jueves, 3 de febrero de 2022

Epístola laboral

    Sigo el debate de convalidación del Decreto-ley de la Reforma Laboral. Me recuerdan, entre alabanzas de unos y reproches de otros, los cambios que introduce respecto a la ley anterior que, a su vez, cambiaba unas cosas y conservaba otras de las precedentes, algunas de ellas bastante antiguas. No se me ocurren mayores objeciones que poner a esos cambios que, dentro de mi ignorancia sobre los intringulis del tema, considero un avance. Parecen medidas que dan un marco de seguridad a unos y a otros, a la vez que limitan o modifican algunas medidas que, si acaso en otra situación fueron un mal menor, hoy no tienen pase. Estaremos de acuerdo en que no se puede obligar a un ayuntamiento a hacer contrato indefinido a una cuadrilla de gigantes y cabezudos para la cabalgata del día de la fiesta mayor, aunque otros cargos y partidas con menos fuste mantienen, pero también en que demasiadas empresas abusan de contratar por horas puestos que necesita de forma casi permanente. O evitar los abusos en las subcontrataciones, descontrol que a veces permite que quien recibe el servicio pague al día mientras que el que lo realiza cobre meses después. O cobre la mitad de lo que se pagó por su trabajo, dineros que se distraen en la subcontratación. Si la reforma corrige cosas así, bienvenida sea. Una cosa es defender empresarios y trabajadores, otra a sinvergüenzas.

    Las leyes se suelen reformar, algunas veces para mejorarlas, siempre para adaptarlas a las preferencias del que en cada momento gobierna. Pero pocas son las que se derogan totalmente. Una ley de educación, un código civil, una ley laboral, no se hacen ex novo, escribiendo en una tábula rasa; al contrario, parten de una situación, de un texto legal que se intenta mejorar adaptándolo a las circunstancias cambiantes, a la sociedad siempre en evolución, eliminando o modificando disposiciones y artículos que hoy se consideran inconvenientes. Algunas leyes fueron buenas para un momento, para una situación; otras ni siquiera eso. Las reformas legislativas, aún más que las acciones de gobierno, deberían hacerse con luces largas, pues solo una permanencia en el tiempo, que el acuerdo favorece, las hace fértiles. Seguramente se legisla en exceso, al final a todos les gusta un reglamentarismo que conforme la vida de los gobernados de acuerdo a las ideas, gustos y manías de los gobernantes que las impulsan y redactan, que se quisieran eternos, y enfrentan su inevitable declive y desaparición intentando dejarlo todo “atado y bien atado”. Todos quisieran legar una eterna herencia legislativa. Cada vez que alguien dice que va a blindar alguna norma, disposición o medida, sé que estoy ante un dictador, un totalitario que lo será hasta donde la justicia le permita; revela que estamos frente a alguien que no sabe lo que es la democracia. Por eso, para los amigos de blindajes, abusos e imposiciones totalitarias, las leyes, los tribunales y sus ejecutores, las fuerzas del orden entre ellos, son sus enemigos. Como ellos lo son de la democracia.

    Malo es que una ley se apruebe por una exigua mayoría de votos, cogida con alfileres, siendo la aprobación dudosa hasta último momento. De hecho, ha necesitado un milagro en forma de error. Ninguna reforma de calado puede imponerse si se quiere que dure el tiempo suficiente como para modificar realmente aquello que regula. Miremos a las leyes de educación, papel mojado una tras otra. El número de apoyos, ajustadísimo y conseguido in extremis, incorporando a grupos que para los habituales apoyos del gobierno son indeseables, pudiera hacer pensar que esta ley tiene los días contados. No lo creo. Gran parte de estos votos son estratégicos, simple gesticulación, teatrales concesiones a la galería o a la parroquia. Obran presos de lo dicho, incluso del libro santo de cada secta ideológica, tanto como de lo que de ellos se espera o se teme. Porque a veces, y eso es lo peor, algunos se limitan a hacer lo que creen que se espera de ellos, uniendo la inconsistencia a la equivocación.

    Tanto se gruñe, tanto se descalifica y se proclama, tanto se finge y se escenifica que, paradójicamente, están más a favor de cómo queda retocada la ley laboral muchos de los que hoy votarán en contra de ella que bastantes de los que votarán a favor. Tiene un punto surrealista el grado de impostación al que ha llegado la política española. Nada es lo que parece ser. Poco tiene que ver lo que se dice con lo que se cree o se desea. Y casi nunca con lo que se hace. El PP votará que no a unas modificaciones a su ley que la propia ministra que la impulsó no rechaza. Firmada por Garamendi, presidente de la patronal y bien vista por la presidenta del Santander. Pedro J. dice que cree que es lo mejor que ha ocurrido en los últimos tres años. Como vemos, una ley de extrema izquierda.

    Si en el PP quedara vida inteligente, que no es el caso, votarían que sí entre aplausos y gritos de entusiasmo. Es más, sacarían del hemiciclo a hombros a Yolanda Díaz, hundiéndola definitivamente en la miseria. Votando a favor pondrían en un brete a la ministra, al pie de los caballos afines, incluso propios, que le reprochan defender hoy los retoques con igual énfasis y convicción con que proclamaba lo irrenunciable de la derogación de una ley que, hasta hace poco, nada tenía de bueno ni de aprovechable. Un voto del PP clavaría algunos clavos más en su ataúd, que los tendrá de colores variados. Ya le ha renegado agriamente Rufián, forzando a que la ministra le lleve la contra a una de las patas que la mantiene en el taburete gubernamental, que hoy se tambalea más que ayer pero menos que mañana, que así es el amor verdadero. De hecho, a la ministra y a su futuro en el gremio le hacen más daño las percepciones y críticas de los propios que las de los ajenos. Al revés que ocurre con los elogios: las declaraciones de la señora Botín, dueña del Santander, es el abrazo del oso. Pero el peor enemigo es el de casa, el de la familia. Como es normal.

    Las excesivas expectativas, el uso electoral de promesas irrealizables, como era la bandera (o espantajo) de la derogación, hace que para muchos esta reforma sea un fracaso, una claudicación, independientemente de sus bondades. Prometer el cielo, os bajaremos la luna, no puede llevar a los incautos creyentes más que a la frustración. Y al descrédito a los que prometen lo que saben que no podrán cumplir.

    Una vez que se ha alcanzado un acuerdo entre sindicatos, empresarios y gobierno, cosa tan ardua como insólita, todos deberían felicitarse y apoyar unos cambios que garantizan paz social, estabilidad y seguridad jurídica a unos y a otros. Han sabido equilibrar lo que en estos momentos creen mejor y posible, que casi nunca es lo perfecto, cosa que saben y reconocen quienes estaban a un lado o a otro de la mesa. Reconforta ver que aún queda quien entiende que negociar es ceder, asumir algunas de las propuestas del contrario. Se busca el equilibrio. Pero no vivimos tiempos de consensos y acuerdos, sino de imposiciones y aspavientos, de líneas rojas, incluso dentro del ámbito de los pactos que son emulsiones inestables compuestas por sustancias inmiscibles. Esta reforma puede hacer que se corte una mayonesa gubernamental que, además, empieza a prescindir de especias que, a pesar de la insignificancia cuantitativa de su aporte, modifican, casi siempre para mal, el sabor y textura final de la receta, haciendo difícil su digestión hasta para sus mismos cocineros.

    Los que más gravemente han atacado la convivencia, vulnerado las leyes, despreciado a los tribunales que juzgan sus desmanes, como suele ocurrir con todos los delincuentes, son a los que vemos con asombro cogérsela hoy con papel de fumar apelando a la pureza democrática, al papel poco glorioso de un parlamento al que se lleva un acuerdo sobre esta ley para que den su visto bueno, su cabezada, como es menester. Un acuerdo al que ellos han sido incapaces de llegar, ni siquiera proponer. Un trágala, nos dice Rufián. Con una influencia desmesurada respecto al número de votos obtenido, peso que una ley electoral razonable haría irrelevante, ponen en duda la legitimidad de los estamentos que han llegado al acuerdo que hoy se somete a su aprobación. Olvidan que la Constitución (Art. 7) también da a los que han participado en la negociación de las reformas laborales un papel como actores fundamentales de la vida económica y social, y ordena a los actores políticos fomentar su participación en las decisiones públicas. Hablan del pueblo, de incentivar la participación política de la sociedad civil. Palabras, palabras, brozas dialécticas de mentes totalitarias. Hartos y avergonzados estamos de ver como no pocas veces se hizo al Parlamento bajar la cabeza y dar por bueno lo chalaneado en escondidas mesas de negociación, ratificar acuerdos perpetrados en cárceles, o dar estatuto legal a los chantajes cometidos por algunos de los que hoy se lamentan del papel poco airoso de sus señorías.

    Es cierto que chirría que se lleve al Parlamento un decreto para convertirlo en ley, anunciando que no se puede cambiar ni una coma. Pero ya deberían estar curados de espanto. Lo que se les pide es la convalidación parlamentaria de una ley ya vigente, cierto que merced a un decreto del gobierno, práctica legal de la que se abusa. Pero las cosas se han hecho así. Se han vendido pieles antes de cazar los osos, se les ha ido la fuerza por la boca, tanta maravilla se ha anunciado y con tanto aparato, que hoy todo sabe a parto de los montes. Mucho desafío, mucha bravata. Tanto ruido para terminar como el estrambote del soneto de Cervantes: «Y luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada». Es lo malo de exagerar, es lo que ocurre cuando para llegar tan alto como hoy están tuvieron que prometer lo que sabían que era imposible de cumplir, como se acostumbra, algo que, una vez al mando, ni siquiera se sigue considerando conveniente. Esto no es la derogación prometida, no podía serlo. Y lo sabían. Nos perdemos en las palabras y luego somos presa de ellas. Tal vez el anunciar lo posible, lo cierto, lo real, no ayude a ganar elecciones. Pero evita posteriores sonrojos y no pondría a las sumisas parroquias a protagonizar el penoso espectáculo de tener que justificar sucesivamente y con igual entusiasmo y convicción una cosa y su contraria. De todas formas, con esta tropa ya están acostumbrados.

