Hace ahora cinco años del inolvidable esperpento totalitario de las
sesiones del Parlament. Desde la tejerada y salvando las distancias, es decir, los mancillados tricornios y los tiros, no habíamos visto nada equiparable en sede parlamentaria. Un
episodio triste y dramático que miraron con condescendiente indiferencia, cuando no con simpatía
cómplice, seguida de silencio vergonzante y después de imposible olvido, muchos amantes de
la Historia y del recuerdo, siempre tan puntillosos con las garantías y observancias
constitucionales por parte de los demás como olvidadizos en cuanto a ellos se
refiere. No suelen andar muy finos acerca de qué convendría recordar y qué no,
aunque pretendan escribir su relato en nuestras memorias. Algunos, empezando
por los separatistas, vienen a resumir en la frase «poner las urnas» toda
aquella pequeña y frustrada revolución de aromas xenófobos y totalitarios
orquestada e inducida desde unas instituciones levantiscas pagadas por todos pero al exclusivo servicio de los delirios de unos pocos, supurados en
aquellas sesiones para la historia de la infamia, con la culminación del golpe
palaciego, esa declaración de independencia con record Guiness con sus 8
segundos, 8, de republiqueta bananera independiente de Damasco. Les ha frenado
más su propio ridículo que la acción de los gobiernos centrales, empezando por
la del indolente tentetieso de Rajoy que, al menos, tuvo un momento de coraje
aplicando el 155, aunque mucho después de lo que hubiera debido hacerlo.
También influyó decisivamente (incluso en Rajoy) el mensaje del rey, cuya
eficacia, acierto y oportunidad recabó tanta inquina entre espumarajos por
parte de los que hubieran preferido ver triunfar el golpe. A partir de ahí, partida de trileros y mercachifles, cosa no nueva, una ópera grandilocuente, una tragedia interpretada por cómicos, una función que llega al tutti final, con el coro cantándole a los protagonistas, —sujetadme, que me conozco:
Poco cabe argumentar y debatir con los que así ven la cosa. Debe ser
cuestión hormonal, ideológica, o psicológica, vaya usted a saber. Pero salen de
fes distintas e irreconciliables. Al menos tengo claro quien está del lado de
la ley, de la Constitución, de la igualdad, de la democracia, de la libertad y
de muchas otras cosas importantes. Esos hechos, al parecer, vienen bien a
determinados proyectos y ambiciones, unas más confesables que otras, les hacen
el caldo gordo, como todas las situaciones embarradas y fangosas, únicas en las
que creen que pueden pescar con facilidad algún pescado agonizante que echar a su
puchero. En aguas limpias lo tienen peor, que los peces les ven venir.
En fin. Ven golpes de estado detrás de todas las esquinas, menos en las de
su barrio y nada hay que se pueda argumentar, pues no va la cosa de derechos ni
de verdades, sino de ambiciones, ideológicas en unos, económicas en otros, con
diferentes proporciones en algunas mezclas y coupages, que de todo hay en la
viña del señor.
Por eso es tan ansiado el control del poder judicial, porque antes o
después tendrá que establecer hasta dónde dan de sí y de no la Constitución y
las leyes, si ciertas cosas se pueden considerar moneda de pago, incluso si hay
que reclamar la devolución de lo mal cobrado y peor vendido en pasadas
transacciones. Y hay que tener los peones allí. Y no hay más. No nos pongamos
estupendos perorando acerca de una indeseada independencia de un poder judicial
que se quiere controlado.
Hace cinco años escribí varias epístolas comentando estos hechos,
lógicamente bajo mi punto de vista, no sé si acertado, pero desde luego no sometido
a otros límites ni intereses que lo que estimo que es bueno para mi país y lo
que creo que lo pone en peligro de supervivencia. Tengo claro cuáles son los
principales problemas de fondo, ajenos a las graves e inevitables coyunturas
pasajeras que afectan hoy a Europa y al mundo, y también quienes son los peores
enemigos del Estado, que hay varios y están dentro, como suele ocurrir. Bueno, también tenemos algún orate fugado a Waterloo, donde las derrotas.
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