sábado, 17 de octubre de 2020

Epístola pensativa

Se nos reprocha que es cómoda y posturera la pretensión de independencia, de una libertad de juicio que a veces declaramos como aval de nuestras opiniones sobre la actualidad política. Pudiera parecer que con ello se las negáramos a los que nos contradicen. Como siempre ocurre, no le falta algo de razón a quien eso piense o diga. Nadie hay verdaderamente imparcial, un cerebro en un frasco que destila cordura aséptica, sin contaminación de simpatías, preferencias ideológicas, prejuicios, incluso manías. Detrás de las opiniones siempre hay vivencias, lecturas, compañías, ambientes y otros condicionantes que hacen de filtro a la hora de analizar unos hechos o unas ideas.

Eso nos hace previsibles, aunque a unos más que a otros, es cierto. Cuando conoces a alguien bien, a menudo puedes anticipar sin equivocarte demasiado qué pensará y dirá acerca de ciertas cosas. También ocurre a la inversa; quienes nos conocen pueden más o menos prever qué opinión tendremos sobre un asunto o un tema que surge. Los cerebros se van encalleciendo y nadie puede presumir de tener una mirada virginal ante lo que acontece.

 La cosa se agrava porque cada individuo no es una isla que produce ideas propias, endémicas, únicas, originales, fuera del tiempo y de la sociedad en la que vive. Hay algunos que mantienen toda su vida la cándida simplicidad de la infancia, sin alcanzar nunca el uso de razón, que aquí está Caperucita y allí el lobo, tras aquellas matas, aunque lo normal es que, conforme se va madurando, hecho el rodaje del magín, cada persona vaya haciendo suyas unas ideas, una forma de ver las cosas, unos condicionantes que son su herramienta para enfrentarse a la realidad. Esta herramienta será más potente y versátil según la cantidad y calidad de las experiencias, compañías, lecturas y reflexiones que haya acumulado hasta el momento. Deberíamos hacer hincapié en lo último, las reflexiones, el pensamiento dejado a su aire, sin compuertas, sin rutas, sin límites. No es algo que debemos dar por supuesto, pues es actividad menos frecuente de lo que pudiéramos suponer. Cada uno haga memoria de cuánto es el tiempo que lleva dedicado a ese menester, barbilla en puño, mirada ausente y a ver dónde nos lleva la cosa.

Hay quien se pone a pensar ya embridado, por otros o por sí mismo, llegando a echar el freno y detenerse cuando ve que los pensamientos se van orientando hacia donde no deben, hacia lugares que no debería visitar alguien que es como uno cree que es. Que esa es otra, que hay quien dice pensar lo que no piensa, pensando que una persona como él, que es como debe de ser, no debería pensar como en realidad él piensa. Ni llegar a las conclusiones a las que con inquietud se ve llegar a menos que pare a tiempo. Mejor callar y dejarse llevar, esperar a que lo que hoy es incorrecto vuelva a ser correcto. Incluso llega a convencerse que ha tenido el gusto, la inteligencia y el acierto suficientes como para atinar pensando exactamente lo que hoy hay que pensar. No fallo a ningún palo. Me hincho a megustas en el Facebook y en el Twitter, oye. Acudo a donde sé que me van a dar la razón sin pensar y ninguna necesidad hay de meterse en la boca del lobo, en el terreno hostil que habitan los que no piensan como yo, pero piensan. En otros casos, la inusitada experiencia de discurrir dura poco porque las neuronas empiezan a sufrir agujetas, como cuando alguien muy sedentario un día decide apuntarse a una media maratón.

 En determinados aspectos, la fe, sea religiosa o política, si es que ambas no son una misma forma de ser y pensar, nos marcan unos límites, ponen en cuarentena e incluso nos privan de conocer datos que serían relevantes para razonar con posibilidades de acierto. A veces se nos limitan o prohíben. Hay que leer esto y no aquello. No hay que hacer caso a fulano, que es un hereje, es falso porque lo han dicho en tal emisora, periódico o cadena. ¡Uy, mengano, si yo te contara! Así las ideas y los comportamientos se juzgan más por su autoría que por su contenido.

 Mentarle a alguien su militancia o su fe no es declararle incapaz de pensar por su cuenta, y no sería honesto, y menos elegante, aludir en un debate a esos condicionamientos, de peso variable según personas, para intentar desacreditar al oponente o atribuirte una razón que tus argumentos no sostienen. Si en el ardor del debate, uno incurre en ese error, o así lo entiende el contertulio, sólo cabe presentar excusas. Pero los condicionantes están ahí, operativos y, a veces, determinantes. Una etiqueta política, más si es asumida o pregonada por el interesado, no descalifica, aunque sí autoriza a suponerle determinadas creencias previas, una forma concreta de ver las cosas, unas simpatías hacia unas doctrinas y unas personas, tanto como una animadversión hacia las contrarias. Incluso en algunos casos extremos se cae preso de un dogma, en cuyo caso lo mejor es dejarlos, pues debatir hoy con arrianos y monofisistas, como que no. Sólo se debe debatir con personas que nos merecen respeto. Y que nos lo tienen, al menos lo muestran.

 Claro, declararse uno libre de todos estos cimientos a la hora de edificar nuestros argumentos siempre es intentar jugar con ventaja, pues en un grado o en otro todos nos apoyamos en un suelo, que todos creemos firme, aunque pudiera ser pantanoso o movedizo. La realidad es poliédrica y cambiante y no siempre nuestro cerebro elige bien el solar, cuenta con buenos planos y herramientas, ni tiene tanta pericia en el oficio como creemos. Si estamos hablando de imparcialidad, no cabe buscarla en un cerebro juzgándose a sí mismo.

 De ahí vienen casi todos los males en el tema que nos ocupa. Antes de juzgar los acontecimientos, la experiencia, la costumbre y el ambiente próximo, —a veces la peña, la iglesia o el partido—, entre otras influencias que no siempre controlamos, nos han creado un mapa del universo posible, con sus límites, sus caminos y sus puertos infranqueables. En ese mapa, nosotros mismos, los nuestros, ocupamos invariablemente el centro, aparecemos en el cerro más alto y desde esa privilegiada altura miramos y juzgamos. La fe y la militancia hacen más pequeño el universo posible, siempre dejan fuera mucho campo, aunque depende del grado de entrega y dependencia respecto a esa fe el tamaño del espacio por donde nos es posible transitar. A veces es amplio, otras muy reducido y su dimensión va pareja con nuestra previsibilidad.

 Uno siempre cree, quiere creer, que ve las cosas con ecuanimidad, algo que también les sucede a los demás y es difícil aquilatar a qué nivel de ajuste con la realidad nos llevan a cada cual los condicionantes antes descritos, aunque siempre tendemos a vernos en el espejo mejor de lo que somos. Componemos la imagen que nos devuelve a base de recuerdos y deseos, de ideales y de engaños. No podemos evitar esa autocomplacencia. Seguramente un monstruo se ve como el más bello de los monstruos. Si eso ocurre con una imagen física, qué pensar del Photoshop que aplicamos a nuestras ideas una a una y en conjunto. Esa autoimagen ideológica siempre nos coloca en el lado bueno de la historia, alta la moral, bien peinadas las ideas y vestidos con los ropajes del acierto y de la sensatez. Tal vez esa autoestima sea necesaria para vivir, para salir a la calle y más para opinar, pero no siempre es ajustada y veraz.

 Una romana que puede servirnos para no falsear la medida de nuestra ecuanimidad es intentar recordar cuándo hemos criticado a “los nuestros”. Cuanto más se separe de cero el número de ocasiones en que lo hemos hecho, mejor vamos, más creíbles seremos o no lo seremos en absoluto si el osciloscopio da encefalograma plano. Muchos casos podemos ver en que el criticómetro no mueve su aguja más que en un sentido, lo que resta valor y peso incluso a los juicios acertados y las valoraciones sobre las maldades ajenas. La incapacidad de detectar las propias, la autocensura que nos lleva a callar si es que las detectamos, incluso a negarlas si otros nos las muestran, nos indican que nuestras opiniones, además de previsibles, son poco de fiar, hasta cuando aciertan. Si el descarte de todo aquello que en la realidad nos perjudica, a veces el interesado silencio sobre la mitad de ella o el tomar conveniencia por razón, ya devalúa nuestras opiniones, no les busquemos valor alguno cuando se llega a recurrir a la mentira.

No hay comentarios:

Publicar un comentario