    Veo quien apoya y quien queda fuera de ese acuerdo. Y me hago cruces viendo a quiénes une el rechazo. Mucho deben afinar sus discursos y sus sofismas para hacer entendible su voto negativo. La derecha rebasa por la derecha a la patronal y la izquierda nacionalista, (otra derecha en realidad), rebasa por la izquierda a los sindicatos. Un sindiós. Para que nos enseñen estos a cruzar rotondas. Una vez más, nos deberán engañar. Al menos intentarlo. Deberán tirar de retórica para convencernos que todo lo hacen por nuestro bien. No, no nos canten milongas. Sus votos más que a favor de algo, siempre van contra alguien, son demostración de que viven absortos en sus líos internos y externos, y muestran un problema de fondo en la representación política, demasiado a menudo alejada de los intereses de los representados. Saben con certeza que las bases de algunos partidos no votarían hoy lo mismo que votan los líderes y parlamentarios que dicen representarlos. Hay diputados, como los dos de UPN, que hace unas horas anunciaron compungidos que votarían a favor, estando en contra, cumpliendo órdenes de su partido. Han votado en contra al final, que buscando el pañuelo han encontrado la conciencia. ¡Coño, que estaba aquí! Uno del PP dice que se ha equivocado sin querer. Otros lo han hecho queriendo, aunque no lo digan.

    Este desmierde revela a la clase política como un mundo aparte, irreal, con códigos propios, una reserva artificial en la que no faltan especímenes parasitarios, un nicho ecológico regido por unas reglas que más miran por la supervivencia y el éxito de líderes y camarillas que por el bienestar y la prosperidad de aquellos que les pagan y a quienes deberían defender. El único acuerdo posible es el de evitar mostrar acuerdo, pues todos basan su retórica en la escenificación de una hostilidad irreconciliable. Un acuerdo demovilizaría a las respectivas clientelas. Adaptarse a la realidad, corregir rumbos, es duro, pues mostraría lo errado de lo que hasta ahora han defendido. No hablemos cuando en este cóctel entra el licor territorial, submundos que viven en una perpetua borrachera ideológica que contagian a sus seguidores.

    Al menos hoy, Ciudadanos ha jugado un papel que debió desempeñar hace tiempo: hacer irrelevantes con sus votos los de ERC, Bildu y PNV. Con solo eso un partido tiene justificada su existencia y merece el voto. Por fin, que a la fuerza ahorcan, los restos mortales de Podemos han dado permiso al Gobierno para no despreciar los votos de Ciudadanos, otro cadáver, hasta ahora unos apestados, parte del trifachito según los lemas y  leyendas urbanas de la peña que se dice progresista. Tal vez se rinden al ver hoy que sin los votos de Ciudadanos peligra el gobierno del que forman parte. Mañana ya veremos, algo se nos ocurrirá. Y hasta ahí podíamos llegar, hasta la cola del paro. Es lo que tiene poner las líneas rojas donde no procede, si es que alguna vez tienen razón de ser. Si Bildu, ERC y demás declarados enemigos del Estado Español son apoyos de recibo, pactar con el diablo no debería suponer mayor problema.

    Hoy mismo, el abate Junqueras, dice que exige a las fuerzas vivas? secesionistas volverlo a hacer. Le tomó gusto a la cárcel se conoce y, si reincide, no debería la justicia privarle de ese capricho. El caso es que a veces se ganan batallas que te llevan a perder la guerra. Sobre todo, si ves que en el curso del ataque van desertando las alas que te protegían los flancos, aliados que ahora ves votando del brazo del enemigo. Si esto supone un desplazamiento hacia el centro del gobierno, del PSOE, nos vamos a hartar de reír, de sorpresa en sorpresa, entre dondedijedigos, puesandaquetús y amiquemeregístrenes en boca de ellos, sus socios y de sus ecos en las redes, que andarán borrando tuits y comentarios de Facebook, por lo de la maldita hemeroteca. Es lo que tiene asumir el papel de sumiso aplaudidor de oficio, claque pataleadora en obras de mediocre libreto y dudoso elenco, de plañidera que finge lágrimas en entierro ajeno, anticipando las reales en el propio.

    Al final, tras el susto del recuento y el precipitado anuncio de derogación por parte de la atónita Batet, vistas las caras descompuestas del banco azul, no menos que las de varios grupos que votaron no, confiados en que la ley se aprobaría con los votos de otros, fueron felices. Fumata blanca. Habemus reforma. Y gracias a un voto del PP, agárrate y no te menees. Dice que se ha equivocado, otros que es justicia poética. Un esperpento. Esperemos que habiéndose aprobado por un solo voto (y equivocado) entre 350, no se cuestione la legitimidad de la ley, como suelen hacer a menudo sopesando los votos de las sentencias judiciales que les desagradan.


miércoles, 2 de febrero de 2022

Epístola tenística

Las declaraciones de Toni Nadal, tío y pigmalión deportivo y vital de Rafael Nadal, sí que serían buen tema para dar lugar a reflexiones y debates serios, en lugar de las memeces que, en gran parte, nos suelen ocupar. Sería muy largo hacerlas aquí, aunque a bote pronto, se me ocurren varios aspectos a considerar.

 Viendo que muchos elogios forzados se inician más o menos diciendo: "la verdad es que...", "hay que reconocer...", y otros atenuadores de la alabanza, uno percibe que su éxito se admite a regañadientes, con esfuerzo, con gran pesar, porque no hay otro puto remedio viendo los datos. Envidia al éxito, mal nacional, a lo que se le añaden reproches porque haga ondear la bandera equivocada o no hable en la lengua que algunos quisieran exclusiva, no aplauda los lemas de la parroquia, y otras miserias del sectario. Para ellos es un mal ejemplo, un espejo que los muestra en cueros vivos. Lo gris, lo mezquino, lo ovejuno, por contraste, siempre se siente agraviado por la excelencia ajena.

 Destaca por su ruindad aldeana Alfons Godall, típico producto del separatismo que, como suele ocurrir, muestra bien enraizadas todas las calamidades y miserias de la hispanibundia.  Vicepresidente del Barça con Laporta, considera que Nadal, la roja, como Fernando Alonso o el Madrid, y otros tantos mucho mejores y más decentes que él y los suyos, son enemigos del país, de su soñada república bananera. Son del país enemigo, dice. Si esos son sus enemigos, los de su parroquia, para qué seguir, salvo dar gracias por no contarnos entre los amigos de tal desecho humano ni entre los indios de su tribu. Por sus enemigos los conoceréis.

 Lo segundo es lo del esfuerzo. La exigencia vende poco. Si acaso algún partido en su programa pide algún sacrificio o aportación, siempre se refiere a aquellos a los que no considera sus posibles votantes. El esfuerzo corresponde a los demás, la cosecha a los nuestros. Una población a la que nada se pide y de la que nada se espera, un sentimiento fatal que acaba siendo recíproco. Por eso, cuando, gracias a estos dulces mensajes y a las críticas a los más privilegiados o exitosos, unas veces con razón y otras sin ella, pues entre sus virtudes está la de no conocer los matices ni las diferencias, cuando gracias a estos discursos más teatrales que interiorizados alcanzan un buen pasar, un nivel de rentas cercano al de las castas que criticaban, se cambian de barrio, calcan su modus vivendi, sus lujos y sus racaneos fiscales.

 Lo tercero es que Toni, el tío de Nadal, debería formar parte de las comisiones que redactan las leyes de educación, que hace decenios renunciaron a tan sanos principios como los que han llevado a Nadal a donde hoy lo vemos, los más con respeto y admiración, algunos con irritación, otros con desprecio y los peores, como enemigo.

 "La imprescindible escuela de la dificultad". Toni Nadal en El País

lunes, 17 de enero de 2022

Epístola equilejana

    A los extremos les molesta que se les equipare. Ya están aquí los equidistantes, nos dirán. Hasta en los casos, que los hay, en los que tal postura tibia sea un intento de no tomar partido o de tomarlo sin demasiado entusiasmo, resulta mejor, menos dañino, que optar por el ponzoñoso sectarismo al uso, parejo en cuanto a la descarnada y común demonización del contrario, que no debería existir. Es lógico que les moleste verse reflejados en el espejo como la otra cara de aquello que más dicen odiar, pero acaban por parecerse entre sí más de lo que a todos nos convendría y ellos quisieran. Cuando alguien de un extremo, y hay más de dos, cae del caballo, no suele parar en el centro del camino, sino en la otra punta del bancal. Sobran ejemplos. Sería difícil discernir cuál de todos ellos destila más apego al autoritarismo, a la imposición de sus correcciones y de sus ideas, a la censura de las ajenas, al desentendimiento de toda culpa que manche su marca y su fe, o de toda realidad que pueda contradecir sus dogmas, sus lemas y sus intereses. Unos escrituran a su nombre al pueblo, o lo intentan con un territorio, los otros a la patria, a la grande o a la chica, como en el mus, entidades que perciben y utilizan de forma artera, interesada y confusa, pues a veces apelan a esas cosas y otras a sus contrarias. Y hay quien colabora, quien calla y quien deja hacer, actitudes poco gloriosas.

