Cuando uno se pone a criticar algún comportamiento o
decisión de nuestros políticos, estén en el gobierno, en la oposición, en el
pacto o en esa otra oposición pintoresca y filibustera que parte del gobierno
se hace a sí mismo, sufre inevitablemente el reproche de estar dando la razón a
quien en esa ocasión queda fuera de la crítica. Otro gigante, Sancho. A por él.
Por eso, según a quién se dirija, cualquier crítica debe ir precedida por una introducción
justificativa que acredite tu derecho a discrepar, pocas veces reconocido. Si
me planteas objeciones o matices, no digamos críticas duras, claro está que
eres del enemigo. El pensamiento binario que empapa de sectarismo a los
actuales actores políticos no va más allá de ubicar a los ciudadanos entre los
buenos o los malos. Los primeros, lógicamente, son la primera persona del
plural; los segundos, la tercera. El mundo está lleno, para su pesar, de regulares que, con su escasa y común finura
clasificatoria y onomástica, en un bando entenderán como tabores de tropas
africanas, por lo tanto, franquistas, de esos que ven infinitos más de
los que quedan. Los otros nos creerán de los suyos, al menos hoy.
No les entra en el magín que una inmensa mayoría no somos
militantes ni de su partido ni de los que se le oponen. Les desconcierta la
existencia de personas que se limitan a contemplar asombrados el grado extremo
de ensimismamiento en que viven unos y otros, ese sectarismo avergonzante arropado
por militancias ovejunas que se someten a dar por bueno y jalear todo lo que
hagan y digan las curias de sus respectivas iglesias. Aunque su línea de
pensamiento y acción dé giros y revueltas, cambie, pase de defender una cosa a proponer
o perpetrar la contraria o renuncie a cumplir toda promesa hecha a la hora de
pedir el voto. Para todos estos vainas, la razón es algo patrimonial, heredado
por su familia política, como un título nobiliario. No es prenda que se gane y se
pierda según cómo se obra en cada situación, que unas veces se tiene y
otras no, y nunca entera. No, la razón es toda nuestra y fuera de nuestra razón
queda la barbarie, sea facha o bolchevique.
Funciona así en muchos de los temas, pero el de la
independencia del poder judicial puede ser paradigmático. Se presenta como
argumento encandilador precisamente lo que ni unos ni otros desean, la
independencia de ese poder, pues todo lo que todos hicieron y hacen se encamina
a eliminarla; toda reforma viene a aumentar sus desportillos, a dejarla cada
vez más en manos de quien hoy puede abusar de una posición favorable y pasajera
por la aritmética parlamentaria. Al hacerlo, lo que en realidad muestran es su
deseo de utilizar la justicia, un poder cuya independencia marca la diferencia
entre una democracia y una dictadura, para conseguir que el suyo sea lo menos pasajero posible. Cada una de las reformas perpetradas han ido empeorando sucesiva e invariablemente esa independencia que ningún partido defiende más que cuando está en la oposición,
de forma que las grandes palabras y los encendidos discursos están demás. No
consiguen con estos brillos retóricos deslumbrar a los ciudadanos que aún
mantienen una costosa independencia de criterio y son lo suficientemente masoquistas
para ir siguiendo esta novela negra ambientada bajo las luces del parlamento y
en las sombras de los suburbios del hampa partidista. Una mayoría se
desentiende, por aburrimiento, rechazo, asco o porque con sobrevivir ya tiene
faena. La pandemia acerca estos comportamientos a lo criminal. Hace tiempo que gran parte de los ciudadanos dejaron de creer que la solución a sus problemas pueda
llegar de tales irresponsables cuya única misión parece ser mantener el mando
si lo tienen o conseguirlo cuando están en la oposición. Tal vez no haya más en sus cabezas.
Nos miran como insectos.
