Que algo no resulte peligroso no significa que sea admisible.
Que no sea penalmente perseguible no equivale a que no merezca otra clase de
condenas y valoraciones. Me refiero a los chats de unos militares retirados en
los que, sin duda envueltos en vapores de ginebra y agazapados en el carácter
privado de sus conversaciones, subiendo los más cafeteros de ellos la puja del más
desaforado de los comentarios anteriores, algunos se van acalorando hasta llegar
a la conclusión de que fusilar a veintiséis millones de españoles dejaría un
país niquelado para los supervivientes. Los que ellos consideran los suyos, los
buenos españoles, los únicos que merecen vivir. Seguramente eliminar a todos aún dejaría un mejor paisaje, que los ríos, cerros y los bosques poco nos iban a echar de menos. Muerto el perro, se acabó la rabia, borrando la vida se acaba con la posibilidad de infección. Si morimos todos, se acabó la pandemia. No deja de ser una solución.
Es difícil, por muchas críticas que uno haya dicho y
escrito de este gobierno, (como antes había hecho con los anteriores), que una
persona normal cuando dice nosotros se vea del brazo de estos trabucaires. Si algo hubiera de cierto en sus ideas, pues nunca falta en ningunas, sus concluiones los descalifican. La
política, en última (o primera) instancia, empieza por evitar que los problemas
y las discrepancias se resuelvan a tiros. Llegados a ese punto ya no se habla
de política, sino del regreso a un pasado de luchas tribales, de exterminios,
de golpes de hacha de sílex en la cabeza del contrario o sospechoso de serlo. Ya
no hablamos de ideas predemocráticas sino anteriores a la civilización,
superadas por ella. Quien habla así debería ver sustituidas sus medallas por un
hueso atravesado en la nariz y acongoja saber que tales aborígenes han tenido
mando en plaza y miles de soldados armados a sus órdenes. También muestran su
cobardía, hablan hoy, cuando se saben impunes, algo nada original, amparados en su edad y en su
retiro, aunque una probable falta de riego no rebaja la gravedad de sus
frases, que los más de su quinta razonan y sienten mejor.
Seguramente el
carácter privado de sus excesos y demencias les evite los problemas que acarrearía el haberlas
publicado en otros medios y todo quedará como disparates de tabernarios en
poder de las uvas, que ese es su registro y su nivel, aunque agravado por su
oficio y sus antiguos desempeños. Esa cosecha del ’63 vemos que se echó a perder
en parte, que el exceso de ventilación arruina vinos y caletres, aunque
no es de suponer que de estas uvas concretas pudiera salir nada mejor, pues en el mismo año cada bancal da frutos distintos. Convivían armados de sus
hachas magdalenienses con otros congéneres más evolucionados y mejor armados,
sobre todo mental y moralmente. Incluso puede ser que algunos de estos neandertales
participaran en misiones que honran al mismo ejército que ellos ahora desprestigian.
Afortunadamente no representan ni al ejército ni al país. Al menos ayudan a
saber, si falta hacía, que los que dicen que esos son de los nuestros, no son
de los míos. No es poca cosa, en esta época tan propicia a las crisis de
identidad y al disparate ideológico, donde pululan varias especies que deberían
ya estar extintas por obsoletas e inadaptadas. Cierto es que otros modelos de fósiles andantes
exhiben los plumajes vistosos de los dinosaurios ya en degeneración y quieran
pasar por productos últimos de la evolución.
No haremos aquí un repaso de casos que pudieran compararse
con este, ya hubo y habrá lugar para ello, ni tasaremos gravedades ni viabilidades de otras sugerencias o
amenazas escuchadas, de la idea o deseo de darle gusto al gatillo o a la
guillotina eliminando enemigos ideológicos, que no pocos hemos leído en
banderías opuestas. Nunca cabe disculpa, menos adhesión. Siempre hemos
condenado todas estas canalladas, vengan de rapero, cantante o activista, con
cargo o sin él. En ningún caso, en ninguna circunstancia y en ningún foro
tienen cabida. La libertad de expresión no ampara estos dislates, hablen de
uno, de diez o de millones; quienes en broma o en serio, sobrios o borrachos, envalentonados
por el ambiente o por la compaña, hablan de eliminar a quienes su talante y su
odio les llevan a considerar que están demás, todos ellos merecen la misma
valoración, el desprecio, por ser parte de la misma mierda, esa que ha hecho trágica
nuestra historia en demasiados momentos. Como la de tantos otros pueblos, pues
el pensamiento totalitario, siempre carente de los frenos de la humanidad y de
la capacidad de admitir la discrepancia, habita en muchas cabezas pero siempre
acaba mostrando el mismo rostro.
Comiendo en la Explanada de Alicante, para envidia del califa.
Abd al-Rahmán ibn Muhámmad Abul-Mujtarrif, llamadoal-Nāṣir li-dīn Allah por los musulmanes y Abderramán III por los cristianos, comendador de los creyentes, vencedor en cien batallas y constructor de Medina Azahara, primer califa omeya de la rica Córdoba, ornamento del mundo, la ciudad más refinada y opulenta de occidente en su época, que a ningún exceso o crueldad renunció en ninguno de sus setenta años de vida, tras cincuenta de reinado y ya próximo a la muerte hizo recuento de los días en que había sido feliz a lo largo de su existencia: catorce.
Quizás siempre le atormentara su origen mestizo, evidenciado por su pelo rojo y sus ojos azules heredados de Muzayna, su madre cristiana, vascona como lo fue su abuela Onneca, hija de Fortún Garcés, y causa de que, a sus espaldas en la mezquita y en el zoco, sus súbditos le llamaran Sanchuelo. Seguramente la alegría de las victorias se viera empañada por volver al palacio con las sedas manchadas de sangre enemiga, que en tres cuartas partes era la suya, y es posible que la derrota de Simancas pesara en su ánimo más que todas ellas. A veces el vino de la vida se agría por pequeñas cosas y tal vez el primer recorrido por los jardines y salones de su mayor capricho, Medina Azahara, fuera amargado por alguna piedrecilla en su babucha o se viera contrariado por el error o el descuido de algún alarife o tallador de yeserías. Es posible que lamentara el naufragio de algún barco de los que traían desde lejanos países los mármoles y maderas que había deseado para su medina, o que el agua de las fuentes no brotara hasta la altura deseada en la alberca de los arrayanes. Es probable que en el harén percibiera más sumisión y temor que amor y aprecio, y que la sospecha y el miedo a la traición no le dejaran disfrutar de banquetes y recepciones, siembre barba en hombro y sin nadie a quien llamar amigo. Las crónicas dicen de él que fue de carácter cortés, benévolo y generoso, inteligente y perspicaz, con intensos escrúpulos morales, aunque dado a los placeres. Esas virtudes no le frenaron de ejecutar a su propio hijo, como su padre había muerto a manos de su tío. Eso lo muestra además como amante y respetuoso con las tradiciones. Bendita la rama que al tronco sale.
Cuanto más extenso, rico y refinado era su reino, más temía perderlo, pues su prosperidad y sus lujos multiplicaban sus enemigos en la tierra y los miedos en su mente. Incluso llegó a correr el rumor de que en la lejana Bagdad habían levantado un minarete más alto que el de su mezquita. Cualquier goce era apagado por la inquietud y nada estaba a la altura de sus merecimientos.
Le faltó frecuentar la derrota y tal vez sufrir la humillación de la enfermedad, atravesar como sus antepasados la aridez del desierto, conocer la privación y soportar la escasez. Tal vez unos días encerrado en las mazmorras que guardaba para sus enemigos le hubieran permitido descubrir más momentos felices al repasar su larga vida. Al menos le hubieran enseñado que no cabe esperar una felicidad eternamente quieta a sus pies, como un esclavo, pues no es pájaro que pueda vivir enjaulado, más bien es balanza que necesita ambos platos para que, con el contrapeso, el fiel muestre el peso cierto y real de los días.
Sin ser califa, uno recuerda muchos más de catorce días felices, muchísimos más que los infelices. Años enteros. Será que nos conformamos con poco o que hemos tenido mucha suerte. O será la pandemia.
Con Gabilondo se perdió tal vez la única ocasión en la
que se estuvo a punto de acordar una ley de educación consensuada, que en eso hubiera sido la primera. Esta nueva
ley nace muerta, como difunta vino al mundo la de Wert. Ahora impongo yo, que
ya te tocará a ti. El proyecto, la ambición, la idea única que las trae el
mundo es derogar la ley anterior, incorporar meaditas para marcar como lobos
los lindes ideológicos del terreno donde se educan los españoles. Mala cosa es que precisamente regular la educación esté en manos de muchos que ni la tienen ni la conocen, con lo que en la tramitación de las sucesivas reformas se habla casi de todo, menos de educación.
Cada partido hace de su capa un sayo, impone, compra, vende, y publica en el
BOE un texto que ya incorpora la necesidad de ser modificado en cuanto el
gobierno de turno cambie. Leyes perpetradas con los días contados, ocho en cuarenta años,
todo lo contrario de lo que la educación necesita, que es estabilidad, sosiego,
recursos, (¿Ubi est la memoria económica?) y lo que le sobra son injerencias de
banderías políticas.
