sábado, 10 de octubre de 2020

Epístola fantasmal

 

    El dictador Francisco Franco, de triste recordación, murió pronto hará 45 años. Dios lo guarde. Bajo siete llaves, porque no faltan los que lo siguen invocando por estos lares. Sigue flotando ectoplasmático, según nos cuentan los que hacen conjuros entre sahumerios para que se siga dando a vistas. Al parecer, aún hay quien cree que se le puede rosigar algún voto más a sus huesos. Y no lo invocan los pocos que lo añoran, sino los muchos que lo necesitan para que declararse antifranquistas en el año 2020 suene algo menos ridículo, y más para los que no lo fueron mientras estaba vivo, cuando tenía sentido y mérito.

Cuando murió, aún no había nacido el 74% de los españoles hoy vivos. De ese otro 26% que padecieron aunque fueran los últimos coletazos del franquismo deberíamos quitar a aquellos que por aquellas fechas aún no hubieran alcanzado el uso de razón, lo que tras penosísimas reflexiones nos llevaría a datos dudosos, pues no son pocos los que aún hoy no han llegado a ese punto.
La subespecie del homo sapiens antifranquisticus, mientras el dictador vivía, contaba solamente con algunos miles de ejemplares, apenas un poco más numerosos que los unicornios. No abundaban, no, para qué nos vamos a engañar. Cuando desapareció su nicho ecológico, su razón de ser, esto es, cuando su existencia no tenía ya justificación ambiental, política ni ontológica, sorpresivamente la especie prolifera, alcanza el antifranquista su cénit numérico, aunque su pelaje ya no luzca el pasado lustre. Llevan desde entonces una existencia decadente, faltos de las presas ideológicas que daban razón a su existencia por estos andurriales. Siguen jugando a dar con ellos, dicen que los ven allá en el horizonte y acá en la barra. En los tribunales, en las escuelas leo hoy, en la administración, en el gobierno, en todos sitios. En estos antros y en otros muchos más proliferan, bullen y se amontonan, acaparan el poder y dominan la opinión. Con una finura visual pareja, algunos ven últimamente panteras negras como otros ven manchas. Hay que hacérselo ver, antes que la cosa vaya a más.
Pero no se lo harán tratar porque necesitan ver fantasmas. Si por fantasmas es, abundan en todas las familias políticas, y están muy bien repartidos. En cualquier debate o acontecimiento que encuentran poco favorecedor a sus posturas, o por una pereza que roza la descortesía en los más inteligentes, muchos sacan ese espantajo y con él consiguen asustar a algún desavisado poco leído o convencido de antemano. Porque a Franco, gran parte de los vivos lo conocen de oídas, de contadas, si acaso de leídas, pero pocos de vividas pues, por fortuna, poco o nada queda hoy de él ni de su régimen. Cuando tras su muerte y el fin de la dictadura en España se pudo votar, los que reivindicaban su legado, los que querían que su “movimiento” perdurase inmutable por inercia, representados por Blas Piñar, cabían en un autobús como reflejó el recuento. Seguramente la misma ideología residual que cada 20 de noviembre reunía a unas docenas de nostálgicos en el valle de los Caídos. La población, en su inmensa mayoría, ya entonces había pasado página, aunque una y otra vez nos quieran abrir el libro por las más penosas. Tras el traslado de su momia a un lugar del que escasos españoles siquiera se han molestado en enterarse dónde está y cómo se llama, un cartucho que quedó en salva, hemos podido recontar una vez más a los franquistas que quedan. Uno por cada diez mil antifranquistas, así a ojo de buen cubero. Ante tal desequilibrio es fácil comprender su desconcierto y verlos apuntar hacia las jaras cuando algo se mueve. En la Transición tanto mutó Fraga como Carrillo, Suárez como Alberti, igual que muchísimos otros. Yo sigo agradeciéndoselo a todos ellos, mucho más que a los que aún siguen allí y como entonces, esos que hoy procuran cubrir de olvido esa época y nos la cuentan mal. Y con ella el presente.
Claro está que hay librepensadores, liberales, centristas, conservadores, gentes de derechas, incluso de extrema derecha. A algunos sexadores de pollos políticos todos ellos se les figuran franquistas, pues su capacidad de discriminar es binaria, cosa del oficio. A otros aún más tontos, a los que deseo mayor tino buscando setas, todos los que piensan distinto, incluso los que simplemente piensan, se les antojan fachas. De todo hay en la viña del Señor, como ocurre en cualquier democracia, algo que a demasiados les viene grande. No sé calcular si son más, menos o los mismos los apoyos que tienen las ideas de sus oponentes, pues cada vez que contamos los votos tras unas elecciones vemos que hay más votos cambiantes que cautivos, a Dios gracias, lo que da una cierta esperanza de que los totalitarios de ambos extremos, cubiertos por la piel zalamera del populismo, no acaben por hacerse los amos del cotarro.
Seguramente una gran mayoría tiene —tenemos— una idea de aquí, otra de allí y otra de allá, según gustos, formación, vivencias o intereses. O simplemente y no menos frecuentemente, según el entorno para los más débiles de entendederas y de valor, que no hay que señalarse ni salirse de parva en la parroquia. Llamar franquistas a esos millones y millones de españoles clasificados con tan poco tino sería igual de errado que llamar estalinistas a sus contrarios. Luego está lo de fachas, algo que no he escuchado decir a nadie que tenga un argumento a mano. Dada la extensión del ámbito ideológico al que se intenta descalificar con él, podemos decir que a quien no le hayan llamado facha en alguna ocasión es porque no ha dado demasiadas muestras de actividad cerebral

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