Comiendo en la Explanada de Alicante, para envidia del califa. |
Abd al-Rahmán ibn Muhámmad Abul-Mujtarrif, llamado al-Nāṣir li-dīn Allah por los musulmanes y Abderramán III por los cristianos, comendador de los creyentes, vencedor en cien batallas y constructor de Medina Azahara, primer califa omeya de la rica Córdoba, ornamento del mundo, la ciudad más refinada y opulenta de occidente en su época, que a ningún exceso o crueldad renunció en ninguno de sus setenta años de vida, tras cincuenta de reinado y ya próximo a la muerte hizo recuento de los días en que había sido feliz a lo largo de su existencia: catorce.
Quizás siempre le atormentara su origen mestizo, evidenciado por su pelo rojo y sus ojos azules heredados de Muzayna, su madre cristiana, vascona como lo fue su abuela Onneca, hija de Fortún Garcés, y causa de que, a sus espaldas en la mezquita y en el zoco, sus súbditos le llamaran Sanchuelo. Seguramente la alegría de las victorias se viera empañada por volver al palacio con las sedas manchadas de sangre enemiga, que en tres cuartas partes era la suya, y es posible que la derrota de Simancas pesara en su ánimo más que todas ellas. A veces el vino de la vida se agría por pequeñas cosas y tal vez el primer recorrido por los jardines y salones de su mayor capricho, Medina Azahara, fuera amargado por alguna piedrecilla en su babucha o se viera contrariado por el error o el descuido de algún alarife o tallador de yeserías. Es posible que lamentara el naufragio de algún barco de los que traían desde lejanos países los mármoles y maderas que había deseado para su medina, o que el agua de las fuentes no brotara hasta la altura deseada en la alberca de los arrayanes. Es probable que en el harén percibiera más sumisión y temor que amor y aprecio, y que la sospecha y el miedo a la traición no le dejaran disfrutar de banquetes y recepciones, siembre barba en hombro y sin nadie a quien llamar amigo. Las crónicas dicen de él que fue de carácter cortés, benévolo y generoso, inteligente y perspicaz, con intensos escrúpulos morales, aunque dado a los placeres. Esas virtudes no le frenaron de ejecutar a su propio hijo, como su padre había muerto a manos de su tío. Eso lo muestra además como amante y respetuoso con las tradiciones. Bendita la rama que al tronco sale.
Cuanto más extenso, rico y refinado era su reino, más temía perderlo, pues su prosperidad y sus lujos multiplicaban sus enemigos en la tierra y los miedos en su mente. Incluso llegó a correr el rumor de que en la lejana Bagdad habían levantado un minarete más alto que el de su mezquita. Cualquier goce era apagado por la inquietud y nada estaba a la altura de sus merecimientos.
Le faltó frecuentar la derrota y tal vez sufrir la humillación de la enfermedad, atravesar como sus antepasados la aridez del desierto, conocer la privación y soportar la escasez. Tal vez unos días encerrado en las mazmorras que guardaba para sus enemigos le hubieran permitido descubrir más momentos felices al repasar su larga vida. Al menos le hubieran enseñado que no cabe esperar una felicidad eternamente quieta a sus pies, como un esclavo, pues no es pájaro que pueda vivir enjaulado, más bien es balanza que necesita ambos platos para que, con el contrapeso, el fiel muestre el peso cierto y real de los días.
Shkrana lak ealaa hadha altaeliq almukhtasir hawl Sanchuelo
ResponderEliminarPero Alá es el más sabio. Un abrazo, queridísimo Daniel.
EliminarTú si que vives como un Califa, que digo, mejor,mucho mejor 👍💯. Grande y genial como siempre, sabio amigo.
ResponderEliminarNo todo lo bien que yo quisiera, pero nos vamos arreglando. Desde luego he tenido y tengo miles de días felices más que el Califa. Algunos días, noches y ratos los hemos pasado juntos. Un abrazo.
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ResponderEliminarMucho he meditado durante años con la aseveración de los días de felicidad del califa. Escuché la frase por primera vez en una entrevista televisiva a Antonio Gala donde el escritor añadió, además, un dato que jamás he encontrado con posterioridad: parece ser que tal señor, cuando se refirió al recuento de sus días felices y concluyó que habían sido catorce, añadió, como si fuera una disculpa o una aclaración forzosamente necesaria: "aunque no seguidos". Hacía años que, en la introducción, creo, de un libro con los textos de Prisciliano, había leído algo acerca de una secta de gnósticos o nestorianos que definían la felicidad con el lema "Ignoti nulla cupido", que podría interpretarse como la ausencia del deseo de lo desconocido (interpretación, ojo, que no traducción). La frase de Abderramán me dio, en eso momento, la guarda que me faltaba en el abanico. Como país (sigo con el abanico) aquel derecho consagrado por la Constitución Americana de la búsqueda de la felicidad, y no a la felicidad misma, que debería depender del éxito de la búsqueda de cada cual. Y ahora, en esta lectura, tú me recuerdas todo eso. Mis deseos, pues, de que sigas ejerciendo ese derecho a buscar tu felicidad y ya nos contarás si has andado más cerca de Abderramán que de los gnósticos del siglo IV o si han encontrado un camino alternativo.
ResponderEliminarHermosísimo comentario, querido Ferdinandus. Lo rumiaré porque no es cuestión de comentar antes de asimilar lo leído. Un abrazo y gracias.
EliminarQué gran error el del Califa ese que , siendo yo también agnóstico y con un minarete cara al Mediterráneo, mi felicidad crece exponencialmente con cada jornada.Eso sí,para mi gusto,con un exceso de gaviotas que se tiran en picado a todo lo que se mueve.
ResponderEliminarSirva esta preliminar chorrada para poner de manifiesto que me mamo todo cuanto escribes,y además con especial apetencia.Con tú gracejo y mi imaginación, traspositado he quedado a las Mil y Una Noches.
Me alegra que, como suponía, tu minarete costero te haga feliz. Te lo mereces. Disfruta y no les hagas caso ni te quejes de las gaviotas, que peor son los buitres. Un abrazo.
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