Pocos cambios. Los hay positivos; otros dudosos por inoportunos o innecesarios, no pocos irrelevantes y algunos otros indefendibles. Con seguridad lo más grave, rozando lo criminal, es vender el idioma común y degradarlo a lengua extranjera dentro de parte del territorio nacional. El resto, la mayor parte,
sigue igual. Es decir, mal. La lengua castellana se sacrifica para ganar unos pocos votos y, no menos, para evitar recibir otros, gracias a Iglesias, mamporrero de esta demolición gradual de lo común.
Pierden los alumnos con necesidades educativas
especiales y agoniza el castellano en algunas comunidades. También la educación
concertada, aunque ya veremos. Falta leer la ley completa, que el proyecto,
quitando los habituales brindis al sol y declaraciones altisonantes de estos
textos, siempre reconfortantes para incautos, es endeble e inacabado. Dejadme los reglamentos, que decía aquel.
Luego, los docentes, como siempre, volverán a verse enredados en su eterno
tejer y destejer el bordado de Penélope, un premonitorio sudario para el rey
Laertes, padre de Odiseo.
No sería de extrañar que, también como se acostumbra,
algún orate intente dejar su huella en terminologías y eufemismos, burocracias
y protocolos, renombrando una vez más cosas que no conocen y que poco cambian,
salvo para enredar, la actividad de una ley a otra en las aulas. A Dios
gracias. Y a los docentes que, tras sobrevivir a pie de obra a docenas de
ministros y al acostumbrado ping-pong legislativo, se pasan por el forro hasta donde pueden, que no es poco, gran parte de lo dispuesto en las reformas,
haciéndolas así digeribles, al menos no tan nocivas como de los despachos salieron. Dado
que nadie le pregunta nunca a los docentes qué les
aconseja su experiencia acerca de estos temas, nunca se han sentido demasiado interesados ni concernidos por debates y medidas tan alejadas de su quehacer diario. Al
contrario, viendo su ámbito y su quehacer tomado al asalto en las batallitas de los
partidos, más rechazo que adhesión cosechan unos y otros entre el gremio, pues ambos acaban
siendo el enemigo. Fuego amigo, en el mejor de los casos, como ya escribía aquí hace pocos años acerca de
la ley Wert. Fue otro parto o aborto legislativo y, si alguna duda dejaba, los recortes en educación, agravados por la señora De Cospedal, muchos de ellos aún no revertidos por cierto, me
espolearon a jubilarme echando leches. Con Dios.
La Lomloe, que parece apócope de niña pija, pues ya
hay que rebuscar para bautizar leyes de educación en España, se llama nada más
y nada menos que Ley Orgánica de Modificación de Ley Orgánica de Educación. La
siguiente se llamará Ley Orgánica para Modificar la Modificación de la Ley
Orgánica de Educación. LOMOMOLOE, o algo así. No sé dónde leí este epitafio que
viene al pelo:
Aquí jaz o mui illustre Senhor João Mozinho Souza Carvalho Silva de Andrada... Sobra nombre o falta losa.
Es difícil que prohibiendo la mala literatura o la peor de
las músicas se consiguiese dirigir la atención general hacia las buenas. Más
probable es que se creara rechazo hacia unas y otras, si no es que, por llevar la
contra a las imposiciones, lo peor de cada arte se viera promocionado por una
publicidad inmerecida. Las cabezas funcionan así, las de los censores y las de
los que se ven tratados con un paternalismo condescendiente en el mejor de los
casos y totalitario en el peor.
Igual que ocurre con las artes pasa con las ideas. Ni hay
que censurarlas ni publicar en el BOE una lista de las adecuadas. Lo que hay
que hacer es educar y facilitar el acceso a las serias, a las que tienen enjundia
y fuste, dar datos ciertos y herramientas para poder interpretarlos para elegir
libremente. El censor, el impositor de ideas, siempre lleva una liebre
ideológica ajena a criterios de calidad, incluso de certeza. Su campo de
trabajo es el de lo conveniente, lo cómodo para el poder, no el de lo cierto,
algo agravado por el hecho invariable de que suele ser más ignorante que
aquellos a los que quiere estabular el gusto y el criterio. Aunque su intención
fuese buena, si es que puede serlo, inevitablemente recabará críticas de los
más ilustrados y reflexivos, de forma que acaba dirigiendo sus ataques a estos
enemigos cerrando el círculo perverso. La estupidez y la vacuidad suelen
atravesar esas cribas. La censura, si es que alguna puede haber
bienintencionada o necesaria, siempre termina combatiendo la excelencia y promoviendo
un conformismo ovejuno.
Lo malo se combate ofreciendo y facilitando el acceso a
algo mejor. El error y el delito con buenos ejemplos y buenas leyes, nunca
buscando causas remotas que los diluyan en la normalidad y acaben por
justificarlos. Dejando aparte que lo que es bueno para unos puede parecer malo
a otros, y es normal que así suceda, cada sociedad ha ido dando con un mínimo
acuerdo sobre ciertos valores compartidos y la Historia nos enseña que las
sociedades se han derrumbado a la vez que caían esos acuerdos básicos que a lo
largo del tiempo mantenían una cohesión y un sentido de pertenencia imprescindibles.
Esos pactos, símbolos e ideas compartidas permiten y amparan la defensa de
causas no comunes, incluso las minoritarias, siempre que no lleguen a
cuestionar la misma existencia de la sociedad que también a ellas proteje.
Cuando en una sociedad lo común pierde un prestigio que se va cediendo a lo
particular, incluso a lo tribal, va cavando su tumba. Que algunos, incluso
vicepresidiendo el gobierno nacional, hagan peña con los que proclaman que vienen
con la pala a hacer mayor la fosa, no es cosa defendible. Muchos países, tal
vez los mejores, desde luego los más sólidos y democráticos, directamente
prohíben este tipo de sepultureros. Que nosotros no sólo los permitamos, sino
que los financiemos y concedamos inmunidad parlamentaria, es un rasgo suicida y
un elemento más de los que nos llevan a ser un país de interés turístico,
interesante, pero con un porvenir incierto. Nuestro futuro
directamente pasa por darles solo el poder que realmente les corresponde, pues
son electoralmente irrelevantes. Numéricamente lo son, pero nuestras leyes dan
más mando a veces al grumete que al capitán. Algunas minorías locales, con la
complicidad de lo peor de cada casa política del resto del país, se intentan
apropiar de unos territorios, también de unas ideas y de unas causas, que
utilizan para fragmentar y para dividir. En los programas, no digamos en los
comportamientos de algunos partidos y personajes, se defienden no pocas causas
innobles e injustas, amparadas por la tolerancia, tal vez excesiva, de nuestro
marco legal, con una constitución que dice no ser combatiente, eufemismo que
evita decir que se quiso indefensa.
Hay otras causas nobles y justas cuya asunción generalizada
se ve dificultada tanto por la forma equivocada de defenderlas como por tener
la mala suerte de caer en manos de las personas inadecuadas, algunas ya
mentadas. Me refiero a esa clase de vagabundos buscavidas de la política que
dan con una causa o con una idea como el que se encuentra una cartera en la
boca del metro. Podrían haber encontrado otra, pero ven que esa está llena de
billetes y para qué buscar más. Devolverla a su dueño, buscar a quién pertenece
de verdad, y debería ser de todos, ni se les pasa por la cabeza. De forma que
se apropian de lo que no es suyo, aunque argumentan que toda propiedad es un robo en
un alarde de coherencia propio de esa clase de polillas, y se quedan con los
cuartos.
Cuando alguien, una persona o un grupo, se apropia de un
símbolo, una idea o de una causa, ya está pervirtiendo su potencial virtud. No
intentará repartir el hallazgo, extender los beneficios, al contrario,
procurará encontrar razones para excluir del reparto a los que no sean de su
cofradía de Monipodio ideológico. Esto es nuestro, que hacéis aquí defendiendo
lo que nosotros. Buscad otra cartera. Los otros dan por perdida ese billetero,
uvas verdes desde entonces, pero siempre encuentran otra para obrar igual.
Si a esa mentalidad tribal con tendencia a escriturar la
virtud y la ética a nombre de su comunidad de bienes ideológicos, unimos que la
indecencia y la estupidez suele rondar por tal modelo de cabezas, ya tenemos
una combinación peligrosa. Incluso si ven que los billetes de la cartera son
falsos como moneda de cuero, si el primero ha colado y han conseguido
endosárselo a algún incauto, ya no tienen freno. Sus feligreses son los
primeros en dar por buena la mercancía y pasan a extenderla por los mercados. Llegan
a convencerse que sus cromos son billetes de curso legal, o al menos dicen
estar convencidos de su validez, y van ofreciéndolos y pregonándolos cada vez
con mayor osadía. Como en todos los timos, al timado, si percibe el fraude, le
cuesta admitir para sus adentros que es imbécil y lo que hace es procurar ir
desprendiéndose del género y aumentar la extensión del engaño. En economía se
sabe —lo explica la ley de Gresham— que la moneda falsa expulsa a la buena y que
si circulan las dos pronto predominan las falsas, las de chapa, y van
desapareciendo las de oro. Con las ideas ocurre otro tanto, muchas hay que presumen
de un valor facial muy alejado del verdadero, que en este mercado de las
ideologías se debería medir por la proporción de verdad en la aleación, no por
los aplausos de la parroquia. Al final lo que circula es morralla ideológica,
lemas, argumentarios y simplezas.