    Todos los extremistas intentan minimizar, cuando no negar, los crímenes o corrupciones perpetrados en nombre de su ideología (o parapetados tras ella), de su partido o de su tribu, pues comparten el sentir de que sus causas (obsesivas y a menudo confundidas con sus intereses personales y para cuyo triunfo todo vale), necesitan de un gobierno fuerte, sin contestación y, si es posible, sin alternativa, que en ello se trabaja. Lógicamente dirigido por ellos. Su ideal no confesable es el de un estado autoritario en el que la población poco cuenta, músicas aparte. Les gusta (aunque algunos lo nieguen, que otros ni eso) la mano dura y no soportan la crítica, que si pueden intentan acallar. Aman al líder, que quieren incontestado, pues la libertad, sentida como un estorbo, es cosa menor, un subproducto prescindible, cuando no un peligro. Al final quisieran llegar al mismo lugar, aunque por caminos distintos. La igualdad tampoco es cosa que les preocupe en exceso. En aquellos países sometidos a cualquier totalitarismo, a sus teóricos y promotores siempre les toca disfrutar de los privilegios reservados a las élites, que igual de bien viven líderes, camarillas y otros avecinados en una dictadura de izquierdas que de derechas. Todos esperan caer boca arriba, que es lo habitual en el gremio revolucionario. Al final, Hitler y Stalin acaban encargando los zapatos en Londres y bebiéndose lo mejor de las bodegas. Por todo ello, cada uno intenta dar por buenas, al menos por tolerables, las dictaduras de su gusto. Vamos desde el 'con Franco vivíamos mejor', o 'de la alpargata al 600', al 'en Cuba hay un 100% de alfabetización', cosa que casi se había alcanzado antes de Fidel; 'tiene una buena sanidad', cosa cierta, como lo es que Cuba fue antes de la revolución una de las economías más prósperas de América, aunque aquella situación, igualmente dictatorial, se haya resumido diciendo que simplemente era un casino y un burdel. Hay bondades, ciertas o discutibles, con las que se intenta lavar la cara a algunas dictaduras, pues no hay nadie capaz de hacerlo todo mal, a pesar de que ha habido, y en nuestros tiempos hay, quien ha estado cerca de conseguirlo. Pero son atenuantes y eximentes que sólo se toleran aplicados a las propias. Sean clínicas, sean pantanos. Depende, todo depende.

    De esos argumentos y excusas de mal pagador se deduce que la libertad, como decíamos, es para todo extremista un adorno, un lujo innecesario, a veces una caricatura, más un obstáculo fastidioso que un irrenunciable derecho que defender. Iguales o parecidos argumentos se usan para justificar o relativizar tanto las dictaduras totalitarias y sin disimulos de Pinochet, la de Nicaragua o la de Videla, como la dictadura con elecciones de la Venezuela actual. De las repúblicas de Corea del Norte, Rusia, China, Irán o de las monarquías medievales como Arabia Saudita, nadie parece sentirse concernido por las ideologías que las inspiran y soportan. Los amigos y referentes de unos u otros totalitarios son igualmente inquietantes, pero siendo de los suyos o asimilados, sea Chaves o Trump, Perón o Le Pen, Orbán, Castro o Bolsonaro, el comandante Ortega o Salvini, no hay nada que decir, salvo elogios y justificaciones. Si son de su cuerda, bien va, llegando a justificar cualquier abuso o aberración si se comete contra los que ellos consideran sus enemigos, los que pudieran quitar el poder a los suyos, pues los pueblos, los ciudadanos, las masas, les son indiferentes, simple, aunque imprescindible, relleno del Estado. Ya fue la carne de cañón de unos y de otros cuando sus disputas llegaron a mayores. Lo importante, lo único que merece ser salvado y defendido, son los principios, las causas, siempre por encima de las personas y de cualquier otra consideración. Incluso llegan a ser hostiles a su propio país, a su Historia y a su propia civilización, siempre en deuda con las ajenas, cuyos desmanes quedan justificados o atemperados por eso de las siempre respetables diferencias culturales, un respeto que no pide correspondencia. Llegaron algunos significados orates a entender y a valorar los atentados del 11M, igual que otros crímenes cometidos por fanáticos islamistas, como un justo y merecido castigo, una necesaria penitencia por nuestros pecados como occidentales, tan inveterados como irredimibles. Desde uno de los extremos se desprecian y se presentan, sin distingos, como un peligro las otras culturas y civilizaciones; desde el otro las descalificaciones y los recelos se dirigen a la propia. Es curioso y revelador que no se reproche a nadie el pecar de cristianofobia, aunque en algunos países estos neandertales con turbante degüellen a gran parte de la cristiandad local. El trato a mujeres, homosexuales, la libertad asfixiada por el sometimiento a un dogma religioso impuesto con armas occidentales... Son asuntos internos, rasgos de su cultura y de su tradición. ¿Quiénes somos nosotros, abrumados por los pecados de nuestros antepasados, para juzgarlos? Se habla de tolerancia cero. Según acerca de qué o de quién. Deberían todos empezar por aprender qué es eso de la tolerancia, pues a la hora de ejercerla con sus vecinos que piensan o quieren vivir de otra forma, con otro valores y otras correcciones, ni están ni se les espera.

    Que la democracia está en peligro, es un hecho, aparte de que siempre lo ha estado y que nunca dejará de estar en riesgo, pues es una flor frágil que necesita riegos, abonos y cuidados, no estirazones, podas indiscriminadas e inoportunas, injertos adjetivos, ni paladas de sal. Tiene sus enemigos dentro y fuera, variopintos, regionales o nacionales, de un lado y de otro, y ninguno de ellos es capaz de ver desde su extremo en qué medida también contribuyen a ponerla en riesgo, limitándose a señalar peligros y confabulaciones desde un lado de sus trincheras, el opuesto, el especular. Aunque, de hecho, son capita et navia, caras enfrentadas de una misma moneda: un Jano bifronte que mira a diestra y a siniestra con ojos que nunca se verán de frente, que percibirán en una misma realidad perspectivas y paisajes distintos, miradas inevitablemente opuestas y parciales, regidas por un cerebro gemelo que acaba llevando a ambas faces a pensar y obrar de forma poco diferente. Participan ambos extremismos, inculcados a gran parte de sus simpatizantes, de una misma mentalidad autoritaria, un dogmatismo equiparable y un gusto por las teorías conspiratorias. Es cierto que encuentran soporte en votantes que, a veces y en gran parte, están alejados del pensar desaforado de los líderes, camarillas y militantes de estos partidos, electores cuyas levas se hacen a base de lamidas de oreja y de apelaciones a las vísceras, al narcisismo, al perdón de sus pecados, lo que los deja libres de cualquier culpa, siempre patrimonio del contrario. Argumento recurrente y movilizador es el señalamiento y descalificación de sus enemigos (que realmente son más los otros líderes que sus votantes) y del aprovechamiento y manipulación oportunista, cuando no innoble, de los problemas que tiene la sociedad, para los que ofrecen soluciones rápidas y sencillas, sin costes para el sector de la población que quisieran pastorear hacia las urnas. El poder los desnuda, destapa su inoperancia y su alejamiento de la realidad. Con ese proceder dogmático, más centrado en sus intereses electorales y en la evangelización de sus doctrinas y de sus gustos que en arreglar nada, nunca estarán en la solución real de ninguno de ellos.

    Unos cultivan la nostalgia del todo pasado fue mejor, un pasado que habría que recuperar incluso con todo lo que en él hubo de reprobable, que no es poco; otros, por su parte, desprecian los logros heredados, en nuestra Historia encuentran más motivos de vergüenza que de orgullo y gloria y creen y quieren hacer creer que todo cambio es progreso, que demoliendo no se puede ir más que a mejor, pues poco o nada hay aprovechable en nuestra sociedad. Para algunos de estos últimos, los peores de ellos y no pocos de sus amigos, mejor que reviente, que ya nos repartiremos las ruinas. En cuanto al recurso de refugiarse en el pasado, incapaces de contender con el presente, es actitud común, solamente diferenciada por la valoración y selección de los capítulos a recordar o a olvidar, a celebrar o a denostar. A ambos les perturba la Historia, aunque a cada uno la parte de ella que muestra sus vergüenzas, de ahí el compartido afán por reescribirla.

    Si es cierto que un ejército avanza a la velocidad del más lento de sus soldados, o que una cadena sólo alcanza la fuerza del más débil de sus eslabones, podríamos deducir que la moralidad de un grupo o coalición está limitada por la del más indecente de sus socios. El supremacismo nacionalista, burdo, totalitario y corrupto, o la presencia de Otegui como portavoz de un sector del amasijo coral que apoya y sostiene al gobierno, tibiamente cuestionados si acaso, suponen un lastre que se pagará. Y es justo que se pague. Hace que mucha gente mire a un lado y a otro y entre Abascal y Otegui entienda razonablemente que uno secuestraba, extorsionaba, pegaba los tiros y otro huía de ellos. Mientras otros, siempre trajeados y modositos en las formas, hoy adalides de la moderación, recogían las nueces. Siempre haciendo caja, que el voto va caro. Y puede ocurrir y ocurre que, pensado todo ello, parte del personal vote en consecuencia. Ellos, todos ellos, tienen la culpa. En el país vasco la razón, la decencia y el valor no estaban del lado precisamente de algunos de los extremos que hoy se llaman a sí mismos progresistas. Allí la decencia, el coraje, la razón (y los muertos), aparte de en los cuerpos uniformados, jueces y otros que pasaban por allí o no pagaban el impuesto revolucionario, salvo raras excepciones, estaba del lado del PP y del PSOE. Lo demás era podredumbre. Aparte de los asesinados, el crimen y el silencio cómplice y cobarde de gran parte de la población provocó un éxodo innumerable que cambió para mal esa sociedad, un exilio aún hoy más tapado que estudiado. Y cualquier intento de blanqueo o de olvido son perversiones y mentiras difícilmente digeribles sin caer en las pretendidas amnesias. Si se puede ser socio de fascistas con barretina y apoyado por un criminal como Otegui, ya no hay límite, no puede haber líneas rojas, una vez traspasadas las granates.

