«A mí no me deis, pero ponedme donde haya», que decía
aquel. No se sabe con certeza quién fue aquel, porque más son los que lo piensan
y practican que los que lo van pregonando. Grandes fortunas se acumularon ya
desde la antigüedad gracias a cargos donde el sueldo, a veces inexistente, se
complementaba con «lo que afanar pudiere». Si te nombraban cónsul, pontífice,
gobernador o virrey, ya se contaba con que al abandonar el cargo el titular
regresaba a casa (ya convertida en palacio) más rico de lo que de ella salió. A
veces, obscenamente rico. Dado que, cada uno en la medida de su situación y
alcances, tenía la aspiración común de acceder a uno de esos beneficios,
prebendas o bicocas, que a veces se podían comprar y vender, patentes de corso
sobre los caudales públicos o privados que los vientos del cargo hiciesen navegar hasta sus garras,
nadie protestaba. Sobre todo, de entre los que podrían hacer escuchar sus
quejas, pues esos y su ambición también estaban a la cola para algún día poder hacer lo
mismo.
Las antiguas monarquías eran patrimoniales. Aún quedan
algunas que de alguna forma lo son, como también algunas repúblicas. Por la
gracia de Dios, decían, eran dueños de vidas y haciendas en un reino que venía a ser una
finca particular de la que se subarrendaban parcelas en usufructo. Sin títulos similares
expedidos por las alturas, otras formas de gobierno, con parecidas cortes o
camarillas y también con un ejército que, puestos a la malas, venía a ser la última razón y fuente de derecho, se
llegaba y llega a situaciones similares. El asunto y el problema no es el modelo, sino la
condición humana que, dejada a sus anchas, tiende a la corrupción y hace que la
avaricia, el nepotismo y la maldad, entre otras virtudes envueltas en indiferencia ante el
sufrimiento ajeno, hagan del mundo un vivero de abusos e injusticias. Podemos
decir que ha sido algo universal y eterno el que una élite, sea civil,
eclesiástica o militar, haya exprimido al resto de la población, a los
pecheros, paganos o sufragáneos, hasta donde se podía y a veces hasta más allá.
Sin necesidad de acometer grandes estudios ni averiguaciones podemos establecer
que lo normal, independientemente de los discursos teóricos, jurídicos o
teológicos que nunca han faltado para justificar ese sindiós, las más de las sociedades
se han dividido en una mayoría que trabajaba y las pasaba como el que se tragó el
paraguas, a veces en poder del hambre viva, mientras un pequeño número de
privilegiados, disfrutando de un lujo oriental, sufría de gota y colesterol por
unos excesos que, como sus abusos, llegaban a cotas de inmoralidad notables.
Como a veces se les ha ido la mano y les han acabado haciendo el cuello, se ha
aprendido que no conviene estirar de la cuerda hasta el punto de rotura y, a
resultas, la cosa se ha ido moderando, en unos sitios más que en otros, de
forma que en las sociedades más avanzadas y democráticas los partidos más
relevantes, con algunas diferencias, matices y grados de convicción, han
asumido ciertos consensos básicos sobre lo que se ha venido en llamar estado
del bienestar. Conseguidos por ese término medio que conocemos por
socialdemocracia, consolidan (aunque nada es para siempre y Alá es el más
sabio), incluso superan, antiguas reivindicaciones de sus ancestros ideológicos,
avances que hoy dejan a los más extremos sin discurso. Por eso, para tener
clientela y razón de ser, suelen aprovechar ocasionales y razonables descontentos y justas indignaciones para
ponerse al frente de demandas para las que ellos no suelen tener solución,
incapacidad que no han perdido ocasión de demostrar allí donde han tenido la
desgracia de ser seducidos por sus cantos de sirena. Como ellos lo saben, y los
demás también, se tienen que centrar hoy en aspiraciones más etéreas e
ideológicas, a menudo menos compartidas. Con ellas intentan modelar la sociedad
a su gusto, aunque sea a ostias, previa fragmentación en tribus identitarias
que enfrentan entre sí, incluso entre do, para tener clientela y campo de
acción. Cuando alguien es incapaz de saber cómo funciona el motor suele
centrarse en cuestionar el color de la pintura del coche. Lo malo es que
pretendan dirigir el taller.
Estos valles de lágrimas que perviven a lo largo de los
milenios, cierto que en unos se lloró más y en otros menos, se han intentado
hacer llevaderos con la promesa, hasta donde yo sé eternamente incumplida, de un futuro mundo perfecto,
un paraíso postergado, más alcanzable en la otra vida que en esta en clave religiosa, más para las generaciones futuras que para las vivas, en clave descreída. Aunque a veces lo que han heredado es la ruina de sus
abuelos. —Mirad, hermosos míos, os espera el cielo. Vuestros padecimientos aquí
serán recompensados en el más allá. Tanto más cuanto más sufráis a cuenta ahora.