Vemos circular muchas monedas ideológicas de baja ley por
las tabernas, por los mercadillos y, lo que es peor, en muchas tribunas en las
manos de lidercillos y próceres que han tropezado con una cartera y bien viven de ella hasta que les dure. Podría haber sido cualquier otra. Charlatanes de la política, vendiendo mantas y regalando
peines encaramados en las instituciones, con verborrea propia de Ramonet, que pronto
compran los cebos conchabados para animar al público a dar por bueno el género.
Aunque su causa sea mala la intentarán vender como oro fino y, si buena fuere,
mala cosa es que una buena causa se manche mezclada en malas manos con este
tipo de calderilla, pues una mayoría piensa que viendo la choza se conoce al
pastor. Y también que conociendo al pastor se deduce la salud del rebaño y la pureza
del queso. Estos vividores de la política defienden las causas indignas y manchan
y desprestigian las virtuosas. Son una peste.
Los territorios no tienen derechos. Sólo los ciudadanos
pueden tenerlos, no los bancales ni las regiones. Las lenguas no tienen el
derecho de ser habladas. Ni nadie a imponer que se hablen ni que no. Son los
ciudadanos los que tienen (o deberían tener) el derecho a expresarse en la que
quieran o puedan. Reclamar el de ser educado en la lengua que escuchaste alrededor de la cuna, ya es mucho pedir. Cualquier política de imposición en ese terreno, sea la
franquista o la de la actual administración catalana, —es decir, la misma— no
puede dejar de ser valorada como un abuso con tufo a totalitarismo uniformador.
Al parecer, hay una uniformidad indeseable, que abarca todo aquello que quiera
ser salvado como común, como cemento que una las distintas gentes y territorios
de un país, el nuestro, el de todos. Enfrente hay otra ya más noble, más
defendible, esto es, la forzada homogeneidad que lamine las diferencias dentro
de cada virreinato. Con las banderas ocurre igual.
¡Viva la diferencia!, pero sólo si es la nuestra. Cataluña
lleva decenios malgobernada por unos fanáticos empeñados en esa obra de
ingeniería social que llaman “construir país”, algo que sólo se puede hacer con
los escombros del único que existe y que cobija a las diferentes comunidades
autónomas. Dudoso invento que cada día muestra más lo frágil de sus costuras, pues
pudiendo ser una buena idea, se hizo a estirazones, y no era diseño que pudiera
funcionar cuando desapareció la débil ligazón de aquellos consensos entre gente
más decente y preparada que la que desde hace lustros soportamos al mando. La
deslealtad secular de algunos territorios debió de ser prevista, incorporando salvaguardas que impidieren aventuras ya intentadas, hoy ya es
tarde. Y el único país existente aquí, la única nación, España, paradójicamente es la única puesta en duda, de nombre impronunciable para los mesetarios y
periféricos desnortados que apoyan estos desafueros supremacistas que hablan de
plurinacionalidad y de la autodeterminación de los pueblos y las aldeas. Menos
de los suyos, que bien se guardarán los de Barcelona de declararse independientes
de Damasco.
Que los promotores de este intento planificado de escriturar
parte del territorio nacional a su nombre sean una pequeña élite acomodada,
ombliguista y xenófoba, con aromas racistas, una especie de extrema derecha
corrupta y excluyente, sea cual sea la denominación que le pongan al producto,
no es óbice, cortapisa ni valladar —Forges dixit— para resultar apoyados por
otros que dicen ser de izquierdas. Lógicamente de la peor y más extremada de las izquierdas
posibles, esas que abominan de reformar la casa y ven mejor arramblar con el
edificio para hacer un chamizo medieval con lo que quede de sus piedras. Será
peor, pero suyo. Trasladan a la estructura del Estado, que quieren débil si es
que quieren Estado, ese instinto fragmentador que les lleva a subdividirse
eternamente en Frentes Populares de Judea, permutando cinco o seis palabras
para bautizar sus infinitas sectas. Intuyen, saben, que sólo en los ríos
revueltos, en la descomposición y en el conflicto tienen ocasión de pescar
algo. Cuando las aguas son claras se les reconoce demasiado bien ya desde
lejos. Cuanto más turbias y enfangadas mejor.
Lo que los separatistas han puesto encima de la mesa como
elemento diferenciador, la almendra de su derecho a ser un nuevo país, siempre ha
sido la lengua. Luego te ponen como ejemplo Bélgica o Suiza, o Canadá. Un solo
pueblo, una sola lengua. ¿Quién dice esto hoy? Lo de la lengua del imperio era
de Nebrija, era lema de la época de los Reyes Católicos, algo en parte intentado
recuperar por Franco, con poco o nulo éxito. No es Vox quien lo dice ahora, aunque a
algunos de ellos sin duda les gustaría; hoy son otros populistas, los Jordis, los Torras,
los Puigdemonts y los Mas. E Iglesias y el converso Rufián, que todo tocino es
poco para mostrar la firmeza de la nueva fe, que de algo hay que vivir bien. Principios,
los justos, no como Sánchez que los tiene todos, eso sí, unos días unos y otros
los contrarios. No, no son los llamados centralizadores, sino los separatistas,
quienes proclaman y aplican tan progresista y conciliador lema en la política
local y en la enseñanza. El castellano, hasta ahora residual, aunque lo fuera
ilegalmente, con este bodrio legal ya será lengua extranjera en la escuela
catalana, por fin. Ahora con todo derecho. Como el inglés, el italiano o el
alemán, el mismo número de horas, pero peor visto, que ni en el recreo debería
usarse. Dos horas semanales en primaria, tres en secundaria y dos en
bachillerato. Sin embargo, ese es el idioma agresor, el que intenta imponerse,
lo que son las cosas o quieren que sean estas mentes calenturientas. Con esta modificación
legal de encargo, pago que santifica los desaires nacionalistas a las
sentencias del Constitucional y las del TSJC, hasta harán difícil el único
recurso actual para reclamar tus derechos lingüísticos en la escuela, ese
miserable 25%, que es acudir a los tribunales. De todo ello tanto el PP como el
PSOE son culpables, por acción o dejación durante decenios, por la recurrente compra
de votos pagando con los menguantes derechos de todos. No le echaré la culpa a
ERC, que vende a buen precio sus votos y gana otra piedra para su obra, arrebatada como siempre a los cimientos de la casa común; tampoco
a Iglesias, mediador y tratante del acuerdo entre payos para la venta de esta
burra legislativa, pues de él y de los suyos nada cabe esperar, ni en esto ni
en nada. El alboroque lo celebrarán juntos. En el PSOE, el pagador en el trato, se escuchan rechinar
algunos dientes, hay quejas acalladas por el sillón en juego, los que razonan
en contra pasan a la lista negra y las navajas están preparadas. Esperemos que
los vaivenes parlamentarios no obliguen a algunos a hacer el ridículo una vcz
más con sus dondedijedigos.
En los estériles debates de las redes se suelen leer cosas
peregrinas, no las llamaremos argumentos. En realidad, muchos de los debatientes
lo que vienen a decir es que si lo hacen los suyos, bien hecho estará, tanto
como si hubiesen hecho lo contrario. Lo que da la cepa, no hay que esperar más.
Los más listos y decentes, que los hay, o callan o mantienen una postura tibia,
como desentendida, se van por las ramas viéndolas venir, por si hubiera mañana
que defender lo contrario y enumeran algunas obviedades sobre la hermosura de las lenguas, la necesidad de respetarlas, algo que nadie discute o alegan que ninguna está prohibida, cosa que nadie afirma. Otros, bastante menos inteligentes, intentan
argumentar, y recurren al mismo tono agraviado y lloroso de aquellos que en definitiva
vienen a defender. Los que reclaman que el 25 % de la enseñanza que reciben sus
hijos sea en castellano son para ellos los malos de la película. Y los que los
defendemos también, unos fachas, resignados y ya hechos a recoger y abonar algunas
flores que van tirando los que se autodenominan progresistas. Presentan estos
últimos a los que se oponen a este engendro legal como si los perjudicados fuesen los abusadores,
los que oprimen lingüísticamente a los que quisieran que en Cataluña sólo se
hable catalán. Pero la verdad es que los que con su ayudaquitan derechos son los tractorícolas, los verdaderos
fachas catalanes, los carlistoides paletos que proclaman desde balcones y despachos
oficiales “un sol poble, una sola lengua”, no los otros.
Ni el catalán ni es castellano corren peligro en Cataluña.