    Si usamos la expresión extrema derecha, si la consideramos topológica e ideológicamente adecuada, no debemos rehuir, en justa correspondencia, de encuadrar a otros en la extrema izquierda. Con la salvedad de que cabe dudar de que gran parte de estos últimos merezcan ser considerados de izquierdas, pues hoy carecen de la nobleza e idealismo sacrificado y redentor que una vez atesoró ese sector, junto a la defensa incondicional de valores como la igualdad, la coherencia y tantos otros, hoy malbaratados. Reivindican la II República, cuya peor cara quisieran reeditar, olvidando como vemos, si es que han llegado a conocer, la irrenunciable defensa a la unidad de España que caracterizó a los republicanos decentes, que muchos había, barridos por extremismos varios, hoy renacidos. Lean a Azaña, a Sánchez Albornoz, a José Prat y a muchos otros, algunos huyendo de ambos bandos, como Orwell o Chaves Nogales. Lean, por favor, lean otras cosas que aún no han leído, esas que saben que no les van a gustar, las que pretenden borrar de la memoria que quieren fijar. De entre los actuales extremistas, de los diestros nada esperaba, y menos que lean nada; de los siniestros extremos, qué decir, qué esperar. Ambos respetan formalmente la democracia y se esconden tras sus barnices, unos más que otros dirán, también habrá desacuerdo acerca de quién la respeta más y quién menos. Pero resulta palmario que para los más extremados no deja de ser una formalidad, un engorro, especialmente cuando las urnas no les son propicias. Si pudieran, si les dejásemos, unos y otros prescindirían de ellas.

    Lo cierto es, a mi entender, que, salvo ciertos disparates, ocurrencias y desafueros, explícitos o deducibles del discurso o proceder de ambas orillas políticas, igualmente cercanas a los barrancos del finis terrae ideológico y que suelen espantar a una inmensa mayoría más moderada y amplia de miras, a veces la distancia entre tener razón y no tenerla es escasa, cuestión de énfasis, de matices, de intención de tenerla toda y en todo, cosa que nunca sucede. Muchos son los temas, imposible estar de acuerdo con todos los que cualquier persona o partido sostiene, salvo esas rendidas militancias que poco cuentan salvo dentro sus parroquias pues, aparte de su amén, nada aportan. In medio virtus. Y no se trata de equidistancia, sino de equilejanía, neologismo que aporto para significar el puro y simple aborrecimiento y descarte de los extremos, siempre conveniente.


jueves, 6 de enero de 2022

Epístola ganadera y garzona

Poco me han durado las buenas intenciones para este año que ahora estrenamos. Pensaba dejar de entrar a ciertos trapos y señuelos. Engaños que te hacen arrastrar los belfos a ras de suelo, resoplar persiguiendo bultos que se esconden detrás de capotes tramposos hasta que, cansado y distraído, puedan apuntillarte. Es mejor, me decía, mirar desde un poco más arriba, alejarme del ruedo, no tirarme de espontáneo a esta plaza donde diestros y siniestros representan su función y lidian sus contradicciones. Con su pan se lo coman, pensaba. Mejor leerme la Divina Comedia o el Cossío, que seguir esta fiesta nacional de política zarrapastrosa propia de plazas de tercera, con toros ya resabiados, matadores sin valor ni arte y apoderados que se ríen y llenan los bolsillos jaleando desde la barrera el boquear de los incautos. Cinco días del año he aguantado callado, pero va a ser que no.

Leo las últimas glosas al Apocalipsis del obispo Garzón sobre las tentaciones del mundo y de la carne, pues en el fondo, de religión hablan, aunque en este caso predique lejos de Campazas, su diócesis. ¡Arrepentíos, hijos de Satanás! Es el ministro Garzón predicador titular que, en el desempeño de su ministerio seglar, pronuncia homilías y pastorales que han venido creando más problemas que soluciones, además de no poca desazón a los creyentes. Incluso numerosas apostasías. Y quieren que lo juzguemos por su fe, no por sus obras. Eso es potestad divina y nosotros nos tenemos que limitar y atener a otras varas y a otras romanas. Es normal este desbarajuste doctrinario y pastoral cuando, para hacer sitio, se perpetra la creación de un obispado para una aldea donde bastaba con un curato. Y se pone al frente del invento al fraile goliardo que peor podría desempeñar una canonjía ya dudosa de por sí. La frase esa que acusa a alguien de que cada vez que habla sube el pan, pintiparada para el mentado Garzón, alude a estos incontinentes verbales que tienen la habilidad de meterse en todos los jardines, de crear con sus ocurrencias más problemas de los que con sus hechos solucionan, terreno hasta ahora no pisado por el personaje. Casi siempre hacen daño, a pesar de sus buenas intenciones, por no medir las consecuencias de lo que dicen, por no tener en cuenta ni cuándo ni dónde hablan. No es lo mismo dirigirse desde el púlpito a la entregada parroquia que a toda la cristiandad, detalle que olvida este fray Gerundio descreído y preconciliar. El problema se ve agravado en el caso que nos ocupa, sobre todo, por olvidar que, inexplicablemente dada su capacidad y merecimientos, ocupa el locuaz monaguillo un puesto en la curia que otorga un peso y un valor a sus declaraciones que amplifica y trasciende al de su persona. Igual que el Papa de Roma habla en nombre de Dios y de forma infalible, pero solo cuando lo hace ex cathedra sobre temas doctrinales, (al menos eso debe de creer él, aunque no pocos fieles hay que hoy lo dudan), un ministro siempre habla en nombre de un gobierno; y, cuando lo hace fuera de nuestras fronteras, en nombre de un país. De todo su país, nunca de su partido y menos de su persona. No cabe luego plegar velas o cerrar el tema diciendo que eran opiniones particulares, declaraciones a título personal, como avergonzado y por decir algo ha llegado a declarar algún asombrado compañero de gabinete. Se unen a los reproches varios barones socialistas, además y lógicamente de toda la derecha, que a huevo se lo ponen, pues llueve sobre mojado. No digamos los empresarios y trabajadores del sector, que solo ataques han recibido desde que se creó este organismo redundante que debería defenderlos.

Viendo en los foros locales y en otros mentideros de las redes sociales la unánime embestida de la peña contra quien ose criticar a un ministro de los suyos (aunque hoy en día ya nadie sabemos si somos de los nuestros), me resigno y entro al trapo, que si me callo me da ardor el roscón de Reyes. Estos que siguen son algunos de los argumentos que he ido publicando tras compartir las declaraciones del presidente Lambán, poniendo a caldo (de carne) al imprudente ministro. Al final, uno, meses y meses recluido en casa, simple espectador de lo que pasa y de lo que se dice, se ve acusado poco menos que de formar parte de una confabulación para atacar injustamente a determinadas familias que por fin han conseguido acceder al poder y al mando, de uno en uno o en parejas, como la Guardia Civil. La caverna, el facherío, somos los de siempre, los otros, aunque para su desgracia seamos los más. En fin, lo que para algunas momias ideológicas hemos acabado siendo. Algo así como cuando los militares acuartelados llamaban al resto del mundo 'los civiles', los que vamos de paisano. Niego la mayor. Ellos no corren estos riesgos, los que acarrea el atreverse a pensar. Ya nacieron con todo pensado por sus abuelos. Aunque hagan imprimir en sus tarjetas de visita el oficio de progresistas, la realidad es que siguen siendo y defendiendo lo mismo desde hace más de un siglo, con algunos contradictorios añadidos identitarios o neocorrectos que no han hecho más que diluir y empeorar una doctrina, dudosa de por sí, que ha recorrido el tiempo fracaso tras fracaso. Ya los castigará el Señor. O las urnas, que raramente les son propicias, a menos que logren convencer a los ciudadanos de que hay alguien aún más temible e ineficiente que ellos.

En El Español, Lambán, presidente socialista de la Diputación General de Aragón, reclamaba a Sánchez que quien ha declarado en The Guardian que en España hay macrogranjas que exportan carne de mala calidad, procedente de animales maltratados, no puede seguir un día más de ministro. No suena disparatado. España, como toda la Unión Europea, disfruta de una de las regulaciones más estrictas del mundo sobre maltrato animal y sobre la calidad y seguridad alimentaria de todo aquello que sale al mercado. Justo de lo que se supone que se ocupa su ministerio. También es de suponer que se ha esmerado en hacer cumplir esas regulaciones, es decir, en hacer su trabajo. A menos que recomiende a los ingleses evitar comer una carne de mala calidad, la que nosotros comemos, que, según sus irresponsables palabras a The Guardian, sale de nuestras granjas escapando a una vigilancia de la que él es el máximo responsable. Alucinante. A partir de ahí mis comentarios:

No es el único barón socialista que lo piensa y no se calla, cosa de mérito. Resulta poco menos que un escándalo, dado el dócil sometimiento partidario que se acostumbra. Y se exige. Hasta desde el gobierno del que forma desleal parte lo desautorizan diciendo más o menos que ese ministro va por libre, que no comparten una opinión que, desde luego, no es la del Consejo. Entonces ¿qué pinta allí? Sabemos por qué llegó a ser ministro, menos por qué sigue siéndolo. Otros, al menos, han dejado el cargo sin que les llegáramos a oír la voz. Que lo amordacen, que le pongan una mascarilla de fuerza hasta que sea consciente de que, aunque a él mismo le debe extrañar, de forma inconcebible es ministro. Mi-nis-tro. Sus declaraciones no pueden ser cometidas a título particular, no existe tal cosa. Tienen el peso que les da el cargo, no la persona que lo ejerce. Siempre tienen consecuencias, y más fuera de España. Porque él es un ministro de España, alguien que cobra por defender los intereses del país que le paga, no de la parroquia ideológica que lo impuso como cupo. Deben de estar asustados de la penosa imagen que dan (y bien que se les nota con su prietas las filas), de que la gente puede llegar a valorar y caer en la cuenta de qué ocurriría con veinte ministros como él. Y prácticamente no tienen de otros. 

