lunes, 5 de octubre de 2020

Epístola musical


 

A veces, para evitar fumarme otro cigarrillo, me echo un chicle a la boca. De hierbabuena o de sandía, según me da. Como suelo tener casi siempre música puesta, de que me doy cuenta me veo mascando al ritmo de lo que suena, dando dentelladas al compás que me marca la pieza. Si estoy escuchando una balada de Diana Krall o de Abbey Lincoln, algo que recomiendo hacer, la cosa va bien, pero cuando la batuta que maneja mis mandíbulas es un guitarrista de manouche es mejor tirar prudentemente el chicle a la papelera. Más de una vez me he mordido, movido por los vértigos de esos sones, la parte interna del carrillo, la de atrás de la lengua y el paladar porque no llego. Una cosa horrible.
Parece ser que incluso el ritmo cardíaco intenta acompasarse con la cadencia de lo que oímos. Si es así, el primer movimiento, allegro moderato, del concierto de Brandenburgo nº1 de Bach en fa mayor, BWV 1046, en realidad todo Bach, podría poner orden y curar las arritmias. Cuando me duelen mucho las piernas y los lomos recurro a ver el vídeo de la Vieja Trova Santiaguera interpretando "El paralítico". Infalible. Mejor que un nolotil.
Puede ser, aunque no se ponen de acuerdo los científicos al respecto, que la música escuchada también influya en el cariz de lo que vamos pensando. Si estás oyendo "I’m in the mood for love", sin duda no es igual que si lo que suena es "Va pensiero", el coro de los esclavos del Nabucco de Verdi, origen de no pocos lloros y ansias de independencia de algunos pueblos que se sienten oprimidos hasta la esclavitud, como ocurre en el Ampurdán. La música de fondo condiciona el estado de ánimo y moldea la acción del momento. Ya decían que escuchando a Wagner dan ganas de invadir Polonia, de igual forma que sabemos que los salmos, los himnos, la música de cornetas y tambores o una saeta desde un balcón, por poner unos ejemplos, nos ponen el cuerpo y la mente en distinta disposición, además de hacer a los oyentes sentirse parte de algo. Una marcha militar convierte a cientos o miles de soldados en una máquina, en un organismo infinitípedo, unánime y avasallador. En las ollas de cerámica ibérica ya podemos ver a un círculo de guerreros bailando una sardana al son de flautas dobles y panderos. También desfilando hacia la guerra precedidos por los músicos como los escoceses seguían a la gaita hacia la perdición, pero contentos.
Ayer por la mañana James Rhodes, aún en pijama y con su Steinway & sons Grand Piano, me amenizaba la mañana con Tchaikosvki. Bien, te pone en guardia, te despierta, pero diferente que si se hubiera arrancado por Debussy, lo que me hubiera impulsado a ir balanceándome a regar las orquídeas. Los directores de cine lo saben y en muchas ocasiones es la música quien crea el clima que las imágenes o las palabras por sí mismas no conseguirían transmitir. Casi todas las películas de miedo, si les quitas el sonido, se convertirían en comedias y nos reiríamos con ellas. A veces también ocurre con el sonido puesto. Efectivamente, si no existe esa correspondencia entre acción y música de fondo se puede llegar a lo cómico, cosa que ocurre en algunos discursos y declaraciones en las que se imposta un tonillo épico y una escenografía solemnes para declamar algo insustancial y de baratillo. Causa la misma impresión que las olas del mar sugeridas en el teatro por dos enormes sierras de cartón que oscilan en sentidos opuestos. Tomas nota, pero sabes que no te van a salpicar las aguas. Puigdemont y su tropa, entre sus muchas carencias, tienen la de no contar con un Elgar que les hubiera compuesto una Marcha de Pompa y Circunstancia. A veces pienso que la monarquía británica debe su permanencia a esta marcha y a God save the Queen o the King, (que no shave), según toque. Poco importa que Hændel hubiera robado la música y traducido el título del "Dieu sauve le Roi", compuesto por Jean Baptiste Lully para celebrar el éxito de una operación de fístula a Louis XVI.