Paciencia, pues, y no envidiéis a quien aquí y ahora vive mejor, que Dios sabrá el porqué de
estas pasajeras diferencias. Ya sabéis lo del ojo de la aguja y el camello. Al
final, todos calvos. Ahora, al tajo. Por lo civil, no me atrevo a decir laico,
viene a ser lo mismo: Proletarios, las vais a pasar canutas cuando nos comamos lo
del reparto. Pero sabemos que vuestros hijos o vuestros nietos vivirán en un
mundo de una abundancia tal que de todo sobrará. Nadie tendrá necesidad de
acaparar, pues (la verdad es que no sabemos cómo) vivirán en un paraíso con ríos de
leche y miel. Sin obligaciones ni agobios, sin envidias, guerras ni pelarzas; paseando por amenas praderas,
pescando, persiguiendo mariposas y cogiendo flores en una sociedad sin clases
ni diferencias. Nosotros, la dirigencia, como avanzadilla, vamos a empezar a vivir
bien ya y os lo vamos contando, que por ahora la cosa no da para todos y a lo mejor no es para
tanto y no es oro todo lo que reluce.
En toda estructura jerárquicamente organizada el trabajo
busca los niveles inferiores. Justo al contrario que la riqueza que, por algún
principio físico al parecer inmutable y de difícil entendimiento, obra al
revés. Al que mora en lo más alto de la pirámide le podemos llamar rey,
presidente, caudillo o duce. Es igual. Él y su abundantísima parentela y
camarilla harán de hojas y de flores. Abajo estarán las raíces gobernándoselas
como puedan para agenciar agua y nutrientes escarbando entre la tierra, como
mineros vegetales, para permitir el esplendor de las frondas de las alturas,
las que ven la luz y saben. Luego, durante y después, vendrán los discursos,
las promesas y las justificaciones. Pero la cosa va así. La humanidad, por
ahora, solo ha conseguido atemperar en algunos momentos y lugares esas
diferencias. Pero las patatas siempre están enterradas y las hojas al solano,
criando venenos y rencores. En los tomates, siendo también solanáceas, ocurre al revés y
son los frutos los que medran y respiran. En el mar y en el Serengueti ya sabemos lo de
los peces grandes y chicos, y lo de los leones y los ñus. La naturaleza es muy sabia,
pero, salvo Walt Disney y demás incautos, nadie con dos dedos de frente ha
dicho que no sea cruel. En ella no rige nada que se parezca a nuestro concepto
de justicia. Más bien es indiferente, y la indiferencia es el máximo
refinamiento de la crueldad.
Yo, que no soy cruel, pero tampoco ingenuo, procuro engañarme con otras cosas. Y no soy nada roussoniano. No comparto su ilusoria creencia en la bondad del buen salvaje, del hombre dejado a sus once vicios, como antaño se inventariaban; aunque ahora hay muchos más, simples variaciones o refinamientos de los antiguos. De la bondad de la mujer tampoco pongo la mano en el fuego, que ninguna se sienta agraviada, pero tampoco salvada por el genérico. Hay quien, no sin argumentos atendibles, apunta a que los siete pecados capitales son el sostén de la vida y de una sociedad que colapsaría sin ellos. A pesar de que la lujuria, la avaricia, la gula y demás, tengan una innegable mala fama, el hecho de que sin lujuria se acababa la especie está fuera de toda discusión, y en ello estamos. Sin estos pecados, y hasta en el pecado es recomendable la moderación, la existencia sería un fracaso, un fraude, un aburrimiento, lo que ha llevado a no pocos a pensar que, en lo tocante a buenas compañías, entre el cielo y el infierno habría mucho que hablar. Sin pulir, un contribuyente es una bestia parda, un cabrón con pintas, al que la educación y la vida en sociedad a duras penas consiguen suavizar sus lijas genéticas. Si alguien es materialista y, en consecuencia, darwiniano social, bueno está, que allá cada uno, pero al menos debería ser coherente. Lo digo por lo de las peras del olmo. Con esos mimbres se va abocetando una teoría, una ideología política, incluso un plan; y luego, viéndolo fracasar una y otra vez, ya no saben a quién y a qué echarle la culpa. Hay utópicas construcciones políticas que han querido mantener una lechería con lagartos. El papel y la teoría todo lo aguantan, pero leche dan poca. Ni las lagartas. Tienen a su favor la engañifa de que encausan a los demás por sus resultados, pero ellos exigen ser juzgados por sus palabras, a menudo hueras.