De esa camada se salva la ministra Yolanda, se dice. Sí será. Su obra cumbre será la reformilla laboral, que no derogación por mucho que gesticulen, que deja en vigor el 95% de la ley de Rajoy, manifiestamente mejorable, más en una situación tan diferente de aquella en la que se aprobó. Al menos, eso del 95% es lo que dice Garamendi, tan poco dudoso de ser un extremista como risueño tras el acuerdo. Y el PP, si allí queda alguien que piensa (que no hay señales de ello), debería votarla con entusiasmo. Seguramente sea así, y resulte la mejor de entre los suyos, lo que, dado el nivel de una recelosa camarilla que se las ve venir, no es para echar cohetes. Y es tanto mejor cuanto más se diferencia y se separa de ellos. La gente lo sabe y ella también, por eso ahora les van entrando las prisas al resto de la tropa, que pocas señales dan de seguir vivos. Al menos políticamente. Pero todos los Atilas, a su paso, dejan la hierba echa unos zorros y hay sombras muy largas que favorecen poco el rebrote de pasados verdores. OTAN no, dijeron otros hace decenios. A veces está bien corregir y en aquella ocasión acertaron desdiciéndose, pero hubiera sido chistoso el intentar convencernos después de que nos habían sacado de la OTAN. Ni de que estos hoy han derogado lo que han terminado manteniendo, con algunos ligeros retoques, seguramente tan acertados como insuficientes, después de basar parte de su campaña y su discurso en la ineludible necesidad de hacer con ella lo que Publio Cornelio Escipión Emiliano Africano Menor Numantino hizo con Cartago: iban a sembrar de sal las ruinas de la ley, tras arramblar con ella. Y la peña dando palmas, antes, ahora y siempre que toquen a rebato. Como ya van cabiendo en un taxi, su censo habitual, se oyen poco, menos que los silbidos. Y eso les inquieta, les espolea, les desespera. Ven enemigos por todas partes, confabulaciones y contubernios, ataques y traiciones.

Se me dice que Garzón no dice cosas diferentes a lo que la ciencia defiende. Cierto. Pero los científicos tienen su papel, su sitio y sus foros. Los ministros, los que piensan, los que tienen en cuenta todas las variables de un problema, un rompecabezas a veces compuesto por muchas piezas de difícil conciliación, tienen como principal misión dentro del país, que es su sitio, trabajar por el bienestar, la prosperidad y la salud de sus ciudadanos, lo que a menudo los lleva a buscar un equilibrio que suele compadecerse poco con los dogmas. Fuera, su papel consiste en defender los intereses de su país. O callarse. Un ministro serio, competente, es decir mejor que este, al menos uno de verdad, intentaría legislar poco a poco para corregir lo que sea mejorable en las granjas intensivas, seguramente mucho, limitando su tamaño, imponiendo condiciones, exigiendo mejoras, pero no desacreditando sectores. Tratar de imponer hábitos es también marca de la casa, aunque es cosa que, de ser conveniente, solo se puede hacer poco a poco y educando, informando, no agrediendo al malvado ganadero, al carnívoro irresponsable ni a la chuleta venenosa. No aplaudamos lo que en otros reprochamos, que ya sé que Casado debería ser más prudente cuando se pasea por Europa. Garzón también. Callados están mejor.

Se me reprochaba por parte de algún contertulio que tal vez no había leído la entrevista entera. Pero sí. La he leído, en español y en inglés. Incluso la astracanada esa de que los varones españoles temen ver su masculinidad afectada si no comen un trozo de carne o hacen una barbacoa. La prensa le ha hecho el favor de no difundir semejante estupidez. No sé con quién se junta este señor. Fue su amigo Evo Morales el que dijo que es el pollo transgénico lo que provoca la homosexualidad. Y la calvicie y otras muchas cosas, a cual peor. Ya sé que en la entrevista Garzón no dice solo lo que algunos dicen que ha dicho, escamoteando el resto, lo que, sin ser un proceder honesto ni inusual, no la hace un bulo. Uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. 

Ni siquiera discuto el fondo del asunto, porque lleva alguna parte de razón. Si intentaran poner una macrogranja cerca de mi casa, de mi pueblo, me opondría. Mejor lejos. Pero doy un paso que el ministro no da: pensar que, lamentablemente, es necesario que las haya en algún lugar. Se señala el problema, se aportan posibles soluciones y se avisa  de sus costes. Así se actúa, otra cosa es farfolla, queja de barra de bar. Tal vez la Antártida sería buen sitio si todos las vamos alejando; tendría la solución ciertas pegas, ambientales y de logística, aunque ventajas para la refrigeración. No es menos cierto que si podemos exportar carne, mejor que tener que importarla, algo obvio salvo para los enemigos del comercio. Holanda ha apostado por ello, llevar parte de sus granjas y sus animales fuera del país, como en Las Bucólicas de Virgilio cuando Melibeo abandona su tierra al frente de su rebaño de cabras, un coste muy elevado que los holandeses parecen dispuestos a asumir y capaces de pagar. Porque hablamos de costes, si son asumibles o no. Si ese es nuestro caso, que no creo, que nos lo diga Garzón. Y no se concluya, que con estos ojitos lo he leído comentar, que Garzón solo vino a decir que es mejor un pollo de corral que uno de academia, que a tal perogrullada llegamos sin necesidad de que nos ilustre el ministro. Porque hay que reconocer que es la producción intensiva de carne, cereales y otras cosas, lo que permite que el pollo, el pan y los tomates puedan estar en todas las casas, en todas las mesas, lo que ha evitado hambrunas en gran parte del mundo. Realidad frente a utopía. Comer productos "sostenibles", ecológicos, vacas y gallinas criadas en libertad y con fondo de música de Vivaldi, es y será siempre un lujo no extensible a toda la población, un privilegio. A menos que tengas tu propia huerta, un lujo aún mayor.

Otro ministro, este alemán, un joven verde, dice que la calidad de los alimentos disponibles en el país es mediocre, además de perniciosa para el medio ambiente la forma en que se obtienen. Habría que pagar el precio ecológico de hacer las cosas de otra forma, un precio que reconoce elevado. Encuentre las innúmeras diferencias respecto al caso que nos ocupa. Primera: habla en su país, no fuera de él. Segunda: lo hace para advertir a sus ciudadanos de un mal universal, un problema que sufren, pero cuya causa no limita ni sitúa en Alemania ni endosa a sus productores. Garzón habla de la mala calidad de ‘nuestros’ productos, además de la perversidad en el trato animal por parte de ‘nuestros’ ganaderos intensivos, que no señala como general, sino algo propio de nuestro país, marca de la casa. Tercera: Sabe el verde que cría extensiva y cultivos ecológicos multiplicarían el coste y reducirían la producción. Lo sabe y lo dice, no como otros que ni una cosa ni la otra. Cuarta: en consecuencia, avisa de que evitarlo llevaría consigo un encarecimiento dramático. Habría que importar más y más caro, desde más lejos, y el transporte también, aparte de sus daños ambientales, añade sus costes a los ya desmesurados de los alimentos de artesanía, hoy al alcance solo de unas élites que echan en cara al resto su mal gusto y su irresponsabilidad. Quinto: Trata como adultos a sus ciudadanos. No señala culpables, sino problemas. Y lo que es inaudito entre nosotros: avanza que las soluciones y su coste serían algo que, impepinablemente, los ciudadanos deberían sufragar rascándose la cartera, luego no me lloréis. Sexto: Permite al ciudadano deducir que, ante esa realidad, tal vez sea inasumible lo perfecto, siendo necesario, como suele ocurrir, avanzar poco a poco hasta donde se pueda. Algunos arguyen que ambos ministros han dicho lo mismo. Necesitan un curso de exégesis. Y unos andamios para sujetarse la cara.

Vamos a los datos. Si vemos el censo de cerdos, vacas, ovejos, cabras, gallinas, pollos y demás volatería que forman la cabaña patria, resulta que, a ojo de buen cubero y sin exagerar, hay una barbaridad de animalicos. Seamos más precisos. En diciembre de 2011, de porcino había 25.635.000 cabezas. Hoy iba con prisas y no me ha dado tiempo a volverlos a contar, pero al día de la fecha debe de haber más chanchos, aunque otros, porque aquellos ya nos los hemos comido, que aquí algunos mucho hablar, seño, que yo no he sido, pero luego como lobos. Es de suponer que, además de cabezas y con escaso margen de error, también había más de cincuenta millones de jamones y otras tantas paletillas, pernil arriba, pernil abajo. Una hermosura. De vacas y asimilados, seis millones y medio, ovejas el doble y cabras casi tres mil veces mil. Pollos y gallinas, ni te cuento. Entro en cifras para permitir aquilatar la magnitud de la tragedia. Si anduvieran a sus anchas, en plan Arcadia Feliz, se convertiría el territorio nacional en una novela pastoril en la que las faunas de Salicio y Nemoroso “cuyas ovejas al cantar sabroso estaban muy atentas, los amores, de pacer olvidadas, escuchando”, retozarían ramoneando mientras los contribuyentes soplarían la flauta o el caramillo. Dehesas hay las que hay y las praderas, contaditas. O que cada uno críe en casa las reses que le toquen, salte o raje. No lo veo. O nos resignamos al tofu y a comer insectos o tenemos concentrada la fauna en sitios concretos y apartados.