Ninguna de las dos lenguas está expuesta a desaparecer en el uso voluntario que
de ellas hagan los ciudadanos. El debate no es lingüístico, sino de hegemonía cultural
y política. Se prohíbe la posibilidad de rotular en las calles en castellano,
incluso se multa a quien lo hace en el cartel de su propio negocio, las comunicaciones
desde y hacia las administraciones solamente se permiten en catalán, el exigido
dominio de la lengua vernácula filtra y tapona la llegada de indeseables e
indeseados funcionarios carpetovetónicos y en la escuela no se habla otra
lengua que no sea la catalana, salvo en las dos horas dedicadas a la Lengua
castellana… Si todas esas anomalías democráticas suponen la normalidad en Cataluña,
difícil es presentar a los castellanohablantes, la gran mayoría, siendo el castellano la lengua materna del 56,2% de los catalanes, como
los que intentan imponer su lengua frente a la catalana, que se quiere hacer
pasar por la agredida, por la necesitada de protección. Ha costado cuarenta
años, pero por fin gracias a estos desalmados de distinto pelaje el castellano
tendrá legalmente el trato y consideración de lengua extranjera, gracias a este
artefacto legal vergonzoso que ERC intenta cobrar por su apoyo a los
presupuestos, con Podemos de mamporrero y la peña de la izquierda mesetaria
dando palmas. Esperemos que el Parlamento impida que se perpetre este
desafuero, aunque pocas esperanzas hay.
Desde balcones y despachos de una administración centrada
en eso que llaman “la construcción nacional”se repetía y repite el lema “Un sol
poble, una sola lengua”, la catalana, que el castellano es jerga de los charnegos
invasores y otras gentes de mal vivir. Hoy, gracias a estos irresponsables
políticos, están un paso más cerca de conseguir su objetivo.
Son los más desfavorecidos los que pagarán el pato, al
precio de acabar teniendo escaso dominio del castellano, pues habrá que ir a
colegios de pago para alcanzar el que sería de ley conseguir en un centro
público. Los promotores del invento llevan a su prole al colegio británico o al
liceo francés, donde enseñan bien el español, que el catalán ya lo llevan de
serie. La izquierda apoya aquí a los más solventes, más a Anna que a Ana, menos a
Arturo que a Artur y más a los Puigdemont que a los Gómez. De paso, estos
inmigrantes de nueva o vieja estirpe, si el castellano es su lengua materna,
habrán interiorizado en la escuela y en la calle que la suya es una lengua
importada, ajena al territorio en que nacieron y viven, lo que les llevará a asumir que son ciudadanos de segunda, parte de esa chusma mesetaria hambrienta y analfabeta,
la tropa de una invasión programada por Franco como algunos han llegado a
escupirles, charnegos que deberían ir olvidando hasta en casa su lengua si
quieren integrarse en ese parque temático nacionalista en eterna construcción.
De todas formas es inútil. Su lengua es la materna para un 56,2% de los
catalanes, la podrán esconder en casa, pero sus apellidos les delatarán. Nunca
seréis de los nuestros, sois gent de fora, Los García, Martínez, Sánchez,
Gutiérrez, esos que enumeraba con sorna Boadella, y que son los más frecuentes
en Cataluña, como en el resto de España, nunca podrán competir para los puestos de postín con los Puig i Casademont,
Formiguera i Margall, o Major i Detall.
Ya tenía bastante la justicia, entre los estirazones a
sus puñetas, su forzada dedicación a encausar a muchos conmilitones de los que
estirazan y a intentar arreglar problemas o apagar incendios que esos mismos o
provocan o son incapaces de solucionar. Además ahora vamos a convertir los
tribunales en consultorios psiquiátricos.
Las sentencias del procés y de Trapero, como otras que
afectan a todos los partidos salvo excepciones que no conozco, son contadas por
cada uno como la feria, según les va, valoradas según se acostumbra, justas si
favorables, indignas cuando pintan bastos. Ahora llegamos a la guinda, las
detenciones de la camarilla de Puigdemont en lo que parece un episodio de
Amanece que no es poco, el de la invasión, aderezado, como es costumbre en la
casa, con el uso de cuantiosos fondos públicos para financiar sus delirios. El
juicio parecerá un guion de Berlanga o de Cuerda.
Seguramente no hay forma de evitarles a los togados el papelón,
porque de forma fatal el guion de la película y los diálogos de cada proceso
acaban acercándose dialécticamente al nivel de los hechos y personajes que se
enjuician. Y viendo discutir a un listo con un tonto, a un loco con un cuerdo, al
cabo de un rato es difícil distinguirlos. Un juicio acaba adaptándose al nivel
del juzgado y aunque se trate de un criminal, se le supone un cierto raciocinio.
Tal vez por ello sea hora de tratar el tema independentista desde un punto de
vista psiquiátrico, seguramente la única forma racional de abordar los hechos.
Los acusados, pueden pagar, deben pagar si así se demuestra,
por los robos continuados de dineros detraídos de necesidades reales y urgentes
para financiar los desvaríos y sueños de escriturar a nombre del cártel la
finca catalana que ya tienen decenios en usufructo. Lógicamente las leyes nada tendrán
previsto para estos desajustes frenopáticos, como ocurrió en juicios anteriores
donde se juzgaba una ilusión, un sueño irrealizable, según decía la sentencia. Muy
caro y peligroso pero, al fin y al cabo, todo era ilusión, teatro, circo y
encantamiento. Nadie puede prever la vesanía de alguien que quisiera beberse el
Júcar para secar la comarca o robar un término municipal echando viajes con
camiones llenos de la tierra de los bancales hasta llevársela toda. Sí debería
estar contemplado el penar todo gasto inútil, no digamos nocivo para la
conviviencia. Embajadas para desacreditar al Estado pagadas por los impuestos
de todos, o los fondos desviados para mantenimiento del loco de Waterloo y su
corte a cuerpo de rey, o la creación de una agencia espacial para lanzar
cohetes. Todo pirotecnia.
¿Qué figura legal podrían tener nuestros códigos para quien
reclamare la presencia de mercenarios de un país ajeno y lejano para sustituir
una ocupación que sus desarreglos mentales les hacen figurar cometida por parte
de sus compatriotas? Nadie puede creer que Putin estuviera dispuesto a asumir
la deuda catalana y a enviar 10.000 soldados para apoyar la república bananera
soñada por estos dementes. Lo malo es que ellos sí; no sólo lo creían posible,
sino también deseable. Tratado el tema en un juicio, necesariamente será algo surrealista
y su desarrollo y su sentencia puestos en cuestión. El juez Calatayud, ya acostumbrado
a tratar con adolescentes revoltosos, les mandaría unas pastillas y los pondría a
trabajar en un andamio. O dirimir la cosa en un duelo singular entre Puchi y un
Goliat estatal, y luego ya al trullo. La embajada rusa contesta con sorna que
pocos son diez mil para tamaña epopeya. Eso bastaba en la Anábasis, Ciro contra
Artajerjes, cosa que ya añado yo.
No es para menos la ironía rusa. Si esas peticiones
existieron, bueno sería saberlo y a qué nivel llegaron los contactos, aunque
uno imagina una escena de Torrente. Meras confabulaciones entre hampones, de
fijo agravados por el vodka sus desarreglos mentales, porque si se enteraran en
el palacio de Putin que sus servicios secretos tratan en esos términos con estos pobres incautos
alucinados, destierran a toda la legación diplomática a Siberia. No sé si
Gorvachov, al que meten en el ajo, se molestará en descender hasta estos pantanos
ni para desmentir la fábula, pues lo más posible debió ser que estos sujetos acabaron
dando con algún mafioso espabilado que viera ocasión de sacar algún provecho de esta tropa
que les pedía tropas. Al menos, reírse. Como la demanda de un par de regimientosdejaría petrificados y mudos a los rusos, con su silencio los tractorícolas se animaron a añadir que, de paso, nos pagáis la
deuda, total unos cientos de miles de millones. A cambio, la neonata república,
una potencia mundial, daría por buena la anexión de Crimea y os enviaría un par
de garrafas de ratafía de la del Torra. Y aquí paz y después gloria. Todo se
andará, todo se andará, nos dicen en el Kremlin, —contestaron ya casi repuestos aunque aún perplejos. No
es raro que, como estos mataharis nos cuentan, Puigdemont, al conocer el calado y enjundia
de la operación, se cagara en las bragas. [sic]. Si se lo cuentan a la Marta
Rovira aún estaría llorando. Junqueras ya andaba encargando mil misas con
Tedeum a los dominicos de Montserrat y Mas un traje militar de Armani, con
media arroba de medallas. La sorna de la embajada rusa es explicable y los
únicos informes que llevaría a Moscú la valija serían para describir lo propicio de que
metieran en las redes más mensajes para enredar el cotarro si es que se podía
enredar más, que veían el río revuelto y que eso de andar como pollos sin
cabeza en Cataluña hoy ya no es una metáfora. Pero nada de contar con esta
pandilla tan poco seria ni para beber vodka. Que en cuestiones de religión
mejor no meterse y que nada de considerar la posibilidad de apoyar una
hipotética republiqueta regida por tales descerebrados narcisistas y
avariciosos. Hasta los enemigos conviene que sean serios. Lo dicho, un
descojone moscovita.
Lo malo es que aquí también nos lo tomásemos a broma. No
sugiero que lleguemos al nivel de demencia de esa gran familia siciliana que
desgobierna el Principado, pues sería arduo y estéril obligar a un tribunal a
diagnosticar su patología. Como esto de los 10.000 hijos de san Putin
desfilando por la Diagonal es sólo un sueño de perturbados mentales, procede
hacérselo ver, si acaso, por un tribunal médico, de esos que valoran el grado
de responsabilidad que cabe atribuir a un psicópata. Todo se deberá limitar en lo penal, lo
que no sería poco, a lo real, a la pela, a pedir responsabilidades por usar
millones de euros públicos para financiar disturbios, quemas de calles,
sabotajes y otros desmanes acuáticos. Especialmente grave si se hace, como se hizo, desde
la propia cúpula de la administración autonómica. Si eso no la convierte en
organización criminal, que venga Dios y lo vea.
Lo más penoso no es que sus secuaces, red clientelar y
masas hipnotizadas por el péndulo independentista les den la razón. Gran parte
de esa tropa vive de esto. Lo peor será ver desde otros lares a los tontos de
siempre, los útiles y los inútiles, desviar la atención, una forma de colaborar,
intentándonos convencer cuando estos hechos alucinatorios lleguen a los
tribunales que quien está en duda precisamente son los jueces, no los delincuentes
juzgados. Es lo que llevamos soportando ya muchos años. Sólo por sus robos, que
robos son, y desmesuradamente cuantiosos como corresponde a los discípulos de
Pujol, ya merecían estar en la cárcel tantos o más años que el bigotes o el
Bárcenas, que han robado menos y en otros aspectos son menos peligrosos para la
convivencia que los dirigentes separatistas. Y me refiero a los políticos
presos por los juicios del procés, que bien están donde están, y más cuanto mejor vamos conociendo los planes y actos de ese entorno claramente mafioso y
alucinatorio. La locura es más peligrosa que condenable y no se cura en la
cárcel, pero sólo, como decía, un traslado al psiquiátrico debería sacarlos de
ella.
Se nos reprocha que es cómoda y posturera la
pretensión de independencia, de una libertad de juicio que a veces declaramos
como aval de nuestras opiniones sobre la actualidad política. Pudiera parecer que con ello se las negáramos a los que nos contradicen. Como siempre
ocurre, no le falta algo de razón a quien eso piense o diga. Nadie hay
verdaderamente imparcial, un cerebro en un frasco que destila cordura aséptica,
sin contaminación de simpatías, preferencias ideológicas, prejuicios, incluso
manías. Detrás de las opiniones siempre hay vivencias, lecturas, compañías,
ambientes y otros condicionantes que hacen de filtro a la hora de analizar unos
hechos o unas ideas.
Eso nos hace previsibles, aunque a unos más que a
otros, es cierto. Cuando conoces a alguien bien, a menudo puedes anticipar sin
equivocarte demasiado qué pensará y dirá acerca de ciertas cosas. También
ocurre a la inversa; quienes nos conocen pueden más o menos prever qué opinión
tendremos sobre un asunto o un tema que surge. Los cerebros se van
encalleciendo y nadie puede presumir de tener una mirada virginal ante lo que
acontece.
La cosa se agrava porque cada individuo no es una isla
que produce ideas propias, endémicas, únicas, originales, fuera del tiempo y de
la sociedad en la que vive. Hay algunos que mantienen toda su vida la cándida
simplicidad de la infancia, sin alcanzar nunca el uso de razón, que aquí está
Caperucita y allí el lobo, tras aquellas matas, aunque lo normal es que,
conforme se va madurando, hecho el rodaje del magín, cada persona vaya haciendo
suyas unas ideas, una forma de ver las cosas, unos condicionantes que son su
herramienta para enfrentarse a la realidad. Esta herramienta será más potente y
versátil según la cantidad y calidad de las experiencias, compañías, lecturas y
reflexiones que haya acumulado hasta el momento. Deberíamos hacer hincapié en
lo último, las reflexiones, el pensamiento dejado a su aire, sin compuertas,
sin rutas, sin límites. No es algo que debemos dar por supuesto, pues es
actividad menos frecuente de lo que pudiéramos suponer. Cada uno haga memoria
de cuánto es el tiempo que lleva dedicado a ese menester, barbilla en puño,
mirada ausente y a ver dónde nos lleva la cosa.
Hay quien se pone a pensar ya embridado, por otros o
por sí mismo, llegando a echar el freno y detenerse cuando ve que los
pensamientos se van orientando hacia donde no deben, hacia lugares que no
debería visitar alguien que es como uno cree que es. Que esa es otra, que hay
quien dice pensar lo que no piensa, pensando que una persona como él, que es
como debe de ser, no debería pensar como en realidad él piensa. Ni llegar a las
conclusiones a las que con inquietud se ve llegar a menos que pare a tiempo.
Mejor callar y dejarse llevar, esperar a que lo que hoy es incorrecto vuelva a
ser correcto. Incluso llega a convencerse que ha tenido el gusto, la inteligencia
y el acierto suficientes como para atinar pensando exactamente lo que hoy hay
que pensar. No fallo a ningún palo. Me hincho a megustas en el Facebook y en el
Twitter, oye. Acudo a donde sé que me van a dar la razón sin pensar y ninguna
necesidad hay de meterse en la boca del lobo, en el terreno hostil que habitan
los que no piensan como yo, pero piensan. En otros casos, la inusitada
experiencia de discurrir dura poco porque las neuronas empiezan a sufrir
agujetas, como cuando alguien muy sedentario un día decide apuntarse a una
media maratón.
En determinados aspectos, la fe, sea religiosa o
política, si es que ambas no son una misma forma de ser y pensar, nos marcan
unos límites, ponen en cuarentena e incluso nos privan de conocer datos que
serían relevantes para razonar con posibilidades de acierto. A veces se nos
limitan o prohíben. Hay que leer esto y no aquello. No hay que hacer caso a
fulano, que es un hereje, es falso porque lo han dicho en tal emisora,
periódico o cadena. ¡Uy, mengano, si yo te contara! Así las ideas y los
comportamientos se juzgan más por su autoría que por su contenido.
Mentarle a alguien su militancia o su fe no es
declararle incapaz de pensar por su cuenta, y no sería honesto, y menos
elegante, aludir en un debate a esos condicionamientos, de peso variable según
personas, para intentar desacreditar al oponente o atribuirte una razón que tus
argumentos no sostienen. Si en el ardor del debate, uno incurre en ese error, o
así lo entiende el contertulio, sólo cabe presentar excusas. Pero los
condicionantes están ahí, operativos y, a veces, determinantes. Una etiqueta
política, más si es asumida o pregonada por el interesado, no descalifica,
aunque sí autoriza a suponerle determinadas creencias previas, una forma
concreta de ver las cosas, unas simpatías hacia unas doctrinas y unas personas,
tanto como una animadversión hacia las contrarias. Incluso en algunos casos
extremos se cae preso de un dogma, en cuyo caso lo mejor es dejarlos, pues
debatir hoy con arrianos y monofisistas, como que no. Sólo se debe debatir con
personas que nos merecen respeto. Y que nos lo tienen, al menos lo muestran.
Claro, declararse uno libre de todos estos cimientos a
la hora de edificar nuestros argumentos siempre es intentar jugar con ventaja,
pues en un grado o en otro todos nos apoyamos en un suelo, que todos creemos
firme, aunque pudiera ser pantanoso o movedizo. La realidad es poliédrica y
cambiante y no siempre nuestro cerebro elige bien el solar, cuenta con buenos
planos y herramientas, ni tiene tanta pericia en el oficio como creemos. Si
estamos hablando de imparcialidad, no cabe buscarla en un cerebro juzgándose a sí
mismo.
De ahí vienen casi todos los males en el tema que nos
ocupa. Antes de juzgar los acontecimientos, la experiencia, la costumbre y el
ambiente próximo, —a veces la peña, la iglesia o el partido—, entre otras
influencias que no siempre controlamos, nos han creado un mapa del universo
posible, con sus límites, sus caminos y sus puertos infranqueables. En ese
mapa, nosotros mismos, los nuestros, ocupamos invariablemente el centro,
aparecemos en el cerro más alto y desde esa privilegiada altura miramos y
juzgamos. La fe y la militancia hacen más pequeño el universo posible, siempre
dejan fuera mucho campo, aunque depende del grado de entrega y dependencia
respecto a esa fe el tamaño del espacio por donde nos es posible transitar. A
veces es amplio, otras muy reducido y su dimensión va pareja con nuestra
previsibilidad.
Uno siempre cree, quiere creer, que ve las cosas con
ecuanimidad, algo que también les sucede a los demás y es difícil aquilatar a
qué nivel de ajuste con la realidad nos llevan a cada cual los condicionantes
antes descritos, aunque siempre tendemos a vernos en el espejo mejor de lo que
somos. Componemos la imagen que nos devuelve a base de recuerdos y deseos, de
ideales y de engaños. No podemos evitar esa autocomplacencia. Seguramente un
monstruo se ve como el más bello de los monstruos. Si eso ocurre con una imagen
física, qué pensar del Photoshop que aplicamos a nuestras ideas una a una y en
conjunto. Esa autoimagen ideológica siempre nos coloca en el lado bueno de la
historia, alta la moral, bien peinadas las ideas y vestidos con los ropajes del
acierto y de la sensatez. Tal vez esa autoestima sea necesaria para vivir, para
salir a la calle y más para opinar, pero no siempre es ajustada y veraz.
Una romana que puede servirnos para no falsear la
medida de nuestra ecuanimidad es intentar recordar cuándo hemos criticado a
“los nuestros”. Cuanto más se separe de cero el número de ocasiones en que lo
hemos hecho, mejor vamos, más creíbles seremos o no lo seremos en absoluto si
el osciloscopio da encefalograma plano. Muchos casos podemos ver en que el
criticómetro no mueve su aguja más que en un sentido, lo que resta valor y peso
incluso a los juicios acertados y las valoraciones sobre las maldades ajenas.
La incapacidad de detectar las propias, la autocensura que nos lleva a callar
si es que las detectamos, incluso a negarlas si otros nos las muestran, nos
indican que nuestras opiniones, además de previsibles, son poco de fiar, hasta
cuando aciertan. Si el descarte de todo aquello que en la realidad nos
perjudica, a veces el interesado silencio sobre la mitad de ella o el tomar
conveniencia por razón, ya devalúa nuestras opiniones, no les busquemos valor
alguno cuando se llega a recurrir a la mentira.
Cuando uno se pone a criticar algún comportamiento o
decisión de nuestros políticos, estén en el gobierno, en la oposición, en el
pacto o en esa otra oposición pintoresca y filibustera que parte del gobierno
se hace a sí mismo, sufre inevitablemente el reproche de estar dando la razón a
quien en esa ocasión queda fuera de la crítica. Otro gigante, Sancho. A por él.
Por eso, según a quién se dirija, cualquier crítica debe ir precedida por una introducción
justificativa que acredite tu derecho a discrepar, pocas veces reconocido. Si
me planteas objeciones o matices, no digamos críticas duras, claro está que
eres del enemigo. El pensamiento binario que empapa de sectarismo a los
actuales actores políticos no va más allá de ubicar a los ciudadanos entre los
buenos o los malos. Los primeros, lógicamente, son la primera persona del
plural; los segundos, la tercera. El mundo está lleno, para su pesar, de regulares que, con su escasa y común finura
clasificatoria y onomástica, en un bando entenderán como tabores de tropas
africanas, por lo tanto, franquistas, de esos que ven infinitos más de
los que quedan. Los otros nos creerán de los suyos, al menos hoy.
No les entra en el magín que una inmensa mayoría no somos
militantes ni de su partido ni de los que se le oponen. Les desconcierta la
existencia de personas que se limitan a contemplar asombrados el grado extremo
de ensimismamiento en que viven unos y otros, ese sectarismo avergonzante arropado
por militancias ovejunas que se someten a dar por bueno y jalear todo lo que
hagan y digan las curias de sus respectivas iglesias. Aunque su línea de
pensamiento y acción dé giros y revueltas, cambie, pase de defender una cosa a proponer
o perpetrar la contraria o renuncie a cumplir toda promesa hecha a la hora de
pedir el voto. Para todos estos vainas, la razón es algo patrimonial, heredado
por su familia política, como un título nobiliario. No es prenda que se gane y se
pierda según cómo se obra en cada situación, que unas veces se tiene y
otras no, y nunca entera. No, la razón es toda nuestra y fuera de nuestra razón
queda la barbarie, sea facha o bolchevique.
Funciona así en muchos de los temas, pero el de la
independencia del poder judicial puede ser paradigmático. Se presenta como
argumento encandilador precisamente lo que ni unos ni otros desean, la
independencia de ese poder, pues todo lo que todos hicieron y hacen se encamina
a eliminarla; toda reforma viene a aumentar sus desportillos, a dejarla cada
vez más en manos de quien hoy puede abusar de una posición favorable y pasajera
por la aritmética parlamentaria. Al hacerlo, lo que en realidad muestran es su
deseo de utilizar la justicia, un poder cuya independencia marca la diferencia
entre una democracia y una dictadura, para conseguir que el suyo sea lo menos pasajero posible. Cada una de las reformas perpetradas han ido empeorando sucesiva e invariablemente esa independencia que ningún partido defiende más que cuando está en la oposición,
de forma que las grandes palabras y los encendidos discursos están demás. No
consiguen con estos brillos retóricos deslumbrar a los ciudadanos que aún
mantienen una costosa independencia de criterio y son lo suficientemente masoquistas
para ir siguiendo esta novela negra ambientada bajo las luces del parlamento y
en las sombras de los suburbios del hampa partidista. Una mayoría se
desentiende, por aburrimiento, rechazo, asco o porque con sobrevivir ya tiene
faena. La pandemia acerca estos comportamientos a lo criminal. Hace tiempo que gran parte de los ciudadanos dejaron de creer que la solución a sus problemas pueda
llegar de tales irresponsables cuya única misión parece ser mantener el mando
si lo tienen o conseguirlo cuando están en la oposición. Tal vez no haya más en sus cabezas.
Nos miran como insectos.
Sin duda un político debe intentar alcanzar el poder. Es
condición para poder llevar a la práctica su programa, en el caso de existir
algo que merezca tal nombre. Poco a poco, lo que acaba ocurriendo es que el
medio se convierte en fin, no queda tiempo ni fuerzas para más. Hay que ganar,
luego ya se verá. Al menos ganando todo se ve desde una posición más cómoda, el
sillón es más blando, de paso que podemos recompensar a los que nos han ayudado
a llegar hasta aquí, que dada nuestra incapacidad, han tenido mérito.
Nuestros dirigentes se encuentran enredados en eso que se
conoce como dilema del prisionero, aunque agravado porque lo que se juegan no
sólo a los dos les afecta, sino a todo el país. Incluso a ellos en menor medida
que a los que sufren sus desacuerdos. Dos personas pueden no cooperar incluso
cuando al no hacerlo se perjudican las dos. Ahora vemos que incluso cuando
todos somos los perjudicados. Un dislate no se tapa con otro. Y menos con una
infamia. El bloqueo de la renovación de estas instituciones judiciales,
defensor del pueblo, Consejo de TVE, por parte del PP, algo impresentable, no
se corrige con un abuso aún mayor por parte del gobierno, como es el idear una
estrategia más conveniente para sus propósitos indisimulados de asaltar estas
instituciones, evitando preceptivos informes, procedimientos, retorciendo el espíritu
de la ley, los equilibrios y todo lo que la Constitución había previsto para
evitar que el poder judicial, y esos otros, fueran absorbidos por el ejecutivo,
ni siquiera por el legislativo. Nos acercamos a Polonia, por no viajar al
Caribe. Europa ya les ha visto asomar la oreja y ha avisado que la cosa empieza
a oler mal.
La estrategia previa de ir intentando en manada desacreditar
el poder judicial, al que presentan hostil, dominado por los otros, cala entre
la tropa, algo previsto y habitual, pero también entre parte de la población.
Una población que ve cómo la justicia interesadamente puesta en duda acorrala
la corrupción precisamente de aquellos a quienes se intenta presentar como dominadores de una
judicatura colonizada y sin criterio. Vemos a quién se juzga, qué condenas
reciben, qué casos ocupan la actualidad desde hace años. También, y paradójicamente, dejamos de
ver en lugar protagonista, cuando no prescribiendo por distracciones y retrasos
de la justicia, corrupciones inmensas, a veces impunes, perpetradas precisamente por los que se
quejan de que quienes les deben juzgar están al servicio de sus oponentes,
muchos de ellos ya en la cárcel. A Pujol y su clan no se les auguran tales
padecimientos. Los socios del golpe posmoderno catalán también tienen cierto
interés en influir en estas reformas y nombramientos y la liebre que llevan
unos y otros es rápida, pero visible. Que
el socio levantisco del gobierno pase por ciertos problemas judiciales, aunque
parapetado tras la inmunidad de sus cargos, tal vez explique ciertas prisas,
como el procés catalán explicaba otras urgencias y abusos similares. Podrá
explicar, pero nunca justificar que un indigno vicepresidente del gobierno oriente
y amenace poco sutilmente a la judicatura, advirtiendo desde su alta posición
institucional que sería inverosímil para él o los suyos el verse imputados en
nada ni por nada, dejando a otros adláteres de viperina más suelta, si cabe, la
misión de hacer declaraciones aún más inquietantes si llegaran a verse en el
banquillo, como casi todo hijo de vecino bajo sospecha se ha visto y se ve.
Ellos, como venimos diciendo, no tienen que acreditar ni demostrar ninguna decencia
ni virtud, puesto que todas son suyas. Al menos eso creen y predican. El resto
ya lo hace la fe de cada uno.
El Partido Popular lanza a sus feligreses a justificar lo indefendible en periódicos, tertulias y foros, el bloqueo a una renovación a la que obliga la Constitución. El PSOE y Podemos hacen lo propio con su parroquia y los ponen a argumentar las bondades de arramblar con los últimos resquicios de independencia del poder judicial. Servidumbres y miserias de la militancia. Otros partidos y apoyos, a ver qué pescan, que las redes siempre les son favorables en las aguas revueltas. Indecencia contra infamia en la romana de la justicia, que la balanza es algo más moderno y preciso. Y la casa sin barrer.
El dictador Francisco Franco, de triste recordación, murió pronto hará 45 años. Dios lo guarde. Bajo siete llaves, porque no faltan los que lo siguen invocando por estos lares. Sigue flotando ectoplasmático, según nos cuentan los que hacen conjuros entre sahumerios para que se siga dando a vistas. Al parecer, aún hay quien cree que se le puede rosigar algún voto más a sus huesos. Y no lo invocan los pocos que lo añoran, sino los muchos que lo necesitan para que declararse antifranquistas en el año 2020 suene algo menos ridículo, y más para los que no lo fueron mientras estaba vivo, cuando tenía sentido y mérito.
Cuando murió, aún no había nacido el 74% de los españoles hoy vivos. De ese otro 26% que padecieron aunque fueran los últimos coletazos del franquismo deberíamos quitar a aquellos que por aquellas fechas aún no hubieran alcanzado el uso de razón, lo que tras penosísimas reflexiones nos llevaría a datos dudosos, pues no son pocos los que aún hoy no han llegado a ese punto.
La subespecie del homo sapiens antifranquisticus, mientras el dictador vivía, contaba solamente con algunos miles de ejemplares, apenas un poco más numerosos que los unicornios. No abundaban, no, para qué nos vamos a engañar. Cuando desapareció su nicho ecológico, su razón de ser, esto es, cuando su existencia no tenía ya justificación ambiental, política ni ontológica, sorpresivamente la especie prolifera, alcanza el antifranquista su cénit numérico, aunque su pelaje ya no luzca el pasado lustre. Llevan desde entonces una existencia decadente, faltos de las presas ideológicas que daban razón a su existencia por estos andurriales. Siguen jugando a dar con ellos, dicen que los ven allá en el horizonte y acá en la barra. En los tribunales, en las escuelas leo hoy, en la administración, en el gobierno, en todos sitios. En estos antros y en otros muchos más proliferan, bullen y se amontonan, acaparan el poder y dominan la opinión. Con una finura visual pareja, algunos ven últimamente panteras negras como otros ven manchas. Hay que hacérselo ver, antes que la cosa vaya a más.
Pero no se lo harán tratar porque necesitan ver fantasmas. Si por fantasmas es, abundan en todas las familias políticas, y están muy bien repartidos. En cualquier debate o acontecimiento que encuentran poco favorecedor a sus posturas, o por una pereza que roza la descortesía en los más inteligentes, muchos sacan ese espantajo y con él consiguen asustar a algún desavisado poco leído o convencido de antemano. Porque a Franco, gran parte de los vivos lo conocen de oídas, de contadas, si acaso de leídas, pero pocos de vividas pues, por fortuna, poco o nada queda hoy de él ni de su régimen. Cuando tras su muerte y el fin de la dictadura en España se pudo votar, los que reivindicaban su legado, los que querían que su “movimiento” perdurase inmutable por inercia, representados por Blas Piñar, cabían en un autobús como reflejó el recuento. Seguramente la misma ideología residual que cada 20 de noviembre reunía a unas docenas de nostálgicos en el valle de los Caídos. La población, en su inmensa mayoría, ya entonces había pasado página, aunque una y otra vez nos quieran abrir el libro por las más penosas. Tras el traslado de su momia a un lugar del que escasos españoles siquiera se han molestado en enterarse dónde está y cómo se llama, un cartucho que quedó en salva, hemos podido recontar una vez más a los franquistas que quedan. Uno por cada diez mil antifranquistas, así a ojo de buen cubero. Ante tal desequilibrio es fácil comprender su desconcierto y verlos apuntar hacia las jaras cuando algo se mueve. En la Transición tanto mutó Fraga como Carrillo, Suárez como Alberti, igual que muchísimos otros. Yo sigo agradeciéndoselo a todos ellos, mucho más que a los que aún siguen allí y como entonces, esos que hoy procuran cubrir de olvido esa época y nos la cuentan mal. Y con ella el presente.
Claro está que hay librepensadores, liberales, centristas, conservadores, gentes de derechas, incluso de extrema derecha. A algunos sexadores de pollos políticos todos ellos se les figuran franquistas, pues su capacidad de discriminar es binaria, cosa del oficio. A otros aún más tontos, a los que deseo mayor tino buscando setas, todos los que piensan distinto, incluso los que simplemente piensan, se les antojan fachas. De todo hay en la viña del Señor, como ocurre en cualquier democracia, algo que a demasiados les viene grande. No sé calcular si son más, menos o los mismos los apoyos que tienen las ideas de sus oponentes, pues cada vez que contamos los votos tras unas elecciones vemos que hay más votos cambiantes que cautivos, a Dios gracias, lo que da una cierta esperanza de que los totalitarios de ambos extremos, cubiertos por la piel zalamera del populismo, no acaben por hacerse los amos del cotarro.
Seguramente una gran mayoría tiene —tenemos— una idea de aquí, otra de allí y otra de allá, según gustos, formación, vivencias o intereses. O simplemente y no menos frecuentemente, según el entorno para los más débiles de entendederas y de valor, que no hay que señalarse ni salirse de parva en la parroquia. Llamar franquistas a esos millones y millones de españoles clasificados con tan poco tino sería igual de errado que llamar estalinistas a sus contrarios. Luego está lo de fachas, algo que no he escuchado decir a nadie que tenga un argumento a mano. Dada la extensión del ámbito ideológico al que se intenta descalificar con él, podemos decir que a quien no le hayan llamado facha en alguna ocasión es porque no ha dado demasiadas muestras de actividad cerebral
Francis Mojica fue quien descubrió en las salinas de Santa Pola unas tijeras biológicas que escapan a mi comprensión, pero que sirven para editar la película embrollada del genoma. Posiblemente una de las herramientas que ójala pronto acaben con pandemias como la actual, el cáncer y otras miasmas. El Nobel de Química lo han recibido dos meritorias investigadoras que han conseguido afilar las tijeras de Mojica. No es la primera ni la última vez que ocurre algo similar con las autorías. De hecho España premió con el Príncipe de Asturias a esas mismas científicas, olvidando al padre de la criatura, algo que poco le habrá ayudado a ser, al menos, uno de los premiados por la Academia sueca.
En nuestra línea, una línea que hace que entre nosotros todo lo que rodea a la ciencia sea precario, desdeñado, pintoresco, sorprendente. La ciencia en España es la búsqueda solitaria de setas en el puto monte, pues poco se cultiva en los bancales de unos equipos científicos dejados de la mano de Dios y de las administraciones. Nosotros a cultivar turistas en altura, que es lo nuestro, y que inventen ellos, porque cuando, de una forma que entra dentro del terreno de lo milagroso dado el apoyo que reciben, algo inventa alguno de los nuestros, no nos damos ni cuenta. Ni le damos las gracias. La envidia profesional, otra de las virtudes patrias, debe andar por ahí rondando.
No habría que ser chauvinista, pero tampoco llegar al extremo opuesto en el que estamos instalados desde hace siglos. Un ejemplo muy menor fue cuando en un festival de Eurovisión, votando los últimos, dimos nuestros votos a Israel, que nos privaron del premio. Seguramente hicimos bien, unos Quijotes.
Se acerca el 12 de octubre, fiesta nacional de "Este País". Leeremos versiones igualmente penosas y desenfocadas de este peculiar relato de nuestra Historia que nada valora la épica propia, algo real, antes la desacredita, mientras babea ante los cuentos ajenos. Incluso dejamos que otros nos cuenten nuestro pasado, pues para ser un "hispanista" reconocido, la primera condición es la de haber nacido lejos del objeto de estudio. Los estepaiseños prefieren ensalzar antes a Buffalo Bill que a Elcano, al general Custer antes que a Colón o al Gran Capitán, al 7ª de Caballería frente a los Tercios. Olvidan a Leopoldo II de Bélgica y sus crímenes en su Congo (los pocos que los conocen) y nos recrearemos en los errores (si los hubo) de los Reyes Católicos para celebrar la fiesta de esta cosa en la que algunos son capaces de ver muchas naciones, menos la única que hay. Para llorar.
Desde aquí mi reconocimiento agradecido al doctor Mojica. De paso, dense por contestados de antemano todos los mandrias que el 12 de octubre no encuentran nada que celebrar y, lo que es más grave, les molesta que lo celebremos los que sí.
A veces, para evitar fumarme otro cigarrillo, me echo un chicle a la boca. De hierbabuena o de sandía, según me da. Como suelo tener casi siempre música puesta, de que me doy cuenta me veo mascando al ritmo de lo que suena, dando dentelladas al compás que me marca la pieza. Si estoy escuchando una balada de Diana Krall o de Abbey Lincoln, algo que recomiendo hacer, la cosa va bien, pero cuando la batuta que maneja mis mandíbulas es un guitarrista de manouche es mejor tirar prudentemente el chicle a la papelera. Más de una vez me he mordido, movido por los vértigos de esos sones, la parte interna del carrillo, la de atrás de la lengua y el paladar porque no llego. Una cosa horrible.
Parece ser que incluso el ritmo cardíaco intenta acompasarse con la cadencia de lo que oímos. Si es así, el primer movimiento, allegro moderato, del concierto de Brandenburgo nº1 de Bach en fa mayor, BWV 1046, en realidad todo Bach, podría poner orden y curar las arritmias. Cuando me duelen mucho las piernas y los lomos recurro a ver el vídeo de la Vieja Trova Santiaguera interpretando "El paralítico". Infalible. Mejor que un nolotil.
Puede ser, aunque no se ponen de acuerdo los científicos al respecto, que la música escuchada también influya en el cariz de lo que vamos pensando. Si estás oyendo "I’m in the mood for love", sin duda no es igual que si lo que suena es "Va pensiero", el coro de los esclavos del Nabucco de Verdi, origen de no pocos lloros y ansias de independencia de algunos pueblos que se sienten oprimidos hasta la esclavitud, como ocurre en el Ampurdán. La música de fondo condiciona el estado de ánimo y moldea la acción del momento. Ya decían que escuchando a Wagner dan ganas de invadir Polonia, de igual forma que sabemos que los salmos, los himnos, la música de cornetas y tambores o una saeta desde un balcón, por poner unos ejemplos, nos ponen el cuerpo y la mente en distinta disposición, además de hacer a los oyentes sentirse parte de algo. Una marcha militar convierte a cientos o miles de soldados en una máquina, en un organismo infinitípedo, unánime y avasallador. En las ollas de cerámica ibérica ya podemos ver a un círculo de guerreros bailando una sardana al son de flautas dobles y panderos. También desfilando hacia la guerra precedidos por los músicos como los escoceses seguían a la gaita hacia la perdición, pero contentos.
Ayer por la mañana James Rhodes, aún en pijama y con su Steinway & sons Grand Piano, me amenizaba la mañana con Tchaikosvki. Bien, te pone en guardia, te despierta, pero diferente que si se hubiera arrancado por Debussy, lo que me hubiera impulsado a ir balanceándome a regar las orquídeas. Los directores de cine lo saben y en muchas ocasiones es la música quien crea el clima que las imágenes o las palabras por sí mismas no conseguirían transmitir. Casi todas las películas de miedo, si les quitas el sonido, se convertirían en comedias y nos reiríamos con ellas. A veces también ocurre con el sonido puesto. Efectivamente, si no existe esa correspondencia entre acción y música de fondo se puede llegar a lo cómico, cosa que ocurre en algunos discursos y declaraciones en las que se imposta un tonillo épico y una escenografía solemnes para declamar algo insustancial y de baratillo. Causa la misma impresión que las olas del mar sugeridas en el teatro por dos enormes sierras de cartón que oscilan en sentidos opuestos. Tomas nota, pero sabes que no te van a salpicar las aguas. Puigdemont y su tropa, entre sus muchas carencias, tienen la de no contar con un Elgar que les hubiera compuesto una Marcha de Pompa y Circunstancia. A veces pienso que la monarquía británica debe su permanencia a esta marcha y a God save the Queen o the King, (que no shave), según toque. Poco importa que Hændel hubiera robado la música y traducido el título del "Dieu sauve le Roi", compuesto por Jean Baptiste Lully para celebrar el éxito de una operación de fístula a Louis XVI.
El LSD, según cuentan, permite escuchar sonidos cuadrados, o verdes, mezclando percepciones de sentidos distintos, lo que llamamos sinestesia. Tendría esto algo que ver con la forma en que la música ambiental nos condiciona para la acción que emprendemos, aunque pudiera parecer que nada tiene que ver una cosa con la otra, lo que oímos con lo que, con su escucha, nos pide el cuerpo leer, comer o visitar. Después, y menos durante la audición del aria "Ombra mai fu" del Xerxes de Haendel no hay quien se coma unos garbanzos con oreja. Cabello de ángel todo lo más. Muchos contribuyentes deben su venida al mundo a un bolero y muchas desgracias han ocurrido por los encorajinamientos inducidos por alguna copla excesivamente racial. Si elegimos un libro de la biblioteca, no elegiremos el mismo volumen si estamos escuchando a Liszt o reggaetón, aunque en el último caso no es previsible ver al semoviente en la tesitura de tener que elegir ningún libro de su biblioteca.
La música envejece, como todo arte, como todo lo vivo. Como los vinos buenos, puede ganar con el tiempo. Hasta algunas cosas muertas envejecen, se desgastan, desgracia sobre desgracia, como las piedras. Pero sólo somos conscientes de ello cuando la piedra había sido labrada por manos humanas, que las otras hay quien piensa que Dios las hizo así y así siguen. Por una falsa concepción del progreso muchos tienden a pensar que todo se desarrolla, avanza, mejora. La experiencia nos debería enseñar que más cierto es que lo vivo se debilita con los años, degenera, muere. El olvido hace el resto, y resucita o certifica la defunción. No intento sugerir que la música actual o cualquier otro arte del momento sean despreciables comparados con lo anterior, pues mucha buena música, libros y otras obras se hacen hoy en día. Salvo los contados genios que en cada época descuellan, nada nos hace suponer que hoy no se interprete la música igual, incluso mejor, que nunca antes se había hecho; no es de razón pensar que hoy se escriba, esculpa o represente irremediablemente peor que en ese casi eterno "antes" se hacía. Por otra parte, siempre los más vetustos han hecho valoraciones semejantes pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor, algo cierto para cada individuo, una vez llegado a carcamal, si se refiere a su fortaleza y salud, pero falso cuando intentamos extender la nostalgia más allá de lo inevitable. No es justo confrontar en ningún terreno las obras del momento contra toda la producción anterior de la humanidad, durante siglos, milenios a veces. Sólo con la ciencia sucede, pues acumula todo conocimiento anterior y sobre él edifica. El arte no funciona así, especialmente porque, siendo incapaces de añadir un peldaño más a una escalera ascendente en el que el último escalón ya supone una excelencia alcanzable por muy pocos, hay quien intenta iniciar otra escalera nueva, renuncia a la herencia anterior, que se desprecia, podríamos decir que se olvida, si no fuera porque los promotores de algunas nuevas vanguardias no siempre estaban ni están en situación de olvidar lo que no han llegado a conocer.
Con el arte ocurre que lo antiguo era joven, mientras que lo nuevo es viejo, lo que nos confunde. Conforme nos vamos remontando hacia los siglos pasados nos encontramos con que las artes tienen menos antigüedad, menos tradición, menos escombros. Nuestros ojos añaden capas de barniz que oscurecen lo antiguo, como ocurre con los lienzos, que pocas veces podemos ver frescos, relucientes, sin veladuras, como los vieron sus coetáneos. Los bisontes de Altamira o los caballos de Lascaux no son, si vemos el asunto como realmente es, un arte antiguo sino naciente, en su infancia, producto de la juventud de la humanidad. Y desde luego hablar de mejor o peor sacaría los colores a gran parte de los artistas actuales. Un arte que conocimos ya perfecto, no una probatura. Cambiaría todo lo que he pintado por haber sido capaz de dibujar un bisonte, un ciervo o un arquero de esos que perviven en cuevas y abrigos, algo que ya alcanzó la perfección hace miles de años, insuperado, insuperable, asombroso.
Si admitimos que todo lo que escuchamos, leemos o contemplamos nos condiciona para bien o para mal, nos eleva o nos hunde en la miseria estética y desde allí se desparrama al resto de nuestra conciencia y nuestros actos, sólo cabe llegar a la conclusión de que hay que poner mejor música de fondo a nuestras vidas, rodearnos de cosas hermosas, ya que es decisiva la educación artística de las gentes. No es cosa baladí ampliar la calidad y cantidad de cualquier forma de arte en el ambiente, facilitar y promover el acceso a la cultura sea de forma pública o privada, literaria, musical, escénica o expositora. Hablar de gran cultura es sin duda pecar de elitista pero, al contrario que en otros campos, en el arte no siempre lo bueno, lo mejor, tiene por que ser más caro que lo infame, a veces es al revés. No es necesario tener un Rembrandt en la pared, ni un piano de cola en casa, pero un disco de Reggaetón vale igual, incluso más que uno de Mozart, Bach o Bill Evans. Es cuestión de esfuerzo, de aprendizaje, de ofrecerle a lo más grande que es capaz de hacer nuestra especie un tiempo y un esfuerzo similares a los que estamos dispuestos a dedicar al manual de instrucciones del mando a distancia. Resumiendo, lo conveniente sería hacer justo lo contrario de lo que se hace, y caigo en el excesivo optimismo de pensar que se hace algo. Habrá que empezar por pagar el rescate del ministro del ramo.