queso. Estos vividores de la política defienden las causas indignas y manchan y desprestigian las virtuosas. Son una peste.

Ramonet, el charlatán de las mantas

4 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Así es la vida política de nuestro país, inquietante, pero no lo es menos la actitud de los administrados, aborregados, y lo peor no veo la salida a esta lamentable situación. Un abrazo, cuidate mucho amigo.

      Eliminar
    2. Sí, la verdad es que vivimos momentos inquietantes. Ya veremos por donde salimos. Cuídate también. Un abrazo.

      Eliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar