domingo, 28 de junio de 2020

Encíclica "Perversi difficile corriguntur"


   “Perversi difficile corriguntur et stultorum infinitus est numerus”, tradujo san Jerónimo de Estridón en el siglo V cuando trasladó la Biblia al latín desde su versión hebrea por orden de Dámaso I. El papa, no el torero ni el académico. No era exactamente eso lo que decía el Eclesiastés, que en su literalidad afirmaba que lo torcido no se puede enderezar y lo que falta no puede contarse. No está mal. La soberbia intelectual propia del oficio le llevó a no limitarse a intentar escribir como Dios, sino a pretender hacerlo mejor. Tamaña inmodestia no le impidió llegar a santo y, en su disculpa, hay que reconocer que decir que “los perversos difícilmente se enmiendan y que el número de los tontos es infinito” mejora el original, aunque se quede corto en su cálculo acerca del número de los tontos y pierda sonoridad en nuestro idioma, una degeneración más del latín. No tengo ni tiempo ni forma de contar los habitantes del planeta en el siglo V, y menos en los tiempos bíblicos, pero hablamos de unos pocos cientos de millones de individuos. Suponiendo que todos ellos fueran tontos, y muchas muestras han dejado de no serlo más que nosotros y algunas de que lo eran menos, aun así la masa total de estupidez sería también infinitamente menor que la que, por todos los indicios, alcanza en la actualidad.

    Muchos libros se han escrito intentando describirla con intención de evitarla, y a pesar de su abundancia y grosor no consiguen agotar el tema, al paso que fracasan en su intención. Menos lo hará este escrito, tanto por falta de espacio y de capacidad del analista, como por la inmensidad del objeto que se estudia.  

    Empecemos por lo obvio: la estupidez es virtud compatible con cualquier naturaleza, carácter, ocupación, doctrina o ideología. Es más, podríamos llegar a pensar que es condición imprescindible para la difusión de no pocas, y parte no despreciable en el contenido y origen de otras. Este desarreglo, que más podríamos llamar irracionalidad, pues así parece que nos ofende menos, es sustancia que abona y estimula la degeneración de cualquier idea, concepto o plan, un factor que multiplica los potenciales desenfoques y efectos perversos de todos ellos. Si en origen una idea no es mala ni cabría esperar de su aplicación consecuencias perniciosas, la imbecilidad acaba encontrando el camino y la manera de conseguirlas. En realidad, usamos este vocablo de tan amplio espectro por comodidad, aunque sus variadísimas formas de manifestarse podrían ser catalogadas con más tino hablando, según los casos, de distintas mezclas y combinaciones de ignorancia, falta de inteligencia, pereza, desapego hacia la realidad, debilidad mental, superstición, prejuicio, dogmatismo y otras virtudes en proporción variable. Unida a la maldad es algo sobrecogedor.

    Es cierto, la más noble de las ideas puede convertirse en aberrante cuando es interpretada o aplicada por la mente de un imbécil. Ya Cipolla nos ilustró acerca de cómo la estupidez puede ser —y de hecho es—, más peligrosa y nociva que la mera maldad, pues lleva a los más tontos a dañar a todos, incluso a sí mismos, sin alcanzar ningún beneficio personal, y menos ajeno. El que es simplemente malvado tiene ciertos límites pues, siendo capaz de anticipar las consecuencias de sus acciones, puede pisar el freno y detenerse a tiempo, antes de la catástrofe. La estupidez no tiene límites, frenos ni barreras; no ve los barrancos ni les teme; afecta tanto a individuos como a sociedades enteras y la Historia está llena de tragedias que desavisados estudiosos intentaron achacar a posteriori a otras causas más complejas e improbables, pues una de sus muchas manifestaciones es precisamente la de hacernos incapaces de verla como uno de los motores ubicuos y eternos de la andadura y de los fracasos de nuestra especie.

    La estupidez compartida, algo pegajoso que embadurna y atrapa con viscosidad de planta carnívora, es ingrediente que aparece en el origen de muchas de las realizaciones más desafortunadas, crueles e irracionales de la aventura humana, que hoy nos parecen absurdas, aunque no estemos demasiado lejos de reeditar algunas de ellas. Eterna y ubicua ha sido la irracionalidad estúpida, siempre en tensión con la inteligencia, que a veces consigue compensarla y muchas otras no. Se entra en terreno peligroso precisamente cuando la inteligencia y la discrepancia empiezan a molestar, cosa que hoy comienza a ocurrir. Sin referirse de forma expresa a esta variable, aunque sí a sus manifestaciones, Gibbon y Spengler, entre otros muchos, estudiaron y describieron sus efectos en la decadencia de algunas civilizaciones. Otros han rastreado su trayectoria y sus consecuencias, a veces trágicas, centrándose en el campo militar o en el académico, en la religión o en la ciencia, en la industria o en las artes. Hay tajo. No existe terreno o actividad en la que la estupidez no haya demostrado ser pieza relevante y actor principal. Lleno está el mundo de batallas perdidas, objetos inútiles y absurdos, costumbres y leyes inexplicables, países riquísimos arruinados, vergeles convertidos en desiertos, edificios desplomados, civilizaciones fracasadas y desaparecidas, doctrinas descabelladas o gestiones criminales defendidas por una amplísima y exquisita feligresía que ve como asumible en aras de la causa la lejana y ajena multitud de muertos de hambre rodeados de abundancia, similar a la que mantiene  bullendo en museos y bibliotecas no pocos libros y obras que quisieron pasar por arte, y así hasta completar una lista inmensa de despropósitos cuya exuberancia nos muestra a la estupidez en todo su esplendor. Sin duda, ha sido y es uno de los motores de la Historia.

    Como los vampiros, la estupidez no se refleja en los espejos, por eso tal vez siempre nos parece ajena. Aunque nadie estamos a salvo de ella, no resulta fatalmente perniciosa cuando es esporádica, si no, pocos quedarían vivos. Pero cuando se apodera de alguien ya no hay arreglo, es oficio que se ejerce 24 horas al día y es tanto más perjudicial cuanto más alto llega quien la padece. Hay muchas variedades, grados y campos de aplicación, y todos tenemos por qué callar. Cuando es tenue y solitaria puede pasar desapercibida, incluso pueden quedar desactivados algunos de sus peligros si se dirige a temas o actividades inocuas. Uno puede dedicar su vida a construir catedrales góticas a escala 1:1 con mondadientes, a criar anacondas en el piso o a cualquiera de esas actividades o conductas extremas que te pudieran hacer acreedor al premio Darwin, en reconocimiento de tu aportación a la mejora de la especie por el simple expediente de hacerse desaparecer sin descendencia. Mientras todo ello se sufra en silencio y en soledad, la cosa no va más allá. La sociedad actual puede permitirse esos lujos.

    Lo peor es cuando la estupidez se agremia, se arrebaña, se aúna en una causa común que destile y condense la suma de las estupideces individuales. Las ovejas, aunque sea poco, deben ser más tontas que el pastor, pues de otra forma se hacen librepensadoras y se desmandan. Eso nos lleva a otro de los principios que ni Erasmo, ni Musil, ni Paul Tabori, ni siquiera Murphy o Lawrence J. Peter ni otros estudiosos del tema, han llegado a concretar, hasta donde yo sé. Luego le buscaré un nombre al axioma; por lo pronto podríamos enunciarlo diciendo que para mantener vivas y unidas ciertas organizaciones es necesario que los seguidores sean más estúpidos que el líder, si cabe.

    A veces lo tienen difícil, pues el listón está alto, pero hay gente para todo, incluso los hay capaces de intentar aparentar mayor estulticia de la que les adorna. Así vemos que a menudo en la política actual, un mal sucedáneo, ocurre como en el salto con pértiga, que, aunque parezca imposible, siempre hay quien se las ingenia para saltar un centímetro más, hacia afuera del tiesto, como se acostumbra en el gremio. Estos avances son vertiginosos, de un día para otro, mientras que en el deporte se tarda muchos años, pues es cosa que requiere mucho esfuerzo y dedicación, mucho entrenamiento y estudio. El siglo pasado el listón en pértiga estaba cerca de los seis metros. Veinte años después se ha elevado unos veinte centímetros, a centímetro por año. La estadística nos indica que dentro de cinco siglos el listón se colocará a más de once metros de alto. Ya se buscarán las mañas, recurriendo a nuevas fibras para la vara o a la cirugía, incluso a la incrustación de proteínas o aminoácidos de pulga o de canguro en el ADN del saltante, pero todo apunta a esas elevaciones de listón. En política las previsiones no son tan optimistas ni la cirugía ofrece solución.

    La estupidez es más elástica que la pértiga, se estira y se estira, se dobla, se comba y se cimbrea, pero pocas veces se rompe. Cuando lo hace cambiamos de era, pues si ha alcanzado un tamaño ingente, una masa crítica ya incontrolable, su rotura produce efectos devastadores, en forma de revoluciones, genocidios o totalitarismos, episodios catastróficos siempre dirigidos por un demente, pero imposibles sin el soporte y aliento cómplice de la masa sometida. Por eso apuntaba al principio a la irracionalidad adobada por otros desarreglos como origen de estos disparates, pues hablar de estupidez banaliza sus formas extremas, las hace algo más cercano y casi asumible.

    Ese afán de superación, de ir más allá está presente en el deporte, competitivo por esencia, pero no debe extrañarnos que ninguna otra actividad se libre de entrar en retos y competiciones. Ni san Jerónimo pudo evitarlo. Citius, Altius, fortius… stultior. Aunque muchos campos, oficios e industrias han quedado fuera de ese eterno estiramiento hacia lo que, si no mejor, al menos es más gordo, más aparatoso o más descomunal, como buenos darwinistas, nos mantenemos en la ingenuidad de pensar que todo tiende a mejorar, a crecer, a perfeccionarse. Esa idea acerca del progreso que nos encandila y no pocas veces nos confunde, en sus últimas consecuencias, nos llevaría a pensar que ocurre igual con cosas que dejamos fuera de la ecuación. Por ejemplo, deberíamos sospechar que la estupidez crece, se desarrolla y se propaga con la misma rapidez y eficacia que otros avances, como la rueda, la enología o la altura de los edificios. Es de suponer, pues, que la estupidez ha avanzado con el paso de los siglos, se ha hecho mayor, ha colonizado terrenos hasta ahora vírgenes. Incluso que, como tantas otras cosas, ha visto acelerado su ritmo de crecimiento. No sé si esta visión tan pesimista es sostenible, pues mirando al pasado encontramos en lo tocante a irracionalidad algunas realizaciones aparentemente insuperables. Podemos llegar a la tranquilizadora conclusión de que, de forma generalizada, aún no hemos conseguido ser todos más tontos que nuestros antepasados, aunque estamos en ello. Por supuesto, no caigo en el error de cotejar individualidades. Si me comparo con Platón o con Bach, con las pintoras del paleolítico o con Leonardo da Vinci, dejo a nuestra época a la altura del betún. Si me compulso con un pastor de las estepas de hace dos mil años, de los hunos por ejemplo, en algunos aspectos pudiéramos llegar a pensar que algo hemos mejorado.

    Pero si en el pasado, en cualquier época, podemos ver despuntar cumbres de esporádica genialidad sobre la llanura de una masa desentendida, informe e irracional, hoy vemos paisaje semejante todos los días. Y lo sufrimos. Democracia, igualdad, paz, justicia, ecologismo, tolerancia… Cualquiera de esas ideas y valores, indudablemente benéficos, pasados por el filtro de una estupidez que los vacía de contenido, se pueden tornar perniciosos. Muchos son los ahuyentados cuando ven la igualdad que evitaría discriminaciones usada para crear nuevas desigualdades, la libertad censurada y limitada por libertarios, la paz defendida a hostias o la tolerancia acaparada y racionada por los intolerantes. Una defensa torpe y cerril, a menudo impostada y basada en argumentos equivocados, incluso de mentiras y errores que se sabe que lo son, pero que se esgrimen por hacer gordo el caldo de la causa, pueden llegar a hacer dudoso lo indudable, puesto en duda precisamente por llegarnos de bocas que usan lo falso para defender lo cierto, lo turbio para mostrar lo claro y lo ridículo para predicar lo serio. A menudo esta forma elemental y necia de actuar, perjudica seriamente aquello que tan mal se defiende, pues la oquedad de las mentes, la falsía, y la palmaria estupidez de los orates hacen que se cuestione hasta la ley de la gravedad si se explica como efecto de la acción de alienígenas.

    Buscando en las leyes de Murphy tampoco he encontrado descrito ni nombrado un axioma que existe y es el que podríamos enunciar diciendo que no hay teoría ni idea, por disparatada que llegue a ser, que no sea capaz de recabar defensores, a veces hasta el fanatismo. Cualquier propuesta, sea el terraplanismo, la oposición a las vacunas o la fe inquebrantable en la bondad humana, siempre encuentra clientes, pues hay millones de semovientes que se acogen a las doctrinas con la fe del carbonero, que no necesita ni pruebas ni el soporte de la realidad. Abundan gurús de blancas sayas y luengas barbas que se bajan del Rolls para ser jaleados y adorados por una multitud de sectarios famélicos a los que se les ha adoctrinado acerca de lo conveniente de vivir en la pobreza, cediendo rentas y patrimonios al líder y su cuadrilla, cuya altura de miras y santidad les hacen inmunes a la perniciosa influencia que la riqueza, sin duda, ejerce en el común de los fieles. Sin túnicas ni turbante, pero con semejante proceder y discurso, vemos a muchos profetas alcanzar altas magistraturas en países que nos tenemos por civilizados. Aupados por nuestros votos.

    Por lo pronto, la estupidez sideral de algunos defensores de causas nobles ahuyenta de ellas a las personas que conservan algo de sentido común y de capacidad crítica, hoy ovejas negras, o cosas peores. De esa forma, muchas causas no prosperan, no se generalizan, más por la perniciosa influencia de sus defensores que por los argumentos y oposición de los detractores. Gran parte de la dudosa razón que algunos tienen es la que se han agenciado recolectando parte de la que han  perdido los otros. La razón para el que barre, pues a menudo la poca que uno tiene la ha encontrado escarbando en el cubo de la basura del contrario. Por eso gran parte de las argumentaciones y reproches que escuchamos son de carácter negativo, basados en el rechazo más que en la propuesta. Cuando no se tienen ideas, o las que se tienen no se sostienen solas, es más fácil intentar apuntalarlas con los errores ajenos que basarlas en argumentaciones y propuestas propias, que llegan a ser prescindibles. Se recaban apoyos para la víbora blandiendo el espantajo de la ponzoña del alacrán. Aplicando las leyes de la economía del esfuerzo, como es más fácil, es más frecuente la critica que la propuesta. Si es mucho más sencillo, como ocurre en la mayoría de los casos, no es necesario hacer aportaciones positivas, planes ni propuestas con fuste, pues se alcanza el poder simplemente desnudando al contrario. Aunque el vencedor ande en carnes. Si uno es capaz de dirigir la atención hacia la estupidez y los errores del enemigo, ambos estadísticamente probables y acreditados con frecuencia, no es necesario contraponer inteligencia ni bondad propias, a menudo escasas y a veces ausentes.

jueves, 18 de junio de 2020

Epístola del cuñao

    Una de las figuras que abundan en la confusa y desnortada situación actual, río revuelto en el que intentan pescar legales y furtivos, capuletos y montescos, es el personajillo que la sabiduría popular ha dado en llamar “cuñao”. En realidad no es un actor nuevo. Siempre ha habido sujetos a los que su ignorancia acerca de casi todo les lleva a considerarse capacitados para opinar sobre cualquier cosa, persona u ocupación. De epidemias o de economía, de política o de música, de arte o de ciencia, de todo lo divino y de lo humano tienen algo que decir. Algunos incluso llegan a escribir libros, algo admisible si fueran de ficción, que es su terreno. Todólogos podríamos llamarles con mayor precisión, aunque perdiendo el gracejo y la chispa de las sabias creaciones anónimas que el pueblo hace suyas. Es un síndrome estudiado, un trastorno que se conoce como efecto Dunning-Kruger, que brevemente podríamos resumir diciendo que cuanto más incompetente es una persona más difícil le resulta ser consciente de su propia incompetencia. Da lugar a una desmesurada autoestima poco acorde con la capacidad real y los merecimientos del afectado por este desarreglo mental.

    No es la ignorancia, por grande que llegue a ser, condición suficiente para sentar plaza como cuñao. Para que el común llegue a considerar a un opinador sin fuste como pariente se necesitan otras cualidades y características, aunque todas ellas fáciles de desarrollar con poco esfuerzo. Un cuñao como Dios manda necesita alcanzar cierto nivel de estupidez y de ignorancia engreída, suficientes como para dar el siguiente y definitivo paso: conseguir ser ridículo.  No hay que confundirlo con el verdadero crítico, pues entre ellos los hay nobles y con fundamento.

    Es cierto que el gremio de los críticos suele acoger mucho frustrado y no es raro que entre ellos abunden los que se apuntan a los beneficios de encaramarse a una torrecilla mal cimentada para desde allí desollar impunemente a los que crean, interpretan o desarrollan aceptablemente una actividad que el mal crítico intentó ejercer con resultados mediocres. El conocimiento, a veces somero, del tema y de sus dificultades, unido a que el crítico no tiene por qué ser totalmente estúpido, ni suele serlo, le lleva a tomar la prudente decisión de limitarse a juzgar sólo aquello de lo que entiende, aunque él, de antemano, se considere incapaz de hacerlo de forma medianamente aceptable. Incluso puede dar cabida a cierta benevolencia sólo enturbiada por la envidia. Ya Les Luthiers decían de Johann Sebastian Mastropiero que, consciente de su incapacidad creativa, decidió dedicarse a la crítica musical.

    Sí, el oficio de crítico siempre tiene un fondo de frustración, de fracaso. Los mejores de ellos, los más sabios y decentes, llegan a reconocerlo. Steiner, brillantísimo crítico, pensador centrado en las generalidades, la más rara y difícil de las especializaciones, recientemente fallecido para desgracia de la alta cultura, dijo que sólo se reprochaba no haber tenido el valor de enfrentarse a la literatura “creativa”, no haberse atrevido a escribir los libros que quisiera haber escrito. Nos lo cuenta Nuccio Ordine, que publicó como entrevista póstuma el resumen de una conversación mantenida con Steiner durante décadas. Este crítico genial jamás se atrevió a compararse con los escritores a los que interpretaba, a pesar de ser superior a muchos de ellos. También dijo Steiner que se sintió como si le hubieran dado un premio Nobel cuando leyó que Gershom Scholem opinaba de él que no era demasiado estúpido. En eso también se diferenció de muchos otros a los que su propia estulticia siempre les parece poca y dedican sus vidas a acrecentarla y a hacerla pública.

    Como se ve, no echamos mano de Steiner, cuya reciente muerte hemos llorado, como ejemplo de las miserias del crítico. Es una de las cumbres del oficio de interpretar, y llamarle crítico literario o cultural es empobrecer su aportación filosófica, su ayuda impagable para entender la vida, la Historia y la humanidad a través de los libros. De estos escasos guías cimeros para abajo hay un largo camino cada vez más mediocre y estéril. Va desde los críticos honestos e independientes hasta llegar al empleado que redacta al dictado reseñas de libros o estrenos de teatro, música o cualquier arte o actividad que raramente llega a entender. Ni lo necesita pues, como decimos, sus juicios y valoraciones son de carácter comercial, de encargo sometido a intereses ajenos.

    El cuñao vuela más bajo aunque va más allá. Es abundante y ubicuo.  Todo lo abarca alguna de sus variedades, pues no hay tema que escape a su escrutinio y no hay nada ni nadie que se libre de sus vanos consejos y juicios. En realidad, no es el cuñao un crítico, ni en la peor de sus variantes, la de creador o intérprete frustrado, pues ni a ello alcanza. Este ser hueco y venenosillo opina de todo con esa desenvoltura y ligereza que consiente la ignorancia. Suele ser un voceras que siempre cree llevar razón, una razón que no necesita de argumentos pues, aunque opina de oído, cree que su sola opinión basta. Esta variedad va de lo inofensivo, aunque molesto y cansino, hasta lo pernicioso, pues siempre encuentra calor en los más tontos. Pero a ambos se les ve venir, lo que limita su peligrosidad.

    Hablamos ya de otra cosa más grave cuando un semoviente, además de voceras, es un vocero, un portavoz, en cuyo caso ni siquiera necesita creer que lleva razón, pues está al servicio de alguien o de algo, persigue una liebre de la que espera sacar alguna molla en el reparto, aunque casi siempre ha de contentarse con las sobras. Este tipo, que trasciende al verdadero y casi inocuo cuñao, ya es más ruin y despreciable, aunque todo admite mejoras. No tiene demasiados límites ni frenos, pues no se suele detener ante el insulto o la descalificación gratuita. La verdad le resultaría un estorbo si necesitara ser escrupuloso con datos, hechos y realidades. No es su caso.

    Llegamos así al último en decencia, el vocero politizado, ponzoñosa subespecie de cuñao, a veces semiprofesionalizado, otras freelance, que en casos extremos roza lo criminal, superando en peligro y maldad a todo lo anterior. Aspirante a político, sin atreverse a serlo, su labor mercenaria ya no es esporádica, espontánea ni ocasional, su pecado no es picar aquí y allá opinando de lo que no sabe. Su cuñadismo es sistemático, sabe que es un oficio del que se puede llegar a vivir y ello intenta; responde a un guion y se dirige a un público concreto, los creyentes de los que espera sustentarse, un grupo compacto que recibe con calor sus mensajes, justo lo que desean escuchar. Habla a la parroquia, pero siempre se mantiene atento a la mirada del obispo, cuya satisfacción es promesa de futuras recompensas y ascensos. Aspirando a medrar arropado por el grupo al que sirve, resulta ser crítico poco acostumbrado a recibir críticas, incapaz de asumirlas, siempre amparado por la unánime ortodoxia de la feligresía. Tiene garantizados los aplausos, lo que le confunde y le engaña acerca del valor real de sus opiniones, que no sobreviven en campo abierto. Cuando se le cuestiona se sorprende, le sube la tensión, lo que aumenta su agresividad y le lleva a agarrarse con más fuerza a su argumentario, a su catecismo.

    Su audiencia habitual, su caladero, viene a ser una ideofactoría donde se reparte un pienso al gusto de peces desbravados, mansos, de domesticada militancia, poco hechos a mares abiertos, a nadar por libre. Es fácil recuperar la tendencia de la especie, —que solo se supera pensando— a vivir y moverse formando apretados cardúmenes que, como un solo organismo, siguen al primero de la fila de forma automática, sin necesitad de conocer ni la ruta ni el destino, dando inesperados giros y revueltas, pues el primero a veces tampoco sabe hacia dónde va. Se trata de moverse por moverse, mejor cuanto más rápido, que la lentitud y la calma pueden dar lugar a que los individuos se hagan preguntas incómodas. Pueden vivir sin saber que sus movimientos acaban respondiendo a los deseos y rutas de un timón lejano.

    A veces este tipo de vocero consigue pescar a algún incauto, atraerlo al rebaño durante un rato o ya para siempre. Su única aportación positiva es que nos permite a veces conocer un poco mejor a algunos farsantes, especímenes que considerábamos peces semisalvajes, aún capaces de nadar en aguas bravas, de los que se alimentan de sus propias capturas, y que ahora vemos del brazo del vocero, haciendo el papelón de un feligrés más, que comparte sus opiniones y sus consignas, mostrándonos que también eran de piscifactoría y que ya se alimentan del mismo pienso.

lunes, 25 de mayo de 2020

Epístola eclesiástica

Últimamente Pablo Iglesias ha bajado las revoluciones de su disco de vinilo. Así su voz, a menudo chillona, hecha al mitin y a la apresurada arenga frente a las tropas prestas para asaltar los cielos, se torna grave, pausada... y falsa. Incluso a veces, sin los agudos fruncimientos habituales de sus cejas, ya que un buen predicador debe de estar siempre enfadado, desde el púlpito muestra en la mano un pequeño misal constitucional mientras imparte doctrina. Nos sorprendía ese nuevo tono al principio del cambio, súbitamente acaecido cuando profesó los votos ministeriales, un compromiso prometido con reservas que le promovía a vicepresidente del gobierno de un país cuyo nombre le da asco pronunciar y cuya bandera le da repelús, según nos contaba antes de que de forma milagrosa se le apareciera Nuestra Señora de los Pactos. Votos menores. Antes estábamos hechos a que despachara sus peroratas en un tono exaltado y pajarero, facturando sus soflamas cuarteleras con un registro de contratenor y a esa velocidad que permite la repetición de la lección aprendida, del dogma inmutable, de la letanía que sale de la boca de un oficiante que no necesita pensar, sólo repetir machaconamente el artículo del catecismo que toque enseñar a la parroquia. Un estilo de oratoria vertiginosa, verborreica, que ha inculcado a todos los suyos. Y las suyas.

 Todos hemos asistido a algún funeral o a otra ceremonia religiosa o civil en la que el oficiante expide su homilía o declama su alocución en un tono funcionarial y desentendido, desganado por rutinario, soportado con incomodidad y rechazo por unos asistentes para los que la situación que da pie a la prédica es nueva, personal, imprevista y a veces trágica. Hoy acude a menudo este obispo gubernamental a la misa de pontifical en diócesis ajena, tenida por propia, quitando una y otra vez la palabra al ordinario, que aprieta mandíbulas y espera tiempo y ocasión de poder desterrar a este fray Gerundio levantisco a un curato lejano. Esta curia, sólo unida por la necesidad y la conveniencia, que no por el dogma, ya huele a cisma desde su primer conciliábulo, pues en un consistorio cardenalicio no cabe más que un papa. Uno de los dos, o ambos si ninguno de ellos afloja el abrazo del oso, acabará en Avignon o en Peñíscola, sin avenencia y sin futuro. Espero que no arramblen con el nuestro.

 Sus sufridos alumnos de la universidad ya conocerían bien ambos registros del personaje, de actor más que de docente. Toda su vida pública es representación; pero teatral no política. Desafortunadamente para él, como para muchos de los suyos, queda una incómoda y surtida colección de vídeos, declaraciones y entrevistas en la que nos muestra de forma cristalina qué es lo que verdaderamente piensa y siente, siempre opuesto a lo que ahora dice y hace. Sus comportamientos de hoy nos sugieren que, si el libreto anterior era sincero, toda su obra actual es fingida. Ha ido contradiciendo y malbaratando con sus hechos todas y cada una de las virtudes que con su talante inquisitorial exigía a los demás; ha caído en todas las trampas que había colocado para sus enemigos, miembros de una casta que combatía y desacreditaba hasta que pudo instalarse y pasar a formar confortablemente parte de ella. Le protegen hoy de los asedios que promovía y tanto le gustaban, jarabe democrático si son contra los demás, los agentes que sólo le emocionaban caídos en el suelo y recibiendo patadas; vive donde predicaba que los buenos no debían vivir, cobra lo que peroraba que un santo varón no debía cobrar y su movimiento, más que partido, ha hecho del nepotismo un código de conducta. Van a los cargos en parejas, como la Guardia Civil. Sus feligreses todo se lo perdonan, incluso cargan con la infamia de dar su visto bueno a la mudanza del jefe a mejor barrio. Amén.

 Sin duda la ciencia de gobernar es el arte de avanzar hacia los ideales serpenteando para adaptarse a las circunstancias, de moverse con la cautela que siempre conviene cuando se atraviesa terreno desconocido. Mal se compadecen el acierto y la oportunidad con la cerrazón de aplicar recetas aprendidas, siguiendo la ruta de un mapa antiguo y heredado que no contempla lo que ha cambiado el terreno desde que se dibujó para otros tiempos y otras geografías. Otras virtudes tiene, sin duda, este segundo Pablo Iglesias, aunque pocas veces son buenas las secuelas. Nadie carece totalmente de ellas, aunque su indudable inteligencia la guarde para otras situaciones. No puede presumir de ser modesto ni flexible, de ser capaz de cambiar la estrategia pergeñada cuando soñó el plan de batalla que le permitiría rendir el castillo. Su principal enemigo es igualmente terco, aunque es más fuerte que él. Y no se llama Sánchez o Casado; se llama realidad.

 Decir que Pablo Iglesias no es un buen socio no es descubrir nada. Ya lo sabíamos antes; incluso Pedro Sánchez, que ya anticipaba insomnios propios y ajenos. En realidad, no es un socio ni un aliado, sino un cabecilla rival, ambicioso y levantisco, que se ha unido a las tropas gubernamentales en busca tanto de supervivencia personal y política como de botín electoral. Sus sumisas mesnadas abandonarán el flanco que se les encargó defender cuando pinten bastos, pues otra es su guerra. Lo va haciendo ya cada día, dando lugar a que el gobierno tenga varias oposiciones fuera y una dentro, no menos agresiva, a la que encima no se puede desenmascarar como merece. Personalizo el problema en él, pues poco más ha dejado detrás ni al lado. Como todos los caudillos autoritarios no permite que a su sombra crezca un posible sucesor que no sea de la familia. Si acaso, una Evita de Perón. El macho alfa de la manada de lobos, vencido el competidor que le reta, le perdona la vida cuando le ve ofrecer su cuello rendido. Sabe el lobo hoy más fuerte que el segundo mejor debe vivir como sucesor, pues es el futuro de la manada. Iglesias no tiene tan amplias miras. Su manada es él, el resto ya son soldados sin cara. Los círculos se han ido haciendo oblongos, difusos, y han sido forzados a decir que sí tantas veces al amado líder que languidecen llevando una vida ectoplásmática, fantasmal, muy parecida a la inexistencia. Un instrumento y un parapeto ya tan inoperante como innecesario.

 Siguiendo la costumbre y maneras de todo caudillo, Iglesias es un fulanista que, como cualquier dictadorzuelo en potencia, se considera providencial, sólo sujeto al escrutinio de la historia, pues su reino no es de este mundo. Como otros, antiguos o actuales, sufren la alucinación de que obedecen a un mandato popular, son la voz del pueblo. Al menos lo fingen, pues contar los votos sí que deben saber y suponen el 12,84%, cuarta fuerza política. Magro respaldo para imponer su programa, atribuirse lo bueno y desentenderse de las medidas poco populares que todo gobierno debe tomar, a veces a disgusto y a contrapelo. La realidad manda, tiene la culpa y, sobre todo, estorba. ¿Quién es la realidad para contradecirme? Lo de la reforma laboral pagada a Bildu es uno de los muchos ejemplos de todo lo que venimos contando sobre falta de realismo, de lealtad y de unidad de acción, señal de ausencia total de estrategia, un aliño de probaturas dando palos de ciego sin acertar casi nunca en la cucaña. Por unos cochinos votos se olvida de toda negociación con las fuerzas sociales, empresarios y sindicatos, que ahora se niegan a hacer de comparsas y a ser moneda de cambio. Totalmente indecente abusar, dentro de los contactos previos a una nueva prolongación del Estado de Alarma, y aprovechar el trance para colar de rondón decisiones contrarias a la parte sensata del consejo de ministros, que casi se entera por la prensa. Afortunadamente le han parado los pies y esperemos que le animen a utilizarlos para retirarse a sus habitaciones. Esta situación excepcional no es algo que le autorice a tapar bocas y acallar conciencias, como quisiera. De la gestión de la pandemia ya hablaremos cuando toque, pues de los errores al respecto, muchos y graves, no sólo a Iglesias habrá que pedir cuentas.

 Unidas Podemos es un estorbo, un lastre para el gobierno. Lo fue desde el minuto uno. Si mala es su compañía, los números no dan siquiera para que al menos permitiera prescindir de otras aún peores. Queda maldecir a Albert Rivera que, con soberbia e irresponsabilidad equiparables a las de los dos socios de este gobierno semi bicefalo, capitidisminuido y en greña, impidió una solución que reflejara la irrelevancia de todos los extremos y que una inmensa mayoría considerábamos mejor, como el tiempo se va encargando de demostrar.

martes, 5 de mayo de 2020

Epístola paleontológica


    A pesar de la inabarcable cantidad de información, de registros, de libros y recuerdos que la Historia nos ofrece, la Humanidad en cada momento acaba creyendo, a veces dejándose convencer, que hechos y situaciones ya vividas por otros, a veces de forma recurrente desde hace siglos o milenios, son cosa nueva y original, no disfrutada o padecida anteriormente. Una de las formas del adanismo. En nuestros juicios y creencias hay más de olvido que de memoria, siempre selectiva y filtrada por el presente. Eso nos impide aprender lecciones que el pasado nos intenta ofrecer sobre las pestes, los afanes totalitarios, el recurso a la violencia, los extremismos y otros problemas que siempre están de vuelta si es que alguna vez se fueron.

     La sociedad en su conjunto acaba siendo un organismo que piensa y actúa como lo hace la medianía gris de las individualidades que la componemos, no podría ser de otra manera, pues una equivocada preferencia por valorar y promover una igualación equilibradora, supuestamente democrática, tiende a difuminar o a eliminar los pensamientos e ideas más sabias y convenientes. Por alguna extraña e inevitable ley de nuestra naturaleza las más estúpidas y dañinas son eternas e inextinguibles. Siempre he pensado que en un grupo las inteligencias particulares se contrarrestan más que se suman. Las divergentes memorias particulares hacen casi siempre imposible la existencia de una memoria común, compartida, que no pocas veces se intenta imponer.

     A veces la sociedad se comporta como lo haría cualquiera de sus individuos, que llegan a creer ser los primeros que viven y sienten, para bien o para mal, lo que a ellos les ocurre. Así cada enamorado cree haber inventado el amor y con él la vida; cada artista cree haber reinventado su arte, cada madre o padre sufre la incomprensión de sus hijos y viceversa, algo eterno que esos vástagos reeditarán en carnes propias y, pasados los años necesarios, escucharán salir de sus bocas las palabras que rebatían a sus padres y sus orejas escucharán sus antiguos reproches en la voz de su descendencia. La sociedad tiene inevitablemente un instinto conservador, biológico, de supervivencia, siempre en tensión con las pulsiones innovadoras, a veces revolucionarias. La rebeldía y el desprecio a las “buenas costumbres” por parte de los jóvenes ya escandalizaban a Sócrates y a otros muchos, cada uno en su momento, e imagino que los jovenzuelos auriñacienses las tendrían tiesas con sus padres musterienses cuando pretendieran cambiar un modelo de hacha que había servido bien durante casi 100.000 años. Cambiar por cambiar, les reprenderían. Exactamente igual que actúa cualquier otro incauto que en toda época se pone a pensar de esa forma siempre presente, la del que intenta detener el tiempo y poner presa a los cambios. Siempre encontramos el miedo a lo nuevo, que no hay que confundir con la conveniencia de conservar la parte que ha servido bien, aunque sea como cimiento de las novedades. Es el pensamiento del escalador que no suelta una mano hasta que se ha agarrado bien con la otra, que no falta quien pretenda soltar las dos. Los barrancos y las simas están llenos de sus restos y los de sus compañeros de aventura.

     Hay otras personas, no necesariamente jóvenes, que consideran que el cambio posee un valor por sí mismo, que todo lo antiguo es desechable en bloque, que toda mudanza es a mejor de forma fija e inevitable y que las sociedades evolucionan, como supuestamente hacen los organismos vivos, siempre hacia modelos más perfectos. Tal vez esto y lo del párrafo anterior sea lo que divide a las gentes en dos grupos dotados de cerebros distintos que enfrentan la vida y sus problemas con valores y filtros diferentes. A veces irreconciliables. Como en todo, in medio virtus, son necesarios ambos puntos de vista e imprescindible es intentar conciliarlos dentro lo posible.

     Todo ser vivo, además de único, es un milagro en sí mismo, una rara excepción entre billones de fracasos. Supone el final de una cadena ininterrumpida desde la ameba, una serie continuada durante millones de años de antepasados exitosos que nacieron y vivieron lo suficiente como para dejar descendencia. Todos los seres vivos actuales somos los supervivientes de una lucha de millones de años. Ello debería evitarnos pensar que nuestra rareza es por normal menos milagrosa, minusvalorando una historia prodigiosa, siempre en el filo de la navaja. Si uno solo de los eslabones de esa cadena que nos une con las estrellas hubiera fallado, no estaríamos aquí. Ni mi gato, ni mi geranio. Ni quien lee estas líneas.

     Es un prodigio que olvidamos, a pesar de que es la base de la grandeza y valor de cada ser vivo, siempre único, siempre valioso, irreemplazable. Es algo que obviamos o que damos por supuesto, como resultado inevitable de un proceso que estamos muy lejos de comprender y que con demasiada frecuencia interrumpimos cortando el último eslabón de una de esas cadenas casi infinitas. Cambios ambientales, catástrofes o la simple lucha por la vida y por los recursos hacen que ni en la naturaleza, —menos en las sociedades—, se dé ese imaginario progreso lineal, sin retrocesos ni errores, pues por cada éxito, sustanciado en la capacidad de medrar hasta dejar descendencia, ha habido innumerables intentos fallidos, infinitas rutas equivocadas y otros tantos callejones sin salida que han llevado a la desaparición a gran parte de las probaturas. Especies, y también naciones e imperios. Por una catástrofe natural o por un cambio ambiental al que la determinación fatal de su cuerpo o la rigidez de su comportamiento instintivo les hizo incapaces de adaptarse. En el caso especial de los humanos interviene otro factor determinante: las decisiones equivocadas. Un factor diferencial, la capacidad de elegir, algo que nos permite apartarnos del determinismo al que están sujetos el resto de los seres y que puede jugar a favor o en contra, puede ser la solución o la ruina. 

     Los registros fósiles nos muestran vistosos ejemplares cuyo tamaño monstruoso, su especialización irreversible o la aparición de otra especie que les roba la cartera de su hábitat, les condenaron a llegar hasta nuestros días hechos piedra, no andando o volando. También hubo sociedades, otrora exitosas, que hoy conocemos por sus ruinas.

     Y escarbando entre esas ruinas, históricas o geológicas, encontramos algunos prototipos que eran una hermosura, a veces vestidos para carnaval con vistosas crestas o amenazadores cuernos, con corazas, las primeras plumas de colores o con cuellos desmesurados que sostenían sus menguados cerebros. Murieron sin descendencia por eso: por su desmesura; casi siempre porque eran seres engreídos y lentos que comían demás cuando las condiciones ambientales les vaciaron la despensa y recomendaban comer menos y correr más. El gigantismo seguramente suponga una degenerada adaptación a un medio pasajeramente favorable, un abuso, un crecimiento excesivo y derrochador que la naturaleza penaliza atando su suerte a la de esa perecedera prosperidad. Un anticipo de ciertos magnates o dictadores, pasados o actuales, salvando las distancias.

     La evolución nos muestra que aquellos altivos, descomunales y estrambóticos mostrencos del jurásico han llegado a nuestros días como gallinas, gansos o colibríes, forrados de plumón. Sobre si tal mudanza ha sido mejora o degeneración, hay opiniones, aunque son hechos que no necesitan sentencia, sino constatación. En todo caso, esos juicios quedan para nosotros, y suelen dirimirse en el terreno de la utilidad, incluso de la belleza en el mejor de los casos, aunque para la naturaleza sea algo indiferente. Incluso tiene tiempo y paciencia para empezar la obra casi desde el principio, cosa que ha hecho varias veces. Aprendamos, aunque a nosotros sea precisamente la falta de tiempo lo que nos limita e impacienta. Tampoco estaría demás, a mi escaso juicio, renunciar a encontrarle razón o utilidad a cualquier excrecencia, plumero, mancha, verruga o espolón que un ser vivo pueda lucir pues, no pocas veces, tal caprichosa originalidad es una probatura, un ensayo de la naturaleza que, explorando todos los caminos, anda a ciegas y no pocas veces quedan en bichos y plantas restos peregrinos e inútiles de esos ensayos, para disfrute de estudiosos incapaces de reconocer que no saben, y además ignoran, para qué coño sirve ese pedúnculo tan chusco que le sale al bicho en la cresta. Hay cosas que no sabemos. Muchas más que las que sí. Aun así abundan los todólogos, que otros llaman “cuñaos”.

     Algunos sujetos que viven presos de ideologías vetustas, de esas que pretendían o que aun hoy pretenden tener la explicación y la solución para todo, —pues también hay ideologías cuñadas, como las hay fósiles—, siguen proponiendo lo mismo hoy que hace dos siglos, como si nada hubiera cambiado, copiando una vez más el guión  que anticipaba un futuro que fue desmentido cuando llegó otro en lugar del previsto, curias defensoras de una fe que, ignorante de la naturaleza humana, insiste en aplicar al presente recetas que ya eran dudosas e inoperantes en el siglo en que se crearon, y rugen hoy creyendo ser tiranosaurios o megaterios, siendo en realidad cansinosaurios y dogmatodontes que cacarean pavoneándose de sus bellos plumajes. Ellos verán. Los cangrejos, otra especie antigua, también creen andar hacia adelante. Hoy hay otras creaciones políticas, que sería exageración llamar ideologías, que son demágogicos aprovechamientos del nicho ecológico que crean las situaciones comprometidas, como hienas y buitres viven de los cadáveres en descomposición. 

    Si buscamos otra vez ejemplo en el reino animal, vemos de forma poco esperanzadora que, en realidad, las especies triunfadoras han sido las cucarachas, los insectos en general, las tortugas, los tiburones y algunos modelos también antiquísimos de helechos, lagartos y dragones. A los buitres, más recientes, tampoco les va mal. Eso demuestra que no siempre pervive o triunfa lo que quisiéramos, ni lo más hermoso, ni lo más conveniente. El evolucionismo aplicado a lo social pudiera llevarnos a los mismos resultados. O a otros diferentes, que diría Rajoy, pues todo pudo, puede y podrá ocurrir de otra manera, de otras muchas maneras, y siempre hay mil imponderables que pueden torcer el destino en direcciones imprevistas. No hay que confiar en unos supuestos fines de la Historia, muchas veces confundidos con los propios, en una dirección prefijada que sí o sí ha de llevarnos a donde nos dice el manual. Una Historia regida por una razón, un sentido y un objetivo, el abuso de una idea de Hegel que, por cierto, murió en una epidemia de cólera. Tal vez este final luctuoso sea la causa del eterno cabreo de muchos malintérpretes de esa teoría cuando ven que la Historia, siempre terca, se sale de los carriles por ellos previstos y preparados.

     Lo que evoluciona en nosotros, aunque no siempre a mejor en la amplia variedad de nuestra especie, es la cultura, que por lo que es el cuerpo ahí tenemos a la muela del juicio. Sin ella —y me refiero a la cultura, no a la muela—, sin su barniz, el de las tradiciones exitosas, las cesiones e hipocresías que engrasan la convivencia, sin ciertas creencias que nos eleven del suelo, a falta de la cooperación y de la protección a los más débiles, seríamos lo que sin la cultura y la educación somos, unas bestezuelas, a pesar del desmesurado e infundado optimismo de Rousseau y de su amplia descendencia ideológica al respecto. El hombre es un animal más y sin la cultura es sólo eso, un animal. Eso respecto a su bondad natural, más que dudosa, porque su viabilidad sería también endeble sin la protección de la comunidad, sin el algodonoso entorno que nos hemos construido evolucionando ya solo culturalmente. Sin estas armas sociales tenemos como individuos menos probabilidades de sobrevivir en nuestro entorno que un neanderthal tenía en el suyo.

     La humanidad sensata, la parte numerosísima de ella siempre azuzada y cercada por los que no lo son, es la que intenta adaptarse al mundo que le tocó vivir, reconocer sus límites y trabajar para mejorarlo hoy hasta donde sus fuerzas puedan, no sacrificando el presente en aras de un hipotético futuro pluscuamperfecto, una malversación del paraíso de las otras religiones no laicas, y es la mayoría que, hoy como siempre, sufre estirazones y embestidas desde los extremos donde habitan los otros dos tipos de individuos, más ruidosos que benéficos: los que se aferran a su modelo de hacha, mitad panglosianos y mitad fósiles, que marchan conformes y gozosos hacia su extinción y, desde la otra parte, la de los eternos desubicados cuyos cuerpos habitan un presente que no les gusta, mientras sus mentes añoran una utopía a la que no pueden mudarse a vivir, ese paraiso citado donde llueve el maná, lo que les impide dedicarse a mejorar la realidad de su presente y les lleva a vegetar en un lamento eterno. Su romanticismo tiene un prestigio que no merece. El problema que existe desde que el mundo es mundo es que uno u otro de estos dos tipos de mostrencos del jurásico a veces acaban haciéndose con el mando y alternándose en él. Se necesitan mutuamente, pues son las dos caras de una misma moneda.

viernes, 24 de abril de 2020

Epístola bélica y darwiniana

Ir adaptándose paso a paso, de forma acompasada al ritmo de una realidad cambiante, nos puede llevar casi imperceptiblemente a acomodarnos a una situación que si hubiera sido trastornada de una sola vez, se nos haría insoportable e incomprensible. Es el mismo mecanismo por el que el cuerpo puede hacerse tolerante a los venenos. Las pequeñas dosis, repetidas, te van inmunizando poco a poco y de que das cuenta te muerden las cobras y ni te enteras. También se ha aplicado a veces en los bancales. Vas moviendo cada dos meses un poco el mojón, cambiando las lindes, y de que se dan cuenta es tuya media provincia. La breve duración de nuestras vidas no nos permite cometer argucias y engaños que pasarían desapercibidos si tuviéramos tiempo y paciencia para perpetrarlos con lentitud geológica. El primer pez de secano tardó eras en gobernarse unas patas. Cuestión de lentitud y disimulo, que la vida no gusta de revoluciones, sino de cambios lentos, que no despierten sospechas. Todo consiste en moverse poco a poco, imperceptiblemente, como la araña que intenta hacerse el longuis para que no le arranque la cabeza la mantis en cuanto, al verla bullir, sepa que está viva.

Leo que un enfermo que ingresó en febrero aquejado de coronavirus antes de que él conociera ni su existencia ni sus riesgos, despierta de un coma después de casi dos meses y sale por la puerta del hospital a otro mundo diferente al que conoció antes de enfermar. Así, de una. Decía mi abuela, y con razón, que no te envíe Dios todo aquello que eres capaz de soportar. A veces puede enviar los castigos o los avisos de sopetón, en forma de terremoto o volcán que te sepulte bajo sus cenizas. O te envía otra catástrofe que tenga más a mano, como a Trump o a Bolsonaro, igual que a nosotros nos castigó con Fernando VII. Por variar, pues su repertorio es infinito, en otras ocasiones va tensando poco a poco el arco de nuestra resistencia y dosifica las puyas, como en el caso de las siete plagas de Egipto. Tal vez las leyes supremas que rigen el universo, después de milenios de debate filosófico y científico, sean las de Murphy. Todo puede ir a peor, hasta un punto que a cualquiera parecería insoportable si le dieran un guión ineludible de los futuros acontecimientos que le iban a cambiar la vida. O que se la iban a quitar. El cerebro, como le ocurre al resto del organismo con picaduras, pócimas y bebedizos, está mejor preparado para soportar mudanzas en dosis homeopáticas que a enfrentarse a cambios de aquí te pillo y aquí te mato. Unas gotas de lo nuevo se nos dan mezcladas con una garrafa de agua de lo habitual y, casi sin darnos cuenta, nos acaba sentando bien el cianuro potásico o acabamos sin libertad de prensa sin notar especial amargura. Incluso el cianuro nos llega a saber bien, a almendras amargas como el mazapán. Por eso uno de los peligros, y no el menor, es que encandilados en la búsqueda urgente de antídotos y remedios para las nuevas ponzoñas, acabemos inmunizados frente a las picaduras de las serpientes autóctonas, que nos acechaban desde antiguo, y ya no las notemos.

¿Para qué leer ciencia ficción si puedo leer en el periódico que Trump, —"el malo", zafio y tramposo, de la novela del oeste—, recomienda tratar el coronavirus con una inyección de desinfectante o con luz solar? Sin duda habrá quien le haga caso y, aunque soy menos darwinista en lo social que en lo natural, será una aplicación positiva de esa teoría, que librará a la especie humana de la aportación genética de especímenes capaces de dejar descendientes tan estúpidos. Sin duda su desaparición por el simple expediente de sulfatarse por vía intravenosa mejora la especie. O igual en lugar de morir aparece una nueva variedad humana inmune al gorgojo de la patata, muy de aplicación en el caso que nos ocupa, el de Trump, pues su cabeza tiene más células de solanácea que neuronas. De estas últimas, las justas para no cagarse en los desfiles. Quien no tiene nada más que un martillo sólo ve clavos por todas partes. Igual que habrá quien convoque una manifestación o una rogativa contra el virus, es raro que no haya Trump enviado a los marines a combatirlos a cañonazos. Aunque sí se ha recurrido al ejército en otros lugares, cosa que se ha hecho de forma acertada y pacífica, no siempre su ayuda ha sido bien recibida por parte de ciertos orates.

Hay a quien no le gusta la terminología bélica utilizada para explicar nuestra lucha contra este virus que mata a unos mientras mantiene al resto atrincherado, escuchando silbar a las balas y proyectiles que no atinan y les sobrevuelan volando. Algunos representantes de estos críticos, tradicional e infantilmente antimilitaristas, comparecen —ahora sí— respaldados por tres generales luciendo medallas y cumpliendo órdenes, a veces poco claras o acertadas, por ser benévolos. Es escena que, paradójicamente, irrita a algunos parroquianos de los que la promueven, pero que les resultaría insoportable si fueran otros los comparecientes y los responsables. Y a más de uno les resulta tan incomprensible verse hoy donde están que actúan como si estuviesen aún en la oposición o tras la pancarta, no privándose de atacar desde una vicepresidencia a un poder del Estado, el judicial, por una sentencia que afecta a alguien cercano y que no es de su gusto. Eso lleva a muchos otros a ver igualmente incomprensible que tales personajes estén allí encaramados, tan alejados de su capacidad y sus merecimientos, al entender de la otra parroquia.

Nuestro país siempre ha tenido varias romanas para medir comportamientos, actitudes y resultados, lo que resta mucha credibilidad a nuestras alternantes dirigencias y oposiciones, que no suelen en sus argumentaciones ir más allá del a mí que me registren, la herencia recibida, el yo no he sido y el pues anda que tú. Las respectivas feligresías se limitan a repetir esos mantras. Un nivelazo.
Nadie dudará, a pesar de esas correcciones estilísticas apuntadas, que la guerra es la mejor metáfora para imaginar lejanamente las batallas que se libran en nuestro interior. Caballos de Troya de tamaño infinitesimal, mínimo, que se infiltran agazapados, engañando inicialmente a los centinelas y aprovechando las vigas y los clavos de las casas donde se guarecen los desprevenidos defensores para fabricar nuevas armas contra ellos. Otras veces les arrebatan las que tenían almacenadas para la defensa y las emplean para redoblar el ataque. Se disfrazan, sembrando la confusión entre las tropas defensoras, que acaban combatiendo entre ellas. En fin, un sindiós.

Uno de los peligros de este ataque, como en todas las guerras, es que falle la intendencia, causa de la mayor parte de las derrotas. Hay que mantener las tropas alimentadas y bien pertrechadas, por lo que conviene tener llenos los almacenes, dispuestas las armaduras, planchados los uniformes, afiladas las lanzas y engrasadas las escopetas antes de que se produzca el asalto y nos pille desprevenidos. Las murallas se construyen antes, no durante el ataque cuya fuerza no se valoró adecuadamente, cuando ya no hay gran cosa que hacer salvo amontonar piedras desordenadas intentando tapar grietas y agujeros que ya se conocían. Cuando llega el crujir de dientes es cuando se ve el temple de la tropa y de los generales. La tropa debe obedecer hasta los errores, hasta las órdenes que le parecen disparadadas, hasta el sacrificio. Los generales no pueden ganar las guerras sin contar con precisión a los atacantes, engañándose a ellos mismos y a los demás sobre su número y fortaleza. También de las bajas. Dejar a los heridos abandonados a su suerte o no honrar a los caídos desmoraliza y pone a la tropa y a la población en contra. Sobran en el Estado Mayor los que pretendieren pasar el embate bajo el catre de campaña en una lejana colina, ocupados y preocupados en acumular inmerecidas medallas que les lleven a asumir el mando cuando todo pase. Hay que vigilar que tales aliados no deserten y dejen desguarnecido un flanco a medio zafarrancho. Un ejército avanza al paso del más lento de sus soldados, decía Napoleón. Olvidó decir que el acierto de las decisiones adoptadas suele estar limitado por la incompetencia y la cerrazón del más necio de entre los que las deciden.


martes, 14 de abril de 2020

Epístola indignada y sanitaria

    Llevo escribiendo epístolas con mis opiniones aquí y en mi blog Desconcertatus desde hace bastantes años. Suficientes para haber sufrido a distintos gobiernos, que he criticado en todo aquello que a mi entender había de criticable. Por ineficacia o incapacidad, por indecencia o rapacidad, por desconocimiento de aquello de lo que uno se hace responsable, porque a los cargos se accede más por amistad, parentesco, cupo o sumisión que por capacidad o por méritos, por actuar con desdén hacia problemas que afectan a muchos, casi siempre a los mismos. Incluso por maldad. Recuerdo aún el ¡que se jodan! que se escuchó en sede parlamentaria. Hemos escuchado y sufrido cosas que deberían haber bastado para acabar con algunas carreras políticas de todos los bandos. Si por algo se caracteriza nuestro ambiente político es por la total incapacidad de cargos, militantes y simpatizantes de un partido para admitir los errores de los suyos. Tan grande como la de reconocer los aciertos ajenos. Son mundos paralelos, encerrados en sí mismos, autocomplacientes, sumisos incubadores del huevo de la corrupción y del nepotismo, males que ven en los demás y tapan en su propia casa.

    En fin, abundan en la política los que no merecen estar en ella, y no sé si nosotros merecemos que lo estén, seguramente sí, pues los elegimos. Y es necesario decirlo, criticarlo, denunciarlo.

   Yo no escribo para hacer amigos, más bien para dormir tranquilo. Y no podría hacerlo si callara cuando leo infamias, locuras conspiratorias de interesado enunciado, indecencias y descalificaciones crueles e infundadas más allá de lo que la crítica a la acción política debería consentir.
Decir, siquiera sugerir, ideas como que lo que está ocurriendo pudiera ser una conspirativa estrategia de eliminar a miles de personas, de viejos, una eutanasia permitida o buscada, supera todo límite como para que uno calle.

    No me considero un cerebro en un frasco, ni presumo de una imposible imparcialidad, ni creo llevar razón en mis posturas y críticas, pero lo que escribo y opino lo hago de buena fe, después de meditarlo y siempre procurando no demonizinar a quien piensa distinto.

    No, no puedo callarme, no puedo dar por bueno lo que considero indecente.
He visto al ministro de sanidad llorar en una foto sentado en el Congreso. Seguramente soy un sentimental, pero los detalles de humanidad me pueden, pues cada vez son más escasos. Son más reveladores que las palabras y que los discursos. Le tengo lástima, al frente de sanidad, un ministerio despreciado por quienes querían otros de más lustre y peso político. Sé que este ministro ha hecho todo lo que estaba en sus manos, lo posible, limitado por unas circunstancias y unos condicionantes sobre los que sí cabría hacer algunas objeciones. No es momento. No es esa foto algo que me haya hecho cambiar ninguna de mis opiniones, y mantengo y mantendré mis críticas, siempre constructivas, ya que siempre se pudo hacer mejor, aunque nunca he dejado de reconocer la extrema dificultad de acertar en este trance desmesurado. Pero para poder criticar a un gobierno es necesario mirar a todos lados, no obviar los reproches que la oposición también merece, y viceversa, algo que muy pocos hacen. Tanto unos como otros. Todos andan centrados en la redacción y difusión de listas de errores y crímenes ajenos a la vez que invariablemente callan y ocultan los propios. Indecente.