La corrupción está latente en nuestra genética, ya activa de
vivos, y por ende en la sociedad. El gen egoísta, libro de Richard Dawkins, ya explicaba
en 1976 que el gen es bicho que va a lo suyo y, aunque tengamos muchísimos, no
están ahí buyendo para hacer amigos, sino que somos una simple (aunque complicada)
herramienta para que ellos sobrevivan. Somos su pensión. De hecho, compiten entre sí para medrar
hasta conseguir reproducirse, salte o raje y que gane el mejor. —¡Es que no piensas
en otra cosa, Manolo!, reniegan en cuanto se juntan dos cromosomas X a los Y, unos sátiros rijosos. Y, como la evolución de los genes es cosa de una lentitud
exasperante, no cabe suponer que cincuenta años después del libro hayamos
avanzado mucho. Incluso nada hace pensar que no estemos evolucionando a peor, pues
hace tiempo que la evolución biológica ha delegado en la cultural, ha
externalizado el servicio y la cultura ha demostrado que no puede acabar ni con
la muela del juicio ni con el dolor de lomos, salvo recurriendo a la violencia
quirúrgica. Que muchos ejemplares de la especie están degenerando, y con ellos
no pocas sociedades, es un hecho que también admite poca discusión, a la vista está, que a
los hechos me remito. Un neandertal, al lado de algunos especímenes
contemporáneos, incluso de los que tienen mando en plaza, es todo un gentleman.
Compararlos con Aristóteles podría llevarnos a la depresión. Un ancestral grupo
de cazadores recolectores resultaría versallesco comparado con algunos consejos
de ministros y casi todos los de administración. Y sin duda más expertos y
competentes con lo que se llevan entre manos.
Para producirse la corrupción precisa lugar, objeto y
ocasión adecuados, pues la tentación siempre sobrevuela por determinados nichos
ecológicos. Igual que no cabe buscar renacuajos donde no hay agua, el corrupto
acude donde abunda el dinero. Aunque para Dios nada hay imposible, es más fácil
que se produzca en ciudad que en despoblado o en un desierto, salvo si
tiene petróleo o gas, que entonces me callo. Eso es para nacer, que para que se
extienda y prolifere la corrupción necesita un ambiente adecuado de tolerancia
y comprensión, que es su caldo de cultivo, su conditio sine qua non. Es
menester que en la sociedad encuentre quien la oculte o la ampare, si no
moriría por falta de oxígeno.
Incluso hay corrupciones sistémicas que parecen
planificadas hasta su último detalle. No, no me refiero a los paraísos fiscales,
que eso viene después. Tenía en mente el tráfico de drogas. Tenemos unas que
son legales y otras que no lo son. Tampoco es que haya razones especiales para
algunas de esas diferencias de trato. Escohotado lo explicó bien. A veces las
prohibiciones más agravan que solucionan ciertos problemas, por eso son de
temer los que, aparte de prohibir cosas (solo las que a ellos les molestan, los
vicios, gustos y costumbres que les son ajenos), poco más se les ocurre.
Declaramos ilegales unas drogas y, como ocurrió en la ley seca en USA, el
alcohol pasa a la clandestinidad, se elabora de cualquier forma llegando a ser
aún más perjudicial. Y, ¡oh maravilla!, lo que antes se vendía bajo control por unos centavos en bares,
colmados y licorerías, se convierte en un rentabilísimo tráfico ilegal y semioculto en manos
de la mafia. Ponemos entonces miles de policías y jueces a combatir el problema
que nos hemos creado y que hace obscenamente ricos a unos traficantes que ahora
recaudan multiplicado por mil el dinero que antes iba a las arcas públicas,
después de regar miles de economías particulares. Un pan con unas tortas. En
Japón hacen estos días campañas para incentivar el consumo de alcohol entre los
jóvenes, alarmantemente abstemios, con grave quebranto de la hacienda pública.
Entre el amor y el dinero, lo segundo es lo primero. De la salud para qué vamos
a hablar. Los policías y jueces que contienden con esos traficantes para los
que hemos creado un mercado multimillonario rodeado de violencia, muerte y
miseria, ven pasar ante sus ojos mercancías tentadoramente lucrativas y sus
manos acarician sacos de billetes como para asar una vaca, que decía la madre de otro aquel. La carne es débil y
la nómina no es muy fuerte y, claro, alguno se corrompe. Pero en este caso un
policía corrupto es detenido por otro policía decente, como son prácticamente
todos, y juzgado por un juez que también lo es, algo que ocurre salvo en
escasísimas ocasiones. Eso resulta reconfortante, se mancha la persona, no el
gremio y la gente aplaude y duerme tranquila. No ocurre igual en todos los
ámbitos.
Los partidos políticos necesitan dinero. En todos sitios y
a todas horas. Y no poco, porque vivimos desde hace años en eterna campaña
electoral. Hay países donde las donaciones privadas son legales, aunque más o
menos controladas. De forma que es un mal menor conocer quién financia a cada
partido. Cada uno ya piensa por qué y para qué. Mal está, pero se sabe. Nos
ponemos estupendos y limitamos drásticamente esas aportaciones, esos pagos a
cuenta. Prácticamente los prohibimos, lo que no quiere decir que no existan.
Dejando aparte esos pagos dudosos de las puertas giratorias, que no se sabe si
recompensan lo ya hecho o financian y apalabran lo por hacer, las elecciones
dan poder, permiten acceder a la gestión del dinero público, tarro de miel
siempre rodeado de moscas golosas. Aunque hay algunos impacientes desalmados
que directamente se lo embolsan, algo torpe que no tiene mucho recorrido, pues
acaban en el trullo antes o después, la almendra del asunto es cómo usar parte
de ese dinero en cebar una clientela para comparecer a las elecciones con
alguna ventaja. Uno puede intentar favorecer económicamente a posibles votantes,
financiarse una tropa dependiente con ese dinero que, según algunos bandarras,
no es de nadie. Y tenemos los EREs de Andalucía. Podemos conceder obra pública
a cambio de mordidas, comisiones o pagos en especie, cosa también peliaguda,
porque antes o después se sabe y pasa lo que pasa; por no señalar que siempre
se queda pegado algo en los bolsillos de quien administra esa caja B, C o D. Y
ahí está el Bárcenas y la Gürtel. Hay otras variedades, más sofisticadas,
aunque no menos inmorales y perversas. Colocar a toda la parentela y a la peña,
aunque no sepan hacer la o con un canuto, no deja de ser un comportamiento nada
ejemplar que a casi nadie espanta, y que evidente y lamentablemente resulta legal.
Denunciar que derrochar y dilapidar la pólvora del rey en gastos más que
dudosos e improductivos supone una forma no penada de corrupción es anatema. Lo
dejaremos así porque no hay quorum, pero tal vez sea la peor y más dañina de
todas las formas de corrupción económica y administrativa. Porque hoy no
tratamos de otras peores, las que llevan a militantes y coristas a la
complicidad de defender a sus Oltras, Puigdemones, fugitivos de la justicia, sediciosos, golpistas,
incluso a secuestradores y asesinos.
Una administración puede regar con dinero público, vía
subvenciones, pagos por publicidad institucional y otras prebendas a medios de
comunicación afines. Incluso puede comprar la afinidad de los que aún no lo
son. Si alguno no se vende y va por libre, que se han dado casos, nos quejamos
amargamente de sus campañas contra nosotros. Directamente pueden dedicar un
presupuesto que supera al de algunos departamentos o consejerías a apesebrar un
conglomerado de cabeceras de prensa, cadenas de radio y televisión puestos al
servicio, incluso a la esclavitud, del partido en el gobierno. Es hacer que la
sociedad, vía impuestos, nos financie una gigantesca y permanente agencia de
publicidad al servicio del partido, no de quien la paga. Es decir, dinero
público utilizado por una facción o coalición para defender sus particulares intereses
y para atacar a los contrarios, llegando a considerar enemigos a la mitad o más
de los ciudadanos a los que se ofende, ridiculiza y desacredita, para más inri,
con su propio dinero. Sin duda es un refinamiento de la corrupción poco
perseguido, es el abuso perfecto. Pero para alcanzar esas cimas hay que ser
separatista y tener cogidos a los sucesivos gobiernos por salva sea la parte.
Como ya habíamos dicho, para que estas corrupciones puedan ser
algo más que casos excepcionales, inevitables, pero inmediatamente detectados y
condenados, se necesitaría que los conmilitones y simpatizantes de los
corruptos los denunciasen, cosa que entraría dentro del terreno de lo
milagroso, no que los defiendan y justifiquen, como hasta ahora viene ocurriendo.
Esos discursos dirigidos a las parroquias propias en los que se viene a decir
que el corrupto propio es buena gente, que tampoco fue para tanto, que los
demás aún son peores, que hay que ver qué pena que metan en la cárcel a este
buen hombre, que fue nuestro compañero, tesorero, presidente o secretario, un
bandido generoso que a tantos y tantos benefició, que todo lo hacía por el
partido… No vamos a tener más remedio que indultarlo. Luego, las peñas, las
parroquias, los mariachis, todos en manada, prietas las filas, cada uno a
defender a los suyos, que viene ser justificar, dar por bueno lo malversado. La
sociedad, con tal ejemplo por parte de quien debería haber evitado esos desmanes,
hace otro tanto, al menos la parte más incondicional de los partidos afectados,
mientras que la menos cafetera mira a unos y a otros, como en el tenis, sin ser
capaz de ver las diferencias abismales que los militantes ven y proclaman y con
las que atizan al enemigo. En fin. El huevo de la corrupción necesita un nido.
Y el nido se trenza con estos mimbres. Tanta confianza en la bondad humana para
acabar concluyendo que no damos más de sí. Ni siquiera los elegidos, y menos algunos
electos.
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