Sin duda un político debe intentar alcanzar el poder. Es
condición para poder llevar a la práctica su programa, en el caso de existir
algo que merezca tal nombre. Poco a poco, lo que acaba ocurriendo es que el
medio se convierte en fin, no queda tiempo ni fuerzas para más. Hay que ganar,
luego ya se verá. Al menos ganando todo se ve desde una posición más cómoda, el
sillón es más blando, de paso que podemos recompensar a los que nos han ayudado
a llegar hasta aquí, que dada nuestra incapacidad, han tenido mérito.
Nuestros dirigentes se encuentran enredados en eso que se
conoce como dilema del prisionero, aunque agravado porque lo que se juegan no
sólo a los dos les afecta, sino a todo el país. Incluso a ellos en menor medida
que a los que sufren sus desacuerdos. Dos personas pueden no cooperar incluso
cuando al no hacerlo se perjudican las dos. Ahora vemos que incluso cuando
todos somos los perjudicados. Un dislate no se tapa con otro. Y menos con una
infamia. El bloqueo de la renovación de estas instituciones judiciales,
defensor del pueblo, Consejo de TVE, por parte del PP, algo impresentable, no
se corrige con un abuso aún mayor por parte del gobierno, como es el idear una
estrategia más conveniente para sus propósitos indisimulados de asaltar estas
instituciones, evitando preceptivos informes, procedimientos, retorciendo el espíritu
de la ley, los equilibrios y todo lo que la Constitución había previsto para
evitar que el poder judicial, y esos otros, fueran absorbidos por el ejecutivo,
ni siquiera por el legislativo. Nos acercamos a Polonia, por no viajar al
Caribe. Europa ya les ha visto asomar la oreja y ha avisado que la cosa empieza
a oler mal.
La estrategia previa de ir intentando en manada desacreditar
el poder judicial, al que presentan hostil, dominado por los otros, cala entre
la tropa, algo previsto y habitual, pero también entre parte de la población.
Una población que ve cómo la justicia interesadamente puesta en duda acorrala
la corrupción precisamente de aquellos a quienes se intenta presentar como dominadores de una
judicatura colonizada y sin criterio. Vemos a quién se juzga, qué condenas
reciben, qué casos ocupan la actualidad desde hace años. También, y paradójicamente, dejamos de
ver en lugar protagonista, cuando no prescribiendo por distracciones y retrasos
de la justicia, corrupciones inmensas, a veces impunes, perpetradas precisamente por los que se
quejan de que quienes les deben juzgar están al servicio de sus oponentes,
muchos de ellos ya en la cárcel. A Pujol y su clan no se les auguran tales
padecimientos. Los socios del golpe posmoderno catalán también tienen cierto
interés en influir en estas reformas y nombramientos y la liebre que llevan
unos y otros es rápida, pero visible. Que
el socio levantisco del gobierno pase por ciertos problemas judiciales, aunque
parapetado tras la inmunidad de sus cargos, tal vez explique ciertas prisas,
como el procés catalán explicaba otras urgencias y abusos similares. Podrá
explicar, pero nunca justificar que un indigno vicepresidente del gobierno oriente
y amenace poco sutilmente a la judicatura, advirtiendo desde su alta posición
institucional que sería inverosímil para él o los suyos el verse imputados en
nada ni por nada, dejando a otros adláteres de viperina más suelta, si cabe, la
misión de hacer declaraciones aún más inquietantes si llegaran a verse en el
banquillo, como casi todo hijo de vecino bajo sospecha se ha visto y se ve.
Ellos, como venimos diciendo, no tienen que acreditar ni demostrar ninguna decencia
ni virtud, puesto que todas son suyas. Al menos eso creen y predican. El resto
ya lo hace la fe de cada uno.
El Partido Popular lanza a sus feligreses a justificar lo indefendible en periódicos, tertulias y foros, el bloqueo a una renovación a la que obliga la Constitución. El PSOE y Podemos hacen lo propio con su parroquia y los ponen a argumentar las bondades de arramblar con los últimos resquicios de independencia del poder judicial. Servidumbres y miserias de la militancia. Otros partidos y apoyos, a ver qué pescan, que las redes siempre les son favorables en las aguas revueltas. Indecencia contra infamia en la romana de la justicia, que la balanza es algo más moderno y preciso. Y la casa sin barrer.
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