 También entiendo que no conviene excederse en el consumo de ciertas cosas. Lo cierto es que no conviene hacerlo con ninguna. Sean carnes rojas o langostas, aunque hay quien muere sin catarlas, cosa que rara vez les sucede a los que de sus peligros nos advierten. Ellos ternera de Kobe, jamón cinco jotas y gambas de Palamós. Mesura, señores, mesura. Aunque dinero os sobre, no comáis mucho de estos manjares. Si no os alcanza la nómina, problema resuelto. Incluso beberse una garrafa de Solán de Cabras puede ser letal. No falta quien nos quisiera someter (a los demás, como se acostumbra en el gremio de los predicadores) al régimen de alimentación de un grillo, pero un ministro debe ponderar todas esas variables, costes y circunstancias, no puede ser ni ingenuo, ni imprudente, que se parece mucho a ser tonto. Si se pone a largar, a impartir doctrina, sabe cuáles van a ser los titulares y las consecuencias aquí y, peor aún, en el extranjero: Espantar clientes. Debería prever que el titular siempre lo ocupa lo más peregrino, chocante o disparatado que el entrevistado haya dicho y que pocos leen más. Luego Europa se desayuna con las descalificaciones del ministro español de Consumo acerca de la carne que les vendemos. Él debería haber aprendido estas y otras advertencias en el manual que supongo le dieron con la cartera. No es de extrañar que quienes, en el gobierno, en las autonomías o en las granjas, trabajan para atraer a los clientes que él se dedica a espantar se echen las manos a la cabeza, por no echárselas al cuello del bambi Garzón. Si se ha sorprendido, es que aún es más incompetente e inapropiado para el cargo de lo que pensaba. No ha entendido en qué consiste su trabajo. Si un ministro de defensa hiciera en el extranjero unas declaraciones equiparables sobre las miserias y carencias de su país en el tema a su cargo, ser ciertas sería más un agravante que una disculpa. En todos los países con fuste lo cesarían, en no pocos lo meterían en la cárcel (los suyos en Siberia) y en algunos lo ejecutarían. Si no ha entendido eso, si no queremos entenderlo, es que no sabemos cómo funciona el mundo. Garzón está claro que no ha asimilado ni ha sido capaz de entender nunca su función, sus responsabilidades ni sus obligaciones. Con ello hace más mal que bien, en mi opinión, claro está.

Decía al principio que mi intención es la de intentar levantar algo el vuelo, ir un poco más al fondo de las cosas, siempre complejas, evitar vernos enredados en inútiles diatribas a ras de tierra, o más abajo, al reclamo de las miserias, anécdotas, chismes, dimes y diretes de rebotica o de patio de vecinos en que nos tienen entretenidos, siempre a toque de corneta de las estrategias y miedos de los partidos. No merece la pena, todos acabamos pareciendo tontos, argumentando lo obvio, buscando y midiendo diferencias con pie de rey o con empeine de presidente de república, donde pocas hay. Los hay iguales y peores, hoy no hay ya de otros. El gremio al que, para nuestra desgracia, hemos permitido encumbrarse y destrozarnos el país y la vida no merece, encima, que les dediquemos nuestro tiempo, nuestros pensamientos, nuestras palabras. Nadie dice una sola propuesta positiva, ni desciende a explicitar los costes y consecuencias de sus brindis al sol, todo se hace contra alguien o contra algo, en la peor de las maneras y, como sociedad, se nos espolea para machacar a los pocos que en cualquier empresa o actividad asoman la gaita sobre la mediocridad imperante. Solo queda votarles o dejarles de votar, cosa que también solemos hacer más huyendo de unos que atraídos por otros.

 


jueves, 30 de diciembre de 2021

De mis plantas

 

  La compré muy pequeña, casi recién nacida, en un bazar, una de aquellas primeras tiendas que vendían todo a veinte duros, cien pesetas, antes de que llegaran y se impusieran las tiendas de los chinos. Las tenían en una estantería, al lado de la caja para que las vieras al salir y por cien pesetas te daban un par. Dos o tres hojillas en una maceta que cabía en la mano, como un vaso pequeño. Una no prosperó y, aunque se criaron con el mismo biberón, no llegó al destete; pero la otra siguió echando hojas, cada vez más grandes, de un tamaño y forma inesperados. Son hojas hermosas, brillantes, de un verde intenso, lobuladas, que se abren como dedos dejando muchos huecos por donde se cuela el sol a las de abajo y que les permiten, en las selvas sudamericanas de donde proceden, evitar que la lluvia o el viento las rompa por su gran tamaño, algo inevitable si no tuviese esa forma caprichosa y desparramada. Para el tamaño que tiene no bebe mucha agua, basta con empapar la tierra cada ocho o diez días en las épocas en que está más activa, y de luz tampoco es muy exigente. He buscado y es parecida a la que llaman Costilla de Adán. Como no tiene ojos, esos agujeros en la hoja de esas costillas, no se trata de una monstera. Lo dejaremos en una variedad de Philodrendron. Suele tener vivas al menos cuatro o cinco hojas en la época en que descansa y baja el ritmo, aunque ha llegado a tener más, ocho, diez, a veces doce. Se le van cayendo conforme se secan las de abajo y nacen otras nuevas constantemente, también en otoño y en invierno, aunque más en primavera y en verano. Surgen enrolladas como un canuto con forma de pirulí de papel que se va desplegando y creciendo hacia un hueco de luz. Al pasar de los años se ha ido formando un tronco, una penca leñosa como de palmera, con las cicatrices de las hojas caídas. Hace ocho o diez años le nació otra sucursal y hoy tiene un tronco y un tronquillo. También le salen unas raíces aéreas que buscan la tierra, escarban y se entierran y se ponen a chupar. Supongo. Porque no creo que anden buscando a Livingstone en la turba. Las hojas se van poniendo de acuerdo para repartirse la luz, y siempre se encaran a la ventana. Ya la tenía en la casa anterior y vino en la mudanza con las otras macetas que nos trajimos de allí. Es la única de ellas que aún vive, ya unos veinticinco años, no sé si seguirá en el reino de los vivos algún cactus que se me hizo enorme y tuve que regalar para no llenar de pinchos a los de Sánchez Soria, que la gloria se ganaron para acarrearme cinco o seis mil libros a la casa nueva. Le pagué a la empresa lo acordado, algo más porque no habían calculado bien la magnitud de la tragedia, y a los operarios les di cinco mil pesetas de propina para que comieran, repusieran fuerzas y dejaran de mirarme así. La mudanza anterior, de Alpera aquí, la hicimos nosotros a base de viajes, deslomes y lamentos, cierto es que con impagable e impagada ayuda familiar de dos beneméritos cuñados, para que luego digan. Tardamos meses y durante un año o así, tuvimos dos casas y ninguna nuestra. Otro traslado anterior, de un piso de Alpera, de los pocos que había, a un adosado abuhardillado que forré con parra virgen, con chimenea, jardín, patio y cochera que se me saltan las lágrimas al recordarlo. Se hizo en una mañana en la que sin avisar se presentó una cuadrilla de amigos y amigas con camión, garruchas y capazos y, a la hora de comer, ya estaban hasta los libros colocados en las estanterías. Eso es algo que los urbanitas no llegamos a entender. Los pueblos son otra cosa, más civilizada, humana y amigable. Se muda de casa nuestro padre y allí se las componga, si acaso ayudamos a recoger los cuadros. Volviendo a la planta, las pasó canutas cuando la maceta se le fue quedando pequeña, no sé si cuando la mudanza, asorratada por el cambio de barrio, de aires y de luces. Tenía bulbos blancos, unos nabillos tiernos y alargados como los de las cintas, dando vueltas pegados a las paredes en la poca tierra que quedaba, como queriendo encontrar una salida. Las hojas se le secaban pronto, nunca tenía más de dos o tres. Se fue quedando en un tronco pelado, torcido y absurdo. Como una piña rosigada por las ardillas. Estuve a punto de tirarla, pero al ver la maraña y la salud de esas raíces, que había puñados de ellas que parecían cerebros, lo pensé mejor. Al trasplantarla para darle una oportunidad, tras una época bastante decaída, hasta quedar como un poste, fue de nuevo echando hojas, hasta ocho o diez por temporada, incluso le nació ese hijo que ya casi es igual de grande, de forma que siempre, durante todo el año, está llena de hojas y acompañada. Nos va a enterrar a todos.