    Si se quiere crear un clima en el que sean posibles los acuerdos, sobran muchas descalificaciones y ataques personales por parte de todos. No, no son los míos los buenos y los malos los otros, ni está toda la razón en manos de unos y ninguna en las de los demás. Las personas mantenemos opiniones distintas sobre temas concretos, a veces contradictorias, a veces con dudas, unas con razón, otras sin ella. Esto ocurre con las que piensan no con las que hacen de eco. Esas se adhieren a un bloque compacto de ideas, a un kit ideológico que no admite fisuras ni tibiezas. Por eso es imposible militar en un partido y seguir pensando. La militancia o la entrega a una “causa” impiden argumentar contra una idea sin descalificar a la persona que la defiende.

    En la grave situación que vivimos se puede dudar de tiempos, eficacia, recursos, pero no de las intenciones. Eso es un límite entre la decencia y la mezquindad, entre la crítica y el fanatismo. Yo no formo ni puedo formar parte de eso.
 

martes, 7 de abril de 2020

Epístola conventual


    Un chino que se hizo un carpaccio de pangolín o una sopa de morceguillo, —que Confucio le confunda—, ha obligado a medio mundo a acogerse a la Regla de San Benito. Creyentes y descreídos, fieles y gentiles, se recluyen ahora en sus conventos. Algunos entran en el Carmelo, en una clausura que no consiente más que recibir por el torno las viandas y remedios que hoy nos mantienen vivos. Según sus talantes se adscriben los cristianos a las órdenes de su gusto, y así hay carmelitas descalzos o con espuelas, frailes trabucaires con canana y otros dedicados a cantar salmos en los balcones para animar a los creyentes. No falta quien, más entre los sueltos que entre los encerrados, se crea reencarnación de la Monja Alférez o del Cura Merino, pastor de su parroquia de merinas, que las churras siguen a otros profetas y mosenes. También anda algún freire a la jineta de brioso alazán, vigilando las fronteras de la patria y de los caletres. De todo hay en la viña del Señor.

    Fuera de los claustros quedan legos y monjes que curan a los enfermos o que cultivan la huerta, que alimentan o protegen a la congregación recluida en sus cenobios; arrieros que acarrean las viandas, otros que limpian y desinfectan las calles, recogen las basuras o llevan a la celda de todo lo que los confinados necesitan, así como muchas cosas que no. Son los que ahora reconocemos como imprescindibles, aunque antes ocuparan en el ágora y en el templo los lugares más apartados y oscuros.
    Aplaudidos hoy desde balcones y celosías, mañana volverán a las últimas filas que siempre ocuparon en estima y en recompensa. Los últimos, por unas semanas, son los primeros. Nuestros héroes, nuestros salvadores, vienen a ser una tropa variopinta de oficios, algunos tenidos por menores, que en realidad no han hecho nada más y nada menos que lo que venían haciendo desde siempre: cumplir con su obligación con los recursos y reconocimientos que todos les escatimamos hasta que han mostrado ser nuestra salvación. Al menos, por unos días, la realidad pone sobre la mesa qué y quién era importante en el convento, si el abad o el cillerero, si el deán, el refitolero o el sochrante, y hasta qué punto cada uno venía cumpliendo con su obligación o era necesaria su función, si es que alguna tenía, que más nos hemos dedicado a la liturgia que a cuidar la enfermería y abastecer la botica. 
    Hablar de responsabilidad siempre es tema vidrioso, aunque llegará el momento de reconocer que en parte era de todos y cada uno de nosotros, sobre todo in vigilando, aunque cada cual en proporción a su papel en una sociedad que hace aguas, con no pocos agujeros hechos por los que la dirigen (o dirigieron) con mucho menos acierto y previsión de la que hoy quieren aparentar. Llegan a pretender que la mascarilla sea bozal y la lealtad silencio. Casi todos en el reino y en los virreinatos olvidaron retejar y llenar despensas, almacenes y boticas antes de que llegaran unas lluvias que hoy nos encuentran menos protegidos de lo que hubiera sido menester. Cierto es que hay tempestades que ninguna pared ni techumbre podría haber resistido y que las pestes suelen llevar a los hospicios y hospitales más peregrinos y enfermos de los que pueden acoger, tanto como falso es pretender que nada más se pudo hacer ni tampoco antes. 
    Los cristianos meditan en sus celdas y recuerdan con sonrojo haber prestado oídos a falsos predicadores que desde sus televisivos púlpitos alababan una pobreza de la que presumían, virtud para ellos sólo deseable si es ajena. Comparecían disfrazados de franciscanos con hábitos ásperos y desaliñados, fray Gerundios que hoy nos siguen sermoneando desde palacios episcopales que se apresuraron a ocupar cuando los fieles recompensaron de forma generosa sus alardes de una austeridad que sobrellevaban no por principios, sino por necesidad. Otros han tomado los hábitos de ficha de dominó de los dominicos, recuperando sus innatas ansias inquisitoriales, siempre fieles guardianes de la ortodoxia, prestos a arrojar a la vergüenza pública a los que se apartan del dogma y a espolear a los parroquianos en su contra, señalando quiénes envenenaron las aguas y quienes, con sus pecados y sus errores, han atraído las iras divinas sobre nosotros. No esperéis soluciones ni de unos ni de otros, pues sólo de la unión de los mejores puede llegar. En los sacrificios y en las hecatombes, los bueyes siempre son los ajenos. Priores y acólitos de cada religión saben señalar culpables incluso para sus propios errores, cosa fácil, pues cada uno los busca y encuentra sólo y siempre entre sus contrarios, para regocijo de sus feligreses, que invariablemente aplauden en un espectáculo que nos llena de vergüenza. Pero estos prelados engreídos, aquí y en todo el orbe, desconocen arreglos y soluciones, tanto para lo usual como para lo imprevisto, actuando tarde y por ensayo y error. Ese desconocimiento no les impide proponerlas cuando se elige papa para la iglesia o abad del convento, a veces escarbando en polvorientos códices donde se recogen los añejos intentos y los antiguos errores. De paso aprovechan para raspar vitelas y reescribir cronicones en palimpsestos que presentan como ciertos.
   No faltan begardos que recorren los caminos y plazas, de la corte a la aldea, vociferando desde altas tarimas sus discursos apocalípticos. Sólo en la desgracia son escuchados sus sermones con calor, y perviven pues la desgracia es algo que nunca falta. Se habla de un concilio que aúne a las distintas confesiones, pero nadie renuncia a sus dogmas y liturgias, se limitan a señalar herejes y a tratar de sentar a sus obispos en todas las cátedras.
   Si del mundo exterior, hoy sólo visitado si se tiene perro, pasamos al interior del convento, vemos a los monjes aislados y aburridos, pues hay a quien la cosa le ha pillado en la celda sin un códice, afición o quehacer, Las televisiones echan humo y al sofá se desfonda ante el peso en aumento de sus dueños. No pocos cristianos se han entregado al arte de la repostería y, junto a los dos muebles mentados, son el horno y la sartén los aparejos más activos en el cenobio. La operación playa puede esperar. Se multiplica el consumo de harinas, levaduras, huevos y azúcar, que millones son las madalenas, empanadas, tortas y panes que los creyentes amasan y hornean. Se ha llegado a dar el caso de contribuyentes lanzados a guisar potajes y estofados, sopas de ajo y suquets, aumentando repertorios que nunca iban más allá de la tortilla de patatas o la paella de los domingos, siempre a cargo del pariente “cocinicas”, hoy echado de menos. Recuperamos antiguos saberes a la vez que aprendemos que para ciertas cosas es conveniente no delegar en exceso, sobre todo por que cuando pintan bastos habría que aspirar a la autosuficiencia. De durar mucho este retiro obligado, llegaríamos a los cultivos hidropónicos, a cambiar geranios y prímulas del balcón por lechugas y perejiles y, en caso extremo, pedir por Amazon un camión de tierra para hacer una huerta en el salón. En estas, como en tantas cosas, los jerarcas deberían aprender de sus súbditos.