    El LSD, según cuentan, permite escuchar sonidos cuadrados, o verdes, mezclando percepciones de sentidos distintos, lo que llamamos sinestesia. Tendría esto algo que ver con la forma en que la música ambiental nos condiciona para la acción que emprendemos, aunque pudiera parecer que nada tiene que ver una cosa con la otra, lo que oímos con lo que, con su escucha, nos pide el cuerpo leer, comer o visitar. Después, y menos durante la audición del aria "Ombra mai fu" del Xerxes de Haendel no hay quien se coma unos garbanzos con oreja. Cabello de ángel todo lo más. Muchos contribuyentes deben su venida al mundo a un bolero y muchas desgracias han ocurrido por los encorajinamientos inducidos por alguna copla excesivamente racial. Si elegimos un libro de la biblioteca, no elegiremos el mismo volumen si estamos escuchando a Liszt o reggaetón, aunque en el último caso no es previsible ver al semoviente en la tesitura de tener que elegir ningún libro de su biblioteca.
    La música envejece, como todo arte, como todo lo vivo. Como los vinos buenos, puede ganar con el tiempo. Hasta algunas cosas muertas envejecen, se desgastan, desgracia sobre desgracia, como las piedras. Pero sólo somos conscientes de ello cuando la piedra había sido labrada por manos humanas, que las otras hay quien piensa que Dios las hizo así y así siguen. Por una falsa concepción del progreso muchos tienden a pensar que todo se desarrolla, avanza, mejora. La experiencia nos debería enseñar que más cierto es que lo vivo se debilita con los años, degenera, muere. El olvido hace el resto, y resucita o certifica la defunción. No intento sugerir que la música actual o cualquier otro arte del momento sean despreciables comparados con lo anterior, pues mucha buena música, libros y otras obras se hacen hoy en día. Salvo los contados genios que en cada época descuellan, nada nos hace suponer que hoy no se interprete la música igual, incluso mejor, que nunca antes se había hecho; no es de razón pensar que hoy se escriba, esculpa o represente irremediablemente peor que en ese casi eterno "antes" se hacía. Por otra parte, siempre los más vetustos han hecho valoraciones semejantes pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor, algo cierto para cada individuo, una vez llegado a carcamal, si se refiere a su fortaleza y salud, pero falso cuando intentamos extender la nostalgia más allá de lo inevitable. No es justo confrontar en ningún terreno las obras del momento contra toda la producción anterior de la humanidad, durante siglos, milenios a veces. Sólo con la ciencia sucede, pues acumula todo conocimiento anterior y sobre él edifica. El arte no funciona así, especialmente porque, siendo incapaces de añadir un peldaño más a una escalera ascendente en el que el último escalón ya supone una excelencia alcanzable por muy pocos, hay quien intenta iniciar otra escalera nueva, renuncia a la herencia anterior, que se desprecia, podríamos decir que se olvida, si no fuera porque los promotores de algunas nuevas vanguardias no siempre estaban ni están en situación de olvidar lo que no han llegado a conocer.
Con el arte ocurre que lo antiguo era joven, mientras que lo nuevo es viejo, lo que nos confunde. Conforme nos vamos remontando hacia los siglos pasados nos encontramos con que las artes tienen menos antigüedad, menos tradición, menos escombros. Nuestros ojos añaden capas de barniz que oscurecen lo antiguo, como ocurre con los lienzos, que pocas veces podemos ver frescos, relucientes, sin veladuras, como los vieron sus coetáneos. Los bisontes de Altamira o los caballos de Lascaux no son, si vemos el asunto como realmente es, un arte antiguo sino naciente, en su infancia, producto de la juventud de la humanidad. Y desde luego hablar de mejor o peor sacaría los colores a gran parte de los artistas actuales. Un arte que conocimos ya perfecto, no una probatura. Cambiaría todo lo que he pintado por haber sido capaz de dibujar un bisonte, un ciervo o un arquero de esos que perviven en cuevas y abrigos, algo que ya alcanzó la perfección hace miles de años, insuperado, insuperable, asombroso.
Si admitimos que todo lo que escuchamos, leemos o contemplamos nos condiciona para bien o para mal, nos eleva o nos hunde en la miseria estética y desde allí se desparrama al resto de nuestra conciencia y nuestros actos, sólo cabe llegar a la conclusión de que hay que poner mejor música de fondo a nuestras vidas, rodearnos de cosas hermosas, ya que es decisiva la educación artística de las gentes. No es cosa baladí ampliar la calidad y cantidad de cualquier forma de arte en el ambiente, facilitar y promover el acceso a la cultura sea de forma pública o privada, literaria, musical, escénica o expositora. Hablar de gran cultura es sin duda pecar de elitista pero, al contrario que en otros campos, en el arte no siempre lo bueno, lo mejor, tiene por que ser más caro que lo infame, a veces es al revés. No es necesario tener un Rembrandt en la pared, ni un piano de cola en casa, pero un disco de Reggaetón vale igual, incluso más que uno de Mozart, Bach o Bill Evans. Es cuestión de esfuerzo, de aprendizaje, de ofrecerle a lo más grande que es capaz de hacer nuestra especie un tiempo y un esfuerzo similares a los que estamos dispuestos a dedicar al manual de instrucciones del mando a distancia.
    Resumiendo, lo conveniente sería hacer justo lo contrario de lo que se hace, y caigo en el excesivo optimismo de pensar que se hace algo. Habrá que empezar por pagar el rescate del ministro del ramo.

  Vale.


2 comentarios:

  1. Es que para hacer comentarios sobre tanta sabiduría musical hay que disponer de ingentes conocimientos del Do, del Re, del Mi y de las demás notas, porque el hacerlos sin ellos es exponerte a ejercer de gilipuertas.

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    1. Gracias, DCG. Pensé poner los enlaces musicales al final para no interrumpir la lectura del texto. Puede ser que distraigan y, en realidad, no son imprescindibles para entender lo que se intenta contar. No están elegidos al tuntún, como indicas, y algunos ilustran las ideas expuestas mejor que las palabras. Un fuerte abrazo y cuídate, querido Daniel.

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