    De Cintas tengo varias macetas, unas colgando, otras no. Se llama Chlorophytum comosum, aunque leo que también hay quien las llama lazo de amor o malamadre, que cada uno cuenta la feria según le va. Debe de ser por lo lejos que coloca a los hijos. Conmigo no se portan mal y yo intento corresponder. Duran mucho, no dan guerra y echan muchos retoños, colgando de esos tallos largos que les salen cuando se encuentran a gusto. Aunque he tenido que comprar alguna cuando la que tenía iba degenerando y quedándose mustia o poco espesa, las que tengo son familia por parte de madre de las viejas. Agarran bien esos brotes y si plantara todos los que salen no cabíamos en la casa. De entre todas las que he tenido hay una especial para mí. No sé si es una degeneración, una variedad distinta que de pequeña parecía igual que las demás, o es cosa de su carácter. El caso es que en lugar de crecer lisas y tiesas hacia arriba, como corresponde y de ellas se espera, las hojas se van girando un poco, como enroscándose, se dejan caer sin llegar a levantarse mucho, se enredan entre ellas y queda una planta menos euclidiana, menos seria y previsible que las normales. La tengo también un montón de años, de forma que también fue criando una penca con las marcas de las hojas caídas, un tronco retorcido que colgaba fuera de la maceta. No se veía que su vida estaba en el aire porque la planta siempre estaba llena de hojas, sucursales, tallos en los que anidaban hijos y nietos retorcidos y enmarañados. Como eso no era vida, fue decayendo y clareando. Tuve que trasplantarla. El caso es que para meter tal cantidad de raíces y ese tronco retorcido en su nuevo domicilio, hacía falta una maceta del tamaño de una paella para veinte de buen comer. Aunque era grande la que elegí, una vez acomodadas las raíces llenas de bulbos jugosos, al intentar meter en la tierra esa penca con escoliosis, larga y retorcida como mente de político al uso, forcé la cosa demás y me quedé allí con mi troncho en la mano, roto y sin raíces. Como un gilipollas, que diría Krahe. Después de jurar en arameo tras arduas consultas en el google, planté aquello igual de esperanzado que el que planta un hueso de jamón, aunque lleno de hojas verdes y sanas aún, sabiendo que sus horas eran llegadas. Efectivamente, se secó en dos o tres días. Tantos años dando alegrías para acabar así. Me quedaba la maraña enredada de raíces y un cacho de tronco sin una puta hoja. Metí todo aquello como pude en la maceta esperando el milagro. Tanto poderío radical tenía que que pujar y asomar por alguna parte, pensé por consolarme. Me la llevé al mejor sitio, a mi sanatorio, la guardería de macetas al lado de la ventana, con buena luz y calor, regada lo justo y examinada cada diez minutos. Al cabo de bastantes días salieron unas hojitas por dos sitios distintos de aquella penca. O eran muy tímidas y les molestaban mis escrutinios, o las regué demás o yo que sé. El caso es que se secaron las jodías y quedó otra vez como un trozo de zanahoria blanca que daba pena. Hasta segar, todo es hierba.Visto el fracaso, puse sus restos mortales en la estantería de la parte cubierta del balcón, donde se amontona el vulgo forestal. Y me olvidé de ella unas semanas. Al regar las demás un día vi que, o bien por no sentirse agobiada por mis atenciones, bien porque la había ido a colocar donde vivía antes, o simplemente por joder, se había decidido por vivir y tenías varios brotes nuevos. Dos o tres. Le apliqué ese principio tantas veces olvidado en otras cosas y otros campos, la política entre ellos, de no cambiar lo que va bien, de no tocar lo que funciona. De forma que la dejé donde estaba hasta que la vi fuera de peligro, llena de hojas y empezando a enmarañarse. Y ahí sigue, otro ave fénix vegetal, la alegría de la huerta.

    Cóleos tengo muchos. Quince, he contado. En realidad, catorce son el mismo, al otro lo encontré en un vivero. Clones de un tallo que nació en una planta hermosísima en Alpera, casa de mi amigo Rafa, que me lo dio unos días que pasamos en su casa con ocasión de la presentación de su libro sobre la historia de su pueblo, y en parte el mío. Era Rafa mi mejor amigo, un hermano, y se nos murió pocas semanas después. Esa planta ya vivía bastantes años antes de que también muriera Joaqui, su mujer, otra hermana para nosotros. En fin, ya lo dejó dicho Discépolo en el tango: Fiera venganza la del tiempo, que te hace ver deshecho cuanto uno amó. Decir que así es la vida consuela poco, pero las verdades no están hechas para consolar. El caso es que cada vez que los riego, los podo, planto esquejes de ellos, cada vez que los veo, me acuerdo de ellos y de diez o doce años felices que juntos pasamos allí, cuando éramos jóvenes y las muchas veces que volvimos cuando empezamos a dejar de serlo, que a viejos ellos no llegaron. Como decía, de esa rama primigenia han salido muchas plantas. El Coleus Blumei es planta tropical, aunque le molesta el calor excesivo. Si la pones cerca del radiador, dobla. Ella sabrá. Si le da mucha luz se ponen las hojas más rojas, casi granate; más a la sombra va aclarándose, el verde es más amarillento, las manchas más rosas que rojas, un magenta traslúcido, incluso aparecen en el centro algunas zonas alimonadas, casi blancas. Como si estuvieran pintadas con acuarela, los colores se van desplegando de dentro hacia fuera, se superponen, no se sustituyen. Los bordes vuelven al verde más jugoso. El color más intenso, el del centro, además del verde, tiene parte del magenta en su composición. Si las pintas, efectivamente puedes dar esas capas sucesivas y sale el color real de estos cóleos. El caso es que siendo de una misma abuela, las nietas, biznietas y choznas, parecen cada una de su padre y de su madre, no hay dos exactamente del mismo color. La más vetusta, la abuela de la familia, la tengo colgando en una maceta grande rodeada de dos ventanas que hacen esquina y, de que me descuido, me ha tapado toda la luz, llenas de hojas unas ramas que crecen hacia arriba, hacia las ventanas, que cuelgan y se retuercen cada vez que la giro para ver la parte bonita de las hojas. Son más tercas que yo y siempre me acaban dando la espalda, que culo no parecen tener. Cuando ya cuelga un metro de frondas me armo de tijera y la podo de forma inmisericorde, cosa que las plantas casi siempre agradecen. Por no alargar la cosa, me ahorro las extrapolaciones que podrían aconsejar hacer lo mismo en otros terrenos, entes y organismos. El caso es que cada vez tengo más, y siempre digo que ya, que aunque las ponga en agua como si fueran flores frescas, no voy a plantarlas. Cuando las veo llenas de raicillas, tan tiernas, tan jóvenes, tan guapas, acabo poniéndoles un piso.



jueves, 23 de diciembre de 2021

Epístola navideña

    Ataviado con una sudadera de la Universidad de Illinois, gorra de béisbol con larga visera y zapatillas de tenis fluorescentes, el taxista mexicano acaba de recibir por Twitter la proclama de algún luminoso pensador patrio, quien sostiene que la Navidad es nociva porque no se trata de una fiesta de origen prehispánico “y es ajena a nuestra idiosincrasia”. Un avasallamiento más de los conquistadores que arramblaron con nuestros benévolos dioses, sustituyendo su culto por estas idolatrías foráneas, hoy reducidas a una orgía de consumo patrocinada y abonada por el capitalismo colonialista. Un monstruo hambriento y uniformador que impone costumbres, necesidades y celebraciones para luego sacar buena renta de nuestros inducidos excesos. El susodicho chófer, recién concienciado por las palabras del activista sobre ese desmán cultural, ve venir a un cliente cargado de bolsas de regalos y se ve obligado a reprocharle su claudicación ante los males que acaba de descubrir, vía revelación hertziana.

    El alienado cliente se defiende de los reproches del taxista evangelizador respondiendo que, como su atuendo, tampoco el taxi ni el teléfono por el que se le alecciona son prehispánicos, ni es de suponer fueran usados por los aztecas mientras cursaban improbables estudios en la mentada universidad.

    Leo lo anterior, contado con más detalle, en un artículo de prensa escrito desde México en el que también se nos relata otro episodio en un mercadillo rotulado de cooperativo y solidario, que no navideño, aunque aprovechador del rebufo consumista de estos fastos, en el que se ofrecen productos sostenibles, nada baratos pero tan naturales como los gorgojos que a menudo albergan, mermeladas orgánicas y extrañas artesanías: lámparas, tallas, tapices y otros objetos decorativos étnicos, a veces suntuarios, a veces hermosos, otras horripilantes. Justo lo que un niño desearía encontrar al abrir el paquete. Todo sea por no hacer el caldo gordo al capitalismo y a la mercantilización de las tradiciones. Añade algún otro caso similar de vacuos postureos ideológicos, devaluados por las contradicciones de los posturales. Hasta aquí el artículo, firmado por Antonio Ortuño.

    Hubo una época, no sé si mejor, en la que, sin teléfonos móviles, radios, ni otros inventos de presencia continua y absorbente, la gente tenía muchos momentos en los que se encontraba a solas con el silencio, lo que algunos aprovechaban para pensar. No es que todos llegaran en sus meditaciones a las alturas de Zubiri o de Platón, no; pero el quedarse a solas consigo mismos hacía posible que algunos consiguieran destilar algunas opiniones propias sobre esto y aquello. No cabe suponer que eso necesariamente los llevara al acierto, cosa que rara vez alcanzamos, pero al menos se equivocaban solos, sus errores eran propios y, ante cualquier mensaje u opinión ajena, entraba dentro de lo posible que tuvieran algún reparo o argumento de su cosecha que aducir. Desaparecido el silencio, con él se han perdido también las armas que ofrecía la reflexión que éste favorecía, el propio pensamiento, dejándonos abrumados e indefensos ante un mundo abarrotado de ruidos y mensajes contradictorios que embotan nuestros sentidos y enturbian nuestra razón. De esa forma abundan los que hoy alcanzan la madurez, la jubilación o la tumba sin haber dedicado en su vida cinco minutos seguidos a pensar. Es más fácil así que cualquier mensaje se dé por bueno, que, arrastrados por la corriente, las opiniones se asuman de forma ovejuna. Las ideas ya nos llegan masticadas, hasta digeridas, simples lemas avalados por una multitud, amorfa pero acogedora. Fuera de ese abrigo tribal hace mucho frío. Casi siempre vienen en colección encuadernada, que las desgracias nunca llegan solas. Los más inermes las van acomodando en la estantería, seguros y confortados por el color de sus lomos, que no desentona con los que ya tenían, no la vayamos a joder.

    Se me ocurre pensar que aquí aún somos más complicados que lo que leo en ese escrito sobre México y la Navidad, puesta allí en cuestión por algunos garcías y lópeces por no ser celebración prehispánica, sino una “novedad” impuesta y foránea. Total y además, solo llevan 500 años celebrándola. Es mucho estirar del tiempo, de la Historia, del relato y de otras cosas importantes.

    En Europa debería resultar más difícil e improbable que nosotros,  julius, claudias y carolus, romanos de centésima generación, o marías y esteres, joseses, isaacs o jesuses, es decir, judíos culturales de enésima, comprásemos algunos de esos argumentos, a menos que se caiga en el autorrechazo o el olvido, que no poco de eso hay. De forma que se buscan otras razones para tropezar en lo mismo, pero peor. España, como parte de la civilización occidental por Geografía y por Historia, cuya base es cristiana, no escapa de ver asomar las mismas orejas con reproches y lamentos comunes, junto a algunos más locales. Aún quedan comecuras y enemigos del comercio, de los de Escohotado y de otros. Los hay que todavía no han asimilado la batalla de Lepanto, la toma de Granada, ni siquiera el decreto del 380 del emperador Teodosio. Si no llega a ser por este último, tal vez nuestra cultura derivaría del culto a Mitra, igual que si no hubiese sido por Lepanto y por el batallar de los reinos cristianos peninsulares de la edad Media, gran parte de Europa vestiría chilaba, por quedarnos en el mal menor. Somos hijos del pasado, cada uno del suyo. Ingratos y olvidadizos, pero hijos; a veces desabridos y descastados que, aún instalados con comodidad en la casa solariega y malbaratado el legado recibido, no pocos pretenden al cabo rechazar una herencia en la que no ven más que deudas. Quejosos de la raspa de un pez del que no dejaron ni dejan de comer sus mollas.

    Entre los argumentos en contra de llamar Navidad a estas fiestas, lo que no impide cobrar la paga extra solsticial, echarse un puente y cebarse a turrones, están tanto su original (aunque debilitado) carácter religioso —¡vade retro! —, como el evidente aprovechamiento comercial común en cualquier otra celebración. Lo que entraría dentro del terreno de lo milagroso es que existiera algo en nuestra sociedad de lo que no se intentara sacar provecho, pues hasta los revolucionarios se han desafilado mucho los dientes y venden hoy sudaderas, camisetas y gorras con sus marcas, lemas y proclamas. Se han dado casos en que su franquicia ha triunfado, que hay mucho mercado para la revolución entre los que han tenido la suerte de no vivir ninguna. El revolucionario es amante de los uniformes —textiles y mentales—, lo que, si cuaja, les permite sacar a bolsa la empresa y forrarse, causando de paso baja en la causa antisistema que inspiró los mensajes de sus exitosos productos.

    Un amigo de la tertulia virtual —que no virtuosa— de facebook se declara mitraico, que no equinoccial. Una medida muy prudente. No esperaba menos de él. Como aquello de Aceros de Llodio. Igual me hago, fíjate tú. A mi escaso juicio y puestos a adorar, el sol es una de las cosas más razonables a las que ha adorado la humanidad. No creó la vida, pero la hace posible, la mantiene. Bien por las Saturnales, que también vienen al caso y al momento. Al menos no dejemos de celebrar que existen el sol, el mar, el fuego, los pájaros y los árboles y, quien en ello crea, de agradecerlo a quien los trujo. Incluso las cepas y sus derivados, que lo de Baco no era moco de pavo. Como se ve, dentro de mi descreimiento casi infinito de todo lo humano y lo divino, soy más de animismos y panteísmos. Lo que es cierto es que esto es un sindiós y casi nada amanece por donde debe.

    En el carácter sagrado, ya desde antiguo, de estas fechas y estos cultos, solares en su origen, está claro el reciclaje por parte de pueblos y religiones distintas, a veces sucesivas, de mitos y creencias asociados de forma eterna, invariable y ubicua a una vida humana siempre condicionada por los ciclos naturales del sol, la luna, las estaciones, las cosechas, con ritos propiciatorios o de agradecimiento, mucho más antiguos que las religiones conocidas, pasadas o actuales. Y también es eterno que donde se reúne mucha gente, por celebración religiosa o profana, hay tenderetes, hay comercio, hay compras, ventas, ofrendas y regalos. Estos son los actuales sacrificios, y cierto es que en ellos y a toque de corneta quemamos un dinero, que a veces no tenemos, para hacer una ofrenda, regalando tanto lo que les gusta o necesitan como lo que no a personas queridas o cercanas; incluso convenientes mini sobornos a otras menos queridas, abonando el terreno que se quiere cosechar. Poderoso caballero, ahora y siempre. Bastaría con cerrar la boca golosa y tirar la tarjeta de crédito a un pozo, para así no comer ni gastar demás. Desconectar de paso el teléfono para evitar recibir ni enviar molestísimas felicitaciones, quien de ellas se queja.

    De entender todo lo anterior, admitiendo como cierto y lamentable el envilecimiento y mercantilización de todo lo espiritual, a seguir la consigna de desear felices fiestas para evitar decir Feliz Navidad va un trecho postural y neocorrecto que no voy a recorrer. Es desvarío que se nos recomienda cometer desde algunas instituciones europeas, despropósito que encuentra el terreno abonado en la dogmática confusión de algunos nacionales, que creyentes de las nuevas religiones laicas, descreídos de todas, desraizados, autoodiantes, mansos o desocupados hay en todos sitios. Lo que se pide es renunciar, se sea o no creyente, a un elemento básico y generador de nuestra civilización. Conclusión, dicho sea en términos científicos: no voy a hacer ni puto caso. Como a tantas otras cosas de la liquidez (o liquidación) actual. Y no me refiero a la económica, bastante escasa, al menos por mis partes. Hemos llegado a un punto en el que se nos quiere convencer de que las únicas costumbres, creencias, efemérides y celebraciones que, en aras del respeto y convivencia entre las distintas culturas, debemos evitar y proscribir, son las propias de la nuestra. Cero votos la moción.

    ¡Feliz Navidad!, pues. Y un abrazo.


jueves, 2 de diciembre de 2021

Epístola harta


Aquí tomando el último café y esparciendo las prendas de mi amor (de uno de mis amores) sobre la mesa, a ver si se me ocurre algo después de leer que Serrat inicia su última gira, tal vez lo más serio que he leído hoy en las noticias. Me niego a seguir intentando razonar (menos argumentar y debatir) sobre locuras como que se ponen en riesgo los presupuestos porque una banda de orates pretende que NETFLIX (una empresa privada y foránea, cuyos directivos seguramente ni saben dónde está España) doble al catalán el 6% de su producción, mientras otra parte de la peña aporta a nuestro bienestar la cuestión de si juzgamos ya al general Mola. O mejor todavía a Franco, que no hago otra cosa que pensar en ti. Y no se me ocurre nada bueno. Podían pedir que Apple quite la ñ de los teclados del principado, ya puestos, y que se deroguen el Fuero Juzgo y las Partidas, que ya es hora. Declarar un abuso, pedir perdón a los Omeyas y revertir la Toma de Granada, o desdescubrir América, por ahora no se le ha ocurrido a casi nadie.
Cuando lean estos alucinamientos por ahí fuera, si es que ya queda en esos mundos algún desocupado que nos preste atención, se harán cruces, se pellizcarán para creerlo. ¡Qué país más maravilloso en el que hay quien entiende que esos y otros desvaríos por el estilo están entre sus principales problemas! Somos un país de interés turístico. Creemos que vienen a las playas, a los museos y a comer y beber, que también, pero principalmente acuden a hacernos fotos, a ver con asombro qué clase de personas habitan un país así. Perplejos de que aun con políticos tan inútiles como belicosos y sectarios siga existiendo, de que alumbren las farolas, salga agua de los grifos, se coma y se beba tan bien y se paguen las nóminas.
Cuando yo era joven se hablaba del milagro alemán. Nada que ver con nosotros; nuestro milagro es mayor, inmenso, inexplicable. Hemos sobrevivido a algunas de las peores gobernanzas de la Historia, sin salvar a un pueblo que ha optado en no pocas disyuntivas por la peor de las opciones, aunque llevamos unos lustros que vamos a dejar en mantillas a Fernando VII, a las guerras carlistas y a Nerón. Hay una oposición, (varias), a la penosa altura del gobierno (incluso dentro de él) y de sus apoyos, chulos y muletas, lo que convierte el panorama político en un esperpento, una función teatral, en la que se nos dice que se legisla tal o cual cosa, pero que no cunda el pánico, que es para no hacer ni puto caso de la norma, que queda solo como ornato del BOE y por poder decir algo para salvar cada uno la cara ante su peña, mientras la foto del acuerdo, sin que se la partan. Un sindiós.
En fin. Despliego mis Daniel Smith, mis brochas y mis papeles. Un refugio, un placer, una evasión. Pruebo, mezclo, anoto, hago alguna acuarela a ver si sale lo que espero, pongo a Bach y a Serrat de fondo, espero la hora del martini y luego a seguir con las obras completas de Rafael Barrett, mi última adquisición.
El teatro político, que no para, función continua de despropósitos en el Callejón del Gato, sigue lejos, colgao de las alturas. Luego los que se hacen cruces son ellos cuando el recuento. ¿Cómo votarán esto o lo otro? —se preguntan liderzuelos y guruses. Hacéoslo mirar, pero pronto, que la cosa no da más de sí. Ni de fa sostenido.